CAPÍTULO III

Supo Sinbad que llegara a Bolanda de paso para un sultanato de la banda del Estrecho un mercader del Farfistán que trataba en almireces de boj, y bajó al muelle a tener una confidencia con él, por saber quién sería aquel señor farfistaní que le escribiera tan cumplido, y si viniendo de Basora, como venía, supiera de las dos nuevas naves que debían de estar haciendo en los astilleros de la Boca Vieja. El mercader, que se llamaba sidi Muza y era hombre muy cortesano, de obra de sesenta años y muy salivador, y la barba muy trenzada la lleva por la punta con una cadenita de oro a un botón de lo mismo en la oreja izquierda, le dijo, después de hacerse mucho de rogar, que él tenía en su país una vecindad muy pacífica y no quería poner en cuentos de ribera a las gentes de allá, que luego siempre se sabía lo qué y quién dijera, y aumentado; le dijo, digo, que en el Farfistán solamente había dos ricos que tuvieran dinero sobrado para hacer dos naves, y uno sería Al Jach Malini, quien tiene una parada famosa, con camellos padres emparentados con el camello Jalil del gran mogol, que anda en las historias por corredor y porque trayéndole el gran visir una hembra de sus cuadras para que la cubriera no la cubrió, que no era de familia conocida sino cogida salvaje en las estepas y la piel áspera, y como el gran visir insistiera e incluso llegó a leerle a Jalil con dos escribanos presentes una ley del mogol que le mandaba que sobrepusiera a sus escrúpulos y cubriera, va el aristócrata y se autocapó de una dentellada. El propio gran mogol, admirado, lo curó, e iba todos los días de Alá a ponerle paños calientes con ceniza de concha de caracol en las heridas partes, y lo llevó de veraneo a las montañas para que con el viento seco de las cumbres y hierba de maceta de los conventos se repusiese. Pero este Al Jach Malini no será el armador, que no sale del patio grande de su casa atendiendo a la parada y cobrando contante los saltos, cosa que solamente puede hacer él, que tiene igualados a todos las camelleros del Asia Central, y conoce todo ramo familiar de camello, y cuando toca que un tío preñe a una sobrina, que ahí está toda la ciencia del criador, y el resto es música de Borodin. Además sabe toda la diversidad de moneda de todos los países en que haya camellos.

Uno de los ricos, pues, era este Al Jach Malini, y el otro era sidi Raxel al Gazuli, es decir, el Rubio, y quizá, a seguro, que fuera este el que discurriera hacerse armador y tratar en la pimienta.

—Sidi Raxel —comentó sidi Muza— siempre tuvo caravanas que hacían escalas desde Damasco a Samarcanda y desde Samarcanda a la ciudad de Kublai Jan, que ya es China propia, y yo fui en una que él mismo mandaba, hasta el reino de los kitanos, en trata de martas cebellinas, y sidi Raxel es un media talla, de ancho pecho, muy peleón, siempre con el sombrero de pico de Karakorum, y toda la caravana la lleva por toque de trompeta, y cuando se rematan los tratos y vienen las cuentas, por un nada clava el puñal suyo en la tabla de cambios, y como una vez un cambista indio murió del susto, y se le pondría un grumo en el corazón, sidi Raxel cobró fama de que mataba con la mirada, y no hay en todos los bazares del mundo quien se quiera enfrentar con él. Y ya le tengo oído que le gustaría tratar en el mar, y en gran parte estar con miedo de que los navíos en los que va tanta riqueza suya se pierdan en una tempestad, y que él gozaba mucho con estos miedos de quedar pobre, y el trato aventurero era para él lo que para otros jugar cuatro cargas a que sale tercera de la bolsa la bola verde. Y me río ahora, porque me acuerdo de que cuando me estaba diciendo lo que gozaba con los miedos y con soñarse sin casa ni moneda, y que venían los alcabaleros del mogol a embargarle los veintinueve sombreros que tenía, y que no podían ser treinta porque entonces tendría tantos como el Sanichá de Persia, quiso refrescar y pidió una granadina, y no había ni vaso ni zumo, se acercó a él un pitisú que tiene, un tal flautista de trece años y los ojos verdes, que lo compró en Damasco en una juerga, y habla siempre en tiple y echa el té por encima del hombro, a preguntarle qué le gustaban más, si aquellos miedos de que hablaba o sus caricias. Sidi Raxel le metió una patada en el culo, que en tertulia de comercio es hombre serio.

