CAPÍTULO IV
El que esto escribe, vuestro criado Al Faris Ibn Iaqim al Galizí, seguía por la villa las idas y vueltas de Sinbad en las vísperas de su viaje. Dejara de ir el señor piloto alguna tarde que otra a la tertulia de Mansur, en parte porque acercándose el monzón con ligeras lluvias no había naves, y por ende forasteros, y en parte mayor porque se le pusiera a Sinbad el Marino un súbito gusto de mirar para el mar, pero no para el mar en calma del Golfo, sino para la abierta figura de la alta mar. Y le alquilaba a un tal Firí una burra de leche que tenía, y el viejo Monsaide le adelantara espontáneamente y con lindo gusto unos dineros a Sinbad para compras de apuro en vísperas de embarque, y de estos pagaba el usufructo de la burra, y montando bien trasero en ella por no engordarle la leche al animal, y con la capadril doblada delante de sí, prevenido de ella por si había llovizna, en una mano el ronzal y en la otra el catalejo, paseaba dos leguas por la mañana Sinbad hasta el cabo del Este, que es una punta acantilada a derecha e izquierda que se adentra en el mar, y a su pie hay alternos bajíos y oquedad, y el mar ronca y golpea allí, levanta salsa, y en baja ronca y hace corrientes que se cornean entre ellas y se deshacen en espumas blanquísimas. Sinbad no bien llega a lo alto ordeña la burra para el desayuno, y moja en la leche una migada de pan seco, que deja ablandar, y le pone al pacífico animal una suelta de cuero y lo deja que paste en un curro de media pared que hay allí, de cuando el emir de Bolanda tenía en aquella camposa los criaderos de caballos para la guardia montada; desayuna Sinbad con grande calma, y limpia más de tres veces labios y comisuras con la yema del pulgar derecho, y se pone a la sombra de una roca que hace tienda sobre otras dos, y primero contempla el mar con los ojos suyos, el brillo y el horizonte, y el impulso del viento en la flor conduciendo las ondas que blanquean en la frente antes de romper en los escollos. Mira si hay velas en el horizonte y visto que no, se distrae contemplando el ir y venir de las gaviotas y ve pasar los cormoranes desde las peñas donde duermen a sus comederos del Golfo, al mújel y a la faneca. Le sopla el polvo a los cristales del catalejo e inquiere en la línea más lejana del mar hasta que se le ponen manchas oscuras en la visión, y entonces se tumba en la hierba, y cierra los ojos, poniendo al través sobre ellos, como si fuese un paño que los tapase, el anteojo, que, nunca pasó pero lo tiene él en la imaginación, si sucediese algo en el mar, corriese una nave, se mostrase una ballena, se levantara un espejismo, abriese canal en él la luz de modo que se viese una isla que está siete días a estribor, el anteojo, avisando, se le pondría de suyo en el ristre natural para que el gran Sinbad no perdiese el ir de las velas o aquel milagro de luz. Y se dormía el piloto oyendo el mar, confiado en que ya lo despertaría el catalejo.
Para el almuerzo llevaba un poco de pan y algo de vaca u oveja salada, y bebía de una fuentecilla que surtía al pie del cierre del curro, o un poco de leche de burra que le hubiese sobrado del ordeño de por la mañana, y después de correr paseaba por donde diese bien el viento, para que le consumiese bien las grasas el noreste a el sureste que fuese —y estos son los vientos que traen el monzón. Y cuando creía que ya tenía hecha la digestión, volvía a su atalaya de las rocas, se sentaba, y aseguran que era entonces cuando hablaba con el mar...
Anocheciendo regresaba montado en la burra, con mucha pausa, saludando a los que estaban mondando el trigo o recogiendo los dátiles, y en el patio del Firí volvía a ordeñar la burra, bebía la tibia leche, y lavaba los ojos con una poca que echaba en un plato, y despidiéndose hasta el siguiente día, bajaba a la villa sacudiendo de vez en cuando la capadril, y junto al níspero de su salido lo estaban esperando el viejo Monsaide y Arfe el Viejo, distraídos escuchando la parla de los pájaros chinos.
