El Ford se metía una y otra vez en las roderas con violentas sacudidas, y el tórrido sol africano caía implacablemente. A cada lado de la supuesta carretera una línea ininterrumpida de árboles y maleza subía y bajaba formando una suave ondulación hasta donde la vista alcanzaba, y ello unido al vivo color verde amarillento producía un efecto aletargante y una sensación de extraña placidez. Pocas aves rompían el profundo silencio. De pronto, en algún punto del trayecto, una serpiente cruzó la carretera, escapando a los destructivos esfuerzos del conductor con sinuosa facilidad. De pronto, en otro punto del trayecto, salió de la espesura un nativo, majestuoso y erguido; lo seguían una mujer con un niño firmemente sujeto a la ancha espalda y los enseres domésticos de una casa entera, incluida una sartén que llevaba en magnífico equilibrio sobre la cabeza.
Estas incidencias del viaje iba señalando George Crozier puntualmente a su esposa, y ésta contestaba con una monosilábica falta de atención que lo exasperaba.
Otra vez pensando en aquel tipo, dedujo, iracundo. Así solía referirse en sus adentros al primer marido de Deirdre Crozier, caído en combate durante el primer año de la guerra, y caído nada menos que en la campaña contra el África Occidental Alemana. Quizás era normal que pensase en él, se dijo. Contempló de reojo a Deirdre, su piel clara, la tersura blanca y rosada de sus mejillas, los redondeados contornos de su figura, mucho más redondeados tal vez que en aquellos tiempos lejanos en que le había consentido pasivamente prometerse a ella, para después, con el primer sobresalto emocional de la guerra, dejarlo abandonado y casarse precipitadamente con aquel novio suyo, un muchacho enjuto y curtido por el sol, Tim Nugent.
En fin, el tipo había muerto —muerto heroicamente—, y él, George Crozier, se había casado con quien siempre había querido casarse. Ella también sentía afecto por él. ¿Cómo no iba a sentirlo si estaba siempre dispuesto a satisfacer sus deseos y tenía dinero suficiente para hacerlo? Pensó con cierta complacencia en su último obsequio, el de Kimberley, donde gracias a su amistad con uno de los directores de De Beers había podido adquirir un diamante que, en circunstancias normales, ni siquiera se habría puesto en venta, una piedra que no destacaba por su tamaño sino por su magnífico y raro color, un peculiar ámbar oscuro, casi como el oro viejo, un diamante de esos que ni en cien años podría uno encontrar. ¡Y cómo le habían brillado los ojos a Deirdre cuando se lo dio! En lo que se refería a los diamantes, todas las mujeres eran iguales.
La necesidad de sujetarse con las dos manos para no salir despedido en una sacudida, lo obligó a volver a la realidad. Protestó a gritos quizá por decimocuarta vez, con la comprensible exasperación de un hombre que posee dos Rolls Royce y los ha puesto a prueba en las carreteras de la civilización.
—¡Dios santo, qué coche! ¡Qué carretera! —continuó, furioso—. ¿Y dónde demonios está esa plantación de tabaco? Hace ya una hora que salimos de Bulawayo.
—Perdida en algún lugar de Rodesia —dijo Deirdre despreocupadamente entre dos involuntarios saltos en el aire.
Pero el chófer de color café, cuando se le preguntó, contestó que su destino se hallaba justo después del siguiente recodo de la carretera.
El administrador de la plantación, el señor Walters, los aguardaba en el porche para recibirlos con la deferencia que merecía la prominente posición de George Crozier en la Union Tobacco. Les presentó a su nuera, que guió a Deirdre por el fresco y oscuro pasillo interior hasta un dormitorio, donde podría despojarse del velo con el que siempre protegía su piel cuando viajaba en coche. Mientras desprendía los alfileres con su gracia y parsimonia habitual, recorrió con la mirada la enlucida fealdad de la austera habitación. No había allí el menor lujo, y Deirdre, que gustaba de las comodidades como un gato gusta de la leche, se estremeció ligeramente. Frente a ella, en la pared, había un texto. «¿De qué servirá a un hombre conquistar el mundo entero si pierde su alma?», preguntaba a todos los mortales sin excepción, y Deirdre, gratamente consciente de que aquella pregunta nada tenía que ver con ella, se volvió para acompañar a su tímida y silenciosa guía. Reparó sin la menor malicia en sus abultadas caderas y su vestido de algodón barato y poco favorecedor. Y luego, con muda ponderación, bajó la vista y admiró la exquisita y cara sencillez de su propio vestido de lino francés. La ropa bonita, sobre todo si la lucía ella, le infundía el júbilo del artista.
Los dos hombres la esperaban.
