VI
Corrió La joven Iris un fuerte temporal, avanzando por levante de Creta vientos del segundo cuadrante, que racheaban violentos, con la voz oscura. Espumeantes olas visitaban la cubierta, y Alción temía que entrara agua en la bodega en que iban correctamente estibados los serones de higos. Crecían a la vez el viento y el mar, y no se sabía quién empujaba a quién.
—¡Es la bestia loca! —gritaba el cirenaico Antístenes al mozo Ulises, haciendo lugar entre dos rachas a su ronca voz, mientras lo ayudaba a izar media vela en el mayor.
—¿Cómo se llama la bestia?
—¡Leviatán! ¡Dios nos asista!
La noche vino decorada de rayos. Alción intentaba llevar la goleta al socaire del cabo Maleo, en el condado de los graves laconios, y cuando se abría una pausa en el desigual combate, se dejaban empopar por aquel aire caliente. Al alba, por entre cortinas de gruesa lluvia, se encontraron resguardados en la bahía malea. Alción, oyendo caer el ancla, sonreía.
—El hombre ama posar la cabeza en el amplio regazo de la tierra. ¿Qué has aprendido, fatigado laértida?
—¡Cuán ricos y valerosos son los hombres, Alción! ¡Permíteme que con mis manos húmedas puestas en tus rodillas, agradezca las voces tuyas que llegaron a mis oídos en el fragor de la tempestad! El piloto Foción me decía que el mar no es de los osados, sino de los tranquilos resueltos.
—Yo acostumbro a pensar en otra cosa. Ya sabes, laértida, que no vengo de los más ricos de Ítaca. Nunca tuvimos bueyes propios, y nuestro prado más fecundo lo teníamos en arriendo de un soberbio señor que nunca había subido a él a ver nacer la manzanilla en primavera. Yo amaba aquel prado más que amo ahora el mar. Mi padre decía, quitándose el sombrero de paja y limpiándose el sudor con un pañuelo de hierbas:
»—¿Segaremos algún día prado propio con guadañas propias, Alción? ¿Tendremos en propiedad alguna tierra más que los siete palmos de sepultura en el rincón del camposanto?
»Ante mí desplegaba el prado el mapa de las gramíneas: las setarias con sus altivos panizos, el antoxanthos perfumado, el milio que abre en julio hermosas sombrillas para los grillos cantores, la inquieta cola de gato del fleo y el pompóm de cola de liebre de la dulce lagura. Y la avena fatua, y el holco, que si niño haces por juego un jardín en la ribera de un canalillo, y lo plantas con varias hierbas y florecillas, se te ocurre, viéndolo en junio con las pequeñitas flores rojas por entre la espesura foleal de las ramillas, que puedes poner un naranjo cabe el portillo. Distinguía los bromos de las festucas, y tumbado en lo alto del prado, se asomaban sobre mi frente las colgantes espiguillas del bromo estéril, que nacen verdes y mueren dulcemente azules… Dijeron que los griegos siempre se hicieron ricos en el mar. Venía Foción de Levante, y traía una pipa de malvasía para los banquetes de Pascua, y se gastaba el valor de un buey en pintar la ventana de Viola y clausurarla honestamente con limpios cristales venecianos. Traía para los prados y los pastizales paternos hierbas de países pastoriles, y yo fui a ver cómo nacía en el campo suyo, allí donde acaba en el alegre regato de las Dos Fuentes, la gliceria acuática que trajo de Galias, y cuyas hojas recuerdan las cortas espadas con que salen armados los guerreros en los cantos escolares. Cerró sus campos con la senecio jacobea, suavemente dorada, y el cirsio lanceolado, que si es un rubor pálido en las tierras de poniente, en las islas helenas es rojo como sangre. Le pedí a mi padre que me diese al mar.
»—¡Canta la tórtola en los centenos, terrenal y solar! —me decía.
»—¡Padre, entrégame al mar!
