CAPÍTULO I
El país de Bolanda es una lengua de tierra que baja hasta el Golfo, y está ordenado en mirandas y oteros muy redondos, y entre estas medas van las aguas del Iadid, que quiere decir este nombre, en la algarabía de los naturales, «el frescor», río que se parte, cayendo de lejanos montes, en dos docenas de mangas, y se sabe por donde van las aguas porque en sus riberillas crecen palmeras que muestran el verde de la cabeza suya, tan abierta y movediza, sobre las espaldas bermejas de la tierra, y son las copas de las palmeras vistas de lejos, como si en un paseo de verano hubieran dejado caer unas damas sus abanicos verdes. Y cuando ya no falta una legua para que las aguas del río lleguen al mar, se buscan, se juntan en un abierto, y hacen una vega de prados y fuertecillos muy regados, y con dos caneros para que represen molinos; una vega verde, verde, lindante por toda parte con las arenas coloradas y las barrancas negras y apicadas que llaman al desierto; sandía hay que tiene la raíz y bebe en la tierra de la vega, mansa y oscura, y ella posa y crece en el calor de la arena. En la vega hay lugares acasarados, aquí y allá, muy encalados, tejados a cuatro aguas, rodeados de pajares y cuadras, y todo lugar con huerta cerrada, de altas paredes, para excusar en ella las mujeres. Y no da un paso el Iadid sin que lo sangren y va la tierra como si la tejiesen con hilos de plata, con el agua de los dos mil y ciento canales. Pejigos y cerezos crecen al lado de las casas, y en las tierras encostadas hay naranjos y limoneros y algunas viñas emparradas. Sale de la vega al fin el Iadid, recoge las aguas suyas que quedaron de las regadas y molinadas, y se va por una empedrada rodada de las avenidas suyas hasta el mar, en el que entra calmo y ancho, haciendo un estuario vicioso de junqueras y esceripos, y bosquecillos de cañas. Allí es un revolear seguido y chillador de gaviotas.
La villa llega al río en la cuenca del estuario por un cantón sobre un ancho muro, y por una rambla se baja al muelle. La villa es un puñado de casas blancas, unas a caballo de otras, cercada de un contén de ladrillo rojo en el que se cortan tres puertas muy bien arqueadas, y del curuto de la morena de terrados y tejados sale una torre bermeja que es el alminar de la mezquita. En una y otra parte de la villa se abren higueras sobre las paredes y echan a las calles estrechas sus ramas de grandes hojas. El mercado es en el muelle, saliendo por la Puerta de los Perdones, delante de la fuente que llaman del Malik, que es el rey.
El mar está tranquilo todos los días en el Golfo, y en la noche callada no se escucha su ir y venir, sino el brincar del Iadid en la tormera, antes de echarse a siestas en el estuario. Si yo, Al Faris Ibn Iaqim al Galizí, que pone en latino castellano estas memorias, fuese villano allí, en las tardecitas de verano bajaría a las riberas del Iadid, y estaría, hasta que cayese el paño de la noche sobre la tierra, viendo correr la espumeante frescura, los pies en la corriente, y echando al agua, que allí tan encantadora pasa, una hierba, o una flor, o una nave de papel de Alejandría, y el huelgo del mirar de los ojos míos también. Tener un río como el Iadid en la sequedad de las solanas de la tierra, tal es encontrar en la flor de la madurez, cuando ya va uno con el saco suyo de vagabundo más que promediado de canseras y horas secretas y vientos perdidos, junto a las manos y a las mejillas, una sonrisa confiada, moza y amante: una mariposa juguetona que saliese con viento fresco de un descuidado ensueño. Un río así es medio vivir; fugitivo compañero, se lleva del alma los gérmenes de la melancolía. Para ciertos vagos espíritus, un río es como un amado hogar.
La casa del piloto Sinbad está colgada sobre el muelle, en una curva del contén, que allí se abaja hasta dejar salir una cuarta de tierra rozada, que es el huerto de la casa, y delante tiene un salido, en lo abierto de una fuentecilla que rompe tarde y estía temprano, pero el agua se recoge en un aljibe y en dos pilas, y de la más alta de estas riega Sinbad. La casa es de una planta, y en la fachada tiene a la derecha de la puerta un balcón enrejado de hierro, casi cubierta la reja con flores que crecen en las macetas, y con enredaderas de Indias, y con jaulas de mimbre pintado, en las que vuelan pájaros enanos traídos de Catay y de Kafirete, de los grandes viajes lejanos que hizo Sinbad; pájaros que nunca se vieron en el Califato hasta que los trajo el marinero nuestro, y son tan pequeños que huirían de las jaulas si el viejo almirante no les hubiera puesto, cruzada, una tarabilla en el rabo, de madera muy fina. Un pájaro hay que no vuela para adelante, sino siempre para atrás, y es el nostálgico de Zamor, y otro, el pájaro-grillo, que canta cuando ve encender fuego. Por la parte de atrás, por donde mira al muelle, la casa tiene medio desván asolanado, con corredor de caña, y en la cámara aquella guarda el dueño en cajas herradas memorias de por donde anduvo, que nadie logró ver, ni se sabe con certeza qué sean, y del techo cuelga y llega al suelo de azulejos moriscos una gran pluma de ave, verde y rizada. Por la ventana acostumbra Sinbad asomarse con su anteojo de larga vista a contemplar el Golfo, pero las más de las veces se enoja, si ve salir nave, porque no le gusta cómo los pilotos jóvenes toman la barra.