—¿No ha sido una molestia para usted venir, señora Crozier?
—En absoluto. Nunca había visitado una fábrica de tabaco.
Salieron a la quieta tarde rodesiana.
—Aquí están las plántulas; las trasplantamos a medida que es necesario. Fíjese…
El administrador siguió hablando con voz monótona, interrumpida de vez en cuando por las lacónicas preguntas de su marido: producción, timbrado, problemas con los trabajadores de color… Deirdre dejó de escuchar.
Aquello era Rodesia, aquélla era la tierra que Tim había amado, donde ambos se reunirían cuando terminase la guerra. ¡Si no lo hubiesen matado! Como siempre que pensaba en aquello, la asaltó una honda amargura. Dos breves meses, eso era todo lo que habían tenido. Dos meses de felicidad, si es que aquella mezcla de éxtasis y dolor era la felicidad. ¿Acaso el amor equivalía alguna vez a la felicidad? ¿No acosaban el corazón del amante millares de tormentos? En ese breve período de tiempo había vivido intensamente, pero ¿había conocido en algún momento la paz, la tranquilidad, la plácida satisfacción de su actual vida? Y por primera vez admitió, un tanto a su pesar, que quizás era mejor que las cosas hubiesen terminado así.
«No me habría gustado vivir aquí. No habría conseguido hacer feliz a Tim. Tal vez lo habría defraudado. George me ama, y yo lo aprecio mucho, y me trata muy bien. Y para muestra, ahí está el diamante que me regaló el otro día». Y pensando en ello, entornó los ojos de puro placer.
—Aquí es donde seleccionamos las hojas.
Walters los guió al interior de un cobertizo largo y bajo. En el suelo había enormes montones de hojas verdes, y agachados alrededor chicos negros vestidos de blanco elegían y rechazaban con dedos diestros, distribuyéndolas por tamaños y colgándolas de una larga cuerda mediante primitivas agujas. Trabajaban con alegre parsimonia, bromeando y enseñando sus blancos dientes al reír.
—Y ahora, por aquí…
Atravesaron el cobertizo y volvieron a salir a la luz del día, donde hileras de hojas se secaban al sol. Deirdre aspiró el aroma delicado, casi imperceptible, que impregnaba el aire.
Walters los condujo a otros cobertizos donde el tabaco, decolorado por el sol hasta adquirir un pálido color amarillo, se sometía al siguiente paso. A continuación había una zona más oscura, y en lo alto se balanceaban las hojas marrones, a punto para ser picadas. Allí la fragancia era más intensa, casi embriagadora, pensó Deirdre, y de pronto un extraño terror se apoderó de ella, un miedo cuya causa desconocía, que la impulsó a escapar de aquella oscuridad amenazadora y perfumada en busca del sol. Crozier advirtió su palidez.
—¿Qué te ocurre, cariño? ¿Te encuentras bien? Quizá te ha dado demasiado el sol. Mejor será que no vengas con nosotros a las plantaciones, ¿no?
Walters, preocupado por ella, le aconsejó volver a la casa y descansar. Llamó a un hombre que estaba cerca de allí.
—Señor Arden, la señora Crozier. La señora se ha mareado un poco por el calor, Arden. Acompáñela a la casa, si es tan amable.
La momentánea sensación de vértigo pasó. Deirdre caminaba al lado de Arden. Hasta ese momento apenas lo había mirado.
—¡Deirdre!
Le dio un vuelco el corazón y se quedó inmóvil. Sólo una persona había pronunciado su nombre de aquel modo, con un ligero acento en la primera sílaba que la convertía en una caricia.
Se volvió y miró fijamente al hombre que se hallaba junto a ella. Estaba muy tostado por el sol, casi negro, cojeaba y tenía una larga cicatriz en la mejilla más cercana a ella que le alteraba la expresión. Pero lo reconoció.
—¡Tim!
Durante lo que a Deirdre se le antojó una eternidad, se miraron, mudos y temblorosos, y de pronto, sin saber cómo ni por qué, estaban el uno en brazos del otro. El tiempo volvió atrás para ellos. Al cabo de un momento se separaron, y Deirdre, consciente mientras la formulaba de la estupidez de su pregunta, dijo:
—¿No estás muerto, pues?
—No, debieron de confundirme con otro. Recibí un fuerte golpe en la cabeza, pero recobré el conocimiento y me arrastré hasta la maleza. En los meses siguientes no sé qué ocurrió, pero una tribu hospitalaria cuidó de mí, y al final recuperé mis facultades y regresé a la civilización. —Se interrumpió por un instante—. Me enteré de que llevabas seis meses casada.
