CAPÍTULO II

La fonda está de puertas adentro, que manda el rey que ningún forastero duerma fuera de la muralla, y lo más de lo que llaman la fonda es un gran patio rodeado de arcadas, y en el medio hay fuente para la gente y pilón para las bestias. La casa poco más es que una cocina, y en país de moros manda el Libro que se hagan de tres fuegos las de las posadas, y que siempre haya agua sazonada con un poco de sal hirviendo en una caldereta, y esta fonda de Bolanda está con toda religión. Desde la cocina, por una escalera de mano, se sube a la terraza, y hay allí cuatro cámaras para los huéspedes, y para las mujeres hay una tienda en un salido de la cocina. La terraza está más alta que las almenas de la Puerta de los Perdones, y se ven desde ella el muelle y las naves, y allí acostumbran hacer tertulia los pilotos que están de vacación con el dueño de la fonda, que es un manco muy risueño que responde por Mansur, y el caíd de la villa, cuando se alquiló de nuevas la fonda, que es renta del malik, lo escogió por eso, que dijo que en igualdad de saber de cuentas y de arroz blanco y cordero frito, la plaza era para una cara palaciega y alegre, que una careta triste en amo de fonda le quita a los forasteros el placer de la posada. Si hay gente de atavío en la fonda, entonces Mansur avisa cuando va a echar la pimienta al arroz, y los cominos y el clavo al cordero, lo que hace posando la taza de las especias en el muñón del brazo manco, que es el derecho, y con la mano izquierda remueve en la olla, y manda el condimento por soplo, y no hay otro que soplando eche la pimienta en grano, y él sí, muy fácil.

La tertulia de Mansur es al atardecer, y tienden los criados toldo listado, y traen cojines y almohadas, y van sirviendo el té con menta. Los contertulios son los dichos pilotos que no andan en la ocasión en el mar, y los forasteros que se acerquen, que casi siempre son gente marinera. A Sinbad no le gusta nada que suban a la tertulia los compradores persas de cueros y sebo, que le huelen mal, y no saben hablar de otra cosa que del arte de la castración, que siguen por Avicena, y de que bajó la ley de la moneda, y de mujeres, y no creen nada de lo que se cuenta, y están entre ellos haciendo higas a escondidas al que relata, y si sale una historia de un viaje por mar, escupen en la mano y dicen que una vez que fueron en una nao vomitaron. Cuando todos los de la tertulia son marineros, entonces Sinbad está contento, manda que levanten un poco el toldo para mejor contemplar los navíos amarrados en el muelle, y llama a los presentes por sus motes, o se los pone nuevos, sacados de un hecho de su vida, o alabándoles el puerto en que nacieron al mar, o la nave más sonada que mandaron, y si está presente el viejo Monsaide lo trata de almirante y le pasa la primera taza de té, y ablanda en su boca con saliva y polvo de canela las piedras de azúcar indio con que convida al anciano.

En la tertulia se pone Sinbad en dos almohadas, en el medio y medio de la rueda, y deja que los otros vayan sacando novedades de la memoria, y si hablan de tierras que estén cerca, a diez días o veinte de mar, o de sucesos de la villa o del propio país de Bolanda, entonces no dice nada; pero tan pronto como se asoma a los labios de cualquiera de los presentes el nombre de un país o de isla o nación de más allá de Columbo a Canbetún, entonces Sinbad aprieta las rodillas con las manos, y repite en voz alta el nombre lejano, y ya saben todos que va a hablar el piloto de un viaje suyo, de una descubierta famosa, de una rara aventura, de costumbres no usadas.

—A la isla de Java, el primero que llego fue Mustafá el Ormuzí —dice Arfe el Viejo, posando la taza en la que estuvo lamiendo el azúcar del fondo.

Nuestro Sinbad deja que testifique Monsaide, que Al Garí, que es un piloto de Doncala que aprendió de los hindustaníes a dormir de pie, y es un pequeñajo flaco que siempre está tosiendo, diga que así que le pase el catarro ha de ir allá y traer sobrado para renovar el caimán y las hierbas de la botica de La Meca, que quiere hacer aquella obra por su alma fiel, y entonces toma Sinbad el sermón y saca una historia de cuando llevó a Cainám al malik de Sostar.

—Íbamos en tres naos, y saliendo de Sostar bajamos a coger el viento zamor, que esta facilidad no la sabe nadie, y la tenía yo de un viaje antiguo, y el zamor es un viento que está partido en sopladas y da sus ráfagas y se detiene un poco, y vuelve y da otras seis, y cada una es mas fuerte que la anterior, y todas van como silbadas, cual música de dulzaina, de re mi a la si. Cogido el viento se va a su golpe muy solazadamente, pero hay que entrar en él a tono, con la soplada que le vaya al resonar de la nave, que no todas las naves roncan lo mismo, y hay naves que están en re y otras en fa, y conviene respetarles el afino. Digo que, cogido el zamor, se va suelto en él hasta que se da por pasado Malabar, y entonces os soltáis del zamor y vais con las brisas bengalíes a estribor, y hay que arrendarlas antes de tomarlas al rey que llaman Calibo, un emir gordo y colorado que vive de este trato, y que se compromete a dar las brisas cada día, aunque no soplen de suyo, que las hace surtidas cuando quiere con una mano de molinos de viento que levantó en las cumbres de los montes que llaman Baldasín, y en otros molinos aspeados que tiene, de resorte, y suelta el freno cuando quiere, como en juguete de Constantinopla. Y se sabe que son las brisas de Calibo las que se toman y no otras, porque las marca en el lomo, como los vendedores de potros sus greyes en las ferias de Samarcanda.

