III

—Pasamos ahora mismo —dijo Alción— entre Zacynto y la Élida. Mañana haremos aguada en la desembocadura del Alfeo, donde hay ciudad de mixtos eolios y aqueos. Desembarcaremos, si quieres. Temprano cepillaré mi sombrero verde. Tocarse con sombrero verde es un derecho que tienen en muchas tierras griegas los pilotos forasteros. Hay que conservar los privilegios.

Y mediaba la mañana cuando Alción y Ulises desembarcaron, y desde el muelle subieron a la ciudad.

—Tú, del sombrero verde, ¿quién eres? —preguntaba un hombrecillo desde la puerta de la posada al rápido Alción.

Alción se dirigió a la posada y entró apartando al curioso. Se sentó en un escaño junto a la ventana. Alción era alto y delgado; vestía blusa de mahón y pantalón de pana, y aunque iba descalzo, llevaba sujetos del cinturón zuecos recién solados. Se quitó el sombrero verde y se abanicó con él.

—Me llamo Alción, y acompaño al joven Ulises, hijo de Laertes, de los príncipes de Ítaca.

—¿Están registrados en Bizancio?

—No, pero son antiguos y aceptados señores. He corrido más de medio mundo, y siempre que llegué a donde el Alfeo vierte sus lodanosas aguas, me sorprendí de lo curiosos que sois de vidas ajenas. Sois una nación auricular y mísera.

El rizoso pelo le caía al piloto sobre la sudorosa frente. Con sus pequeños ojos azules, murinos, miraba irónico para el posadero. Rebuscó en el forro del sombrero, y sacó una moneda de plata.

—Quiero vino, pan y queso y un cuarterón de aceitunas. El vino que sea viejo, y las aceitunas aliñadas. El posadero recogió la moneda de plata que Alción dejó caer, sonándola la buena ley cantarina en el granito del fogón, y la miró y remiró, anverso y reverso. Cuatro eolios sentados a una mesa de pino, levantaron la cabeza para echarle una ojeada a la moneda. Cada uno sujetaba su jarro de barro negro por las dos asas, con manos ávidas. Alción se reía por entre las espesas barbas rubias, que no las cortaba ni peinaba en el mar. Tenía los labios gruesos, y los humedecía con la lengua.

—¿Nunca viste otra igual? ¿En qué moneda le pagan a tu mujer las noches los forasteros?

—Es que no conozco al reinante que trae en la cara.

—¿Y qué te importa? Casi todos los reyes que vienen en las caras de las monedas hace muchos, muchos años que han muerto. Lo que importa es que el oro sea oro y la plata, plata. Los hombres corrientes y libres, como yo, resucitarán con los mismos cuerpos y almas que tuvieron, pero los reyes resucitarán en sus monedas de perfil, con la ley que amonedaron. Si hicieron moneda podrida, podres resucitarán. ¿Pensaste alguna vez, cochino avaro, miserable agrario, en el enorme misterio del dinero? ¿Cómo es posible vender pan, fuego, aceite, sal, vino, amor, por oro y plata?

—¿Eso está escrito en alguna parte? —preguntó uno de los bebedores, que se había examinado una vez de escribano en Olimpia.

—Dudo que lo esté. Éste es vago saber de perezosos soñadores.

Trajo el posadero el pan, el vino y el queso, y en un plato de barro rojo las aceitunas aliñadas con vinagre y romero. Sacó del bolsillo la moneda de plata. Era pequeño, rechoncho, y siendo pies planos, caminaba al bandear. Una mancha bermeja le cubría medio rostro, desde la oreja izquierda al mentón. Los ojos, la nariz, las manos, eran rapaces; la mirada alertante y móvil, la nariz venteadora, y las manos huesudas, nudosas y garrales, contrastando con las pacíficas mantecas que en el resto de su cuerpo mostraba.

—Tú sabrás quién fue este rey —dijo.

—Un cabrón.

