CAPÍTULO I

La más de la gente es burlona sin caridad. Pero nuestro Sinbad echó una mirada por encima del mundo, y mandó llamar al ciego Abdalá y le dijo que le comenzaba a contar desde aquella misma hora el cargo de vigía, y que por la mañanita siguiente, tan pronto como abriesen puertas, saldrían para Basora a ver cómo estaba la nave, si ya estaba labrada del todo y entonces por qué no la botaban, o si faltaba qué carpinteado, y que irían los dos con Sari. Aunque es muy sano andar, llevarían la burra de leche del Firí, con lo cual tendrían desayuno ensopado, y fría, con la rosada de la noche, y con una monda de naranja, la leche de burra es un refresco principal, y se puede convidar a cualquiera que se acerque al fuego. De vez en cuando, a hora meridiana, Sinbad cabalgaría algo. Y la paga en mares árabes a los marineros es por semanas, sacando una muesca por cada una en un palo redondo, y las semanas son adelantadas. Sinbad le dio un palito de acacia al ciego Abdalá, quien con su navaja ya abrió la primera suerte.

Como fue dicho fue hecho, y por la mañana temprano, tan pronto como abrieron la Puerta de Tierra, que tiene puente levadizo y cadenas cruzadas, y la guardia la ponen los tenderos del bazar, salió Sinbad con su vigía y su paje camino de Basora, y montó en la burra para subir la cuesta que hay hasta donde dicen Pozos Altos, que es un agua salobre que solo se bebe cuando secan las fuentes de la villa y se agotan los aljibes, y cuando llegaron a lo alto se apeó Sinbad y contempló la villa natal.

—¡Salam! ¡Si pudiera, país mío, meterte en una nave, te llevaría a donde son las aguas floridas!

—¡Más de siete hijos de puta aún estarán durmiendo! —comentó Sari, quien anduviera aquellos días muy abromado por los graciosos de la villa, que le preguntaban si ya regresara de las Molucas.

—¡La paz es de quien la da! —dijo Abdalá, que hablaba mucho por el Libro.

Y los tres se pusieron a caminar por aquellos llanos vecinos del desierto, una campiña de espartaria y avenas locas que aprovechan antes de la seca estival rebaños de ovejas parduzcas guardados por taciturnos pastores yemeníes. Los perros de los pastores los saludaron con ladridos que a Sinbad se le antojaban alegres.

El camino de Bolanda a Basora es largo, y da vueltas alrededor de cumbres rocosas y barrancales, y se mete hacia el mar, que está a la derecha según se va, y cuando ya parece que lo vas a ver, y reconoces en el aire la gaviota, tuerce para tierra adentro por mor de un pozo de agua fresca y un caravanserrallo, y antes de llegar a las huertas de Basora hay que pasar tres días de desierto, y se ven volar buitres. Una noche llegó Sinbad con los suyos a un caravanserrallo que llaman Mistar y es renta del emir de La Meca, y porque ya llevaba seis días que no hablaba más que con sus asistentes, quiso tomar posada dentro, sabido que había dos caravanas de lejos, y también porque quería algo de estofado caliente. Y otro motivo, en verdad, era porque veía que Sari lo miraba desconfiado y por veces se adelantaba en el camino canturreando, poniéndole de estribillo a las canciones algo así como «somos tres perdidos y en Basora no hay nada»; el paje se volvía irrespetuoso y hablaba de pasar a otro amo y que él le hacía la higa al mar. Imaginaba Sinbad que en la posada habría algún señor, y él se acercaba a tener tertulia, daría noticias que nadie esperaba y sería acogido con gran respeto, porque no dejaría de haber allí quien oyera de Sinbad el Marino, la historia del Ave Roc o el viaje, llevado por la ballena, a las nieves marinas. Ya se dolía Sinbad de haberle dado tantas confianzas a su paje, al fin hijo de una pescantina negra. Y antes de entrar en el caravanserrallo Sinbad montó en la burra, sacó el anteojo de la funda y lo metió debajo del brazo izquierdo, y se puso en la boca un mondadientes de cañota de pluma de faisán, largo una cuarta.

