IV

Ulises posó las manos en el borde de la pared recién encalada, y respondió cortésmente a la muchacha.

—Viajo en busca de hierbas y plantas medicinales, y de raíces. En tu país es muy olorosa la genciana, y ¡no he visto en parte alguna vestidas de rojo más solemne las caperuzas de la digital! ¡Míralas en ese prado!

—Ese prado es de mi padre. Me dijo que si tenía alguna vez un pretendiente honesto, que gustase de ir al atardecer a abrirle el agua al prado, y de estar apoyado en el mango del ligón viendo cómo se llenaba los canalillos, que lo pondría en mi dote, juntamente con aquel alto trebolar. Me llamo Penélope. Cuando era niña venían de las aldeas vecinas, y aun de otras islas, a verme los ojos verdes. Como soy la menor de las siete hermanas, aprendí a tejer.

Ulises se había levantado muy temprano, y dejara a Ofelia al cuidado del palomar y guarda del equipaje. Zenón había desaparecido. Ulises buscó el camino de los pastos verdes que veía a lo lejos, junto a la cabeza rocosa de los oscuros montes. Cruzó cuatro riachuelos cantores y espumosos, y en los cuatro mojó los labios y los pies. Le gustaba poner en uso en aquella tierra extraña los ritos benéficos de la suya. Mediaba la mañana cuando en un breve llano resguardado del norte, vio la casa, grande, cuadrada, emparedada de basto granito, y la huerta, redonda, cercada de muro bajo, con algún trozo encalado. Subida a la pared, junto a la puerta del camino carretero, estaba la muchacha. Parecían coronarla las ramas floridas en blanco de los perales. Se peinaba despacio con peine de boj de tres púas iguales. Se asombraba, sin sonrojarse, de la presencia del forastero, manteniendo en el aire la mano que sostenía el peine. El pie descalzo que colgaba sobre la pared, buscó refugio bajo la acampanada falda. Ulises se acercó a Penélope, tomó entre las suyas la mano izquierda de la muchacha, y contempló la blanca palma, que se abría sumisa.

—Tienes en la palma la señal del estribo del telar cretense, que ya viene en hermosísimas manos en alados versos antiguos. Eres verdaderamente una tejedora. Mi madre, que es hilandera, tiene en las yemas de los dedos índice y pulgar de su mano derecha un canalillo, más fino que los de tu prado, que ha ido abriendo la lana que enhila el huso girador.

—¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres?

—Si estuvieras sentada ante el telar, y tuvieses entre las madejas de blanco lino un ovillo de hilo rojo, te diría mi nombre para que lo fueras tejiendo letra a letra. Te diría que tejieses una U. Mientras tejías, iríamos diciendo nombres que comenzasen por u.

—¡No sé leer! —dijo Penélope ruborizándose.

Ulises le mostraba cómo era la U, dibujándosela en la mano, imitándola con dos dedos.

—Me llamo Ulises, y soy nativo de Ítaca, una isla lejana. Es una isla pequeña, tan pequeña que hace tres lunas mis pies la cubrían toda y las uñas de mis dedos arañaban el mar.

—¿Eres soltero?

—Además de hierbas medicinales, escucho el canto de pájaros extraños y busco esposa. Mis padres me autorizaron a regresar casado.

—Mi madre murió. Solía decir que muchas veces una bella esposa, traída a una isla desde otra remota, es el más hermoso final de una novela.

—No te podré llevar a Ítaca, dulce Penélope, si no como. ¿Me vendes un cuenco de leche y un codo de pan?

