Pórtico
Estaban terminando de encapuchar
con terrones recién arrancados, —todavía en la hierba las gotas de
rocío matinal—, y cada pila de carbas y de tojo, bien cubierta, era
una montañuela redonda y verde. Laertes levantaba doce cada
temporada en aquel alivio cerca de la cumbre rocosa del Panerón, al
abrigo del vendaval. El padre del buen carbón del monte es el
viento del norte. Algunas pilas ardían ya lentamente. Lanzando por
el tiro una continua columna de humo negro. Todo el arte del
carboneo en el monte consiste en el fogueo seguido y pausado de la
pila, y en que no haya más humaza que la del hornillo; el
carbonero, mientras el Bóreas poderoso aviva la bocana, escucha
como dentro de la pila crepitan las leñas, y al ir naciendo, el
carbón parece moverse en el oscuro y cálido vientre de la pila, en
el que el fuego habla, incansable, en voz baja. Laertes, más que
con los ojos vigilando el color de los humos, seguía la cochura con
el oído, o mirando el agosto de las hierbas de la capucha, desde
que el humo comienza a cocerlas, hasta que se deshacen en ceniza,
blanca como harina de trigo. Laertes era un buen carbonero, y cada
año bajaba a los pueblos de la marina veinte carros de noble carbón
montañés, bien quebrado, que al encenderlo de nuevo en el hogar, en
el brasero o en la plancha, embrasaba vivo, del color de los rubíes
antiguos sin una sombra de humo. Carros cantores y bueyes dorados
de amplia cuerna eran de su propiedad, y llevando un carro colmado
desde la montaña al arenal de Ítaca, Laertes se sentía
verdaderamente el príncipe de los boyeros. Se apoyaba en el labrado
yugo de irreprochable madera de roble para tratar la carga, y
discutía el precio a grandes voces.
Más abajo, ya en la falda del Panerón, Laertes veía quemar otras
pilas. Eran de sus cuñados. ¿Cómo, en aquella familia de
carboneros, ennegrecidos, quemados por el sol y las humazas
generación tras generación, había podido amanecer Euriclea la
pálida?
—¡Me haces daño! —le gritaba Euriclea.
Laertes se reía, pero retrocedió un paso y en el fondo de su
corazón temía que su sombra pisase la breve y fina sombra de
Euriclea, semejante a la sombra de una rama de almendro que menease
la brisa vespertina. Se sentaba a sus pies a verla hilar. Euriclea,
por toda caricia, cuando Laertes se levantaba para irse, a la hora
de entre lusco y fusco, sin dejar de hilar, con el dorso de la mano
que sostenía el huso le tocaba la barbada mejilla.
—Puedes pedirme en matrimonio —le dijo una tarde cualquiera.
Laertes tomó entre sus grandes y trabajadas manos los delicados
pies de la pálida hilandera sonriente, y los besó.
Jasón, el criado, se subió sobre la pila para sacar el tobe del
tiro, al tiempo que Laertes lo hacía por el hornillo. Puso Laertes
las piedras de chimenear a su alcance, basto granito en el que el
sol hacía brillar las finas partículas de mica.
—¡Laertes! ¡Amo Laertes! —gritaba desde el camino.
El carbonero se encaramó a una roca.
—¿Qué dices?
—¡Amo Laertes, Euriclea ha parido! ¡Es un varón!
—¡Gracias, heraldo! ¡Te prometo un jarro de miel para que lleves
siempre en la boca palabras tan dulces!
Se reía Laertes. Se acariciaba las barbas. Palmeaba sus
rodillas.
—Jasón, encendamos esta pila por el hijo que acaba de nacer. Si en
Ítaca hubiese oro en los ríos como antaño, sólo vendería este
carbón por oro, aunque la moneda fuese del tamaño de una lenteja.
Pero darán plata por el carbón, amigo, y con ella le haremos al
niño una pulsera para el brazo izquierdo con letras formadas que
digan:
«Soy hijo de Laertes».
Cogió uno de los porrones de vino que refrescaban a la sombra,
cubiertos de helechos mojados, y echó un largo trago. Mandó el
porrón por el aire al criado.
—¡A la salud del hijo, Laertes! ¡Larga vida y sepultura en la
tierra natal!
Jasón era muy gutural y despacioso en el beber a morro, y Laertes
lo burlaba.
—¡Rompe el porrón contra la chimenea, Jasón! Tal día como hoy
tienen derecho a vino el fuego y la ceniza.
Llegaba el mensajero, un criado de la casa, que estaba puesto para
cuidar las cabras y los carros, llamado Alpestor.
—Amo, parió sin novedad. Es un niño. La meada que echó no más nacer
llegó a la calabaza dulce que cuelga encima de tu cama. Puse la
rama de olivo en la puerta de la casa, y corrí a darte la
noticia.
Laertes pasó el chisquero a Jasón para que encendiera el haz de
paja en el hornillo de la última pila.