»Y fui del mar. Alquiló mis catorce años un levantino sirio. Era brusco y avaro, pero conoció mi corazón y puso el arte de navegar en mis oídos y en mis ojos. Hombre libre, levanto la cabeza sorteando los vientos. Pero en confianza, Ulises, nunca seré del todo del mar. Fustigo a los quietos terrones, a los lentos agrarios aferrados a un naranjo y a un surco de cebollín rosado, que no osan dejar las rocas que tan sobriamente apagan su sed, pero muchas veces, en las mañanas neblinosas, cuando me asomo a proa a dar los buenos días con amables palabras en las que todavía posa su ala el sueño nocturno, al océano tranquilo, bajo la brétema en vez de agua imagino un enorme prado sembrado de airas y mélicas en el que pacen mil corderos iguales, de blanco lomo. He comprado para mi hermano primogénito dos bueyes retintos y mogones en la ubérrima Sicilia, y en el próximo otoño desembarcaré en Ítaca con dineros para hacer un pastizal en el monte, en las abas donde desde que nace pasea sus rayos el sol. ¡Me encomiendo a san Jorge, que siendo caballero tiene nombre de labrador!
Ulises contemplaba el rostro de Alción, los ojos ratoneros, los gruesos labios, la barba confusa, como si lo viera por primera vez. De reírse con los ojos más que con la boca, tenía media radiante estrella de finas arrugas en el vértice del ojo, desde el frontal a la mejilla.
—Este callo de dentro del meñique —dijo Alción mostrándole a Ulises la mano izquierda— es de cavador de viñas, pero los de las palmas, son de timonel.
Había que reparar La joven Iris, asegurar el timón y remendar dos velas desgarradas. Fuera seguía el temporal, y aun en lo más abrigado de la bahía, la goleta hubo de reforzar amarras. Basílides fue a contratar dos carpinteros de ribera laconios, que llegaron ante Foción vestidos con bragas ovejunas, pidiendo media paga por adelantado.
—Es para las mujeres y los hijos, que esperan en la playa.
—¿Permitís que les lleve las cuatro monedas de cobre el señor Ulises de Ítaca, noble viajero, que se dispone a desembarcar para pasar el mediodía en tierra?
Los laconios asintieron.
—¿Vendéis en vuestro oscuro país corderos recentales? —preguntó Ulises.
—Hay un rico pastor, un tuerto llamado Eusebio, que los vende a pares para la mesa del gobernador bizantino. Haz como el ilustre señor del bastón, y escoge uno de los que pacen sama en las estrechas playas.
—¡Basílides, pela negras cebollas egipcias, si aún quedan en la cocina, y vierte lágrimas fieles!
—¿Habrá estofado, mi rey?
—¡Habrá!
Ulises había vestido aquella mañana oscuras ropas. Saludó con la montera nueva, en la que brillaban verdes abalorios. Había cesado la lluvia, y abrían en el cielo grandes vanos azules. El ágil laértida saltó de la nave al rocoso muelle desierto. Su corta esclavina tenía rojo forro de seda, la abrió en dos alas gemelas, por lucirlo. Se dirigió a las mujeres que esperaban en la playa, sentadas en las rojizas rocas. La más joven daba de mamar de blanquísimo y lleno pecho a un hijo oscuro y piloso.
—Os traigo, de parte de vuestros honestos maridos, estas monedas nuevas.
La más anciana de las mujeres, morena y desgreñada, pero dueña de blancos dientes iguales que asomaban por entre los nerviosos labios, hizo cuenco con las manos. Ulises dejó caer en él las cuatro monedas.
—¿No añades nada de tu parte? —preguntó apretando los cobres entre las palmas, y con rápido movimiento escondiendo las manos bajo el delantal de esparto.
—Sí, añado un real de plata.
Se lo dio a la joven. La fecunda laconia lo miró y besó. Dio las gracias con voz queda, y acarició las mejillas del hijo con el gastado canto del real de Venecia. La pequeña polis de los laconios maleos estaba en el otro extremo de la bahía. Ulises subió desde la playa a un camino carretero que bordeaba derruida fortificación antigua, en cuyas paredes, como en la ciudadela de Ítaca, crecía la valeriana.
El camino iba por entre un bosque largo rato. Cantaba el mirlo y se oía trabajar, impaciente, el pájaro carpintero. Por veces la brisa, abanicando las ramas, hacía caer sobre Ulises gruesas gotas de la pasada lluvia.
—¡Una caricia perfecta para la cabeza de un hombre feliz! —se dijo el laértida, destocándose.
