Fue la señora Lempriére quien descubrió la existencia de Jane Haworth. No podía ser de otro modo, naturalmente. Alguien dijo en una ocasión que la señora Lempriére era con mucho la mujer más odiada de Londres; pero eso, creo, es una exageración. Sin duda posee el don de averiguar aquello que uno más desea mantener en secreto, y lo hace con genuino talento. Es siempre por casualidad.
En este caso, habíamos estado tomando el té en el estudio de Alan Everard. Ofrecía esos tés de vez en cuando, y por lo general se quedaba de pie en un rincón, vestido con ropa muy vieja, haciendo sonar las monedas que llevaba en el bolsillo, y con un aspecto de profundo abatimiento.
Dudo que a estas alturas alguien ponga en duda aún la genialidad de Everard. Sus dos cuadros más famosos, Color y El conocedor, pertenecientes a su primera etapa, cuando todavía no era un cotizado retratista, habían sido adquiridos por el Estado el año anterior, y por una vez la elección se había hecho por unánime acuerdo. Pero en las fechas de que hablo Everard estaba aún en sus comienzos, y nos sentíamos libres de pensar que lo habíamos descubierto nosotros.
Era su esposa quien organizaba aquellas reuniones.
Everard adoptaba con ella una actitud peculiar. Que la adoraba era evidente, y cabía esperarlo. Isobel era digna de adoración. Pero Everard siempre parecía sentirse en deuda con ella. Accedía a todos sus deseos, y no tanto por ternura como por una inquebrantable convicción de que tenía derecho a ello. Si nos paramos a pensar, supongo que también eso era natural.
Pues Isobel Loring había sido una auténtica celebridad. Cuando entró en sociedad, fue la debutante del año. Excepto dinero, lo tenía todo: belleza, posición, noble origen, inteligencia. Nadie esperaba que se casase por amor. No era de esa clase de chicas. En su segunda temporada en sociedad tenía tres pretendientes: el heredero a un ducado, un político con gran porvenir y un millonario sudafricano. Y de pronto, para sorpresa de todos, contrajo matrimonio con Alan Everard, un joven pintor sin un céntimo a quien nadie conocía.
Puede considerarse un tributo a su personalidad, creo, el hecho de que todo el mundo siguiese llamándola Isobel Loring. Nadie se refería a ella como Isobel Everard. Uno oía, por ejemplo: «Esta mañana he visto a Isobel Loring. Sí, acompañada de su marido, el joven Everard, el pintor».
La gente decía que Isobel estaba «acabada». Habría «acabado» con muchos hombres, creo, ser conocidos como «el marido de Isobel Loring». Pero Everard era distinto. El olfato de Isobel para el éxito no la había engañado, al fin y al cabo. Alan Everard pintó Color.
Supongo que todos conocen el cuadro: un tramo de carretera con una zanja excavada; la tierra revuelta, de color rojizo; un resplandeciente trozo de tubería marrón; y el enorme peón, apoyado en su pala, tomándose un respiro, una hercúlea figura con un pantalón sucio de pana y un pañuelo rojo escarlata atado al cuello. El hombre miraba al observador desde el lienzo. Era una mirada sin inteligencia, sin esperanza, pero con una muda súplica inconsciente, la mirada de una bestia magnífica. Es un cuadro de intenso colorido, una sinfonía de tonos anaranjados y rojos. Se ha escrito mucho sobre su simbolismo, sobre lo que pretende expresar. Según el propio Alan Everard, no pretendía expresar nada. Estaba harto, declaró, de tener que contemplar cuadros de puestas de sol venecianas, y de pronto lo asaltó un repentino deseo de crear un estallido de color puramente inglés.
Después Everard obsequió al mundo una épica pintura de una taberna, Idilio: la calle negra bajo la lluvia; la puerta entreabierta; las luces y los vasos relucientes; el hombre con cara de zorro cruzando la puerta, pequeño, mezquino, insignificante, con los labios separados y mirada ansiosa, deseoso de olvidar.
En virtud de estos dos cuadros Everard fue proclamado el pintor de los «trabajadores». Se había hecho ya su hueco. Pero se negó a permanecer en él. Su tercera y más genial obra fue un retrato de cuerpo entero de sir Rufus Herschman. El famoso científico aparece pintado sobre un fondo de redomas, crisoles y estantes de laboratorio. El conjunto crea lo que podría denominarse un efecto cubista, pero las líneas de perspectiva resultan extrañas.
