II

La habitación que le alquilaron a Ulises en la posada del Galápago Verde tenía una ventana que daba al huerto. El laértida oía, después de tantas noches en el mar, ruidos terrenales. Sabía que había higueras por la oscura voz, que pesa sobre los hombros de la brisa y ésta ha de dejarla caer, somnolienta y redonda, y se la oye rodar por tierra, apagándose lentamente al envolverse en polvo. Cantó la lechuza al despertar, y después calló: estaría en una higuera esperando que subieran a los higos los voraces ratoncillos camperos, de afilado hocico. Cerca de la posada había una fuente; se oían los caños, dos, porque estarían a desigual altura, acaso el uno para agua de beber y el otro para pilón de lavanderas o abrevadero de ganado. Un bastón de herrada contera golpeó los guijos de la calle, y ladraron canes. Cerraron con fuerza una ventana, muy cerca. En el desván, comenzó su trabajo nocturno una rata; afilaba rítmicamente sus dientes en una viga, se lanzaba a veloz galopada, y volvía otra vez a su oficio. Canes lejanos alertaron. Desde su cama Ulises veía colgada muy cerca del cielo —sería la de una casa en lo más alto del monte— una luz, cuyo rostro borraban de vez en cuando ramas azotadas por el viento. La habitación estaba orientada al este, y Ulises, echando la cabeza fuera de la almohada, podía ver, espléndida lámpara, a Vega de Lira acariciando con su halo la oscura cumbre.

—Cuando en agosto está Lira en el cénit, se trilla en Ítaca.

Ulises se descubría nostálgico geórgico, subiendo hasta los labios la sábana de lino perfumada con lavanda. Y se durmió oyendo ladrar al can Argos, a la puerta de la casa paterna, en la lejana Ítaca. No tuvo tiempo de escuchar si a Argos le respondían los perros que guardaban los huertos en los que, en septiembre, maduran los melocotones colorados.

Durmió hasta bien entrada la mañana. Cuando despertó, a los pies de la cama estaba Zenón de los con un jarro de oscuro barro en las rodillas. En Grecia cada isla tiene su barro, y los mercaderes que las visitan podían decir dónde se encuentran, por el color y la forma. El barro de Paros es verdioscuro y solamente lo vidrian en el cuello con plombagina tracia; allí el verde es más claro y parece apetecerle al labio.

—Leche, leche de vaca, señor Ulises. ¡Acabada de ordeñar! Los de Paros son ganaderos, aunque no se sepa cómo comenzaron. Escapó un toro de Creta una vez, corniveleto, chorreado en verdugo. Anduvo abanto por las veranías. En Paros no había vaca alguna, solamente cabras negras. Vinieron seguidas tres buenas cosechas, y los pariotas las agradecieron al toro cretense. El toro visitaba las casas y era obsequiado con rebosantes cuencos de cebada. Comenzaron a verse retozones ternerillos en los pastos de las colinas. ¿Oíste hablar de Parsifae? ¡Oh, locas, locas!

Ulises bebió despacio la leche todavía tibia. Podía, tan bien como Alción, decir las hierbas. Sí, bromos y festuca, pero también las potillas de la ginesta blanca, que regalan tan suave amargor. Sonrió paladeando la leche. Zenón comprendía.

—¿Has encontrado una hierba de tu país?

—Encontré la ginesta en flor, la blanca.. En mi isla viene más tarde a decorar las cumbres. La perdiz lleva en vuelo a los ginestales la pollada, pero antes va tres veces cantando y se posa, por si en la espesura está durmiendo la mañana el zorro. También va a la ginesta la paloma torcaz, si hay agua cerca.

—¿No eras marinero? —interrogaba curioso Zenón.

Ulises, sin contestarle, comenzó a lavarse. Se echaba agua dulce a los abiertos ojos.

—Vístete más que decente. La señora Alicia es huérfana de un contador de la renta de sal. Su educación es por Constantinopla.

—¿Es soltera?

—¿Había de casar con un marmolista o un pastor? El primero es un picapedrero y el segundo huele a cuajo cabrío. Vive de enseñar el bordado a las doncellas ricas y de alquilar el palomar a ilustres forasteros.

Ulises vistió ceñidas calzas rojas, y desnudo el torso, se envolvió en corto manto blanco. No olvidó el cinturón con el recto puñal, la bolsa de ante y la birreta, en la que todavía se marchitaban violetas de la isla de los Sicomoros. Las dejó ir, desmayadas, en la cinta.