Rio la muchacha saltando de la pared e invitando a Ulises a entrar en la huerta. Penélope se dirigía hacia la casa con rápido paso, seguida del laértida. Volvía hacia el forastero el sonriente rostro, y mientras caminaba se peinaba el corto cabello oscuro. La casa tenía amplio porche en la fachada, y bajo él había cuatro bancos de piedra. Las ventanas eran pequeñas, como suelen serlo por los vientos en los países montañosos, y abrían a desigual altura en la pared de granito sin labrar, por la que trepaba el lúpulo hasta el tejado. En el banco más próximo a la puerta sentaba un anciano, vestido según una moda antigua y rica, con blusa y pantalones blancos adornados con encajes y puntillas, por las que pasaban cintas de rojo terciopelo. Se cubría la cabeza con una birreta redonda adornada con flores de tela y plumas de perdiz. Rascaba uno contra otro los pies descalzos.

—¡Abuelo, recibimos un joven forastero!

Penélope era alta. La blusa que por delante cerraba al pie de su largo cuello, por detrás abría hasta la cintura, dejando ver la desnuda espalda. La falda almidonada le volaba por encima de las redondas rodillas. Tenía la voz aguda, y sorprendida a veces de oírse en aquel tono suyo tan vecino del grito, la dejaba caer en acariciantes murmullos confidenciales. Posó en Ulises los serenos ojos verdes.

—¡Es el abuelo Leónidas! ¡Espera!

El abuelo contemplaba con curiosidad al forastero. Impaciente, acaso por el silencio de éste, golpeó las rodillas con las rugosas manos.

—Mi padre fue una vez forastero en Candía. Se puso el sombrero y dijo que quería salir a ver mundo. Se vistió como yo estoy vestido ahora. Mi madre le recomendó que se abrochase. Una ropa de fiesta no luce desabrochada. Llevaba pompones de repuesto para los zapatos, amarillos, verdes, blancos. Llegó a Candía y se rieron de él. Gritaba que viajaba vestido de fiesta, pero no le hacían caso. Le tiraban de las cintas, le desgarraban los encajes. Le hablaban con voz femenina. Mi padre tenía bigote, un bigote negro, tieso al frotarlo con sebo y miel. Era muy varonil; en su mocedad tuvo que librarse de ir a Constantinopla de lancero de a pie pagando doce ángeles de plata. Mi abuelo los había dejado caer, uno a uno, en la bota derecha del almirante, en la única bota que tenía, porque era de la izquierda pata de palo. Toda la vida oyó mi abuelo, en sueños, caer el río de monedas dentro de la bota. Mi padre era un hombre hermoso, y los candiotas, viéndolo de encajes y puntillas, lo tildaban de marica manifiesto. Toda la riqueza de nuestra casa estaba en ropas de fiestas. Vendíamos el aceite y comprábamos puntillas, vendíamos dos terneros y comprábamos terciopelo rojo. Decían en todo este país de los montes que éramos los más ricos, porque teníamos en las arcas setenta trajes de fiesta. ¡Setenta y dos! Nuevos, completos, con sus botonaduras de nácar y de plata. ¡Y en Candía riéndose de mi padre, que llevaba encima catorce varas de encaje franco! Regresó mi padre y dispuso que se usara por los varones a diario el traje de fiesta. Abotonábamos, e íbamos a cavar la roza llenos de encajes, y a recoger el lúpulo. Los vecinos lloraban viendo maltratar tanta riqueza, y algunos, ofendidos, nos vendieron sus tierras y se fueron. Ya no nos quedan más que cuatro trajes nuevos. Yo gasto éste y mi hijo, el padre de Penélope, gasta otro. El que se case con Penélope gastará uno de los que están vacantes, si así lo desea.

El viejo Leónidas miraba a Ulises, cazurro, con sus ojillos claros. Vino Penélope con un tazón de barro lleno de leche, y Ulises, echando hacia atrás sus manos, bebió de las de la muchacha. Un criado trajo en un plato rebanadas de pan con miel y esperó a que Ulises terminase de beber para ofrecérselo. Penélope se sentó en las escaleras al lado del laértida, quien comió pausadamente y en silencio. Los ojos verdes de Penélope eran dos aguas quietas. La muchacha tenía la frente estrecha, y la nariz recta y corta, levemente empinada en la punta. La boca la tenía carnal y redonda, sangrienta, y en el mentón el río de una vena azul que descendía de la rosada mejilla, se partía en hilos tortuosos. Mostraba altos y separados pechos.