Y recientemente había terminado su cuarta obra: un retrato de su esposa. Se nos había invitado a verlo y criticarlo. Everard miraba por la ventana con expresión ceñuda; Isobel Loring se movía entre los invitados, hablando de aspectos técnicos con infalible precisión.
Expresamos nuestras opiniones. Estábamos obligados. Elogiamos la factura del satén rosa. El tratamiento de esa parte del cuadro, dijimos, era extraordinario. Nadie había pintado así el satén hasta entonces.
La señora Lempriére, que es una de las críticas de arte más inteligentes que conozco, me llevó aparte casi de inmediato.
—Georgie —dijo—, ¿cómo ha podido pintar una cosa así? No tiene vida. Es falso. Es… es deplorable.
—¿Retrato de una dama en satén rosa? —sugerí.
—Exactamente. Y sin embargo la técnica es perfecta. ¡Y la minuciosidad! Ahí hay trabajo suficiente para dieciséis lienzos.
—¿Demasiado trabajo? —sugerí.
—Quizá sea eso. Si alguna vez ha habido algo en ese cuadro, lo ha matado. Una mujer muy bella con un vestido de satén rosa. Para eso, ¿por qué no una fotografía en color?
—¿Por qué no? —convine—. ¿Cree que él es consciente?
—Claro que es consciente —aseguró la señora Lempriére con desdén—. ¿No ves que está desquiciado? Por culpa probablemente de mezclar los sentimientos y el trabajo. Ha puesto toda su alma en pintar a Isobel, porque la mujer del cuadro es Isobel, y en su esfuerzo por incluir hasta el último detalle, la ha perdido por completo. Ha sido demasiado benévolo. A veces hay que destruir la carne para llegar al alma.
Asentí reflexivamente. Desde el punto de vista físico, sir Rufus Herschman no había salido favorecido, pero Everard había logrado plasmar en el lienzo una personalidad inolvidable.
—E Isobel posee una personalidad muy fuerte —continuó la señora Lempriére.
—Quizás Everard sea incapaz de pintar a mujeres —comenté.
—Quizá —dijo la señora Lempriére pensativa—. Sí, puede que ésa sea la explicación.
Y fue entonces cuando la señora Lempriére, con su habitual talento para dar en el blanco, tiró de un cuadro que estaba apoyado contra la pared. Había unos ocho, colocados de cualquier manera y vueltos del revés. Fue pura casualidad que la señora Lempriére eligiese precisamente aquél; pero, como ya he dicho, con ella esas cosas ocurrían.
—¡Oh! —exclamó la señora Lempriére al volverlo de cara a la luz.
Estaba inacabado; de hecho, era poco más que un esbozo. La mujer, o la muchacha —no tenía más de veinticinco o veintiséis años, calculé—, se hallaba inclinada, con la barbilla sobre una mano. Dos aspectos me llamaron la atención al instante: la extraordinaria vitalidad y la asombrosa crueldad del cuadro. Everard lo había pintado con ánimo vengativo. La actitud misma con que había sido realizado era cruel: ponía de relieve cada detalle desagradable, cada ángulo pronunciado, cada rasgo vulgar. Era un estudio en marrón: vestido marrón, fondo marrón, ojos marrones… unos ojos melancólicos y anhelantes. El anhelo era de hecho la nota dominante.
La señora Lempriére lo observó en silencio por unos minutos. A continuación llamó a Everard.
—Alan —dijo—. Ven aquí. ¿Qué es esto?
Everard obedeció. Percibí un asomo de irritación que no pudo ocultar por completo.
—Es apenas un borrón —contestó—. No creo que lo acabe.
—¿Quién es la modelo? —preguntó la señora Lempriére.
Everard se mostró remiso a hablar, y su renuencia avivó aún más la curiosidad de la señora Lempriére, que siempre pensaba lo peor por principio.
—Una amiga mía. Una tal Jane Haworth.
—Nunca la he visto por aquí —dijo la señora Lempriére.
—No viene a estas reuniones. —Guardó silencio por un momento y luego añadió—: Es la madrina de Winnie.
Winnie era su hija de cinco años.
—Ya —prosiguió la señora Lempriére—. ¿Y dónde vive?
—En Battersea. En un piso.
—Ya —repitió la señora Lempriére—. ¿Y qué te ha hecho?
—¿A mí?