Pisaba la mañana del bosque, pura y rumorosa. Pisaba una gran infancia terrenal y libre, sobre la que bajaban, desde el alegre sol, verdes coronas de ramas. Quería saludar a alguien, pájaro o flor, varón o doncella, caballo o serpiente. Saludaba en su corazón el orden matinal del mundo. De un ciruelo silvestre salió gozoso un petirrojo chillador.
—¡Tenemos la esclavina los dos con el mismo forro! —le gritó Ulises al avecilla, tirándole la montera.
Pero el pájaro, lacónico al fin, huyó sin responder al saludo… Pocas cosas existen en las que el hombre se reconozca tan libre, rico y fabulante como en un viaje en la mañana, en el tiempo nuevo, a través de un bosque. Y si se oyen aquí y allá fuentes ocultas y una canción lejana de un leñador, entonces los portadores de soledades, por adustos que sean, sienten en los labios mecer una sonrisa, y adivinan que en el principio de los tiempos fueron el bosque y un vago pasajero haciendo senderos entre los claros.
El camino dejaba el bosque sobre unas canteras, y bajaba rápido y sinuoso otra vez al borde del mar. En las colinas abrigadas del norte florecían las viñas, y en la bien curvada meseta se extendían ondeantes centeneras.
—¿Eres forastero, joven señor?
La femenina voz venía de lo alto, de entre ramas de mirto. La muchacha se había subido a un pequeño muro. Asomaba la cabeza, inclinándose sobre el camino, sujetándose con ambos brazos a las ramas. Tenía rizos negros sobre la frente y largo y delicado cuello. Cuando Ulises levantó la cabeza, le pareció que podía acariciar con sus pestañas el cuello del cisne moreno.
—Soy de nación franca, dulce señora. Paso a Constantinopla en una goleta de Ítaca con un recado sellado.
—¿Quieres entrar en mi casa y contar tu historia a una hermanilla que tengo, paralítica entre almohadones?
Ulises tiró la montera a lo alto. La muchacha quiso cogerla en su vuelo, y soltándose de las ramas en que se sostenía, vino a caer a los brazos del astuto, riendo.
—¡No me beses!
—¡Una sola vez!
Se separó y corrió, pero al llegar a donde el camino se parte en dos, uno hacia la polis y otro hacia la torre militar, se detuvo. Tenía el rostro encendido. No era hermosa, pero era alegre y tenía aquel fino cuello, largo, largo…
—¿Contarás tu historia, joven señor?
—La contaré.
Ulises limpiaba con la bocamanga de su jubón la montera, manchada de polvo del camino al caer.
—Pero, honesta dama, mi historia, que es una larga peregrinación, pese a mi parva edad, ¿no dañará al corazón de quien no puede moverse del lecho?
—Le gustará verte entrar en su cámara. Se llama Helena.
—Contaré brevemente, y haré que mis desdichas sean en sus oídos tan livianas como alas de mariposas blancas.
La muchacha caminaba delante de Ulises con ligero paso, apoyándose graciosa y danzarina en las puntas de los pies, calzados con abiertas sandalias sin cintas. Vestía amplia falda plisada, y de la celeste blusa sin mangas brotaban morenas las dos palmas iguales de los redondos brazos.
La casa estaba a la entrada de la aldea, y se subía a ella por una docena de escaleras excavadas en las rocas. Las enredaderas, podadas en invierno, y dormidas, comenzaban de nuevo sus circulares viajes alrededor de los postes pintados de rojo de la pérgola.
—¡Un joven forastero, Helena!
Y volviéndose a Ulises, apoyando una de sus delicadas manos en el hombro del laértida, pidió:
—¡Joven y cortés mancebo, entra hablando!
Ulises apartó la pesada cortina de lana forrada de plumas. Compuso triste figura y fatigado ademán, con esa facilidad que tienen las mocedades para las inmensas pesadumbres, lujo poético de la juventud, y subió lentamente los dos escalones de blanco mármol. Rápida visitó su lengua húmeda los labios. Tenía la seguridad del tono. La habitación era amplia, y de más allá de la pequeña celosía en la que abiertos alhelíes sustituían bordados visillos, llenando de oro la penumbra, lo saludaban unos ojos curiosos y claros.