—¡Nunca más fuimos forasteros en parte alguna! —decía el abuelo Leónidas retomando el hilo de su historia.

Penélope tenía la piel blanca, aunque sonrojaba manzanera en las mejillas, y comenzaba a solear con la vida al aire libre en el alegre tiempo que había venido con las golondrinas. En el invierno montañés, en los breves días en los que la niebla pasea a tientas los brezales, y en las largas noches de viento aullador y lluvia, sería tan pálida, sentada al telar, como Euriclea. Se inclinaba hacia Ulises, inocente y sensual.

—¡Cómo lucirías con nuestro traje de fiesta!

—¡Los extranjeros no saben abotonarse! —criticaba el viejo Leónidas mesándose la barba—. ¡Diecisiete botones, alternando nácar y plata!

Se oían carros en el ancho camino veraniego. Ulises creyó estar en Ítaca al oír la voz agria y seguida. Se contaban todavía con los dedos de las manos las semanas que hacía que faltaba de Ítaca, y sin embargo, cuando algo se la recordaba, humo, sabores, viento, carros que cantan por caminos hondos, se le ponía un inquieto peso en el corazón.

—¡Te tira Ítaca! —le gritará Alción si lo halla en la bahía laconia cuando brote la luna nueva de las vendimias.

Entre todas las melancolías del mundo, una habrá propia de los isleños naturales. ¡El pequeño y lejano nido! Otra melancolía será la de las grandes llanas continentales, y habrá la melancolía de los fluviales, ribereños de un río que no saben dónde nace ni a dónde va a morir, y lleva sus rostros y las luces de sus casas.

—¡Es mi padre! ¡Regresa con los criados de segar el heno!

Penélope se levantó al mismo tiempo que Ulises. Estaba dos escaleras más arriba, y para ver mejor por dónde venían los carros, se empinó en la punta de los pies, apoyándose con ambas manos en los hombros del laértida. Ulises sintió un suave calor desparramándosele por la garganta. Lo puso en palabras, casi sin pensar lo que decía.

—¡Cuando llegue tu padre, puedes presentarme como un honesto pretendiente!

—¡Ya verás, forastero, a Icario, padre de Penélope! ¡Los diecisiete botones asomando por su ojal cada uno! Y en el bolsillo del calzón, aguja e hilo, por si algún botón se tambalea, pegarlo seguro.

Icario venía en el carro delantero, recostado en los haces de heno. Los carros subían lentamente hasta la casa, diciendo la fatiga del viaje con el sostenido canto. El heno venía atado en grandes haces, que rebosaban del varal, y por delante caían hasta acariciar el lomo de los pardos bueyes mogones. El heno temprano de las veranias no perfuma hasta que lleva muchos días en el henar; ya seco y cuando se cree muerto, despiertan en él dulzones aromas, y si metes la mano en aquella espesura, encuentras un grato y profundo frescor.

Al entrar d primer carro por puertas, Icario saltó, agarrándose a una cuerda, y vino hacia la casa, en una mano el largo aguijón de fresno y en la otra el sombrero festivo. Penélope salió a su encuentro, y le puso las manos en el sudoroso pecho.

—¡Padre, ha llegado un forastero!

Icario era pequeño, gordo, moreno, la nariz grande; la boca pequeña, redonda, los labios carnosos, recordaba la de Penélope. Recortaba la barba en dos puntas, pero dejaba los bigotes largos y caídos. Era inquieto, lo que contrastaba con su físico, y los ojos negros lo mostraban impaciente, girando inquisidores, diciendo extrañas alertas y sobresaltos. Entregó a Penélope el aguijón, se puso el sombrero, se sacudió encajes y puntillas de polvo del camino y hierba, y estiró la blusa, abotonándola en el sudoroso cuello.

—¿Es mozo?