Mientras Ulises pagaba al posadero, que era un pariota cenceño que hacía las cuentas con tiza roja en el blanco mostrador, salió a la puerta Zenón y con su cayado golpeó en la tabla que anunciaba «Posada del Galápago Verde».

—¡Epiro! ¡Ofelia! —gritaba.

Aparecieron los nombrados. Epiro era un enano graso y desdentado, cincuentón. Calvo, le restaba un mechón en el frontal que le caía sobre los ojos. Habiendo dormido en un pajar, traía en la pelambre enredadas doradas briznas. Su vestido era un mandilón reforzado con piel de oveja sobre las nalgas. Ofelia era alta, flaca, morena. Alisaba el pelo con manteca, que le cuajaba en islas amarillas aquí y allá, en la brillante negrura. Sobre el ojo izquierdo traía un tafetán de bayeta, sujeto con un cordón, pero el derecho era un animal movedizo, luminoso, inteligente, soñador; un ojo redondo, espléndido, insólitamente negro, alternativamente despierto, inquieto y dulcemente entornado, dormilón. Tenía leporino el labio superior, y mostraba al sonreír verdiscos y raídos dientes desiguales. Vestía con remiendos de colores extrañas piezas, con volantes en los codos y en el borde de la falda. Caminaba descalza con los brazos en jarra, detrás de Epiro, dueño de zuecos claveteados. Zenón dispuso, autoritario.

—Tú, Epiro, el saco de viaje, y tú, Ofelia, el zurrón.

—Sí, mayordomo —dijo Epiro llevándose la mano al mechón. Allí tropezó con las pajas, y se peinó con los cinco dedos.

El posadero sumaba cena, cama, la leche y un jarro de vino de Zenón madrugador. Hecha la suma con tiza en el mostrador, la comprobó por dedos.

—Redondeando, te paso por cuarto bizantino —le dijo a Ulises, quien pagó en reales.

—Sobran dos sueldos —dijo el posadero.

—Señor duque —intervino Zenón—, que los beba Epiro de vino blanco. Es de los sedientos matinales.

Epiro siguió al posadero hasta el pellejo y le arrebató de las manos, sonriente, el jarro. Pasó la lengua sorbiendo la espuma, y después bebió seguido, cerrando los ojos.

La comitiva se puso en marcha hacia la casa de la señora Alicia. Delante iba Zenón, seguido de Ulises, y nueve pasos más atrás, según orden dada por aquél, marchaban Epiro y Ofelia. El camino que llevaban seguía la ribera hasta donde comienzan las viñas de la izquierda, y desde allí ascendía, dando cómodas vueltas, a un rellano de pastizales y tierra labradía, en la que ya estaba el trigo flor. Se agradecía la caricia del sol en la espalda, y a donde aún no llegara el astro con su lengua tibia, blanqueaba la helada en la hierba corta y grasa. Si volvías el rostro, veías allá abajo el mar azul.

—Zenón —dijo Ulises—, te agradezco que me hayas buscado tan ilustre séquito.

—¡Nada, nada, señoría! Con la misma prontitud te puedo buscar una noble esposa entre pariotas o un pacífico caballo para excursiones a las aldeas vecinas. Una vez vino a Paros un hombre de Melos. Le recetaron viajes para curarle una melancolía agorafóbica que tenía. Se sentaba conmigo en el muelle y yo tenía que sostener con mi mano sobre su cabeza un ladrillo, para que él estuviera tranquilo, sintiéndose bajo techado. Íbamos de paseo, y alquilábamos un tablón y lo portábamos en nuestras cabezas. Yo lo burlaba: «¡Llevamos encima el artesonado del palacio nuevo de Minos!».

»Se iba curando, y ahora le diera por gastar. Estaba indeciso entre comprar una taberna y ponerme al frente, y él entraría a beber y pagaría como si fuera ajeno, y yo le cobraría siempre doble y tendríamos grandes discusiones, y cada cuatro liortas de éstas, yo tenía que dejarme pegar una, o correr con los gastos de divorcio de todos los matrimonios que quisieran deshacerse en Paros. Decía que la mujer que mejor le conviene a uno siempre está entre las casadas. Terminó comprándole a un buhonero alejandrino que venía a ferias pascuales todo el surtido de narices postizas de cartón que traía, y bigotes variados de lana y crin, y marchándose a Melos a sorprender a sus vecinos con aquellas curiosidades.

