CAPÍTULO I

Sinbad metió la mano en el agua, inclinándose sobre la borda, y salpicó las barbas suyas, en las que quedaron brillando unas gotas alegres.

—Abdalá, vamos por la salida de Goa, rodeando a sotavento de Indias, y aquí corre el mar para arriba, y si uno se tira a él, y pone el ojo a nivel, se ve muy bien la cuesta que hace.

—¿Tan afuera salimos, capitán?

—¡No, hombre, no! ¡Esta es una lección!

El piloto abrió la caja de la aguja y midió cuarta y dos dedos en el aire, y le dijo a Sari que llevase la proa puesta a un molino de viento que batía en un alto, en una descampada entre cabos, y que quería ver si mudara el canal del Golfo para cuando saliese con su nave, que habían de estar mirando desde el muelle, y si podía empoparía con el terral de la marea baja, y estando él en el mando con un vaso lleno de limonada hasta los bordes, no vertería ni gota al pasar la barra.

—El mar es una vida, y como todo animal cambia de pastos y de huelgas, y a veces parece que se rasque enrabiado las espaldas contra las rocas del fondo, y otras aguarda la mano y rosma callada, igual que un lebrel de Persia que hace la digestión, tumbado en una alfombra rica, del vientre de una hermosa gacela. El mar a veces me tiene dicho, o a mí me lo pareció, que le gusta que lo naveguen los terrenales.

Abdalá remaba acompasado, y como atara los zuecos entre sí y los llevaba colgados del cuello, y cuando en la bogada se echaba hacia delante, golpeaban las suelas claveteadas una contra otra, pam, pam. Sinbad sonrió, que le vendría algún recuerdo de pasadas navegaciones.

—Dado que vamos por la salida de Goa, como iba diciendo, si levantaran unas nubes que hay al Nornoroeste, veríamos Moara, que tan famosa ciudad no es más que una torre en una laguna. Esta laguna fue medrando y cubrió las casas, y la gente se metió en la torre; el señor de la ciudad dejó poner vigas en las almenas, y sobre estas vigas los vecinos hicieron casas, que fue como ponerle a la torre un sombrero de alas, y todavía encima de estas casas arbolaron otras y otra, y todo esto en el aire, no hay calles, sino escaleras de caña, los pasamanos muy adornados con macetas con rosales, y mucha menta y hierbaluisa, y como no era decente que el príncipe tuviese sus cámaras debajo de las del paisanaje, en la cima hizo un pequeño palacio, y en la terraza cosecha té. Y lo peor de aquel mundo es subir el agua a las casas, que se hace por cuerda y caldero, como si se trajese de pozo. Si pasas al atardecer a siete leguas de Moara, escuchas que viene de aquella banda el ruido que hacen las mil roldanas de los moareses subiendo el agua. La robaliza se fue de aquellas costas a causa de este estruendo.

—¿Lo adivinaste tú, mi amo? —preguntaba Abdalá dejando de remar, y mirando con los ojos suyos sin luz para donde nacía la voz novelante del piloto.

—Y se lo dije al mirán, que es como se llama al rey de allí, cuando le fui a vender el pez papagayo, que nunca otro se pescó más que aquel.

Sari dejaba el timón, y se arrodillaba, que era una costumbre que tenía, delante de Sinbad.

—¿Hay ese pez, patrón? ¡Di que no lo hay, señoría! ¿Cuánto valdría en Damasco? ¿Fue a red?

—¡Sari, la barra no se deja nunca! ¡Un hombre es algo en el mar porque es un timón! ¡Enfila el molino de viento!

Volvió Sari a su oficio y Abdalá al remo. Venía de la boca un aire fresco y húmedo, que rizaba gozoso en el mar, y lejos, en lo abierto, parecía caer del cielo polvo de oro. Sinbad decidió que parase de remar Abdalá e izó vela, y con la misma le mandó virar

a Sari y tomaron la barra de través, de vuelta para casa.

—Ya pasamos el islote de los Buzardos —dijo Abdalá—. ¡Pronto comenzaremos a oír el río!

Sinbad, viendo tan humilde y callado a Sari, que llevaba el timón sin osar quitar ojo del farol del muelle, que es la remontada correcta de la ría cuando baja la marea, no vio inconveniente en seguir con la historia de cuando fue a Moara a decirle al mirán el porqué de la escampada de la robaliza, y de paso a venderle el rico pez papagayo.

—En el mar no hay que admirarse de nada, después del milagro que es que se pueda andar por él en un alado de maderas, y que se puedan tomar los vientos señoriales en unas lonas recortadas. El pez papagayo lo pesqué yo mismo a diecisiete leguas de Columbo. Es pez de fondos, pero las hembras salen mudas, y a los más de ellos no les hace gracia procrear en silencio allá abajo, y dejan ese trabajo a los machos que salen mudos, o tartamudos, o tácitos, que hay de todo como en las familias, y los bien parlantes suben a la nata del mar, y andan cerca de las naos; no se pescan porque escuchan todo lo que hablan los marineros. El hablar de ellos es la cosa más graciosa que hay, porque hacen con su boca, que tiene pequeños labios encarnados, unas vejigas de aire, y las mandan fuera del agua: al salir estallan y vierten la palabra que llevan dentro, y en cada vejiga no caben más de dos sílabas, y así, si la palabra tiene tres o cuatro, hay que adivinar lo que falta. Dicen golon por golondrina, e higue por higuera, y su lengua siempre es arábigo letrado.