—Nombre cristiano o antiguo, o al menos mote, tendría.

—¡Yo te lo diré! —gritó desde la puerta de la calle la voz fresca.

El mozo Ulises entraba mordiendo una manzana. Le dio los dos últimos bocados y arrojó el carozo en la ceniza del hogar. Se limpió la mano al largo y sedoso cabello.

—El barbado Alción, y el barbilampiño Ulises, hijo de Laertes, te aseguran que el rey que está retratado en esa moneda se llamó Menelao. Estoy aprendiendo a contar su historia. Pero necesito para contarla bien, tener muchos oyentes. Giro abriendo los brazos mientras digo del dilatado reino de Lacedemonia y sus riquezas entre almenas, y obligo al corro a abrirse, que al buen narrador no le gusta que los oyentes estén encima de él, cubriendo sus palabras con el aliento de sus bocas.

Ulises bebió del vino de Alción, y avanzó hasta la ventana de la cocina, que dejaba ver un huerto de cerezos floridos.

—Cuando comienzo a decir la historia de Menelao voy subiendo, grado a grado, despacio, una ancha escalera, como la que hay en el ágora de los ítacos. Habiendo subido seis escalones, me detengo, me vuelvo, y hago el elogio de los reales palacios, cada palmo de pared iluminado por una lámpara de aceite perfumado. ¡Palacios de Menelao! Y de pronto digo:

»—¡Leed en los tapices que cuelgan de los muros, a la luz de las vacilantes lámparas, cuyas llamas se asustan de los héroes y de sus corceles, las hazañas de Menelao!

»Me quito la roja capa de los días de fiesta, tejida en las largas tardes del verano por mi madre Euriclea, y la tiendo en el aire, solamente un instante, para que el público pueda ver la sangre relampagueando en las batallas. Y la dejo caer en los escalones, detrás de mí, como si depositara una sombra terrible en el mármol. Callo un momento. Bajo dos escalones oblicuamente, con la cabeza inclinada; dejo a mi mano derecha jugar con mi pelo, apartándolo de la frente. Suspiro, quizás enamorado:

»—Siervos de amor, mirándose a los ojos mientras beben, vacían de vino perfumado gemelos vasos de oro.

»Así inicio el relato de las solemnes bodas de Menelao y Helena. Que este Menelao que patentiza esa moneda, posadero, fue casado con la más hermosa de las mujeres. Despacio, despacio, jugando con la cadena de bronce que llevo al cuello, me voy acercando a donde están las mujeres, y cuando estoy frente a ellas, como despertando sobresaltado de un sueño, con palabras apasionadas, como si me viera obligado a contar cómo es Helena antes de que huya para siempre a torres coronadas de tinieblas, digo cómo tenía el cabello, e inicio una tímida caricia a la cabecita perfumada más próxima a mi mano; alabo los ojos celestes, y busco con los míos, como el perdido en la oscuridad una luz amiga en lo lejos del bosque, los más hermosos entre los que me miran. Cuando digo del cuello, aprieto en el mío, tostado por el aire marino, la cadena de plata, y levanto soberbio la cabeza, como el macho de la garza cuando canta o muere. Aparto mi mirada honesta de las mujeres para elogiar los pechos de Helena, y me salen fáciles alegres comparaciones con manzanas, palomas, peces que saltan en el estanque y melocotones rojizos de septiembre, y cuando me vuelvo a dirigir a ellas, siempre encuentro a algunas de las más jóvenes con los brazos cruzados sobre el seno. Canto los tobillos de Helena, y se oye el tintineo de las ajorcas de plata en los de las hijas de ricas casas, como entrando al baile. Y finalmente busco el rostro de una mujer de madura edad que todavía sea hermosa, y mirándola fijamente me retiro poco a poco, subiendo dos o tres escalones, y pausadamente, y como hablando para mí, exclamo:

»—Ese fuego que todavía no aprendió a morir y amor se llama, saben alimentarlo igualmente la rosa que nació esta mañana, y la seda antigua perfumada con membrillos en el armario doméstico. Y cuando Helena cumplió los cuarenta años, se dio cuenta de que todavía tenía en su corazón carbones que no habían sido encendidos nunca.