Tenía la voz ronca, y tartamudeaba al iniciar el párrafo, que después decía seguido. Saludó Icario a su padre Leónidas levantando una mano, y se dirigió a Ulises. El laértida estaba arrimado a una columna del porche. Aquella mañana se vistiera el jubón amarillo, que solía usar desatado, colgando los cordones que remataban en dos pequeñas monedas de cobre, y calzas negras cortas. Se abanicaba lentamente con la montera de cintas. Los ojos los tenía en Penélope; se arrastraban hasta los finos tobillos, reconocían las redondas rodillas, giraban con su cintura, saltaban con sus pechos y descansaban en la boca, a medias entre el aire de la sonrisa y los labios carnales. Temía que si levantaba los ojos y encontraba los de ella, se enredaría en aquella profunda selva y ya no hallaría camino libre nunca más. El verdor de los ojos de Penélope estaba hecho de lianas mojadas, de herbáceas gigantes, de acuáticas junqueras; y por debajo de toda esa flora corría un río verde y cálido, rico en rápidos, en espumas, en peces plateados. Penélope era ese río secreto, esa selva enorme, y carne. A Ulises le ardía la frente. Recordó la fiesta de las espigas en Ítaca, la pupila rubia de la Siciliana, el pequeño cantor ciego, las esposas de los héroes solas en sus lechos, los héroes apoyando la frente en los vientos para más presurosamente conducir las naves a puerto. Buscaba palabras y él, fértil en el vario discurso, imprevisto embustero, sabidor de historias y pasos famosos, jonio en fin de suelta lengua, se hallaba mudo.

—¡Bienvenido, forastero! Yo soy Icario y ésta es mi casa y la casa de mi padre.

La tartamudez imprevista de Icario hizo, de pronto, real la escena en el espíritu de Ulises.

—Yo soy Ulises, hijo de Laertes, boyero y carbonero en Ítaca. Viajo por ver mundo.

El canto de los carros había atraído una grey de pequeños infantes de dorado pelo que corrían hacia los lentos vehículos, reclamando de los criados que los izasen a los haces más altos.

—Son los hijos de mi hija mayor —dijo Icario—. Está casada en la casa y la heredará.

Ulises halló la ocasión de hacerse dueño de su propio discurso, de referirse a sí mismo y a su presencia, de llevarla, como solía, a la curiosa atención de los circunstantes. Se inclinó ante el gordo Icario, cuyas mantecas amenazaban derretirse bajo los encajes y puntillas, y que incómodo por el cuello abotonado, hacía girar una y otra vez la cabeza, intentando salir de la prisión del terciopelo rojo; se inclinó, digo, el laértida, y con la voz de Amadís, o de Menelao mozo, o de Romeo, con la voz clara y estremecida de los que se gustan heridos de amor y el venablo profundo, voz de la segunda en el cello, anunció:

—Yo soy, Icario, un honesto pretendiente de amor.

Penélope se tapaba el rostro con ambas manos, pero Ulises pensaba que bajo las suaves palmas estaba sonriendo. Icario lo miraba confiándose, golpeándolo con los ojos negros vivaces, queriendo seguir con ellos por el aire las palabras de Ulises, como para asegurarse de que habían sido dichas. Sonrió, se volvió hacia su padre que seguía rascándose los pies, pacífico y gruñón; golpeó en el hombro a Ulises con el aguijón. El laértida medía una distancia entre Icario y él que lo pusiese por dueño en el encuentro.

—Futuro suegro, pues la jornada se anuncia tan feliz, desabróchate los dos botones del cuello.

—¡Ah, los malditos botones! ¡Todo porque a mi bisabuela se le ocurrió que el traje de fiesta desabrochado no luce!

Se desabrochó alegre y se volvió a Penélope.

—¡Quita las manos de la cara! Todos sabemos que estás muy bien educada. ¿Qué se responde?