—A ti. Para que hayas sido tan… despiadado.
—¡Ah, eso! —dijo Everard, y se echó a reír—. Bueno, no es una belleza. Y si no lo es, no voy a pintarla como tal sólo por amistad, ¿no?
—Has hecho precisamente todo lo contrario —replicó la señora Lempriére—. Has buscado todos sus defectos para exagerarlos y deformarlos. Has intentado mostrarla ridícula, pero no lo has conseguido, hijo mío. Ese retrato, si lo acabas, tendrá vida.
Everard parecía molesto.
—Para ser un simple esbozo, no está mal —dijo, quitándole importancia—. Pero, desde luego, no tiene comparación con el retrato de Isobel. Eso es lo mejor que he pintado con diferencia.
Pronunció estas últimas palabras con tono hostil y desafiante.
Ni la señora Lempriére ni yo contestamos.
—Lo mejor con diferencia —insistió Everard.
Otros invitados se habían acercado a nosotros. También ellos repararon en el esbozo. Se oyeron exclamaciones y comentarios. El ambiente empezó a animarse.
Ésa fue la primera noticia que tuve de Jane Haworth. Tiempo después la vería en persona… en dos ocasiones. Conocería los detalles de su vida por mediación de una de sus amigas más íntimas. Oiría hablar mucho de ella al propio Alan Everard. Ahora que los dos han muerto, considero que ha llegado el momento de desmentir algunos de los bulos que la señora Lempriére se ha dedicado a difundir con esmero. Llamen invención a parte de mi historia si lo desean; no difiere mucho de la verdad.
Cuando los invitados se marcharon, Alan Everard volvió de nuevo cara a la pared el retrato de Jane Haworth. Isobel cruzó el estudio y se detuvo junto a él.
—Todo un éxito, ¿no crees? —comentó pensativamente—. ¿O quizá no tanto?
—¿El retrato? —se apresuró a preguntar Everard.
—No, tonto. La fiesta. ¡Claro que el retrato ha sido un éxito!
—Es lo mejor que he pintado —dijo Everard agresivamente.
—Estamos prosperando —anunció Isobel—. Lady Charmington quiere que la pintes.
—¡Por Dios! —Everard frunció el entrecejo—. No soy un retratista de la alta sociedad, ya lo sabes.
—Pero lo serás. Llegarás a la cúspide.
—Ésa no es la cúspide a la que yo quiero llegar.
—Pero, Alan, cariño, ésa es la manera de hacerse de oro —adujo Isobel.
—¿Quién quiere hacerse de oro?
—Yo, quizá —dijo ella con una sonrisa.
De inmediato Everard se sintió culpable, avergonzado. Si Isobel no se hubiese casado con él, habría tenido dinero de sobra. Y lo necesitaba. Cierto grado de lujo era lo normal para ella.
—Últimamente no nos ha ido tan mal —dijo con tristeza.
—No, desde luego; pero no dejan de llegar facturas.
¡Facturas! ¡Siempre facturas!
Everard empezó a pasearse de un lado a otro del estudio.
—¡No insistas! —prorrumpió, casi como un niño caprichoso—. No quiero pintar a lady Charmington.
Isobel sonrió fugazmente. Se hallaba de pie junto al fuego sin moverse. Alan interrumpió sus febriles paseos y se acercó a ella. ¿Qué había en ella, en su calma, en su quietud, que lo atraía como un imán? Era tan hermosa… sus brazos como esculpidos en mármol, su cabello como oro puro, sus labios rojos y carnosos.
Los besó, notando cómo se apretaban contra los suyos. ¿Qué otra cosa podía importarle? ¿Qué había en Isobel que lo apaciguaba, que alejaba de su mente todas las preocupaciones? Lo atraía hasta su hermosa quietud y lo retenía allí, tranquilo y satisfecho. Adormidera y mandrágora, que lo hacían flotar a la deriva, dormido, en un lago oscuro.
—Pintaré a lady Charmington —anunció por fin—. ¿Qué más da? Me aburriré, pero al fin y al cabo los pintores tienen que comer. El pintor, la esposa del pintor, la hija del pintor… todos necesitan sustento.
—¡Niño tonto! —reprendió Isobel—. Y hablando de nuestra hija, deberías visitar a Jane alguna vez. Vino ayer, y dijo que hace meses que no te ve.
—¿Jane estuvo aquí?
—Sí. Vino a ver a Winnie.