Ulises le iba tomando gusto al contar de Zenón, variado y burlón, y acompañado de tanto juego de cayado, y con éste dibujaba el perfil del personaje en el aire. Ulises se imaginaba, cuando pasados años, contase de él, cómo haría la frente redonda y la recta nariz, y las piernas largas. ¡Quedaba retratado en una feliz memoria, irónica y sentimental!

—Ésa es la casa de la señora Alicia —dijo Zenón señalando un encalado pabellón en cada una de cuyas cuatro esquinas se alzaba un ciprés.

—¡Y aquél de más arriba, entre cerezos, es el palomar! —dijo desde atrás Ofelia, soprano.

Ulises se volvió, sorprendido por la hermosura y limpieza de la voz. Ofelia lo miraba con el brillante ojo, en aquel instante tranquilo y amistoso contemplador.

—Nosotros —dijo Zenón— nos sentamos aquí, esperando tus órdenes. Tocas la campanilla cuya cadena cuelga en la puerta. Siempre sale Alicia a abrir. La puerta está a la derecha. Te pedirá dos reales por semana, y tú le ofreces tres reales por cada dos semanas. Háblale lenguaje elevado, y mete en el dictado alguna cita literaria. ¡La gente quiere ser apreciada!

Ulises caminó sin prisa por el sendero que atravesando el prado llevaba a la casa. Se detuvo para arrancar una cañabeja, y lenguateó el tallo. Todavía estaba demasiado verde, pero en los labios del laértida dio notas agrias.

El pabellón tenía una terraza delante, cubierta de cañas, y en las abiertas ventanas el viento hacía revolotear cortinas blancas. Toda la terraza estaba llena de tiestos floridos, y de cestillas de barro que colgaban de gruesos cordones del techo, caían verdes enredaderas de menudas hojas, entre las que lucían florecillas amarillas y azules. La puerta estaba abierta, pero Ulises tiró de la cadena. Sonó, lejos, una alegre campanilla, y al instante, cerca, una voz amable:

—¡Ave María! ¡La puerta está abierta!

Subió Ulises los escalones de madera, la cabeza erguida y en las dos manos posada, como nave en las de santo en icono, la birreta de cinta. La señora Alicia, escondiendo las suyas en un manguito de piel de nutria, le hacía tres reverencias. Miró al mozo con confiados ojos, que los tenía claros, levemente azulados por la sombra que le hacían las largas pestañas pintadas de suave morado.

—¿Puedo llamarte de alguna manera, joven forastero?

Tenía una voz melosa y mansa, no libre de cansancio, que le salía sibilante por entre los gordezuelos labios. Era más bien pequeña, y Ulises se fijó en los altos tacones redondos de sus chapines de brocado. Sorprendía la blancura de la piel, tan igual desde la frente hasta el pecho, que aparecía generoso entre rizados encajes. Era blanda y tranquila, y la única nota enérgica en su rostro la daba la levantada nariz, finamente huesuda, estrecha, y sin embargo ampliamente horadada. Vestía dos piezas de delicado color malva, la blusa muy escotada y la falda ceñida. Al sonreír mostraba menudos dientes redondos.

—¡Señora, no te puedo mentir! ¡Puedes llamarme el Bastardo de Albania!

—¿Tienes nombre cristiano?

—Sí, Dionís.

—¿Puedo servirte en algo?

—Pese a mi poca edad, estoy acostumbrado a dormir en el campo, al sereno y al nublado, vistiendo pesadas ropas militares, y por almohada el yelmo de negra cimera. Me lo quitaba en la noche, e imaginaba que libraba a mi cabeza de la fuente de los horribles pensamientos posándolo en los tréboles. Pero ya dijeron los poetas, señora Alicia, usando para ello un solo endecasílabo, aquello de «¡desesperado, la tiniebla es tuya!».

—¿Cómo sigue?

—«¡Moribundo a la noche, muerto al alba!»

Sacó la señora Alicia del manguito una mano y la llevó a los ojos, sin posarla en ellos, acaso por temor a emborronar con el morado de las pestañas.

—Pasa y sentémonos. ¡La casa está como la dejó el pobre papá! En ese escaño se sentaba el gobernador cuando venía de visita. Siempre pedía una hoja de menta en la manzanilla. ¡Prosigue, mozo Dionís!