Sari fue a atar la burra en la cuadra, que quedaría cerrada, no fuese algún goloso a ordeñarla, y aguardaría a que parase de sudar para darle de beber y un alforjín de cebada. Abdalá salió a lavarse los pies en un pilón en la trasera del serrallo, y, mientras, el señor Sinbad, muy solemne, entró a pedir cámara; se la dieron en el corredor, con alfombra y palangana, y preguntando por una buena cena había oveja con fideo y albondiguillas picantes de gallina, y como aquella era posada de mucho turco y persas, e incluso se veían bizantinos de la seda,

—¡Oh, el vino de las noches de mi amigo Omar Jayam!

—dijo Sinbad en voz alta, para que no dejasen de oírlo aunque no quisieran unos señores con espadas que estaban sentados comiendo naranjas. Dos esclavos se las mondaban y ofrecían los gajos en un plato, espolvoreados con azúcar terciado. Otro esclavo tenía en una lanza un farol, que la brisa del véspero meneaba.

Uno de los señores echó ambas manos a su nuca, inclinando la cabeza hacia atrás, y con voz hermosa y clara recitó:

Hoy triunfo, oro y gloria,

mañana derrota, miseria y confusión.

¡Bebe, pues no sabes de dónde vienes ni a qué!

¡Bebe, pues no sabes a dónde vas, ni a qué!

Nuestro Sinbad pidió permiso para acercarse, el cual le fue dado por el recitador, y también a él le pasaron el plato con la naranja; con la punta de los dedos cogió el piloto dos gajos y los comió con delicadeza, y guardando el mondadientes dijo quién era, y por como levantaron todos las cabezas y miraron para él se complació en ver que era conocido su nombre, y resultó que los de espada eran perfumistas de Gingiz que iban al aceite de rosas al Farfistán.

—¿Entonces —preguntó Sinbad— por qué llevan espada?

—Llevamos espada —le respondió el más viejo— por permiso del Chanichá de Persia, que como entramos en las grandes casas a vender perfumes de precio para las mujeres, los eunucos nos meten en un corredor y nos roban, y no hay protesta que valga, que en seguida dicen que queríamos pasar a las mujeres, y así clavamos la espada en la arena del patio y vendemos al pie de ella, y los eunucos no pueden nada, y andan mansos pidiéndonos unas gotitas de lirio secante para las rozaduras de entrepierna.

Les preguntó también Sinbad si conocían a un tal sidi Raxel al Gazuli, caravanero de Asia, que gastaba sombrero picudo, y se dieron todos por muy amigos de él, que aún muchas veces era su fiador y tenía una fonda de verano al lado de una laguna para los huéspedes de confianza. Les contó entonces Sinbad cómo sidi Raxel se hiciera su armador, y que iba a Basora a hacerse cargo de una nave que ya debía de estar botada, y andarían en el embreo y en el cordaje, y también les explicó que llevaba con él a su vigía, que era un ciego, explicándoles cómo fuera el tomarlo, y todos convinieron en que sólo un gran almirante da esos pasos. Y porque Sinbad no recibiera carta de sidi Raxel, aunque le escribiera a la estafeta de la puente Balacrán, les dijo a los perfumistas si querrían llevar con ellos a su paje Sari, que era muy obediente y ganaba sobradamente la comida que se le daba, y gustaba de todo excepto vinagretas. El Sari traería una firma de sidi Raxel para pasar a los tratos, sabido también de qué color quería el farfistaní el gallardete, y que si no le parecía mal que la nave iba a llamarse Venadita.

Los perfumistas conocieron a Sari, lo encontraron educado y sano, preguntándole a Sinbad, no obstante, si había bubas en el país de Bolanda, y Sinbad les juró que no, que desde la peste del trece, que era tan lejana fecha que ya nadie sabía qué trece fuese, no las hubiera. Entonces dijeron que lo llevaban y que lo tratarían como a pariente, y si ayudaba en los mercados que tendría soldada, y que era cosa de un mes que se lo devolviesen en Basora con las respuestas.