—Los que engendrados por reyes destronados, cabalgando los padres en la huida oscuras selvas invernales, nacen en un claro, en lecho de hojas secas, en un alto entre los relinchos de los infatigables caballos de los obstinados persecutores, ¿pueden decir que tiene tal patria? Acaso no. Yo declaro mi nación de prontos francos, en memoria de donde la paterna torre enseñaba geometría a cuatro colinas desiguales, pero las cuatro cereales en la cintura y con esbeltos alisos en la venteada corona. Silenciosa señora, me llamo Amadís. Si supiera que iba a serme concedida tan extraordinaria audiencia, hubiera pedido al mirlo en el bosque de tu país que anidase en la copa de mi montera esta mañana, para que cuando yo callase, porque quizá las lágrimas, fruto de mis desventuras, puedan ahogar mi voz, trinase él mejores esperanzas con la coloreada flauta que acostumbra en primavera su amarillo pico. Me llamo Amadís, don Amadís de Gaula, y mis armas son la pluma negra del ala del cuervo en campo de sínople.
Ulises dejó caer la montera en el suelo, y se desciñó la esclavina, soltando la cadena que se la sujetaba al cuello. La dobló en el brazo ocultando el rojo forro, y todo él en negro, apoyándose en la blanca pared, contó su vida. La vida del señor don Amadís de Gaula.
—Disponían en la cámara más noble de la torre paterna una cuna que balancearía en pesadas medias lunas de plata. Hábiles bordadoras ponían en el pesado ropón que llevaría el recién nacido al bautismo, lisos y milanos. Al campanero de Gaula, que siempre es un infante rubio que se llama don Galván sin Tierra, le entregaban dos libras de tocino viejo para que engrasase los ejes de las broncíneas anunciadoras. Los estrelleros reales dilucidaban agüeros en los planetas. Graves letrados vestidos con felpudas lobas rojas estudiaban en los onomásticos un trisílabo noble, gracioso al oído y significativo. El duque de Mantua salía a los lagos de la marina, arco en la mano, buscando herir en vuelo la prolífica tadorna, con cuya pluma más larga sería escrito el nombre en los anales. Se acercaba el día. La señora reina se sentaba a tres varas del fuego con las piernas separadas, y posaba las marfileñas manos, cuyos dedos cubrían hasta las uñas sortijas con piedras preciosas, en el medrado vientre, buscando transmitir al heredero las mágicas y probadas virtudes de las gemas. Músicos traídos de Cremona de Italia enseñaban canciones a las nodrizas, escogidas campesinas sonrientes, de plácido humor igual y buen aliento. Era el final del otoño, en Gaula. Había en los largos y encharcados caminos hojas secas; cruzaban por el cielo enormes nubes grises, llovía y acaso la lluvia era fría. Ya hacía dos lunas que se fueran a sus terrazas invernales el ruiseñor y el malvís oriental, y sin embargo, quien se detuviese en la plaza y en las calles, en las naves y en los caminos, a contemplar los rostros de los habitantes de Gaula, reconocería en la alegre expectación que los iluminaba, misteriosas vísperas de primavera. La gente rica daba pan fácilmente a los mendigos, que aprendían a sonreír bajo mendadas capuchas, y el vino del país siempre pobre, se había vestido en secreto con el calor del jengibre y el perfume de la canela.
Ulises suspende su relato porque silenciosamente, en las puntas de los pies, entran seis muchachas. Se sientan, apoyando las espaldas en la pared, en la alfombra que hay a los pies del lecho. Una, vestida de verde, se acerca a donde están los ojos de Helena, una suave claridad húmeda. Otra, una niña, recoge del suelo la montera de Ulises, y calza con ella una desnuda rodilla cuando se sienta. Ulises busca sonrisas, pero en la penumbra solamente encuentra reflejos de la luz de la celosía en los cabellos negros, peinados bien tirantes y alisados con aceite de rosas. Piensa, ante el nuevo auditorio, dejar el modo heroico y levantado que traía, y busca en la imaginación un contar humano, libre de los temas y los tropos de las escuelas. Acaso mejor que la historia de Amadís, hubiera sido contar la de un joven señor de Venecia que viaja buscando esposa entre los griegos; hijo de Otelo y de Desdémona, salió a la madre en el color de la piel. Ulises cuando cuenta, está más seguro cuanto más cerca discurre del teatro que le recitaba Poliades. Eurípides había dejado su huella en el gesto y en el lamento. También tenía Ulises, contando, prontos fantásticos heredados de Foción. El difunto piloto, acabando de contar una extraña historia que dejaba incrédulos a los oyentes ítacos, se desnudaba lentamente en medio y medio del ágora, y ya desnudo, juraba.