—¿Qué dice hoy el mar? —le preguntaba Monsaide.
—¡Que los tiempos pasados eran gloria!
Y cuenta Sinbad que ahora, a su parecer, el mar no llena ni la mitad, ni hay vientos que de un mochiquete de pulgar derriben un mayor en una tempestad, y que es verdad lo que decía el difunto piloto sidi Abdelkarím al Ormuzí, que el poder del mar lo hace la temeridad de los pilotos.
—¡El mar de ahora, un paseo! —afirmaba Monsaide.
—Te digo, Sinbad amigo, que no sé si me caparían en secreto. Esto me lo dijo el mar a mí, en confianza. ¡Y yo bien comprendo que está esperando para brincar conmigo cuatro tifones levantados!
—Hay que poner la navegación en su mérito —comentó Arfe el Viejo—. Quizá, mi Sinbad, me vaya contigo hasta Calicuta, ¡y te ayudaré a herrar ese potro!
Y los tres pilotos sonreían, y como entonces surgía Venus vespertina por detrás de los limoneros del otero del malik, los señores del mar se levantaban y llevaban la mano al pecho, y en su corazón sentían que la tierra toda era una nave bien marinera que bajaba solemne al Golfo, golpeada del mar...
—¡Sólo Dios es Dios!
Comenzaron a hacerse cotidianas las lluvias, y en la noche crecía el viento. Por todas partes nacían hierbas, y al amanecer se oían en los jardines los malvises, que seguían viaje. Venía lleno el monzón, como todos los años, y la gente de la villa andaba atareada limpiando los aljibes en los que se guardaría el agua, preciosa en los días de sequedad, que son los más en el país de Bolanda. El correr de un hilo de agua por el cristal de una ventana entretiene a un hombre imaginativo una larga hora. Nuestro Sinbad trajo un obrero para que añadiendo tablas hiciera una cama de diez cuartas de largo para el estrellero Omar Pequeño, que ya estaría al llegar, y a Sari lo tenía la mayor parte del día ocupado en limpiar los faroles de popa, que Sinbad llevaría los suyos, porque según él era ley antigua del mar que los dichos faroles eran en la nave de propiedad particular del capitán. Los de nuestro piloto eran dos faroles de cobre imitando la cabeza de un delfín, y en la misma boca iba el cristal cubriendo las dos mechas.
—Estas cabezas de delfín, Sari amigo, están sacadas del natural por un batihoja del bazar de Adén, muy amigo mío, quien dejó de trabajar unos puños de espada, de oro, para un sobrino de Saladino, por agasajarme con esta obra. Y te fijarás en que no son delfines como los otros, que estos tienen orejas, y no es capricho del artista. Fue que había en Doncala un viejo piloto que amistara, en la carrera del Preste Juan, con un delfín muy humano que andaba tras él como un perrillo, y el delfín quedara viudo y le decía por señas al piloto —cuales fueran no sé, o de rabo, o de salto, o de bufido—, que no tenía otro arrimo amistoso que el de él. Se entendían muy bien el piloto y el delfín, y el marinero llevaba con él en un viaje un nieto que tenía, de cinco a seis años, muy gracioso y feliz con la novedad de ir por el mar adelante tocando una campanilla de plata. A veces el abuelo tenía, en la proa, al nieto en el regazo, y el delfín saltaba hasta llegar con el hocico suyo a las del mascarón, que era un gigante monóculo. ¿Y querrás creer que al delfín le entraron antojos de que también a él lo tomaran en el regazo? Y el piloto doncalés se dejó bajar atado por la cintura por cumplirle el gusto al delfín, pero el bicho lo que quería era que lo subiesen a él a popa y lo tuviesen allí, acunado. Rieron todos, y por la novedad dos marineros se prestaron a izarlo, pero les resbalaba y no lograban subirlo.
