Retrato del dicho Sinbad el Marino
Tiró las mondas de naranja al mar. Le goteaba el zumo por las espesas barbas. Le gritó al rapaz, que estaba haciendo unos estrobos en la lancha.
—¡Sari! ¡Mira para esas mondas que tiré al agua! ¿Ves lo amarillas que son? Pues así son clareando al alba, las islas de las Cotovías. Solamente falta la del medio, la que tiene la montaña verde.
—¡No hay tales islas, Sinbad! Dijo Adalí que al Sur no había nada.
—¡Hay, hay! ¡Están las islas de las Cotovías como siete naranjas!
Con el remo separó Sinbad las dos mondas mayores, para hacer por entre ellas el estrecho de Miraquienviene, y después empujó un pequeño leño por él, queriendo imitar la nave del sultán de Melinde cuando toma vientos por aquella puerta, procurando las ondas del mar mayor, más allá de los angostos.
—¡Sari, escúchame, hombre! ¡Te lo pido por favor!
—¡No hay Cotovías, Sinbad!
Sari se volvía para Sinbad, riendo.
—¡No hay nada!¡No hay nada! —gritaba.
El viejo piloto, que estaba sentado en una pipa de miel de Chipre, le mostraba sus manos al pequeño Sari, el cual, habiendo terminado los estrobos, brincaba, tan ágil como un negro, de lancha en lancha, hasta caer, en el último salto, al lado de Sinbad. Se arrodilló delante de él y le palmeó en los muslos.
—¡Sinbad, mi señor amigo, no hay nada! Te beso las rodillas, pero no hay nada más que agua, y después agua, y finalmente todo el mar corre por entre las patas espinosas del Dragón, que papa barcos como tú cerezas, y escupe la clavazón como tú los huesos.
—Sari amigo mío, según estoy viendo ahora mismo las manos mías que tantas veces acariciaron el timón, tan claramente vi en el Sur las islas de las Cotovías. Llevábamos diecinueve días de mar y dije para mí:¡Qué bien vendrían ahora unas islas y una sed de agua fresca! Y cata las islas de las Cotovías, anaranjadas, balanceándose como naves. En los muelles de la mayor, a la que aproábamos, había gente paseando, con grandes quitasoles. Le dije al segundo que me estribase bien el turbante nuevo, un damasco que comprara hacía poco, salmonete veteado, y eché por los hombros una toquilla verde que se sujeta con hebillas de plata. Había que poner pie con señorío, que yo navegaba por el sultán de Melinde, que no es un cualquiera.
—¿Vive todavía?
—¡Siempre hay sultán en Melinde, amigo! ¡Siempre hay sultanes en el mundo! Ninguno de los cotovianos miraba para nosotros, Sari. Estaba mi nave ancorada a doce brazas del farol de los muelles, y nadie nos miraba. Toda aquella familia de los quitasoles seguía paseando, hablando entre ella y con unos perritos que corrían, muy famosos, con dos rabos... Sí, Sari querido, tienes que creerme: tenían un rabo en cada nalguita, los dos muy rizados, muy saludadores. Ni la gente ni los perros se enteraban de que estábamos allí. Les gritábamos y no nos oían. Parecían nación de linterna sorda. Entramos en aquella tierra algo desconfiados, no fuese burla, como en Cipango, que allí el Sogún, cuando se anuncia gente forastera que llega por la banda del mar, manda tender una grande tela pintada en la que están puestas al natural suyo playas solaces y bahías abrigadas, y un gigante que tiene de cámara está con un puntero invitando y diciendo los nombres de la costa, como en lección de geografía, y se acercan las naves, pero allí están, al pie de la tela pintada, unos bajos que llaman de las Arañas, y aquellas se pierden y los remolinos devoran la gente. Entramos en la isla, Sari, como te iba diciendo, y no nos veían ni oían. Pasábamos por entre ellos y no se apercibían. Sari, tienes que creerme. ¿Qué te cuesta, hombre? Te digo que los pasábamos de través y eran como nubes. Avisé a la gente para llenar de agua las barricas, y la apuré, que me entraba miedo de la noche en aquella isla. No se veían casas. No había más que arena amarilla, fuentes e higueras, y allá lejos la cumbre verde, brillante como una esmeralda. La gente, que es negra, hombres muy altos, con grandes blusas coloradas y cada quisque con su quitasol de fleco, hablaba ronco y con mucha franqueza, y había un fulano que tenía que ser terco y más bien impulsivo, que al hablar con los otros, poniendo razones, el cabezudo pegaba en los quitasoles de los contertulios con el suyo, gritando iracundo:¡ajá, ajajá, tujá! Solamente había uno del que pudiera decirse que fuese pequeño, y este andaba aparte, saltando a la cuerda con su perro. No se vieron mujeres ni niños. Aquella isla es muy hermosa, Sari. Coges arena, y es como si cogieras lana de Siria, y corre agua por doquier, según brota de las fuentes, que son todas altas y nada apozadas, y sale como nieve de fría, se va calentando por regatos orillados de hierba en aquellas arenas, y vienen de las otras islas, en las que no debe haber fuente, pájaros en bandos a beber, y lo hacen por naciones de golondrinas, alondras, tórtolas y jilgueros, y los pájaros de allí al silbar lo hacen perfumado. ¡Parece que en vez de venir de una isla vinieran de un frasco de aroma!... Como se dejaba caer la noche, y los más de los cotovianos se retiraban por un camino que subía al pie de un cercado de higueras, metimos las barricas de agua en la nave, y determinamos de alejarnos algo, al abrigo de la isla tercera, y todo el botín que sacamos de las Cotovías fue el agua fresca y una gran cesta de higos moles, unos higos abridores que vertían miel por las heridas, amén de la novedad de ver las islas famosas. Un marinero quiso robar un perro, pero no había modo de cogerlo, que era como agarrar humo, y lo pasaban las manos, y lo sujetaban por las orejas, y no apretaban más que un poco de áspero y color, que es como no apretar nada.
