IV

Poliades dejaba a su criado Mirto, un etíope siempre sonriente, al cuidado de la taberna, y salía a pasear con Ulises por los alrededores de Ítaca, por la ribera y por las estrechas y pinas calles de la polis antigua. Poliades se había concedido a sí mismo el título de preceptor del mozo. El joven laértida seguía inclinando la cabeza hacia delante, afectando melancolía, y era dueño de graves silencios.

—¡Ulises, olvidada vaya la rubia! Todos comenzamos con días amargos. Permíteme que te titule de príncipe en esta lección. ¡Conserva el virgo, príncipe Ulises, hasta que pises extranjera tierra! ¡Alegra con la expectativa de mujer de otra lengua el corazón!

El calvo Poliades medía el patio de armas de la ciudadela, desde la aspillera hasta el poste, forzando la pisada.

—¡Cuarenta y dos pasos! ¡La distancia propiamente militar! El que a esta distancia falla el blanco del tamaño de una cabeza humana, ese no sirve para arquero del Basileo de Bizancio.

Poliades imitaba el gesto del arquero, y silbaba fingiendo la flecha que partía hacia el blanco.

—¡Todo brazos, no abrir el codo hacia afuera! Yo he visto tender al egineta Coblianto. Era un gigante. Cuentan los de Egina que su madre tardó doce días en parirlo. Cada día nacía un poco de Coblianto. Cuando sacó los pies fuera del vientre materno, ya hablaba. Salió armado de arco y de flecha, y las manos enarenadas. Pasaba por allí un legado del papa de Roma, y quería llevarlo de suizo, con cinco pagas dobles adelantadas. Pero Coblianto había nacido iconoclasta.

Era ahora Ulises quien desde la aspillera, con su bastoncillo de junco, hacía el gesto del arquero. Silbó; mantuvo el silbo todo lo que permitieron sus pulmones.

—¡Esa flecha, Ulises, llegó al mar! No dudo que haya encontrado en su camino el sucio cuello de un pirata tuerto. ¡Que Poseidón juegue con sus naves a la pelota!

—¿Has visto alguna vez a Poseidón, Poliades?

El tabernero se descubrió lentamente. Entre el sombrero de paja y la grasienta calva traía un pañuelo de hierbas.

—No, pero he oído relinchar sus caballos.

—Poliades, ¿qué es lo que es mentira?

Poliades hacía girar el sombrero entre sus manos.

—Quizá todo lo que no se sueña, príncipe.

Bajaban por el callejón de la brecha. Poliades le iba diciendo a Ulises los nombres de los habitantes de aquellas pequeñas casas blancas, colgadas en lo alto del acantilado.

—Ahí vive Cleón, el dueño de los molinos de viento cuyas aspas oyes en el patio de tu casa si sopla tramontana. El hijo navega con Foción. El próximo invierno, hazte amigo de él. Te enseñará a jugar a los bolos a la manera de los celtas. Aprende todas las canciones de los países que visita… Ésta es la casa de Admeto, el jorobado. Viniendo de Creta, de comprar corcho, la nave en que viajaba se detuvo a hacer aguada en una isla desconocida. Admeto subió desde la playa a cazar pájaros al bosque de tamarindos que se veía desde la nave. Admeto, desde mocito, siempre andaba con red, liga y caña para disparar duras balas de estopa. Su ilusión era cazar vivo el colibrí púrpura comiendo semilla de laurel. Se lo había prometido a una muchacha de Zante, que no se había reído de su joroba. Ya va viejo, y todavía anda preocupado con ello. Cree que en Zante está esperando la muchacha el obsequio. Será una vieja arrugada…

—No en sus sueños, Poliades.

—Sí, no en los sueños de Admeto. El jorobado subió hasta el bosque y vio a un cíclope que dormía con el ojo abierto. A una vara de la cabeza intonsa del cíclope, estaba el colibrí púrpura cantando alegre. Admeto huyó, y presurosa la nave abandonó la incógnita bahía antes de que despertara el cíclope. Admeto lloró aquella ocasión fallida, y el no haber osado despertar al cíclope para preguntarle si su nación vivía en aristocracia o en democracia. Los sastres siempre fueron políticos en Ítaca… Aquí vivió Viola…