Sinbad es alto, robusto, y tiene andar de mucha gravedad, aunque tenga la pierna derecha un poco más corta que la izquierda; tiene barba blanca muy espesa, sin partir, y casi todos los jueves con la navaja de pulso le hace un redondeo, y para que se le vuelva en la punta pone por las noches rizadores de palosanto. Gasta siempre turbante de dril tirando a marrón, y es cejijunto, y por debajo de la selva pilosa muestra el alma por los grandes ojos negros. Digo que muestra el alma por la inocencia y el entusiasmo de su mirar, que los ojos suyos no callan nada, ni burlas ni veras, y se adelantan, cuando Sinbad habla, a las palabras suyas, alertando, sonriendo, entristando. A veces se pudieran ver países en fiesta en sus ojos. Tiene un hablar muy súbito, y va diciendo seguido y rápido, y se detiene y mete un silencio que puede ser de un cuarto de hora. Una vez contaba de un viaje a Malaca, al grano pimienta, y estaba diciendo por donde son las vagancias de los estrechos, y en esto calló, y pasó tiempo y seguía callado, y le preguntaron por qué no seguía y no contestó, y pasó otro rato, y todos los presentes miraban para él, que estaba de pie y con las manos palpando el aire, y le vieron inclinar el cuerpo a la izquierda y finalmente enderezarse y sonreír, y siguió contando, pidiendo antes de retomar el hilo de la historia, que perdonasen el suspenso, pero que estaba la marea subiendo en aquel mismo momento en aquel Saopang de que estaba hablando, y tuviera que hacer unas viradas en medio de las corrientes, y salvara la nave metiendo todo a estribor. Sentado, Sinbad nunca está quieto, y todo es mecer el culo en el asiento, y poner el pulgar en la nariz y aspirar olores; adivina así muchas veces de qué país viene la gente que encuentra en el patio de la fonda, o en el muelle, o en una calle. Siendo tan marinero como es, no por eso deja de ser hortelano, y se levanta temprano para regar en el huerto y arrancar la hierba mercurial, y es muy hábil con el sacho, y poda e injerta, y siempre tiene muy buenos repollos y alcachofas sevillanas.
Una vez vino alquilado para una casa vecina de la suya uno que decía que fuera piloto mayor sustituto del califa de Bagdad, y hablaba de que traía un descanso hasta que se le pasase un reuma humedado que se le pusiera en ambas caderas, y como parecía traer capital y mudaba de ropa cada día, lo escuchaban mucho, en la fonda y en el muelle, en la fuente y en la lonja, y Sinbad no hacía más que callar y oler al huésped, que era un hombre pequeño y muy serio, y todos sus viajes remataban con grandes amistades de señores a los que trajera encargos preciosos. No hacía más que ofrecer cartas de recomendación y respeto, y un día le dijo a uno que lo recomendaba para criado de linterna del emir de Kafirete, estando mirándole el pulso que tenía en verter miel por un cañito sin derramar gota, y que él, el piloto, en Kafirete era como de casa. Sinbad calló. Al otro día salió vestido con una capa morada y en la cabeza una pamela blanca, y se sentó en su huerto en medio de los repollos, en una gran cesta de mimbre amarillo, y por Sari mandó llamar al piloto del califa y al mayordomo de la fonda, al cabo de la lonja y a los pilotos retirados, y vinieron todos y además muchos marineros que hacían pascuas en tierra, y entonces Sinbad, cuando tuvo a toda aquella familia atenta en el salido, le preguntó al piloto del califa:
—Señor piloto, ¿a qué isla me parezco?
El piloto pidió permiso para acercarse a Sinbad a estudiarlo, lo que le fue dado a condición de que no pisase los repollos ni los pepinos, y dio dos vueltas, se alejó algo, puso la mano de visera, oteó, tomó una cuarta de sol a la izquierda, murmuró algo, caló la mano derecha en la barba, y dijo muy manso:
—Parecerás la isla del Clavo, viniendo Sursuroeste de Calicuta. Sonrió Sinbad con disimulo y le preguntó a un marinero que llaman Adalí, y que es un viejo que anda apoyado en un báculo:
—¿Qué isla parezco, mi Adalí, mi viejo camarero?
—Señoría —dijo Adalí, torciendo la cabeza un poco a la izquierda, y sonriendo a Sinbad, quien sonreía también de que lo titulasen—; señoría del mar, pareces mismamente la isla de Kafirete levantada en la mañana, y los repollos tuyos hacen el mar de las corrientes que son verdes, y el mimbre amarillo los soleados arenales, la capa tuya morada la montaña, y la pamela blanca, el humo del volcán.
—¡Estás muy imitante! —dijo Ruz el Oscuro.
Con lo cual quedó probado que el piloto aquel del califa, tan fabulante, no estuviera en Kafirete. Sinbad se levantó con calma, se quitó la pamela, y no tuvo inconveniente en mostrar la cabeza calva, monda y lironda, y salió Sari trayéndole un turbante de seda colorada que Sinbad se ciñó con mucho cuidado, y volvió Sari a la casa y regresó con la pluma verde, larga dos varas y media, y Sinbad con hilo de plata la aseguró por la canota al turbante, y habiendo terminado el aderezo salió muy fachendoso del huerto, dio las gracias a los amigos por la visita, y seguido de los más salió a pasear al muelle.
—¿Quién va ahí? —preguntaba una vieja desde un ventanuco, tapando media cara con una mano huesuda y negra.
—¡Alégrate, Lalaía —le contestó Sinbad sin mirar para ella—, que ves gratis la pluma del Ave Roc!
Desde entonces Sinbad volvió a ser escuchado en las tertulias, y el piloto sustituto fue a hacer verano a otra ribera.
En Bolanda el cielo es siempre azul. El monzón llega con el último día de mayo, y echa sobre la tierra unos alegres puñados de agua. La gente sale a mojarse, cantando. Pero en aquella provincia del Golfo se vive porque todos los días del Señor Misericordioso corren las limpias aguas