El tono no era fácil. Alicia pasaba ya de los cuarenta, y vacilaba entre entregarse a los infantiles recuerdos, poco a poco vestidos, en los horizontes de la memoria, con encantadores resplandores, o en acudir presurosa con la final dosis de aceite a la lámpara desasosegada de los deseos, por últimos alocados y vehementes. La fatiga que se posaba sobre su voz brotaría del no saber osar, ni cómo ni cuándo. Se sentó en un pequeño taburete, y por un instante vio Ulises que todo aquel cuerpo y aquella alma tímida cubiertos de encajes, despertaban aguardando el mediodía de su voz. Sí, el mediodía. Ahí estaba el tono.

—Digo que acostumbrado estoy a dormir con techo de estrellas, sin puertas que guardar. Albania es un llano, con una montañuela en el centro, redondo pecho que alimenta rápidos corceles. Los caminos rodean la colina en círculos concéntricos y para pasar de uno a otro, hay que hacerlo por el radio de la vereda real, con chopos en ambas cunetas. Solamente se puede labrar tierra en la meda central, o en los campos que testan con la marina, que el resto es pastizal hípico. Mi madre era ribereña, y por ende morena. En Albania son rubias las montañesas; un cabello trigueño y ondulado como el tuyo, sería cantado en mi país como una flor bella y extraña. Pasó el gran duque desde el mar a la montaña, regresando de besarle la sandalia al bizantino, y una virgen tenía que perfumarle la barba con hinojo. Fue escogida mi madre porque cumplía aquel mismo día del desembarco los quince años. Hacía dos trenzas con su negro pelo, una pequeña, sobre la frente, y otra larga, adornada con seis lazadas, que la caía por la espalda. Salió con el pocilio de agua de hinojo y el hisopo al arenal. Es costumbre que el duque baje de la galera por el remo timonel, que es ancho allá tres cuartas, tendido desde la borda a las rodillas de los notables como si fuera un puente, y nadie puede darle la mano. Si cae, es muerto allí mismo, a golpes de remo. Somos bárbaros, pero con pretexto y solemnidad. Mi madre se acercó ritual al duque, quien descendiera por el remo girando como peonza, por mostrarse juvenil y resuelto, y le hisopó la barba, rubia entrecana, que la traía a la moda de Siracusa, que es redonda en el mentón y viene cabría de las mejillas. Por tres veces hisopó mi madre, y con el tercer hisopazo comienza, señora Alicia, el secreto de mi vida, amargo como ruda.

Ulises, digo Dionís de Albania, bajó la cabeza y apoyó las manos en las rodillas. Se había limpiado las uñas aquella mañana, viniendo de camino, con una espina de ulex, y barrido los negros arcos. Las manos del laértida se mostraban hermosas, vivas, sobre el rojo encendido de las calzas. Supo que los ojos de la señora Alicia hacían posada en aquella gran palabra de sus manos, diez sílabas concertadas, crispó lentamente los dedos, fingiendo terror y desesperación; le divertía angustiar a aquella manzana madura de la que venía tan cálido perfume de claveles.

—El hisopazo tercero le salió a mi madre, teniendo tan cerca a tan espléndido varón y tan vestido de corinto y oro, un poco enérgico, y bajando la cabeza el gran duque con exceso, acaso por ver países en los ojos verdes de la virgen monaguilla, el hisopo tan vivazmente manejado tropezó en la barba ducal, y vio con espanto mi madre que se le caían aquellos nobles y adornados pelos a su rico soberano. El gran duque llevó la mano rápidamente a sostener el peinado bosque de su rostro, y por entre dedos, mientras aseguraba la barba, le susurró a mi madre que guardase el secreto, y que a la noche saliese al campo por donde oyese cantar un jilguero. Y el gran duque, allí mismo silbó, imitándose, y la gente tomó la demostración como prueba de lo alegre que venía el señor de Constantinopla, y que acaso, habiéndole perdonado dos o tres rentas el basileo, hubiese rebaja de impuestos, y nadie, ni aun los secretarios de avisos griegos, que están siempre a dos pasos, muy fonéticos, se dieron cuenta del incidente. Pasó mi madre la tarde con el corazón alerta, inquieto potro. El gran duque le pediría que guardase el enorme secreto, y ella cumpliría la promesa que diese. ¡Oh, gran señor de recta nariz! ¡Ella, Ifigenia, sola en el campo con el león de Albania! El hinojo, cuando está destilado con miel y zumo de enebro, es turbador y somnífero como un pañuelo empapado en beleño. La noche crecía en la imaginación de mi madre, y se hacía profunda como un pozo a cuya agua tardase un siglo en llegar la piedra que el niño tira por juego. Tuvo a la vez miedo y valor, pero cuando llegó la noche verdadera, e hizo real la que imaginara, salió a escondidas por el huerto paterno y buscó en el campo el canto del jilguero, siempre inaudito a aquella hora. Le vino envuelto en el perfume de las últimas madreselvas, acompañado de una brisa tibia que le obligó a desabrochar el corpiño para respirar mejor, que se sofocaba. Junto al ciprés estaba el gran duque. Tomó a mi madre de las manos y la sentó a su lado en hierba. Con amables palabras le pedía que guardase el secreto, y en trágico añadía:

»—¡Si me saben sin barbas, me ahorcan, palomita! ¡Estoy en tus manos!

»Y mi madre, la doncella Ifigenia, lloraba sobre las manos de monseñor, quien, ya confiado, le contaba a la niña cómo fuera la pérdida en Constantinopla, visitando una bodega en la que destilaban aguardiente de manzana. El gran duque se acercara con exceso a la alquitara, cuando uno vaciaba una cesta de bagazo seco de uva en el fogón, y para avivar abrió las tres embocaduras, y vino por la más pequeña un chorro de llama que se llevó la barba de nuestro príncipe. El gran duque se lamentaba. Por tres veces una lágrima suya, grande, redonda, cayó en el cuello de mi madre, la cual seguía a su vez llorando sobre las manos ducales, vestidas de ricas esmeraldas. Y lo peor fue que buscando barba postiza, ninguna era suave como la perdida, ni tenía los remolinos suyos, por costumbre buscados por los distraídos dedos, ni aquel mechón áspero que le encanecía en la lobilla izquierda, y que el gran duque, en los momentos en que se poblaba su cabeza de graves asuntos de gobierno y estrategia, se entretenía en trenzar y destrenzar. Por fin, y por más disimular, el señor se decidió por aquella postiza siracusana. El basileo le dio a nuestro duque muestras de grande aprecio, mandando decapitar a todos los que estaban presentes cuando le ardió la florida suya a don Galaor —que éste es el nombre—, y aun ni su cabeza salvó el dueño de la barba que ahora decoraba el rostro del gran duque de Albania.

»—¡Fue muy humano el basileo! Si puedo, he de ponerme al corriente en el pago. Al de Siracusa se la sacaron los barberos del emperador por pegamento, que es invento romano. Gritaba, pero en sacando el bigote, que ha de hacerse en vivo, lo abreviaron, que era un hombre flaco y se dolía mucho. Los barberos creían que las barbas eran para una imagen nueva de san Gregorio Nacianceno, y por su cuenta le pusieron en el revés del mostacho unas plaquitas de plata con sus nombres. ¡Míralas!

»Y el gran duque se quitó la barba y le permitió a mi madre que viese las plaquitas y que la acariciase, y era como acariciar, aquella virgen, por vez primera, una hermosa barba de varón, y el hinojo regalaba ese aroma que te dije, que de lejos parece beleño. Aunque la caricia de Ifigenia en la barba fuese en postizo de barbero constantinopolitano, para ella era una caricia carnal, entregarse a luminoso varón a través de un sueño. Y se entregó. Soy hijo de esa noche y de esa caricia, el Bastardo de Albania, el Secreto Bastardo de Albania.

La novela asombraba a la señora Alicia, que la cogía con sus propios labios y parecía irla repitiendo. Ulises, atento a la perdiz que viene al reclamo, refuerza el tono:

—Con una espuela, en el juego, desgarró el conde Galaor en el tobillo izquierdo de la niña. Una vez sorprendí yo a mi madre sentada cerca de una ventana; descalza de pie y pierna, contemplaba nostálgica la borrosa y poco profunda cicatriz, y me pareció que una suave sonrisa poblaba sus finos labios. Engendrado en la noche, señora Alicia, fui parido en la oscuridad. Mi madre, expulsada del hogar paterno, que era de nobles capitanes de navíos de guerra, decorado desde la puerta al giratorio capuz de la alta chimenea, que figuraba un heroico albatros, con banderas y estandartes tomados a paganos, francos, turcos y muslimes, y la primera escalera del salón de respeto hecha con dientes arrancados a los más osados de los enemigos; mi señora madre, digo, expulsada, fue recogida en donde dicen Rocanegra por una tía carnal. Allí pasó mi madre por viuda precoz de un cabo de alarmas, que se cayera desde el pasamanos de una atalaya a las rocas una noche de temporal, llegando a la batería las olas más osadas y sonoras. Nací y me bautizaron Dionís, nombre de un doncel lejano que pasa por las novelas con una vara de avellano pintada de verde en la mano. No hubo junto a mi cuna hada más impaciente que la de la melancolía, velada de gris. Mi padre, don Galaor, estaba casado con una señora de Italia llamada Florentina, que le había dado tres hijos, los cuales salieron sordomudos, y el primogénito, para colmo, con un bulbo en la cabeza, sobre la oreja derecha, que obligaba a hacer una gran escotadura en la corona de infante, y para adorno y disimularle la cebolla, también le coronaban ésta de conde, con puntas de botón, y doña Florentina de Italia sospechaba que el marido andaba a escondidas prolongando la familia ducal por darse descendencia que pudiera llamarse militar, y que supiera presentarse altiva ante los albaneses, todos guerreros amigos de insurrecciones, y para convencerse de sus sospechas tenía policía propia, que andaba el país con cascos secretos. Por si alguien había oído una noche extraño jilguero en el campo, yo estaba oculto, y crecía pálido en Rocanegra, vestido de harapos por más engañar a las visitas. Eso de día, que por las noches mi señora madre y mi doña tía me vestían ricas ropas de colores salteados y me enseñaban los andares corteses, que allá son como deslizarse y sin taconeo.

Se levantó Ulises y paseó por la sala demostrando los andares corteses de Albania, los más de ellos tomados de aves, y los dos mayores de riachuelos remansados. La señora Alicia asistía a los ejercicios con la boca entreabierta y el espíritu suspirante, y el aire que desplazaba el laértida con sus giros, hacían aletear las largas pestañas moradas de la blanda soltera. Ulises de regreso a su escaño amistó con la patética.

—¡Me vestían las ricas ropas bordadas con caballos y rosas! Y de mi cinturón colgaban pequeñas espadas afiladas que don Galaor me enviaba por un enano de avisos orientales que tenía, y las noticias que éste me traía de palacio y las memorias que mi madre conservaba de la figura noble del paterno paladín, me levantaban torres en el corazón. Me hacía soberbio sin saberlo, y prefería estar desnudo en el campo, con una breve braga, que no vestir los harapos del disimulo. Mi corazón se burlaba de los infantiles compañeros de juegos, hijos de labriegos y herreros. ¡Yo era, aunque escondido en temerosa cueva, un ciervo de estirpe real! Tuve que aprender equitación en las noches sin luna o de horrible temporal, en las que parecía que el viento contra el cual galopaba me derribaba del caballo. A los nueve años pedía quedarme solo junto al fuego, y en aquella compañía imaginaba estar con el rey mi padre. Lo dejaba amortiguar, y cuando solamente era brasero, en la gran trébede de hervir el agua con que en la matanza se escalda el puerco, me sentaba sobre él, y aún a veces llegó a quemarme, porque me distraía soñando que estaba en el trono de Albania, y decía palabras nobles, aunque fueran impertinentes, a una fanfarrona banda de héroes bien armados, o hacía justicia con maneras solemnes. Como príncipe soy autodidacta, pero heredados gérmenes viajan por mis sueños. Adolescente, ¿cómo ocultar la tempestad? ¿Acaso puede esconderse un incendio? Un veneno que venía para mí en una naranja confitada, mató a mi madre. Una flecha disparada desde detrás de unos haces de heno, entró mortal por un ojo de mi caballo, equivocando el camino que llevaba a mi cuello. Fueron muertos mis perros y robadas mis espadas infantiles. Doña Florentina de Italia me había descubierto, y peligraba mi vida. Por aterrarme, dejaban sogas a los pies de mi cama, y las encontraba cuando iba a un lecho que ya solamente me conocía insomne. Mi señora tía enloqueció, hallando por toda parte, en el suelo, charcos de sangre fresca, y no sabiendo si de verdad era aquélla la mía, en la temprana edad y a traición derramada. Se despertó en mí el viento de las grandezas reales. Ya me vestía de rico a cada hora, le mandaba correos a don Galaor reclamando bolsas de oro y largas espadas milanesas, un halcón para altanería y un nuevo caballo, calzado de la mano de la lanza, y que para el mayo siguiente me pusiese una nave en la ribera, que quería educarme en artes marinas, y amanecer una.mañana frente a la casa en que mi madre nació, reclamando a mis tíos la herencia, pisando con mis propios pies el botín de banderas que alegraba aquella rica casa. Me imponía en Rocanegra, y cada tarde venía a la cámara mía una clara y honesta dama de la ciudad a lavarme los pies, y con ella venían sus hijas que me cepillaban la ropa y me bordaban pañuelos. Cobraba impuestos echando al campo mi apellido, gozaba, en fin, de la impetuosa libertad de los príncipes soberanos, tan célebre, señora Alicia, desde las tragedias históricas del poeta de Inglaterra. Y en esto, y en arriesgada mocedad madurando, estaba, cuando vino la nueva de que los sordomudos mataran a don Galaor, y venía contra mí un ejército desmandado, y que hasta doña Florentina se disfrazaba por venir en él y estar a mi segura muerte. Yo la di con mi propia mano a mi halcón y a mi caballo, a mis esbeltos galgos manchados. Los que se habían puesto por mis súbditos, especialmente las damas y doncellas que cité, amables lavadoras de mis fatigados pies, dulces bordadoras de pañuelos para mis nocturnas, escondidas lágrimas, pedían muerte misericorde de mi mano. Me la exigían, pero no se la di. Les regalé mi nave y todo el oro para que huyeran con la marca vespertina, y yo quedé en tierra, con la desnuda, larga, brillante, bien empuñada espada. Caminé mi tierra, mi heredad, en la noche, en dirección al ejército de los legítimos. Me despedía con versos antiguos de las estrellas siempre nuevas. Me detenía para cortar con mi espada la flor de la malva. Olían los campos a genciana y a manzanilla, y si la luna hacía centellear el filo de la espada, una liebre asustada corría el sendero ante mí. Amanecí en el vado de un río que no sabía. Vi que los patos revoloteaban tranquilos y se posaban sin temor en ambas riberas: no había, pues, humanos en las cercanías. Pasé el río con el agua por encima de los tobillos, y se me recordaron las damas que me lavaban los pies, oyéndome romances mientras me los secaban con paños de lino calentados en sus senos:

¡Si los pastores han amores,
qué harán los gentileshombres!

Y con la mañana y el sol, y el agua mansa, y las aves que cantan y mirarme mozo en la onda más quieta en una orilla, me entró el sabor de la vida, y la amarga raíz de la venganza la sentí debajo de la lengua. Le dije adiós a Albania, y por el viaje del sol supe dónde estaba levante, y me hice peregrino. Todavía me andan buscando los sordomudos en Rocanegra, por la mañana dándose partes de pared a pared con silbidos y por la noche con linternas, y doña Florentina entrega mi cuello al verdugo todos los días, y los más me dan por muerto de hambre y sed en un desierto, escapando, y algunos, entre los más jóvenes, sueñan con que vuelvo y me mandan con agitada respiración la caricia de su alegría guerrera. Mientras, yo ando mundo. Calzo ese casco que te dije y duermo, haciéndome sufridor de trabajos militares, al aire libre. Estudio la filosofía de la venganza, y me educo libremente en el ejemplo de los coronados de la antigüedad. Me quedaré en Paros para ver representar en vuestro teatro la tercera parte de La tragedia del rey Lear. La serpiente y el dragón, en invierno, duermen y descansan. Pose yo bajo una piedra mis recuerdos y mis ansias, la pesada gloria de mi estirpe, el apetito desaforado de mi venganza y los colores de los estandartes que me saludarán un día gran duque en una Albania feliz, y descanse en tu palomar. Cerrando los ojos donde volaron palomas, todavía se oirá rumor de alas.

La señora Alicia contemplaba al doncel en silencio. Admiraba la redonda frente, los francos ojos, la recta nariz, la boca fresca, el cobrizo mentón, el largo cuello tostado en los días marineros, que surgía esbelto de la doble vuelta del manto blanco, las finas manos todavía crispadas en las rodillas. La mirada de la señora Alicia buscó los pies del Bastardo de Albania.

—¡Dionís, te lavaré los pies!

—¡Señora, dama mía! ¡Esta sombra fugitiva te agradece la limosna! ¡Eres benéfica!

Posó la señora Alicia en un escaño su manguito de piel de nutria y corrió hacia el interior de la casa dando voces.