—¡Un hombre que se presenta ante vuestros ojos desnudo como su madre lo parió ha de ser creído!
Ulises adelantó hacia la cortina y la movió. Entró el sol hasta los pequeños pies de las atentas espectadoras, los acarició y se fue.
—Quien nacía en Gaula, tan hermosamente esperado, era yo. Pero en la semana que precedió a mi nacimiento, vinieron armados ásperos extranjeros que codiciaban nuestras colinas y nuestra selva, y avanzaron en medio de incendios hasta la torre real. El agua que corría por los empinados caminos, en pequeños regatuelos, se asustó de la sangre derramada y se apartó, y había en los caminos de Gaula regato de agua a la derecha y regato de sangre a la izquierda. Traidores entregaron el puente levadizo con señas con faroles e imitando el mochuelo. Murieron los siete paladines dentro de sus labradas armaduras, y mi padre salvó la vida llevando de las riendas una yegua alazana en la que en un colchón de plumas iba recostada mi señora reina. La selva natal abrió para la huida de mis progenitores secretos caminos, en los que el corzo y la liebre tímida se saludaban. Oíamos lejanos los caballos y los perros de los enemigos.
»—¡Señor, es la hora! —dijo mi madre.
»Y nací en un montón de hojas secas. Me han recordado más de una vez fieles escuderos allí presentes que las hojas eran de roble, que difícilmente mueren, y se quiebran antes de podrecer; se quejaron como si las pisase un potro cuando recibieron mi cuerpo. Fui bañado en una pequeña laguna de agua de lluvia y envuelto en una manta militar. La reina murió antes de que los presurosos palafrenes salieran de la selva para campos de reyes amigos, y el rey, dejándome en las manos de leales criados y en la ubre dulcísima de una cierva, bajó la visera de su casco de Milán, adornado con la piel del áspid y su diente, y regresó a la batalla, lentamente, silenciosamente, lanza en ristre y roto el corazón. Puñales mercenarios escondidos entre los helechos y las zarzas alcanzaron el vientre de su caballo; derribado, llegaron por el borde de la coraza a su cuello.
Desenvolvió calmoso Ulises la esclavina, dejó ver el rojo forro, se la vistió, echó las alas hacia atrás con sólo levantar los largos brazos, se puso de perfil, dando un paso o dos, allí donde en la pared había más claridad, y continuó:
—¡La leche de cierva apresura el crecimiento de los príncipes en Gaula y en Bretaña! Permitidme que recuerde la lengua caliente que acariciaba mi rostro, prefiriéndolo al hocico mojado de los cervatillos. Supieron mis criados tutores que se marchaban los extranjeros por donde habían venido, custodiando grandes y chirriantes carretas cargadas de botín, y que un tío mío, don Guarinos, se coronaba en Gaula. Salimos de la selva para la torre real, y amanecimos en dos años bajo ella, a la hora en que izaban en lo más alto mil bandas diferentes. ¡No hay lugar en el mundo tan embanderado como Gaula! Los donceles nobles tienen en palacio escuela de invención de banderas y estandartes, y de los más remotos lugares del mundo nos mandan pedir colores y figuras para las gloriosas enseñas de los reinos. Yo inventé para mí una bandera toda verde, que al llegar el otoño da en todo su campo, cepillándola yo mismo a contrapelo, verde más oscuro y hojas secas.
¡Cuánto no hubiera dado Ulises en aquel momento por tener una hoja seca en el bolsillo del corto jubón, y sacarla lentamente y dejarla caer! Para que volase no podría ser de plátano ni de castaño; la de roble haría el crujido que él quisiese, pisándola no más caer; coge fácilmente las corrientes de aire, porque se curva sobre la mitad y tiene las telas muy finas y los nervios huecos. Sí, una hoja de abedul, amarilla como el oro de los preciosos luises de Francia. Es pequeña, parece una moneda, es un trocito de seda, una mariposa con polvo amarillo en las alas. Le gustaría a Basílides el Cojo verle el gesto: meter la mano en el bolsillo sobre el corazón y dejar caer una hoja seca. ¡El gesto de Ulises!