—¿De verdad dicen golon e higue, mi señor? —preguntaba Abdalá echándose por encima de la cabeza la falda de la chilaba, que comenzaba a llover mansamente, y el ciego era muy mirado en no coger catarros, que lo ensordaban y lo dejaban tirado por el mundo.

—Y abda en vez de Abdalá. El mirán de Moara aprecia mucho al pez papagayo porque juega con sus mujeres a ver quién adivine y siga de corrido el parlar vejigado.

—¿Cómo lo pescaste, gran señor? —inquiría Sari.

—Era una tarde regalada, de cuando se va el verano, y todo el mar es de cristal y parece que pasaran espejos con el viento.

Yo estaba de bruces a babor de la Preciosa, probando un corcho con plumas para medir la corriente maldiva, y vi que salían alrededor del corcho las vejiguitas de las palabras de dos peces papagayos, que estarían por allí mismo muy conversadores, y hablaban de mi corcho emplumado, y uno decía si no sería gente de teatro chino, que todavía le oyera la antevíspera un relato a un marinero cantonés, y el otro pez no sabía lo que fuese teatro.

—¡Tampoco lo sé yo, así Dios me salve! —dijo Abdalá.

—Ya lo sabrás, que te he de llevar en China. Digo que hablaban de eso, y entonces al magín me vino una luz, y me dije que era la gran ocasión del mundo para pescar el pez papagayo, y me puse a contar en voz alta una pieza que viera en Cantón —el teatro, Abdalá, es como una novela, sólo que no pasa en el papel, sino en figuras vestidas de lujo en un tablado, en un patio—, y que se llama dicha pieza La Dama que engañada por un Demonio elegante quiso comprarle al Viento la Perdiz que hablaba, o Verdadera Historia de un Mandarín que por no gastar quedó cornudo, que es muy famosa cosa, con baile y todo, y la mujer se desmaya dos veces, y al demonio, cuando la pieza se remata, lo envuelve el viento y lo deja en escena, gira que gira, como rueda de molino. Me puse, digo, a recitar, y los peces papagayos, curiosos, callaron a flor de agua, y yo por lenguaje de dedos le pedí a mi segundo una caña hueca, de dos varas de largo, que quedara en mi cámara de cuando llevé a Melinde la quinta suegra del Sultán, que tenía que darse un baño de luna llena en un punto que tenía en la rabadilla, y para que bajase la luna concentrada se tomaban los rayos suyos con aquella caña, y hablando por ella, que la metí en la boca, y mismo me salía voz de viento de comedia chinesa, y en las manos el colador de la manzanilla, que hasta coincidió que era de bayeta verde, como es el mar allí, esmeraldino oscuro, me echaron mis marineros al agua, atado por la cintura con dos cuerdas, y yo seguía hablando desde abajo, y rápido metí el colador donde creía que estaban los famosos peces, y salí con uno cuando me izaron, y todo pasó en menos tiempo que tardé en contároslo. Y el pez papagayo pescado, que fue el que no sabía lo que era teatro, ni se movió cuando lo echamos en una palangana, sino que todo apurado hacía vejiguitas que decían:

—¡Prosi contan su señó del demo ele enamó!

—¡Prosiga contando su señoría del demonio elegante enamorado!

Tuvimos muchas conversaciones hasta llegar a Moara, y me despedí de él con pena, y lo que le hacía reír mucho era que las mujeres en Bolanda les cortasen las uñas de los pies a los hombres en las tardes de los jueves.

—¡Si volvi abá —me dijo—, ya tenía fiesta con mi suegra! ¡Si volvi abá!

Me parece que le estoy oyendo, que siempre estaba con eso: ¡Si volvi abá! Se lo vendí al mirán, y este tiene encima del turbante un bombo que se afina con trenzado de cerda, y habla por él con sus súbditos, porque no hay plaza en Moara para que salga pregonero, y cuando me compró el pez papagayo, sus ministros estuvieron una hora larga ¡bom, bom, bom! diciéndoles a los moareses la nueva riqueza de su señor emir.

Y en estas conversaciones llegaron al muelle, llevados por el viento de posta, y ya pasara la llovizna, y estaban esperando a Sinbad el Marino el señor Arfe el Viejo y Ruz el Oscuro, y lo primero que nuestro piloto les dijo fue que en lo que respecta al canal, que mudara diecinueve varas al Este en lo abanto del Golfo, y que no las midiera propiamente, pero las sacaba por el oído de Abdalá y por donde salseaban los bajíos de arena.

—¡Ya veréis cuando yo salga, qué retorneos!

Y con la mano imitaba una culebra deslizándose por una junquera.