—Pasé al lado de esas brisas y nunca tal oí —dice Arfe el Mozo, llevando la mano a la frente.

—¡Lo que se aprende! —dice Mansur, frotando el muñón colorado con la mano que tiene.

—¿Y qué se le perdía en Cainám al malik de Sostar? —pregunta Ruz el Oscuro, etíope crespo, craso y regoldador.

Sinbad enjuaga la boca con el té ya frío que resta en la taza, hace dos o tres aspiraciones de nariz de las que tiene por costumbre, escupe en el índice de la mano y lo levanta por encima de la cabeza para ver qué viento corre hoy.

—Se puede contar, porque aunque vive el señor Zafir, ¡gloria a Dios!, donde está retirado, con el viento que hoy sopla, no le llegará ni letra de lo que estoy relatando. Reinaba Zafir soltero en Sostar, y lo más de su tiempo lo pasaba en el ajedrez y tenía innovado el movimiento de los elefantes, y la familia suya quería que se casase, y dos tías solteras que tenía propalaban a su alrededor la hermosura de las doncellas del país, y si fulana tenía un lunar aquí, y que si mengana era una preciosidad de teticas levantadas, y si zutana sabía baile y cantaba sostenido, y de los ojos de aquella, del andar de la otra, y de lo callada que era una rubita de doce, que ya parecía que jugase para princesita mandada. Pero Zafir no quería boda, y en los descansos del ajedrez andaba leyendo en un libro curtubí que enseña que amor no es más que una mirada sorprendida y una palabra que no se sabe decir, no, añadiendo que amor siempre está lejos aunque lo tengas a tu lado, y que no es cosa de buscar, sino palomo que cuando le apetece viene él a la mano, amargo a dulce, enemigo o amigo, veneno o caramelo de licor, y daba Zafir por cierta esta doctrina, a la que apoyaba con algún que otro suspiro y con mandar hacer música en la noche. Pero tanto le apretaban las tías, que eran dos solteronas holgadas y tercas, y venían los jeques de las tribus a llorarle a la puerta de su tienda cada día, que Zafir determinó, aprovechando que yo estaba allí licenciado del califa, hacer un viaje, y el disanto en la mezquita habló, y dijo que quizá regresase con esposa de aquel verano que iba a pasar en el mar. Navegamos con la ciencia que dije hasta la isla Java, y yo quedaba en la nave almirante sentado de respeto, con el bastón en la mano, y Zafir iba de particular por las grandes ciudades, y pasamos a Cainám, y a los tres días de estar allí, en el puerto de la Nuez Moscada, llegó mi ama de su ronda muy alegre, refrescándose con un paypay, y me dijo que convenía volver a Sostar lo antes posible, y a mis preguntas respondió que quizás encontrara lo que le hacía falta, en cuerpo y alma, pero quería estar en todo a la doctrina de su libro, y probarse con ausencias y ensañamientos, fatigar el corazón en no dormir, y el habla suya en poesía secreta... Y siendo hora de marea baja, tome el canal de Malaca deslizado, y de una virada fui a caer contra Columbo, ayudado del monzón antevíspera y, con los terrales torcí para Sostar, y por apurar obré lo que hasta entonces nunca hizo ningún piloto mayor, y fue poner dobles las velas, como si fueran sacos, y llenarlas de humo, quemando sobre cubierta maderas finas, y así mi nave iba por el aire, y dejamos a las otras seis meses atrás, y eso que no hubo día que no tuvieran el viento de popa.

—¿Eso hiciste, Sinbad mío? —preguntaba Mostazám, un piloto de Trípoli al que le falta una oreja, y no tiene cicatriz ni señal en el sitio, y asegura que nació con ella y la tuvo hasta la edad de veintiséis años, y que no se la arrancaron ni cortaron, sino que se la robaron una noche que durmió al sereno, en el puerto de Calicuta, y no se dio cuenta.