—¿Y a dónde se le pueden mandar cartas a sidi Raxel al Gazuli? —preguntó el señor Sinbad.

—A la estafeta del gran mogol, en la puente Balacrán. ¡Una puente famosa! Primero va el río y se pasa en un vado, y cuando ya estás en la arena de la orilla, comienza la puente, que cruza tierra firme. Capricho de una murciana que tenía Jarún al Rachís, que siempre despertaba gritando que había inundación.

Ya tenía cinco marineros apuntados Sinbad en su «Aviso», sin contar a Sari ni Abdalá y de los cinco dos eran mozos que aún no salieran nunca del Golfo, y de segundo pondría Sinbad a Omar Pequeño, el estrellero, cuando llegase, y mal sería que hasta que pasase el monzón no se apuntasen otros cinco o seis, y ya le dijera el almirante Monsaide que le pasaría, si le hacían falta, cuatro que a él le sobraban en una nave que llegaba de Malaca. Lo que traía a Sinbad pensativo era que no le venían noticias del Farfistán, y hablando con los que llegaban de Basora, que le daban señas de las naves que se estaban haciendo en la Boca Vieja y en la Boca Nueva, no se ponía de acuerdo para saber cuál era la suya, y si iba muy adelantada.

—¡Una que tiene un tocador de rabel en la popa, hombre!

—¡Lo retratarían para una estampa! —dijo uno.

—Debe de andar por allí un señor de sombrero de pico —contestó Sinbad por más señas.

—Ese lo hay, que lo vi yo —aseveró un marinero de Borsabad, que venía a pretenderse de cocinero.

—¿Cuántas clases de arroz hay? —le preguntaba Sinbad, examinándolo en la fonda, delante de Mansur.

—Tres: cocido, levantado y dulce.

—¿Cuándo se le echa el azafrán al levantado? —preguntábale Mansur.

—¿Cuándo se lo echas tú? —repreguntaba el borsabadí.

—¿Yo? ¡Tan pronto como hierve!

—¡Bah! ¡Así cualquiera! Yo saco un poco de caldo para un pocillo y echo allí el azafrán, y cuando destiñó, con un cuentagotas de caña voy lloviznando en el arroz, y así sale lo amarillo que yo quiero. En verano, como hay sol en el mundo, un poco más blanco, que refresca la vista, y en el monzón y en invierno, más doradito. ¡No se come sólo con la boca!

—¿Y en dulces? ¿Qué sabes de dulces? —preguntaba Sinbad.

El aspirante era un hombrecillo delgado, muy arrugado de cara, con el turbante metido hasta las cejas, y lo más propio de él era parpadear seguido. Para contestar daba paso atrás y antes de soltar respuesta ponía el dedo en la boca un instante. Vestía un chaleco blanco bordado de hoja de limonero, y las bombachas, que las enfajaba en la cintura en colorado, eran anchas y remendadas en las rodillas. No se sabía si gastaba camisa, que la gran barba roja le cubría el pecho.

—¿En dulces? Toda la almendra, leche frita, huevos hilados, miel enharinada, huevos de naranja, almíbar de higos, caramelo de lechuga y tarta de boda.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Sinbad.

—Muley Casimiro, Señoría.

—La tarta de bodas, ¿cómo la sacas?

—Hago bizcocho de pasas y monto capa de bizcocho, capa de miel caramela, capa de almendra rallada, capa de bizcocho, todo en forma de bola del mundo, y envuelvo todo en merengada de frutas, y en el Polo Norte pongo un clavel.

¡En el Polo Norte un clavel! Si la viuda Alba supiese que había tal tarta de boda, tal clavel allá arriba, quizá quisiese. La boda podría hacerse en la nao, bien alfombrada la popa con hinojo y junquiza y rosas deshojadas, y un asiento de dos almohadas para la viuda, metido en una tienda montada, y él, Sinbad, diciendo las palabras de presente en árabe literario, y el caid leyendo donde dice el Libro que la mujer no le puede negar al hombre ni la sombra de un pelo, y que si le duelen las muelas que le ha de traer piel de la espalda de la rana para poner en lo inflamado, y si le duele la cabeza que le ha de poner en la nuca paños mojados en manzanilla, y esto hasta siete veces siete, y que si al marido se le antoja mirarle las piernas, con tal de que sea a la luz del candil dentro de casa, ella tiene que mostrárselas, desnudas y lavadas. Y se acordaba Sinbad de que tenía en una de sus cajas herradas un candil que comprara en Bengala, que tenía una bola que se calentaba en la llama y bien caliente subía y el candil daba toda su luz, pero al enfriar la bolita caía y parte de la llama se metía en ella, y entonces era como un crepúsculo vespertino, una rosada lucecita hasta que la bola volvía a calentarse y a subir. Y con aquel juego de luces decirle a Alba querida que levantara el faldellín, y después la sobresaya, y después la saya, y luego poco a poco la camisa... Sinbad sintió que le subía toda la sangre a la cara, caliente como la bolita del candil bengalí, y pasó una saliva blanda que se le hizo en la boca y se dejó caer en un medio sueño de felicidad.