»La hermosa señora desconocida se ruboriza bajo mi mirada, y yo me estremezco de placer y de orgullo.

Ulises se acercó a Alción y le golpeó cariñosamente la cabeza con el puño cerrado.

—¡Somos fecundas viñas, piloto!

—¡Por fin se oye retórica en este erial!

—Sé decir —continuó Ulises, apoyándose en la mesa de los atónitos bebedores—, sé decir, subiendo las escaleras, como alejándome de la gente, como llevando conmigo la historia que estaba contando, que en tal reino vivían en paz, y los basileos se amaban y tenían hijos, rebaños, naves, trigo y noticias de remotas naciones. Y de pronto, cuando más calmo e indiferente discurro, como ciervo descubierto en el bosque encharcado de las recientes lluvias por la ladradora jauría, raudo desciendo a brincos las escaleras, y hago que me refugio en el corro, entre los adultos paternales. Y cuchicheo entonces, con el miedo posado en el semblante:

—La peste llega a la Élida en ese navío. Nadie la ve. Es una sombra reptante y viscosa, escondida en el sudor de la mano de ese forastero que sube del muelle a la posada de la ciudad, abanicándose con su sombrero verde, pide un jarro de vino fresco y entrega una moneda de plata con la efigie de un rey antiguo. Sale a escena la muerte. Puedo decir cómo cae el posadero cubierto de pústulas junto al brocal del pozo, intentando gritar que tiene sed. De la faja del posadero avaro han caído las monedas, todas las monedas del mundo, que ruedan por el piso de mosaico, y frente a sus ojos, repentinamente cubiertos de legañas amarillas, se detiene, mostrándole el perfil del coronado, la moneda fatídica. Menelao estará viendo cómo mueres, posadero.

Reían Alción y Ulises contemplando al posadero sorprendido y titubeante, con la moneda en la mano.

—Hablar de la peste por farra no es de mi gusto —dijo por fin.

Los bebedores eolios se pusieron de pie, y sin soltar los jarros se acercaban a la puerta.

—Anunciaré entonces que ha llegado Paris de Troya.

—Eso fue verdad —dijo uno de los bebedores—. Yo me llamo París. Ése lo hubo.

—Ha llegado Paris de Troya. Su alma es pura como fuego de roble. Pero le ha sido dicho: «Tuya será la hermosa entre las hermosas». Tiende Paris la mano en la penumbra como un mendigo. Las mujeres todas del mundo están en las terrazas, y se asoman para ver al forastero de alegres rodillas, de sombrero de encaje, de espuelas de oro, de ensortijadas manos, de caballo alazán que salta desde el velero de tres palos pintado de púrpura al mármol del muelle. En aquel mismo instante todos los maridos son cornudos. Helena deja caer un pañuelo, una mariposa. Yo lo recojo, como Paris de Troya lo recogió, y lo oculto en el pecho. Subo solemnemente las escaleras que conducen al salón del trono, y cuando voy a entrar en él, me vuelvo hacia el público atento, y anuncio:

—Mañana revelaré el secreto de los ardientes amadores, y cómo huyeron por el mar, en la noche.

Alción le ofreció vino a Ulises, quien bebió de golpe todo lo que quedaba en el jarro.

—Paris —dijo Alción disparando con el índice y el pulgar por la abierta ventana un hueso de aceituna— robó a Helena. Pero no la robó solamente a Menelao, que pasaba por ser su dueño. Me la robó a mí también, Alción, y a Ulises, hijo de Laertes.