Alan dejó de lado a Winnie.
—¿Le enseñaste tu retrato?
—Sí.
—¿Qué le pareció?
—Dijo que era magnífico.
—¡Ah! —Alan frunció el entrecejo, momentáneamente abstraído.
—La señora Lempriére sospecha que sientes alguna pasión culpable hacia Jane, creo —observó Isobel—. No dejaba de arrugar la nariz.
—¡Esa mujer! —exclamó Alan con profunda aversión—. ¡Esa mujer! Nunca piensa nada bueno. ¿Qué no pasará por su cabeza?
—En cualquier caso, yo estoy muy tranquila al respecto —dijo Isobel, sonriendo—. Así que ve a ver pronto a Jane.
Alan la miró. Ella se había sentado en un sofá junto al fuego. Tenía la cara vuelta hacia un lado, y la sonrisa seguía en sus labios. Y en ese momento Alan se sintió confuso, desconcertado, como si una bruma se hubiese formado en torno a él y de pronto, al disiparse, le hubiese permitido entrever un país desconocido.
Algo en su interior decía: ¿Por qué tiene tanto interés en que veas a Jane? Debe de haber una razón. Pues, tratándose de Isobel, forzosamente había una razón. Nunca actuaba por impulso; en ella, todo obedecía a un cálculo.
—¿Te cae bien Jane? —preguntó Alan de pronto.
—Es un encanto —contestó Isobel.
—Sí, pero ¿te cae bien?
—Claro. Quiere mucho a Winnie. A propósito, le gustaría llevarse a Winnie a la playa la semana que viene. No te importa, ¿verdad? Nos dejará mayor libertad en el viaje a Escocia.
—No podría ser más oportuno.
Sin duda era oportuno. En extremo oportuno. Observó a Isobel con súbito recelo. ¿Se lo había pedido ella a Jane? Era fácil aprovecharse de Jane.
Isobel se levantó y salió del estudio tarareando. En fin, no tenía importancia. En cualquier caso, iría a ver a Jane.
Jane Haworth vivía en la última planta de un bloque de señoriales pisos situado frente al Battersea Park. Tras subir los cuatros tramos de escalera y llamar al timbre, empezó a sentirse enojado con Jane. ¿Por qué no vivía en un sitio más accesible? Cuando, después de llamar tres veces, siguió sin recibir respuesta, su irritación fue en aumento. ¿Acaso no podía buscarse una criada capaz de atender la puerta?
De pronto se abrió, y apareció la propia Jane, sonrojada.
—¿Dónde se ha metido Alice? —preguntó Everard sin saludar siquiera.
—Pues por desgracia… en fin, hoy no se encuentra bien.
—¿Querrás decir que está borracha? —dijo Everard con severidad.
Era una lástima que Jane fuese una embustera empedernida.
—Supongo que sí —admitió Jane de mala gana.
—Déjame verla.
Everard entró en el piso, y Jane fue tras él con conmovedora docilidad. Encontró a Alice, la infractora, en la cocina. Su estado no dejaba lugar a dudas. Siguió a Jane a la sala en adusto silencio.
—Tendrás que deshacerte de esa mujer. No es la primera vez que te lo digo.
—Ya sé que me lo has dicho, Alan, pero no puedo. Olvidas que su marido está en la cárcel.
—Donde debe estar —afirmó Everard—. ¿Cuántas veces se ha emborrachado en los tres meses que lleva aquí?
—No muchas. Tres o cuatro, quizá. Se deprime, ¿sabes?
—¡Tres o cuatro! Nueve o diez se acercaría más a la verdad. ¿Cómo guisa? Fatal. ¿Te proporciona alguna ayuda o bienestar en este piso? En absoluto. ¡Por Dios, líbrate de ella mañana mismo y busca a una chica que sirva para algo!
Jane lo miró afligida.
—No lo harás —auguró Everard, hundiéndose en un enorme sillón—. Eres una sentimental sin remedio. ¿Qué es eso que he oído de que vas a llevarte a Winnie a la playa? ¿De quién ha sido la idea, tuya o de Isobel?
—Mía, por supuesto —se apresuró a responder Jane.
—Jane —dijo Everard—, si aprendieses a decir la verdad, te tendría en gran estima. Siéntate y, por lo que más quieras, no mientas al menos en los próximos diez minutos.
—¡Por favor, Alan! —protestó Jane, y se sentó.