Penélope hacía verde con sus ojos la luz del día. Contempló a Ulises con una mirada tranquila, afectuosa, habitual; con la misma mirada con que lo contemplaría después de cinco, diez años de casados, y padre de sus hijos. No, no debió sonreír cuando se tapó el rostro con las manos; estaba, en la sombra, haciendo una larga mirada respetuosa y matrimonial, ésa con la que ahora acariciaba a Ulises, desde los rizos insumisos hasta las sandalias caprinas. Esa misma que de pronto reventaba, como corteza de higo maduro en exceso, y dejaba asomar un asombro de llameante amor, deseos locos y felices miedos. Apenas, tan súbitamente rota, pudo responder lo que era obligado en Paros, en hijas de labriegos montañeses.

—¡La voluntad de mi señor padre!

Y corrió hacia la puerta de la casa, perdiéndose en el oscuro pasillo.

—¡Desabrocharse delante de un yerno! ¡Te perderán el respeto, Icario! ¡Te comerán las orejas!

Icario vio burla en la sonrisa de Ulises, y se abrochó rápido el cuello. Ulises tiró de los cordones de su jubón y lo cerró.

—Entremos —dijo Icario—. Mi hija mayor ya habrá puesto el pan en la mesa. Mezclamos trigo y centeno, y hacemos hogazas grandes, familiares.

Ulises cedió paso al anciano Leónidas, y se dejó empujar por Icario. Nunca había visto sudar tanto a nadie como a su futuro suegro. Quizá como montañés autóctono, descendiese de cíclopes sudorosos, peludos y tambaleantes palacios habitados por las ciegas garrapatas.

La hermana mayor de Penélope escanció vino. Era un agrillo suave y perfumado, rosado de color.

—Llamaremos a Pretextos y te explicará la función. Cuando hay teatro en Paros, baja siempre a la ciudad. Lleva en el zurrón pan y cecina para una semana.

—Padre —interrumpió la hermana mayor—, el mozo Ulises aún no terminó de contar de su casa.

—¡Ah, sí! ¿Tenéis viñas?

—Tenemos dos. Allí todo es tinto. Después de la vendimia paseamos la imagen de san Glicerio por los lagares. A muchos les cae dulzón nuestro tinto, pero los forasteros se acostumbran en seguida y en la taberna de Poliades reclaman a gritos el vino del país. Mi casa vende el vino que consumen los atuneros. Dicen que es más graduado que otros.

—¿Tienes ya cama matrimonial? —preguntó el viejo Leónidas.

—Siendo primogénito era obligado. Es de nogal.

—¡Penélope, como cene carne, no hace más que darse vueltas en la cama toda la noche! —dijo la hermana.

Penélope estaba sentada al lado de Ulises, en una silla baja, los brazos cruzados sobre el pecho. El pretendiente contemplaba la redonda cabecita, y admiraba el suave cabello recortado y el fino cuello, tan dulcemente hundido en la nuca.

—¡Ya se ve que es gente rica! ¿Tenéis algún tío clérigo?

—No.

—Es lo mismo. Sin duda que es lo mismo en Ítaca, pero aquí nos gusta, invitando parientes a las fiestas, mostrar a los vecinos un primo o un tío con órdenes mayores.

Fueron a llamar a Pretextos. Entró apretándose la faja. Era de mediana talla y muy flaco, muy aguileño de nariz, y el labio inferior lo tenía roto y caído. Calzaba claveteados zuecos sonoros.

—Éste es Pretextos. ¡No pierde función!

Pretextos se sentó en el escaño que le indicó Icario. Tenía desmesuradas manos, nudosas y peludas, y entre ellas desaparecía el cuenco con vino que le ofreciera la hermana mayor.