—¡Si tuvieras orejas por donde cogerte! —dijo el doncalés, que se llamaba mestre Biruní.
—¡Ya ves que estoy triste, amigo! —contestaba el delfín.
—¡Si tuvieras orejas! —repetía mestre Biruní.
Y pasó entonces que se fue el delfín y en un año no lo volvió a encontrar el piloto de Doncala en su carrera, y lo echaba de menos, aburriéndose en aquel viaje, que es tan solaz, siempre a Oeste de los remolinos, y por las noches llegan a la nave y se posan en el puente y en los mástiles docenas de loritos reales, que los echan sus dueños para que aprendan de nosotros palabras arábigas, salam, lála, jolocha, cuzcuz, amjí amjí, ascut, y otras semejantes, que después se pagan más caros los que las saben en las ferias de los negros, y por la mañana los asustan los grumetes y regresan volando a sus jaulas. Andaba mestre Biruní callado, escrutando por dónde asomaría el delfín, y una mañana le pareció que lo oía o veía, y era verdad que volviera, y el delfín traía orejas. ¡No digas que no, Sari! Traía unas orejas como las de esos delfines de cobre que estás limpiando ahora con salpestre, y mestre Biruní bajó a la flor del agua sentado en una tabla de embrear, y agarró a su amigo por las orejas y lo izó, en el regazo puesto, a la proa, y allí estuvo una hora larga meciendo en él, hasta que el delfín dijo que precisaba un respiro de agua y brincó al mar. Y un pintor bizantino que iba a bordo llamado para dorar unos iconos por el Preste Juan, tomó un apunte con carbón mojado en un pergamino, y de ese retrato sacó mi amigo, el batihoja del bazar de Adén, esos dos delfines de mis faroles...
—¿Y de dónde le vinieran las orejas, mi señor? —preguntaba el carpintero que hacía la cama para Omar Pequeño.
Sinbad se encogió de hombros.
—Nunca me lo dijeron, pero por lo que se hablaba en Doncala por los marineros que navegaron con mestre Biruní, parece que fue cosa de sastre. Un corte y un relleno de lana merina, que no se pudre con el agua del mar. O sería obra de un sombrerero, por lo bien aplicadas.
Abatió la hora mayor del monzón sobre todo el país de Bolanda. El agua corría por las estrechas calles, que eran todas ellas ríos de barro amarillo, y abajo llenaba, como de costumbre, el Iadid, y las claras aguas de otrora eran lodaneras y parduscas. Sinbad le escribiera en letra París al rico señor del Farfistán, y mientras le escribió, el paje Sari con una mano sostuvo la linterna de papel y con la otra le pasaba al señor piloto las pastillas de tinta según el color que este pedía, y antes de pasarlas escupía en ellas, para que Sinbad mojase sin más los pinceles de pelo de tejón. Por no salir con la lluvia en la noche, Sari comía una corteza de pan en las escaleras de Sinbad, y después se tumbaba a dormir en el portal en un haz de paja. Del otro lado de la puerta tenía la compañía de un sapo enamorado que llamaba a la hembra con su flauta: ¡mi do!, ¡mi do!, ¡mi do! En su cámara paseaba Sinbad, y crujían las viejas maderas del piso. Con aquel calor húmedo despertaron todos los ratones del desván. ¡Muchos ruidos te acarician en la noche en una casa vieja y propia! Nuestro piloto asomaba por la ventana la calva cabeza y la dejaba mojar un poco, y cuando ya dentro se secaba, olía la toalla tres o cuatro veces, y se reía. Quien estuviese a su lado le oiría decir:
—¡También si me saliese el pelo rubio! ¡Agua membrillera de Joló!...
Porque para Sinbad en la tierra era como en el mar: nada estaba quieto, todo iba y venía, y los grandes reyes alentadores, los vientos ventoleros. Se golpeaba la barba antes de acostarse y permitía que saliera de ella una ráfaga del sureste de Joló que se colara allí, y la ráfaga iba, muy mansa y bien criada, a matar en el candil la amarilla, vaga luz.