Mansur seguía examinando a Muley Casimiro.

—¡Ah! ¿Y cómo haces con la barba? ¿No dice el Libro que el cocinero ha de afeitarse en luna nueva?

—Cuando cocino la meto en este saquito que llevo siempre en el bolsillo del chaleco, y es de lino albar pérsico, y así no hay miedo de que caiga pelo en el almíbar, que es donde más sucio hace, que en el arroz se le echa la culpa a quien peló el cordero o la gallina.

—¿Las gallinas en Borsabad tienen pelo?

—¡Vaya!¡Es un decir! Y para cumplir con el Corán, ¡cada letra tiene su correspondiente estrella en los cielos!, en las lunas nuevas me afeito debajo del mentón diecinueve pelos. Dicho está también: una barba ha de tener por lo menos diecinueve pelos de dos pulgadas para poder pedir en juicio por daños contra ella.

Mansur encontró a Muley Casimiro muy competente y variado, y Sinbad le pidió al cocinero que bajase al muelle y se apuntase de su mano si sabía escribir, y si no sabía, que no sabía, entonces que el Cangrejo lo nombrase en el «Aviso», con el añadido de «señor repostero de Sinbad». Y el fondista Mansur quiso que mientras no venía noticia de Basora de que tenía que salir Sinbad con la tripulación a hacerse cargo de la nave, que ya estaría botada, que Muley Casimiro quedase en la fonda por sustituto de cocina.

Sinbad dijo que no se oponía, aunque le parecía que era guardar miramientos en que él, el almirante del mar, si Muley hacía algún plato no usado en el país, que podría venir a catarlo, así como probar el caramelo de lechuga, del que nunca oyera, y que sería cristiano de Jerusalén de los reyes Lusiñán, que están casados con una hija de Merlín que se llama Merlusina.

—Sólo una condición pongo: que no haga ni enseñe a hacer a nadie la tarta de boda.

Sonrió malicioso Mansur, que sabía las ensoñadas del viejo piloto.

—¡Vuelan carnes blancas! —dijo guiñando el ojo.

Sinbad se puso serio, sonrió tres aires por ambas narices, y con voz grave y solemne aclaró:

—Digo que no se haga pastel de boda sin estar yo presente, por cuanto hay que fijar el Polo Norte para poner en él el clavel colorado. Hay que tirar un radio de la Polar a la merengada de frutas, y después por triángulos se da con el punto.

Le puso Sinbad la mano derecha en el hombro a Mansur, amistosamente.

—¡Las malicias son los gusanos del malicioso! Figúrate que va Muley con la tarta de bodas por la ribera, que se la mando yo a un piloto amigo que trae mujer nueva de Calicuta o de Manila, y pasa un almirante forastero que entró por agua antes de salir a la mar Mayor, y viendo el clavel en el Polo Norte toma la altura por él, que le parece gracioso, y después resulta que estaba desviado, y va el almirante y embarranca en Irlanda, o se sale del mar en el Finis Maris, que lo hay. ¡Vaya fama de burros que nos echarían a los señores pilotos de Bolanda! ¡Hay que estar en todo, amigo Mansur!

Y Mansur baja la cabeza, y su respeto para Sinbad crece una cuarta. ¡Sinbad está en todo! Y Mansur tiene un pronto de salir corriendo para el muelle y apuntarse en el «Aviso» de Sinbad, que ya sabe que serán muy tristes los días en Bolanda cuando el viejo piloto ande lejos. ¡Ay, todos seremos algo más pobres! Pero Mansur no es dado a melancolías, y ya se alegra imaginando el regreso de Sinbad, rico, cargado de plumas, de capas cortas chinesas, de quitasoles de Malaca, de frutas raras para la merengada de la tarta de bodas...