—Amigos, vivimos en una isla que llaman Ítaca. Los que pasan el mar
en los grandes navíos ven sus montañas en el horizonte, coronadas
siempre de quietas nubes blancas, y dicen: «Ahí queda la pequeña
Ítaca». Cuando un avión vuela sobre nosotros, siempre hay un
pasajero que dice a otro: «¡Mira, esa islilla verde ceñida de
blancas espumas, es Ítaca!». ¡Ítaca! Un puñado de rocas con la
arenosa frente deteniendo el mar. Pero entre el mar y las blancas
nubes hay buena tierra labrantía, ricos pastos, fuentes abundosas
que forman alegres regatos parleruelos, bosques espesos en los
flancos de las montañas. Los hombres hemos construido cosas aquí y
allá, a la orilla del mar y al pie de los montes, donde el marinero
posa el remo y tiende a secar la red, y entre las viñas y las
tierras de pan llevar. Ninguna tierra que los hombres habiten es
pequeña. Donde enterré a mi padre crece ahora un sauce y en la
misma sepultura anidan los grillos y hace el topo su palacio de
polvorientas cúpulas. El pasado otoño injerté almendros y fui a
arar con mis bueyes la tierra cereal. Euriclea cernía harina,
amasaba pan, y tejía. Subí al monte a carbonear y ella quedaba
vareando lana para un pequeño colchón. Parecía un año igual a otro.
Llovió a su tiempo y a su tiempo vinieron la tórtola y las calores.
Como todos los junios nos dijimos: «¡Ya estarán en la marina los
atuneros!». Como todos los junios se dijeron los atuneros:
—«¡Pronto se oirán cantar los carros de los carboneros!». Y a lo
largo de los días, iguales siglo a siglo, se iba haciendo el niño
en su vientre. Al principio será como una hierbecilla, como un
grano de trigo cándido, una pupila, una uñita, pero pronto viene a
ser como el mosto que bulle, espuma y fermenta. Euriclea me miraba
en silencio. Los días se fueron haciendo desiguales en nuestro
corazón. «Me parece que lo siento sonreír aquí dentro», me decía.
Argos, el can, apoyaba sus patas delanteras en las rodillas de
Euriclea, y yo decía, riendo:«¡Ya quiere el viejo labrador jugar
con el mamoncete!»… Claro que Ítaca es pequeña, vista desde un gran
navío o un rápido avión, pero medida con el paso de mis bueyes es
un gran reino. Y le nace un hijo a Laertes, una noche cualquiera, y
ese día para Laertes la pequeña Ítaca es inmensa, redonda como la
Tierra, más ancha y rica que la Hélade toda, como seis Indias
unidas unas a otras con puentes dobles de mil arcos gemelos.
Laertes se desciñó la faja roja que traía a la cintura, y ayudado
por el Alpestor volvió a ceñirse, girando para apretarse.
—Amigos, ha llegado el gran desconocido. Mi hijo, ¿de quién
amigo, de quién enemigo? Los primeros años es él quien va
reconociéndonos poco a poco; más tarde, el resto de nuestra vida,
lo pasaremos nosotros intentando reconocerlo a él. Me alegro del
hijo varón. Puesta está la rama de olivo en la puerta de mi casa.
He bebido a su salud, a su salud encendí fuego. Y sin embargo,
¿quién es él? Cumpliremos, criados, los ritos de la hospitalidad
con ese príncipe extranjero que llegó nocturno a Ítaca, a través de
la amada y trémula puerta que llamamos Euriclea.
—Las mujeres quedaban diciendo en el pasillo que lo amamantara la
madre. A veces las de poco pecho son muy lecheras.
—Amo, ¿qué nombre le pondrá? —preguntó Jasón.
—Le prometí a la madre que el de ese santo peregrino, santo Ulises,
que tiene ermita en el muelle. Vino por mar a morir a Ítaca.
—Más es nombre para marinero que para carbonero o boyero.
—La madre sintió por vez primera brincar al hijo en el seno yendo a
poner un cirio en el velero que está labrado en piedra en la puerta
de la ermita.
—Santo Ulises —se santiguó Jasón devoto— inventó el remo y el deseo
de volver al lugar.
Laertes calzó las sandalias de esparto, que se ataban con tiras de
piel de cabra.
—No apures la quema —avisó a Jasón.
Y seguido de Alpestor echó a andar monte abajo, por el camino que
va paralelo al torrente de las Palomas. Sería ya noche cuando
pisase el portal de su casa. La luz del farol de aceite vería la
rama de olivo en el dintel. Los atuneros tendrían encendidos fuegos
en el arenal. Con la noche siempre corre hacia el mar tibio viento
terral, y los marineros pueden oír los ladridos de los canes que
guardan los rebaños en los montes. Argos, el fiel perro, saldrá a
recibirlo. Le lamerá las manos. Ítaca será inmensa aquella noche, y
se la oirá latir como un humano corazón.