—Sí —completó Ulises—. Así es. El polvoriento corazón, en las silenciosas horas nocturnas, despierta, y de la aljaba saca la flecha y tiende el arco. Ha comenzado, oyentes, la guerra de Troya.

—Hace años —dice uno de los bebedores—, pasó por aquí un anciano mendigo. Traía sujeto con fuerte cadena de hierro por el purulento hocico un toro viejo y esquelético, la piel llena de mataduras y llagas. Se puso a gritar en la plaza: «¿Queréis oír a uno que viene de Troya?».

—Nadie le hizo caso —comentó el tabernero—. Avisaron al estratega del bizantino, que estaba viendo cómo herraban los caballos de la brigada albanesa, y mandó recado que lo echaran de la ciudad. Se despiojaba en el muelle, junto a la fuente. Días después apareció el toro muerto en la playa, traído por la marea, hinchado y putrefacto. Bajaron los buitres del monte al arenal, a devorarlo.

—El viejo le salía a la gente a los caminos, gritando:

—¿No me conocéis? ¡He regresado de Troya! ¿No es este el noble reino de Argos?

—Se confundía de provincia. Alguien lo mató de una pedrada. Dijeron que estaba leproso.

—Es una eximente —aclaró el eolio que se había examinado de escribano. Bebió paladeando y posó el jarro en el suelo.

—¿Tenía una gran cicatriz en el rostro, de mejilla a mejilla, por entre nariz y labio? —preguntó Ulises—. ¿Llevaba colgándole del brazo izquierdo un viejo casco militar de hierro? ¿Se golpeaba las rodillas al hablar?

—Tal como tú dices —confirmó el posadero—. ¿Lo conocías?

—Míralo en esta otra moneda. Míralo bien. Se llamaba Agamenón. Fue rey en Argos.

El posadero se acerca a la puerta para ver en la moneda el rostro de Agamenón. Es un perfil aquilino y barbado, y corona de nueve puntas le ciñe el rizado pelo. Los cuatro bebedores eolios y un niño que entró jugando con un gozquecillo, miran por encima de su hombro. Ulises acerca al fuego con el pie dos leños que, medio consumidos por las llamas, han rodado en la piedra del hogar. Entra la mujer del posadero, descalza, con una herrada llena de agua en la cabeza.

—¡Ave María!

Es una muchacha sonriente, con grandes aros de bronce en las menudas orejas. Ulises le ayuda a posar en un vano, al lado de la ventana. Con el blanco molido la mujer se seca el moreno rostro y las manos.

—¿Cómo te llamas, joven señora?

—Nombre de isla tengo: Citerea. ¿Eres marinero?

—Lo seré de corazón, amiga.

El posadero, guardando la moneda de Menelao en la faja, brusco y celoso, ordena a la mujer:

—¡Corre a darle de comer a las gallinas!

—Lástima que el discurso no fuera en la plaza, con mujeres —comentaba Alción—. Eso de buscar el rostro de una mujer madura en medio de la comedia, eso, Ulises, me gusta. ¿Quién te lo enseñó?

—Poliades. Lo tenía del teatro.

La joven Iris tomaba lentamente, a viento contrario, la salida del golfo de Ciparisia. La hoz de amarilla arena de las playas brillaba bajo los rayos del sol poniente. Acaso un gigantesco segador la posara en la ribera, aguardando julio y las mieses.

—¿Y cómo reconociste a Agamenón?

—Mis maestros me han puesto en el corazón el eco de los cantos antiguos. Alción, no hay tiempo ni lugar, solamente hay música. Si en la cítara salta la cuerda prima, yo sé que ha muerto en aquel mismo instante un joven heredero de pálido rostro, que corría el bosque entre rabicortos ladradores, y digo su nombre.

—¡Dilo, por favor!

—¡Ulises de Ítaca!

—¡Eso no, amigo, mozo mío, bandera nueva! Si quieres te lo digo abrazado a tus rodillas: ¡que los ángeles te guarden por muchos años con lanzas de oro!