—Hace de esto cuatro años. Tenía yo doce cuando besé la mano de mi tío Guarinos. Me entretenía en políticas conversaciones. Cuando estábamos solos, me sentaba en el sillón que tiene labradas cabezas de león en los brazos, y él se arrodillaba y abrazaba a mis rodillas.
»—En confianza te lo digo, el reino es tuyo. Pero están revueltas las casas. Si lo dejo en tu pequeña mano, seremos destruidos desde dentro como ya lo fuimos desde fuera. Hazte caballero, aprende gramática, banderas y caza, y en ocasión favorable, caídas las cabezas rebeldes, te paso la corona. Mientras no llega el día, te haces ricos vestidos, juegas a barra, bebes sorbetes de frambuesa y escoges en ese libro, en el que están todas las infantas del mundo con sus sonrisas y sus provincias, la que pueda ser tu querida esposa.
»Yo confiaba, y pasé los años apreciado, cambiando de sastre y cada semana, una gorra nueva en la cabeza. Dejaba dormir en el escaño junto al trono el libro de las infantas. Las dejaba dormir, las amables sonrisas, y jugaba a barra a la puerta de la torre. Llegó la noticia a la corte de que regresaba de unos baños que había ido a tomar a país de romanos la señora esposa de mi tío, que sería la reina Tudela, con el hijo y la hija que tenía, la niña de tres años y medio y el varón de siete, y según cartas venía hablando los martes en latín y escribiendo con mayúsculas cursivas; como en la Gran Cancillería de Occidente. Yo estaba alegre, porque creía que me venía compañía fraternal. Y aconteció que me mandaron llamar muy en secreto a la cabecera de la cama de un consejero de emblemas, que se moría, y el tal señor, con su voz más baja, me contó que la guerra que dio muerte a mi padre la moviera mi tío Guarinos con dineros robados, y que el usurpador, ahora que venía el hijo tan literato, con la espuela de doña Tudela que es mujer triste y amarga de corazón y soberbia y avara, determinaba de darme muerte y asegurar para su calígrafo la herencia, y añadió que me anduviese con ojo, y que lo mejor sería que inventase un viaje, y que desde lejos, tan pronto como aprendiese a leer y escribir seguido, que lo tenía algo descuidado este arte por el amor de los caballos y el airear banderas al mediodía, que me pusiese en tratos con los herederos de los paladines, que crecían disimulados pero altivos, y con los gritos de la pobre gente, que andaba contando, vistiéndolos de oros milagrosos y pan fresco, los reinados antiguos, y las jóvenes lanzas sedientas, se posaría la gentil corona de Gaula, tan adornada de espinelas, en mi cabeza. ¡Días doloridos, llenos de sospechas! ¡Largos insomnios! Por distraerme, y viniendo un marzo de nieves, bajo el que blanqueó Gaula y se heló el río en el que yo hacía una barquichuela de álamo y junco brizo, me senté en el salón a hojear el libro de las infantas. Están allí por grupos de seis, juntas las cabezas. Si os diera el sol en el rostro a vosotras, pareceríais la miniada lámina. Y entre todas hallé una, un gracioso rostro, y sobre los labios disponía silencio un pequeño dedo rosado. Permitidme que calle su nombre y nación, los años que tiene y el número que gasta en chapines bordados. Los cinturones se los hace atando cuatro plumas de guía de las alas del jilguero. Me enamoré, y haciéndome el anhelante y sofocado, el arrebatado de los jardines, el amoratado de ojeras, el loco que deletreaba canciones —y poco tenía que fingir, que amor veraz me quemaba—, le pedí a mi tío permiso para bodas, e ir a buscar la alondra a su chopera. Se sonrió, se acarició la trigueña barba haciendo sonar las campanillas de plata que colgaban de las hebras más largas, y me dijo que me embarcaría en una nave de Ítaca que estaba en el río de los focenses, y que me pondría a bordo en seis días de caballo, y que la mano de la infanta que yo quería, había que