El pintor la miró con ojo crítico por un momento. La señora Lempriére, aquella mujer, tenía razón. Había sido cruel con Jane en el esbozo de retrato. Jane poseía una belleza casi perfecta. Sus alargadas facciones configuraban un rostro puramente griego. Era su ferviente anhelo de complacer lo que le molestaba de ella. Al pintarla, se había centrado en eso, exagerándolo, había afilado la línea de su barbilla, ligeramente puntiaguda, había mostrado su cuerpo en una pose poco favorecedora.
¿Por qué? ¿Por qué le era imposible pasar cinco minutos en compañía de Jane sin experimentar una vehemente exasperación? Jane podía ser encantadora, pero era también irritante. Con ella, nunca sentía la paz y el sosiego que Isobel le infundía. Y sin embargo Jane siempre deseaba complacer, siempre estaba dispuesta a darle la razón; pero desgraciadamente era incapaz de ocultar sus verdaderos sentimientos.
Everard echó un vistazo alrededor. La decoración de la sala era propia de Jane. Por una parte, algunos objetos preciosos, auténticas joyas, como por ejemplo la pintura al esmalte de una vista de Battersea; por otra, al lado mismo, atrocidades como el jarrón pintado a mano con un motivo floral.
Cogió el jarrón.
—Jane, ¿te enfadarías mucho sí tirase esto por la ventana?
—¡No, Alan, no hagas eso!
—¿Para qué quieres toda esta basura? Tienes buen gusto cuando te lo propones. ¿Cómo se te ocurre mezclar estas cosas?
—Lo sé, Alan. No es que no me dé cuenta. Pero la gente me trae regalos. Ese jarrón sin ir más lejos me lo compró en Margate la señorita Bates, y como es tan pobre, tuvo que ahorrar, y para sus medios debió de costarle un dineral, y pensó que me gustaría. Así que lo pongo en un sitio visible.
Everard guardó silencio. Siguió inspeccionando la sala. En las paredes colgaban un par de grabados… y también varias fotografías de bebés. Los bebés, al margen de lo que piensen sus madres, no siempre son fotogénicos. En cuanto alguna de sus amigas daba a luz, le mandaba una fotografía del bebé, esperando que el obsequio fuese debidamente valorado. Y Jane no las defraudaba.
—¿Quién es ese espanto de crío? —preguntó Everard, contemplando con los ojos entornados la cara regordeta de la última adquisición—. No lo había visto antes.
—Es niña —precisó Jane—. El nuevo hijo de Mary Carrington.
—¡Pobre Mary Carrington! —se burló Everard—. ¿Y querrás hacerme creer que te gusta tener ahí a esa monstruosidad mirándote todo el día?
Jane alzó el mentón.
—Es un bebé precioso. Mary es amiga mía desde hace muchos años.
—La fiel Jane —dijo Everard, sonriendo—. Así que Isobel te ha endosado a Winnie, ¿no?
—Bueno, me contó que queríais ir a Escocia, y me ofrecí encantada. No tienes inconveniente en que me lleve a Winnie, ¿verdad? En realidad, hacía tiempo que me preguntaba si permitiríais que pasase conmigo unos días, pero no me atrevía a pedirlo.
—Sí, puedes llevártela; pero me parece que es demasiada bondad por tu parte.
—Entonces, todo arreglado —dijo Jane alegremente.
Everard encendió un cigarrillo.
—¿Te enseñó Isobel el nuevo retrato? —preguntó sin aparente interés.
—Sí.
—¿Y qué te pareció?
—Es magnífico, realmente magnífico —se apresuró a contestar Jane. Se apresuró demasiado.
Alan se puso en pie de un salto. La mano con que sostenía el cigarrillo le temblaba.
—¡Maldita sea, Jane! ¡No me mientas!
—Pero, Alan, es magnífico, sin duda.
—¿No te has dado cuenta aún, Jane, de que distingo todos tus tonos de voz? Me mientes continuamente, para no herir mis sentimientos, supongo. ¿Por qué no eres sincera? ¿Crees que quiero oírte decir que algo es magnífico cuando sé tan bien como tú que no lo es? Ese condenado cuadro carece de vida. Detrás no hay nada; es sólo superficie, pura y simple superficie. Me he engañado a mí mismo; sí, incluso esta tarde. He venido aquí para averiguarlo. Isobel no se da cuenta. Pero tú sí te das cuenta; siempre te das cuenta. Cuando te enseñé Idilio, no dijiste nada; contuviste el aliento y ahogaste una exclamación.