—¡Eso no es nada! Zafir desembarcó en Sostar y dijo a los que vinieron a besarle el fleco de la capa, que encontrara lo que le convenía, y que iba a estar en espera un año, por ver si andaba en lo ciert o, y si no andaba, que entonces les prometía tomar mujer en el país y hacer el heredero pedido sin perder noche. Y corría el año y Zafir adelgazaba, y no dormía ni comía, y pasaba con un poco de pichón con miel, y hasta tenía que echarle yo el orégano que diera con el punto de su gusto, y mi príncipe andaba solo por el desierto y determinaba pasar unas semanas con los pastores, y aburriera el ajedrez, y hablaba para sí versos con estribillos secretos, y se quejaba. Fue entonces cuando los ulemas le dijeron en consulta escrita en pergamino de Medina, que por mucha que fuese la doctrina que leía en los cordobeses, que se ponía a punto de morir y esto era contraley probada. Todo el país gritaba que se casase, y ni le dejaban dormir y golpeando en su puerta los mozos con cadenas hechas con ajorcas de los tobillos de las muchachas, y con femeninas ropas perfumadas por si encelaba. Me mandó llamar Zafir, que me tuviera todo aquel tiempo a bordo, pagado y preste, y mantenido de lo mejor con riñones a la moda y arroz con leche, y dispuso que saliese por el zamor y con velas de humo a Cainám, sin pararme con nadie, y trajese lo más pronto que pudiese la prenda que en aquella tierra dejara, y me daba cartas con doble sello y triple lacre para un tal Pizao, que vivía en la calle de los Cesteros. Fue un viaje de lo mejor, y me salía el temporal que pedía, y daba carreras sin desatar el timón ni recoger trapo, y llegué a Cainám en un mes y nueve días, y fui al Pizao y aquí empieza la novedad de esta historia. Si no os la contara yo, señores capitanes, amigo Mansur, no era para creerla.

Hubo otra ronda de té, y los que fumaban encendieron las largas y trabajadas pipas, y los hornillos eran bermejas mariposas en la hora serotina, posadas en la terraza del fondak.

—El Pizao nombrado —prosiguió Sinbad— no era un príncipe como yo pensara, ni un ricacho, ni un piloto, que era un cestero, y además de cestos hacía veletas volantes, con cola y sin ella, para los muchachuelos de Cainám, y mi malik, Mohamed Ibn Zafir al Sostarí, ¡el Señor contemple su espada!, le dejara pagada con tres doblas de Cochín, una grande, de papel chinés azul, y la cola un trenzado de tres vueltas, verde, y la armada de la veleta volante era de bambú rebajado por dentro que es el mayor mérito de estos artilugios, y esta veleta volante, este pájaro, era la prenda querida, la sonrisa del alma, que me mandaba buscar... ¡Y para eso llevaba yo, en secreto, un colchón de pluma de alondra y un barrilito de agua de rosas!

—¿No había mujer? ¿No descubriera nada a los suyos? —preguntaba Mansur.

—Nada de nada. Lo que ocurría era que mi señor no había visto veletas volantes, ni siquiera supiera de ellas, y pasmó cuando vio una tomando aires en los oteros de Cainám. Y lo que determinara Zafir era retirarse a una montaña con aquel alegre invento, y dejar el asiento real a un sobrino segundo que tenía. Y dejó todas las mujeres del mundo por una veleta de papel, pero con todo el encanto que tuviese la veleta para su corazón, sin la ciencia aquella amatoria del libro curtubí, en el que vienen las diecisiete figuras tristes que hacen los enamorados y cuanto se goza suspirando, quizás hubiese casado... Eso sí, la veleta iba muy bien enseñada, que por el camino de regreso, y como tenía recibido mandato de tratarla como si fuese la persona misma de Su Alteza Zafir, mi señor, todas las mañanas me arrodillaba delante, como si tuviera audiencia en Sostar, en la tienda emiral, y le contaba a la veleta como eran los vientos de Arabia, y como cambiaban súbitamente, y de las capas calientes y frías, y de cuándo traen arena y cuándo no, e hícele discurso de las tormentas y catálogo de las aves que conocería en aquel cielo, y también del temperamento de Zafir y de su doctrina exquisita, y me parecía que la veleta volante me estaba oyendo, e incluso, durante algunos días, llegué a pensar si no sería una forma encantada de una doncella hermosa, pero no: era veleta y nada más.

—¿Piensas que un atado de caña y papel chinés entiende? —preguntó un poco airado, quizá dándose por burlado con la historia, Arfe el Mozo.

Anochecía. La tetera estaba en la trébede y ardía bajo ella, calma y dorada, una braserita de junquiza. Mansur le echó unas hojas de laurel, que chisporrotearon pronto, para espantar los mosquitos. Comenzaba a oírse, en el silencio de la hora, el alegre Iadid, y en los palos maestros de los navíos, en los muelles, manos hábiles encendían farol. El guarda de la Puerta de los Perdones daba el «cierre, forastero adentro y noche serena». Sinbad se levantó y le brillaban los ojos entre lusco y fusco.

—Dicho está que no hay palabra que no encuentre su oído, aun en tierra de sordos. Un hilo ahora es blanco y ahora es negro, pero la voz del que enseña al que no sabe es como una oveja preñada.

—¡Salam!—añadió el viejo Monsaide—. Y es seguro que haya mujeres más sordas que la veleta de Cainám. ¡Algún día me dirás, Sinbad, los discursos que le hiciste a la prenda del señor Zafir!

Los murciélagos surgían subitáneos en la noche, y pasaban en revuelos por entre los turbantes de los pilotos arábigos en la terraza del servidor Mansur.