Sari callaba atento, con el encanto del relato. Sinbad hizo que se cacheaba.
—Si tuviese aquí mi bolsa de cuero atrezado verías arenas de las islas de las Cotovías. Hay polvo de oro en los batihojas del bazar que brilla bien menos. Como te iba diciendo, nos pusimos al reparo de la isla tercera, que es redonda y tiene alrededor canales de mucho sosiego. Entre las islas cae un paso que se llama el estrecho de Miraquienviene, y por él sale para Indias el sultán de Melinde cuando va a buscar mujer nueva, que le avisan sus estrelleros que va a haber planeta, y entonces él muda de parienta. Y el sultán tiene la enemistad de un viento nornoroeste que nace a la derecha del Preste Juan, en la Cueva Cachimba, que se llama así porque siempre está humeando, y el sultán se viene callandito a Miraquienviene, haciendo noches reposadas, y está avizor, y cuando el viento enemigo se va a su cueva a almorzar, o a peinarse, o ponerse capa nueva, mi sultán se mete de perfil por el estrecho, toma corrientes y el viento del sureste, y se pone en Trapobana muy fácil, tocando la flauta, que es muy músico. Sinbad silbó unas escalas: ¡piolipí, piró, pirolipí!
—Esta la sacó el sultán para mí cuando dejé Melinde, viniéndome para mi casa.
—¿Por qué volviste, mi señor Sinbad? —preguntó Sari levantándose, y de la blusa sacando un envuelto de pasas y convidando al piloto.
—¡Por el vecino, hombre! ¿No sembró lechugas y calabazo en mi salido, aprovechando que yo estaba fuera? ¿No puede un hombre andar por el mundo sin que le metan gallinas los vecinos en su huerto? ¡Yo viendo volar veletas con linterna en Catay y otros comiéndome la propiedad! ¡Una tierra regadía!
Sinbad se irritaba. Comió un puñado de pasas y escupió uno a uno los rabos y la semilla. También se levantó, y hablaba ahora bajo y tranquilo.
—Sari, además que el timón va haciendo callo en tus manos, pero no en el corazón. Son melosos los higos de las huertas de lejos, pero tienes una higuera tuya en la tierra que naciste, y vas navegando por Badrubaldur y ves pasar los malvises de abril y te preguntas: ¿cuántos higos míos no picarán hogaño?... Lo peor, Sari amigo, fue que yo me vine de las naves de Melinde cuando la gente comenzó a descreer de los países que traíamos en conversación los que andábamos por el mar, altaneros. Ahora todas las novedades son por mapa y aguja, y los pilotos no salen de cuarta levantada, que es como andar con bastón por las calles de Basora, y no encontrarás entre los pilotos del califa de Bagdad uno que sepa navegar por sueños y memorias, y así no logran ver nada de lo que hay, de lo que es milagro y hermosura de los mares. ¡Fácil es decir que no hay Cotovías!
Sacudió una babucha Sinbad, en la que se le metiera una arena, y se despidió del pequeño Sari.
—Tengo que ir a remojar, imitando que llueve, el perejil que traje de la Costa de los Dos Estandartes. Cuando sopla este allí, se levanta polvo en el aire, y en la polvareda, como dure tres días, nace y crece este perejil, que andaba volando la semilla de aquí para allá, a la altura de los tejados. En Cochín, para adobar los estofados, pagan onza de oro por onza de perejil. ¡No estoy tan pobre, Sari! ¡El perejil del aire!
Y el viejo piloto, remangando la chilaba, se fue por la cuesta de la Puerta de los Perdones, silbando para que lo oyese Sari el sonsolinete de flauta que sacara para él el sultán de Melinde, pirolipó, piró, pirilipó, cuando dejó Sinbad las naves y el mar Mayor.