—Alan…
Everard no le dio oportunidad de hablar. Jane le causaba el efecto que él bien conocía. Era extraño que una criatura tan dócil fuese capaz de provocarle aquella ira intensa.
—Quizá crees que he perdido fuerza —continuó con rabia—, pero te equivocas. Puedo pintar otro cuadro tan bueno como Idilio, o acaso mejor. Te lo demostraré, Jane Haworth.
Salió precipitadamente del piso. A buen paso, atravesó el parque y cruzó el puente de Albert. Temblaba aún de ira y frustración. ¡Precisamente Jane! ¿Qué sabía ella de pintura? ¿Qué valor tenía su opinión? ¿Por qué le concedía tanta importancia? Pero sí le importaba. Quería pintar un cuadro que cortase la respiración a Jane. Abriría apenas la boca y el rubor cubriría sus mejillas. Miraría primero el lienzo y después a él. Probablemente no haría el menor comentario.
En medio del puente vio el cuadro que iba a pintar. La imagen lo asaltó súbitamente, surgida de la nada. La veía flotar en el aire, ¿o estaba en su cabeza?
Una lúgubre tienda de curiosidades, oscura y mohosa. Tras el mostrador, un judío, un judío de corta estatura y mirada ladina. Frente al tendero, el cliente, un hombre enorme, acicalado, opulento, abotargado, con una gran papada. Sobre ellos, en un estante, un busto de mármol blanco. La luz concentrada allí, en el rostro de mármol del muchacho, dotado de la inmortal belleza de la antigua Grecia, desdeñoso, ajeno a los trueques. El judío, el coleccionista rico, la cabeza del muchacho griego. Lo veía todo con claridad.
—El conocedor, así lo titularé —masculló Alan Everard cuando bajaba de la acera, librándose por muy poco de ser arrollado por un autobús que pasaba—. Sí, El conocedor. Yo le enseñaré a Jane.
Al llegar a casa, fue derecho al estudio. Isobel lo encontró allí, ordenando lienzos.
—Alan, no olvides que hoy cenamos con los March…
Everard movió la cabeza en un impaciente gesto de negación.
—¡Al diablo los March! Voy a trabajar. Tengo una imagen, pero debo fijarla; fijarla en el lienzo antes de que se desvanezca. Telefonéalos. Diles que me he muerto.
Isobel lo miró pensativamente por un momento y luego salió del estudio. Conocía a la perfección el arte de convivir con un genio. Fue al teléfono y dio una excusa convincente.
Miró alrededor, bostezando. Por fin se sentó ante su escritorio y empezó a escribir.
Querida Jane:
Muchas gracias por el cheque que he recibido hoy. Cien libras cunden mucho. Los niños acarrean un sinfín de gastos. Quieres tanto a Winnie que consideré correcto recurrir a ti. Alan, como todos los genios, sólo puede trabajar en lo que desea trabajar, y por desgracia eso no siempre da para vivir. Espero verte pronto.
Afectuosamente,
ISOBEL.
Cuando El conocedor estuvo terminado, unos meses después, Alan invitó a Jane a verlo. El cuadro no era exactamente como lo había concebido —ni tenía sentido esperar que así fuese—, pero se aproximaba bastante. Sentía el placer del creador. Lo había pintado y el resultado era bueno.
En esta ocasión Jane no le dijo que era magnífico. Separó los labios, y sus mejillas se sonrojaron. Miró a Alan, y él vio en sus ojos lo que deseaba ver. Jane lo sabía.
Se sentía flotar en el aire. Le había dado una lección a Jane.
Libre ya su mente del cuadro, empezó a tomar conciencia nuevamente de su entorno inmediato.
Los quince días en la costa habían sentado de maravilla a Winnie, pero Alan advirtió con preocupación que llevaba la ropa muy raída. Se lo comentó a Isobel.
—¡Pero, Alan! ¿Es que nunca te das cuenta de nada? Me gusta que los niños vistan con sencillez; no resisto verlos engalanados.
—Una cosa es la sencillez, y otra los zurcidos y remiendos.
Isobel no contestó, pero compró un vestido nuevo a Winnie.
Dos días después Alan batallaba con la declaración de renta. Tenía frente a él su libreta de ahorros, pero necesitaba también la de Isobel. Revolvía los cajones del escritorio de su esposa cuando Winnie entró brincando en la habitación con una muñeca impresentable.