—A veces también trabajo en la función. Me avisan cuando ha de rugir el león o gangar el búho. Ahora estoy ensayando el búho para el bosque de la Tragedia del rey Lear. Ha de chillar lejano, primero, y cuando pase por entre los árboles la mitra del rey, y diga el bastardo loco desde las almenas aquello de «las ramas no me dejan ver su corazón», entonces gango mismo encima, agorero, y el rey levanta la cabeza. Me ponen en el aire, atado por la cintura con una cuerda. Cuando tengo que imitar el búho procuro pescar un gran catarro antes de la función, y entonces me sale el chillo rascado, y no queda paloma que no se asuste y huya en una legua a la redonda.

Llegó el marido de la hermana mayor, Sergio, un cretense alto y desgarbado. Se sentó en silencio, y contempló curioso al hijo de Laertes.

—¿Eres de Ítaca, no?

—Sí, aunque no autóctono.

—Conocí a un piloto ítaco, a un tal Foción.

—Murió en un naufragio. Está enterrado con mi manto. Fue quien me enseñó a mirar el mar.

—¿Hay escuela de eso en Ítaca? —preguntó Icario.

Ulises quería que entendiera Penélope que estaba respondiendo para ella, que estaba haciéndola saber quién era él, el forastero que la pedía en matrimonio.

—Sí —respondió el laértida—. Desde niños nos enseñan a mirar las cosechas y las estrellas, el mar, los bueyes, los mirlos, las armas, las mujeres, las palabras…

—¿Las palabras?

—Sí, las palabras. Ítaca tiene la forma de su nombre: el alto monte lo dice la I, la T con su palito transversal figura las abas monterías donde reinamos libres los carboneros, y la C y las dos A que siguen a la T, los llanos son que llamamos las marinas, las riberas abiertas, los plácidos arenales. Es otro leer verdadero.

Penélope levantaba hacia Ulises los ojos verdes.

—En una piedra blanda, joven esposa, grabaré para ti con la punta de mi puñal el nombre de la isla. Podrás acariciar así mi país cuando estés sola, mientras yo no te lleve a él en trotadora nave.

—¡Eso parece hablar de teatro, sí, señor! —aseguró admirativo Pretextos.

Le entregaban Penélope a Ulises, se la ponían en las manos. Les era más fácil entregársela a aquel desconocido de rica y flexible voz que a un labriego o pastor vecino, de trato cotidiano. Ulises no había hablado de dote, no iba a llevarse a Ítaca los prados ni el trebolar. Se le ciarían a Penélope ropas de lino y en un pañuelo unas monedas. Icario, Leónidas y Sergio se miraron entre ellos; estaban pensando en lo mismo, en cuántas monedas. El viejo llevó la mano diestra al cinturón. Seguramente que en un bolsillo interior tenía guardadas piezas de oro. El yerno cretense siguió con la mirada la mano del abuelo y sonrió de la caricia que le vio hacer sobre el cuero.

—Cuando los amores de la vida se parecen a los del teatro —comentaba Pretextos—, yo me alegro y me siento en primera fila. —Llenó una vez más el cuenco de aquel vino ácido y suelto, y brindó amistoso: —¡Por que empreñes tan aína como las damas en la tragedia!

Penélope ponía delante de los ojos de Ulises la roja boca entreabierta.

Acordaron los hombres ayudar a los criados a extender el heno en la era, tras la casa, y Ulises concertó con Pretextos bajar juntos hasta el palomar de la señora Alicia, donde harían noche, y al día siguiente Pretextos le presentaría al mozo el cómico Pericles y su elenco.

—La boda —dijo Icario— puede ser para la víspera de San Juan.

—Pongo mi palabra en tus manos —declaró Ulises.

Tenía en su espalda la mano abierta de Penélope. La pequeña y dulce mano estaría oyendo latir su corazón, mirando con las yemas las letras, una a una, de las palabras locas, enamoradas, ardientes, que el mozo estaba inventando. Palabras que al pasar, por el camino de esa mano, del sueño de él a la inmensa expectación de ella, se detenían un instante en la señal que el estribo del telar antiguo había hecho, día a día, en la palma de la paciente tejedora. Y el amor se hizo en aquel mismo instante profundo y puro, y eterno.