—¡Oh, Tim, compréndelo, por favor! —suplicó Deirdre—. Me encontraba en una situación lamentable: la soledad… y la miseria. No me importaba ser pobre a tu lado, pero al quedarme sola no tuve el valor de resistir aquella vida sórdida.
—No te preocupes, Deirdre. Lo comprendo. Sé que siempre has tenido debilidad por los lujos. Te aparté de ellos en una ocasión… pero intentarlo una segunda vez… en fin, no me vi con fuerzas. Había quedado muy maltrecho. Apenas podía andar sin muletas. Y además estaba esta cicatriz.
—¿Crees que eso me habría importado? —lo interrumpió Deirdre con vehemencia.
—No, me consta que no. Fue una necedad. A algunas mujeres les importan esas cosas, ¿sabes? Decidí observarte a distancia. Si te veía feliz, si me parecías satisfecha con Crozier…, simplemente seguiría muerto. Y te vi. En ese momento entrabas en un gran coche. Llevabas un precioso abrigo de marta… cosas que yo nunca podría darte aunque me matase a trabajar. Ya no poseía la misma fuerza, el mismo valor, la misma confianza en mis posibilidades que había tenido antes de la guerra. Sólo me veía a mí mismo, lisiado e inútil, incapaz de ganar siquiera lo mínimo para mantenerte… y tú estabas tan hermosa, Deirdre, una reina entre las mujeres, digna de poseer pieles, joyas y ropas preciosas, los mil y un lujos que Crozier podía darte. Eso y…, bueno, el dolor de veros juntos me disuadió. Todos me creían muerto. Continuaría muerto.
—¡El dolor! —repitió Deirdre en un susurro.
—¡Pues sí, Deirdre, maldita sea, me dolió! No te culpo, no. Pero me dolió.
Se quedaron en silencio. Por fin Tim le alzó la cara y la besó con nueva ternura.
—Pero todo eso ha terminado, cariño. Ahora sólo queda decidir cómo vamos a decírselo a Crozier.
—¡Oh! —Deirdre se apartó de él bruscamente—. Yo no pensaba…
Se interrumpió al ver aparecer a Crozier y el administrador por el recodo del camino. Volviendo la cabeza hacia Tim en un rápido gesto, susurró:
—No hagas nada. Déjamelo a mí. Debo prepararlo. ¿Dónde podemos vernos mañana?
Nugent reflexionó.
—Podría ir a Bulawayo. ¿Qué te parece el café que está al lado del Standard Bank? A las tres de la tarde no habrá apenas nadie.
Deirdre asintió con la cabeza antes de darle la espalda para reunirse con los otros dos hombres. Tim Nugent la observó con un ligero ceño. Algo en su actitud lo desconcertaba.
Deirdre permaneció muy callada en el viaje de regreso a casa. ¿Cómo se lo explicaría? ¿Cómo se lo tomaría? Una extraña debilidad pareció adueñarse de ella, así como un creciente deseo de aplazar la revelación el máximo tiempo posible. Podía dejarlo para el día siguiente. Hasta las tres de la tarde tenía tiempo de sobra.
El hotel era incómodo. Su habitación estaba en la planta baja y daba a un patio interior. Deirdre se quedó despierta hasta muy tarde aquella noche, oliendo el aire viciado y contemplando los vulgares muebles. Su mente voló al lujo de Monkton Court, entre los pinares de Surrey. Cuando la criada por fin la dejó sola, se acercó lentamente a su joyero. El diamante dorado le devolvió la mirada desde la palma de su mano. Con un gesto casi violento, lo metió de nuevo en el joyero y bajó con fuerza la tapa. Se lo diría a George a la mañana siguiente.
Durmió mal. Tras los tupidos pliegues del mosquitero el calor era sofocante. Por la mañana se despertó pálida y apática. Se sentía incapaz de provocar una escena tan temprano.
Permaneció toda la mañana tendida en la reducida habitación, descansando. Pasaron las horas, y cuando llegó la hora del almuerzo, sintió un sobresalto. Mientras tomaban el café, George Crozier le propuso un paseo en coche hasta el Matopos.
—Hay tiempo de sobra si nos ponemos en marcha ahora mismo.
Deirdre movió la cabeza en un gesto de negación, pretextando una jaqueca, y pensó: «No puedo precipitarme. Al fin y al cabo, ¿qué importa un día más o un día menos? Se lo explicaré a Tim».
Despidió a Crozier con la mano cuando se alejaba en el Ford destartalado. Luego consultó el reloj y se encaminó lentamente hacia el lugar acordado.