—Papá, una adivinanza. ¿A ver si lo sabes? «Entre paredes blancas como la leche; tras una cortina suave como la seda; bañado en un mar de agua clara como el cristal, y dentro una manzana dorada aparecerá». ¿Qué es?
—Tu madre —contestó Alan distraídamente. Seguía buscando la libreta de ahorros.
—¡Pero, papá! —Winnie soltó una carcajada—. Es un huevo. ¿Por qué has creído que era mamá?
Alan sonrió.
—No prestaba atención —admitió—. Y por alguna razón todo eso me ha hecho pensar en mamá.
Una pared blanca como la nieve. Una cortina. Cristal. Una manzana dorada. Sí, le recordaban a Isobel. Era curioso el efecto de las palabras.
Encontró por fin la libreta de ahorros. Ordenó a Winnie imperiosamente que saliese de la habitación. Al cabo de diez minutos, alzó la vista, sobresaltado por una repentina exclamación.
—¡Alan!
—Hola, Isobel. No te he oído entrar. Por cierto, no consigo descifrar la procedencia de algunos de los ingresos de tu libreta de ahorros.
—¿Con qué derecho tocas tú mi libreta de ahorros?
Alan la miró desconcertado. Estaba furiosa. Nunca antes la había visto así.
—No sabía que fuese a molestarte.
—Pues me molesta, y mucho. No tienes por qué tocar mis cosas.
De pronto Alan se enojó también.
—Disculpa —dijo—. Pero puesto que he tocado tus cosas, quizá puedas aclarar mis dudas respecto a alguna de las entradas de tu libreta. Por lo que veo, este año se han ingresado en tu cuenta casi quinientas libras que no logro verificar. ¿De dónde han salido?
Isobel, recobrada la calma, se dejó caer en una silla.
—No hace falta que te pongas tan serio, Alan —dijo, quitándole importancia al asunto—. No me he dado a la mala vida ni nada por el estilo.
—¿De dónde ha salido ese dinero?
—De una mujer. Una amiga tuya. No es para mí; es para Winnie.
—¿Para Winnie? ¿Estás diciéndome que… ese dinero viene de Jane?
Isobel asintió con la cabeza.
—Quiere mucho a la niña. Todo lo que hace por ella le parece poco.
—Sí, pero… ese dinero debería haberse invertido en algo para que el día de mañana…
—¡Ah, no! No se trata de eso. Es para gastos corrientes, ropa y cosas así.
Alan guardó silencio por un momento. Pensaba en los vestidos de Winnie, llenos de remiendos y zurcidos.
—Además, tienes un saldo deudor, Isobel.
—¿Sí? Eso me pasa a menudo.
—Sí, pero esas quinientas libras…
—Alan, cariño, las he empleado en Winnie del modo que he considerado más conveniente. Te aseguro que Jane no tiene motivo de queja.
Alan sí tenía motivo de queja. Sin embargo la calma de Isobel ejercía tal poder sobre él que prefirió callar. Al fin y al cabo, siempre había sido manirrota. Si había empleado para sus propios gastos el dinero recibido para la niña, no había sido intencionadamente.
Aquel día llegó una factura pagada a nombre, por error, del señor Everard. Era de un modisto de Hanover Square y ascendía a doscientas libras. Se la entregó a Isobel sin mediar palabra. Ella le echó un vistazo, sonrió y dijo:
—¡Pobre Alan! A ti te parecerá una fortuna, supongo, pero una debe ir más o menos vestida.
Al día siguiente Alan visitó a Jane.
Jane se mostró tan irritante y esquiva como de costumbre. Alan decidió no hablar del asunto. Winnie era su ahijada. Las mujeres entendían de esas cosas; los hombres, no. Aunque desde luego no le entusiasmaba que Winnie tuviese vestidos por valor de quinientas libras. Pero ¿por qué no lo dejaba en manos de Jane e Isobel? Las dos se entendían a la perfección.
Alan se marchó del piso con una creciente sensación de malestar. Sabía de sobra que había eludido la única pregunta que en realidad deseaba formular: «¿Te ha pedido Isobel alguna vez dinero para Winnie?». No lo preguntó por temor a que Jane no mintiese lo bastante bien para engañarlo.