pedírsela al basileo de Constantinopla, para quien me daba un recado sellado, en el que amén de mi deseo, iban noticias ocultas de las partes imperiales y aviso de una revuelta de verdes en el Hipódromo la víspera de San Juan Bautista, y que me rogaba con palabra de gentilhombre que no abriese el pliego. Me equipó con trajes de verano, pues iba hacia el sur y levante, y me ofreció dos bolsas de oro. Se dolía de que yo no estuviese en Gaula cuando se celebrase el recibimiento de doña Tudela y de los principillos, pero la señora venía probando aguas medicinales por país de suizos, y el primogénito se detuviera una semana a escoger plumas de escribir en San Galo…Cabalgué, atentas señoras, hasta el río de los focenses, y allí estaba, en la niebla vespertina, la goleta La joven Iris, cuyo timón gobierna Alción de Ítaca, amigo de los vientos y osado contradictor. Juré no abrir el pliego, pero en los puertos donde tocamos y en las islas en las que hacemos trato o aguada, voces nocturnas se acercan a mis oídos con avisos, apartando cautelosamente mi rizado cabello. Me aseguran las sombras que en el recado sellado va pedido al basileo que en oscura mazmorra, y por los servicios que don Guarinos le prestó en fronteras contra tercos medas de anchas espaldas, me degüelle. ¿Lo he de creer, el mal? ¿Pedís una sonrisa, amigas? El joven forastero no sabe si es alegre mocedad que va a bodas, o cándida víctima ofrecida a la soberbia embozada de los poderes. Por veces se me ocurre que pudiera tomar de mi cuello, con ambas manos, como quien sujeta una copa, mi cabeza, y regalarla a alguien que me sonriera amistosamente al pasar. No os canso más, silenciosas señoras, y regreso a mi nave. ¡Tengo prisa por saber si soy vivo o muerto! ¡Os dice adiós don Amadís!
Ulises apartó violentamente la cortina, y entró en la cámara de Helena la luz del mediodía. Las muchachas, dándoles el sol en el rostro, se taparon los ojos con las manos, sorprendidas por la luz se levantaron y huyeron. Solamente quedó, arrodillada junto a Helena, la hermana.
—Se fueron porque ninguna de ellas ha sido todavía mostrada a los varones del país. Es costumbre.
—¡Adiós! —dijo Ulises desde la puerta.
Pero con rápido paso se acercó al lecho de Helena. Descansaba sobre una pequeña almohada. Era una hermosa cabeza de mujer, de pelo rubio, la frente redonda, la nariz breve, la boca larga y fina, el mentón graciosamente picudo. Helena sonrió a Ulises. Era la sonrisa de una mujer madura y ensoñadora. Por entre la sonrisa asomaba, húmeda, la punta de la roja lengua. Del minúsculo cuerpecillo, tamaño una muñeca de Florencia, se levantó un bracito escuálido, infantil, que terminaba en una mano sin dedos. Helena le decía adiós a Ulises. De la hermosa boca brotó una babilla blanca y espumosa, que la hermana, atenta, recogió en un pañuelo. El joven Amadís, dolorido y misericordioso, desdichado pero verazmente fiel, arrancando de la maceta de la celosía un alhelí, dijo confidencial, mirándose en los claros ojos de la enferma:
—Acaso la del dedo en los labios se llame con el más hermoso y turbador de los femeninos nombres: ¡Helena!
El laértida salió con la cabeza inclinada, la mano diestra en el mentón. Bajó las escaleras que conducían al camino. Abriendo paso a través de un seto de laurel, y asustando a una bandada piadosa de gorriones, surgieron una carita infantil y un moreno brazo.
—¡Tu montera, Amadís!
—¡Adiós, encantadora!
—¡Ay, no comeré una naranja sin llorar!
Ulises alquiló una lancha, con dos taciturnos remeros, para regresar a La joven Iris. Se sentó en popa, con el cordero entre las piernas. Por juego, le ponía la montera al lanar, y le decía, acercando la mejilla a la caricia de su vellón:
—¡Serás tristemente degollado, en lo oscuro, don Amadís de Gaula, amigo mío! ¡No abras el recado sellado!