El café estaba vacío a aquella hora. Ocuparon una mesa y pidieron el inevitable té, que en Sudáfrica se bebe a todas horas del día y la noche. No pronunciaron palabra hasta que la camarera les sirvió y se retiró a su refugio tras unas cortinas de color rosa. Entonces Deirdre alzó la vista y se sobresaltó al detectar una expresión alerta en su mirada.
—Deirdre, ¿se lo has dicho?
Ella negó con la cabeza y se humedeció los labios, buscando en vano algo que decir.
—¿Por qué?
—No he tenido ocasión. No había tiempo.
Incluso a ella le parecieron titubeantes y poco convincentes sus palabras.
—No es eso. Hay algo más. Ayer lo sospeché. Ahora estoy seguro. ¿Qué es, Deirdre?
Negó con la cabeza, incapaz de hablar.
—Existe alguna razón por la que no quieres abandonar a George Crozier, por la que no quieres volver a mí. ¿Cuál es?
Era verdad. Al oírselo decir, supo que era verdad, lo supo con repentina y abrasadora vergüenza, pero lo supo sin la menor sombra de duda. Y Tim mantenía en ella su escrutadora mirada.
—¡No es porque lo ames! No lo amas. Pero hay algo.
Dentro de un momento lo verá, pensó Deirdre. ¡Dios mío, no se lo permitas!
De repente Tim palideció.
—Deirdre… ¿no… no estarás esperando un hijo?
Al instante vio la oportunidad que le brindaba. ¡Una escapatoria perfecta! Lentamente, casi sin voluntad propia, bajó la cabeza. Oyó la respiración acelerada de Tim, y luego su voz aguda y severa.
—Eso cambia las cosas. No lo sabía. Tenemos que buscar otra solución. —Se inclinó sobre la mesa y le cogió las manos—. Deirdre, cariño, no se te ocurra pensar que tienes tú la culpa de algo. Pase lo que pase, recuerda estas palabras. Debería haberte reclamado como esposa cuando regresé a Inglaterra. Me arredré, así que ahora me corresponde a mí arreglar la situación. Pase lo que pase, conserva la calma, cariño. Tú no tienes la culpa de nada.
Se llevó las manos de Deirdre a los labios, primero una, luego otra. Después se quedó sola, contemplando el té, intacto en la taza. Y curiosamente sólo vio una cosa: un texto de chillones colores colgado en una pared enlucida. «De qué servirá a un hombre…». Se levantó, pagó el té y se marchó.
Cuando George Crozier volvió a casa, le informaron de que su esposa había pedido que no la molestasen. Tenía una jaqueca terrible, explicó la criada.
Eran las nueve de la mañana siguiente cuando entró en la habitación de Deirdre con expresión sombría. Ella estaba sentada en la cama. Se la veía pálida y ojerosa, pero le brillaban los ojos.
—George, tengo que decirte algo, algo horrible…
—Así que te has enterado —la interrumpió él—. Temía que pudiese alterarte.
—¿Alterarme?
—Sí. Hablaste con ese pobre hombre el otro día.
George vio que Deirdre se llevaba la mano al corazón y parpadeaba. Luego, con una voz susurrante y atropellada que le causó cierta inquietud, Deirdre dijo:
—No me he enterado de nada. Cuéntame.
—Pensaba…
—¡Cuéntamelo!
—Ha sido en la plantación de tabaco. El tipo se ha pegado un tiro. En la guerra sufrió graves heridas, y debía tener los nervios destrozados, supongo. No tiene otra explicación.
—Se ha pegado un tiro… en el cobertizo oscuro donde estaba colgado el tabaco.
Hablaba con certidumbre, con mirada de sonámbula, y veía ante sí, en la fragante oscuridad, una figura tendida en el suelo, revólver en mano.
—Sí, exacto; donde ayer empezaste a encontrarte mal. ¡Es extraño!
Deirdre no contestó. Vio otra imagen, una mesa con tazas de té, y una mujer bajando la cabeza en aceptación de una mentira.
—En fin, la guerra ha causado muchas desgracias —dijo Crozier, y cogiendo una cerilla, encendió su pipa con cuidadosas bocanadas.
Lo sobresaltó un grito de su esposa.
—¡No! ¡No! No resisto ese olor.
Él la miró con benévola perplejidad.
—Cariño, no te pongas nerviosa. Al fin y al cabo, no puedes escapar del olor del tabaco. Lo encontrarás en todas partes.
—¡Sí, en todas partes! —Esbozó una crispada sonrisa, y susurró unas palabras que él no entendió, las palabras que en su día había elegido para la nota necrológica de Tim Nugent—. Mientras haya luz, recordaré, y en la oscuridad no olvidaré.
Con ojos desorbitados, contempló la espiral ascendente de humo, y con voz baja y monótona repitió:
—En todas partes, en todas partes.