VI
Manos amigas sacudieron a
Ulises, despertándolo. A la pobre luz de una yesca de lino aceitado
vio sobre él el ojo de Ofelia. Una mano de Pretextos se posaba
asustada sobre las suyas.
—¡Señor, quieren prenderte!
—Teotiscos va a acusarte en el teatro de la muerte de Juan Pericles
y de que te levantas por rey de piratas! ¡Es por el rescate!
Recogieron en el saco la ropa de Ulises y ataron el zurrón. Ofelia
le ofreció una naranja al mozo, y Ulises la tomó emocionado de las
manos de la mendiga. Le recordó el membrillo escondido en el zurrón
por su madre Euriclea el día en que salió de Ítaca para el mar. Le
parecía que guardaba en la blusa la isla de Paros, la isla de
Penélope, pegada a su carne.
—Bajaremos a la rada del Delfín —dijo Pretextos—, donde hace noche
una nave de Salónica. El piloto es amigo. Zarpará tan pronto estés
a bordo, querido señor. Le haré una seña anunciando que llegamos
sin ser seguidos.
—¿Qué seña?
—Ladraré, príncipe, imitando un perrillo joven que se asusta de
nocturnos caminantes, y abandona el pajar en que dormía para
brincar a la pared del huerto.
El camino que llevaba a la rada del Delfín era una estrecha
torrentera rodada por las avenidas invernales. Los pies del
laértida se herían en los guijos de cuarzo y resbalaban en los
tormos musgosos. Contenían la luz del alba que asomaba negras nubes
y bajas, con sus enormes manos.
—¡Penélope! —exclamó Ulises en voz alta.
Se le rompía la voz. Llevó al rostro las manos.
Pretextos volvió la cabeza.
—¡La tendrás en Ítaca para la vendimia!¡Te la llevará tu siervo
Pretextos!
Ulises se agarraba para no caer, pues bajaba con pies de ebrio, al
saúco que ya florecía en los bordes del camino. En la playa, ladró
Pretextos, rabiosillo can de pajar, y desde el mar le respondió la
gaviota. Poco después se oyeron remos. Chapoteaban rítmicamente.
Pretextos ladró por segunda vez, como cuando el can terminada la
alarma regresa al cobijo, tranquilo pero todavía admonitor.
—¡Amo, llevaré a tu casa la esposa, en segura nave!
Abrazaba sollozando las rodillas de Ulises.
—Paga el viaje de Penélope y el tuyo con estas cuatro monedas de
oro. ¡Quiero, Pretextos, ver asomar sobre el hombro de ella, cuando
la nave arribe a Ítaca, tu labio roto!
Se volvió al ojo que sollozaba, un sol diminuto colgado de la
neblina matinal y marina.
—-¡Adiós, Ofelia!¡Que vuelva alguna vez el celoso Bliofernes!
—¡Ulises, que vuelvas tú!
Y el hermoso ojo huyó manando lágrimas.
—Dile a Penélope que llevo mordido el corazón.
Cuando la nave abandonó la rada, amablemente empujada por delgados
vientos del sur, sobre la silenciosa Paros, se desplegaron, en el
borde de las nubes negras, rosados paños. La más coloreada de las
nubecillas aurorales tomó la forma redonda y carnal de la boca de
Penélope.