—¡Herminia! ¡Violante!

Regresó con un barreñón decorado con flores azules y pájaros dorados, y con ella entraron dos doncellas portando jarros con agua caliente y fría. Eran niñas, pequeñitas y rubias, y contemplaban asombradas al forastero. Ulises se descalzó, y soltó el botón de la sotacalza; se remangó las calzas rojas cuidadosamente hasta media pantorrilla, y metió los pies en el barreñón, dos corderos conducidos por las delicadas manos de la huéspeda. Las doncellas vertieron desde lo alto el agua de los jarros. La señora Alicia se arrodilló y comenzó a lavar los fatigados pies del albanés. Los enjabonó, frotó, rascó y acarició. Sacó del seno un paño de lino que había entibiado allí, y apartando el barreñón se dispuso a secar los pies del héroe. Ulises, digo Dionís de Albania, recordando la costumbre que tenía en su Rocanegra, recitaba un romancillo de galanes:

Dícenme que tengo amiga
y no lo sé.
¡Por saberlo moriré!
Dícenme que el amor no hiere,
¡mas a mí muerto me tiene!

La señora Alicia, secando y oyendo, ensoñando y despertando, ni se daba cuenta de que se le volcaban, inclinándose en la faena, los frescos, albos, redondos pechos fuera de los encajes, y casi rozaban en los pulgares abiertos y osados de don Dionís, el muy secreto, dolorido, fugitivo príncipe. Las niñas, arrodilladas junto a la señora Alicia, con los jarros vacíos apoyados en los muslos, se miraron y enrojecieron.

Ulises dejó caer, en el umbral, el ramillete de violetas marchitas que llevaba en la birreta de cintas.

Alquilado el palomar se retiró a él el laértida, precedido de Zenón, y seguido de Epiro y de Ofelia. El palomar era redondo y estaba en una pequeña elevación del terreno, entre cerezos, a un cuarto de legua del pabellón de la señora Alicia. El camino pasaba por un soto de higueras y atravesaba un olivar.

—¡El parrafeo fue largo! ¡La dejas camelada, capitán!

—Es una gran dama.

El graso Epiro posaba el saco de viaje y reía. Se alisaba el mechón, y secaba el sudor con un roto y sucio pañuelo rojo.

—¡Gran dama! ¡Adiós, gran dama! ¿No fue eso, Ofelia, lo que te dijo el sátiro Bliofernes dejándote tumbada en la viña?

El ojo de Ofelia relampagueó iracundo.

—¡Era un caballero y con mucha conversación! Entre los suyos estaba aprobado de solfeo.

—¿Nunca más volvió? -—preguntó curioso Ulises.

—¡Ni fue en las viñas! Yo todavía estaba acostada en la hierba, cuando oímos ladrar canes cercanos. Cazadores eran, que pasaban hacia los trigos, a cazar la codorniz en su siesta. Se asustó. Era un macho joven; en su nación son adultos a los diez años, y él, gentileza de abril, andaba en los ocho. Me metió una de las pezuñas de su parte cabría en el ojo izquierdo, y me lo vació. ¡Adiós, grande dama!, me gritó. Huyó empavorecido, alarmado por los canes y entristecido por la herida mía. ¡Y no tenía por qué huir! Los perdigueros son mansos, y los detendría hasta que llegaran los amos, que serían amigos, gente de comercio que sale a paseo. Yo la herida ni la sentía viéndolo huir a brincos. ¡Daba el ojo por él! ¡Amante, dulce, impetuoso amante! Esto gritaba por su asistente una viuda en el teatro. Lo gritaba yo. ¡Diera mis dos ojos por aquel Bliofernes tan súbito y variado roncador!

Ofelia levantaba la voz y abría los largos brazos. La voz la tenía clara, brillante, abierta. Le salían fáciles limpios agudos. Parecía desmayarse, abrazándose al zurrón de Ulises. Zenón se acercó a ella compasivo.

—¡Buscaré quien te cubra esta primavera, querida Ofelia! ¡Come de estas uvas pasas! ¡Si quieres que sea militar, dalo por hecho! ¿O prefieres un forastero, tortolita?

—¡Nunca haré cornudo al joven Bliofernes! —exclamó la tuerta en fe natural, mandando la luz de su único y divino ojo al brezal de la cumbre, hacia la selva amada de las nieblas, a la que huyera, asustado, el sátiro amoroso de antaño.