Los perfumistas ya cenaran y no quisieron aceptar la convidada de Sinbad, excepto unas albondiguillas frías. El piloto le dio consejos a Sari, quien volvió a la obediencia muy humilde, porque veía que las mentiras se hacían verdad, y que había armador y que habría nave y trato. De la balsa sacó Sinbad un soberano de plata y le obsequio con él, pidiéndole que no lo tomara como adelanto sino como regalo, y Sari se echó a llorar y golpeó con la frente por tres veces las rodillas del señor Sinbad.

Hizo el piloto mayor en lo excusado de su cámara las abluciones nocturnas, y dejando la puerta que daba al corredor en pabellón se acostó en la alfombra que figuraba, y todos eran agüeros que le salían a favor de su imaginación, una batalla naval de cristianos y moros, y las naves de los del turbante pasaban por ojo las naves de los de casco, y entre la morería había uno que de verdad se le parecía, muy arrogante con la cimitarra levantada. Se oía el ir y el venir de la gente en el patio, el correr del agua en los caños de los pilones, bramar el camello y relinchar el caballo, ladrar lejos un perro, llamar un príncipe por su criado, reír unas mujeres y gritar una vieja que callasen... Poco a poco fue quedando en paz y silencio el caravanserrallo, hasta que sólo se oía el agua, y debió de despertar el ruiseñor en la enramada de cinamomo, y asustado quizá de la mudez del mundo se puso a cantar movido y variado, pero pronto, oyéndose, se serenó, como acostumbra, y entonces cantó medido rondas de amor con estribillos trinados.

—¡Todos somos ruiseñores! —se dijo Sinbad, y adormeció.

Aquella vuelta del camino era el fin de la subida. Desde allí se veían Basora y el mar. Primero había, en la falda del monte, emparrados e higueras, y después comenzaban las huertas, que llegaban hasta la ribera, y corriéndose frente al arenal, estaba la ciudad amurallada. El verde hortelano cesaba al pie de los ladrillos rojos de las murallas, y dentro de estas todo era blanco hasta llegar al mar azul. Se apeó Sinbad de la burra y le explicó a Abdalá lo que se veía desde allí, y que a la derecha estaban las llamadas Bocas, la Vieja primero y la Nueva más hacia lo abierto, y que allí eran los astilleros y las atarazanas del malik, que bien se señalaban por la torre almenada. Los muelles estaban para arriba y para abajo de ambas Bocas. Sacó el anteojo Sinbad, miró y dijo que se veían mástiles.

—¡Mira que si ya estuviese nuestra nave encordada!

Bajaron despacio, que no tenía prisa Sinbad.

—Falta media hora para el cañón serotino, y si apuramos quizá lleguemos antes de que cerrasen todas las puertas, pero mejor es que durmamos hoy fuera, en un bosquecillo de higueras que tenga fuente, y mañana temprano, vestidos de lo mejor, la barba redondeada, bañada la burra, entremos por la Puerta Mayor y la Calle Mediana y nos acercamos a los astilleros, sin prisa, como ricos confiados. Y a los que pregunten por la burra se les dice que yo venía en yegua ruana, pero que le dio un torzón y la dejamos en casa del albéitar, y que la burra no es montura mía, sino obligación de una dieta que traigo, motivada a que las aguas calizas del camino me descomponen.

—¿Y si está la nave, mi Sinbad?

—Alquilamos dos marineros pobres para llevarla a Bolanda.

—Cuando lleguemos allá —dijo Abdalá con una voz cálida y soberbia, desusada en un ciego de pedir como él—, cuando lleguemos allá, tienes que dejarme darle con la mano a Venadita en la espalda y decirle llorando: ¡Ahí tienen el Iadid!

Y Abdalá pasó de la voz de mando a una larga lloriquera con hipadas, que digo yo que sería alegría y no dolor.