Pero estaba preocupado. Jane era pobre. Le constaba que era pobre. No debía… no debía despojarse de lo poco que tenía. Tomó la firme resolución de hablar con Isobel. Ella no se inmutó y procuró tranquilizarlo. Claro que no permitiría que Jane gastase más de lo que podía permitirse.
Un mes más tarde Jane murió.
La causa fue una gripe, seguida de una pulmonía. Nombró albacea a Alan Everard y dejó a Winnie todo lo que tenía, que no era mucho.
A Alan correspondió revisar los papeles de Jane. A ese respecto estaba todo sobradamente claro: innumerables pruebas de buenas obras, cartas de súplica, cartas de agradecimiento.
Por último encontró su diario, y con él una nota que rezaba: «Para ser leído tras mi muerte por Alan Everard. A menudo me ha reprochado que no digo la verdad. Toda la verdad está aquí».
Así pues, Alan por fin se enteró de todo, al descubrir el único lugar donde Jane había tenido valor suficiente para ser sincera. De manera sencilla y espontánea, dejaba allí constancia de su amor por él.
No usaba un lenguaje florido ni sensiblerías; pero nada dejaba por aclarar.
Sé que a menudo te enfadas conmigo —había escrito—. A veces todo lo que digo o hago te pone furioso. Ignoro a qué se debe, pues siempre me esfuerzo en complacerte. A pesar de todo, creo que significo algo para ti. Uno no se enfada con la gente que no le importa.
No fue culpa de Jane que Alan encontrase otras cosas de su interés. Jane era leal, pero también descuidada; llenaba demasiado los cajones. Poco antes de morir había quemado sistemáticamente todas las cartas de Isobel. La que Alan encontró había caído detrás de un cajón. Después de leerla, comprendió el sentido de ciertos signos cabalísticos anotados en las matrices del talonario de cheques de Jane. En aquella carta en particular, Isobel apenas se molestaba en fingir que necesitaba el dinero para Winnie.
Alan permaneció largo rato sentado ante el escritorio con la mirada perdida. Finalmente se guardó el talonario en el bolsillo y salió del piso. Regresó a pie a Chelsea, consciente de la ira que crecía en su interior.
Cuando Alan llegó, Isobel no estaba en casa. Lo lamentó; tenía ya claro en su mente lo que quería decir. Fue al estudio, sacó el retrato inacabado de Jane y lo colocó en un caballete junto al retrato de Isobel en satén rosa.
La señora Lempriére tenía razón. Había vida en el retrato de Jane. Lo observó, fijándose en la mirada anhelante, en la belleza que en vano había intentado negarle. Ésa era Jane; la vitalidad, más que cualquiera de los rasgos, era Jane. Era, pensó, la persona más viva que había conocido jamás, tan viva que ni siquiera en ese momento la imaginaba muerta.
Y recordó sus otros cuadros: Color, El idilio, el retrato de sir Rufus Herschman. En cierto modo Jane estaba presente en todos ellos. Ella había encendido la chispa de cada uno de esos lienzos; había exasperado a Alan de tal modo que éste, en su cólera, había deseado darle una lección. ¿Y qué ocurriría en el futuro? Jane había muerto. ¿Volvería Alan a pintar un cuadro, un auténtico cuadro? Miró de nuevo el rostro anhelante del lienzo. Quizá. Jane no andaba lejos.
Oyó algo a sus espaldas y se dio media vuelta. Isobel acababa de entrar en el estudio. Para salir a cenar, se había puesto un vestido recto de color blanco que realzaba el dorado puro de su cabello.
Se detuvo, y las palabras que se disponía a pronunciar no llegaron a salir de sus labios. Observando a Alan con cautela, fue a sentarse en el diván. Aparentaba una calma absoluta.
Alan extrajo el talonario de su bolsillo.
—He estado revisando los papeles de Jane.
—¿Sí?
Alan trató de imitar su calma, de contener el temblor de su voz.
—Te proporcionaba dinero desde hacía cuatro años.
—Sí, para Winnie.
—No, no era para Winnie —replicó Alan a voz en grito—. Simulabas que era para Winnie; las dos lo simulabais. Pero sabíais muy bien, las dos, que la verdad era otra. ¿Te das cuenta de que Jane tenía que vender sus valores, que pasar apuros? ¿Y para qué? Para proveerte de ropa… de ropa que en realidad no necesitabas.
Isobel no apartaba la mirada de su rostro. Se recostó más cómodamente en los cojines, tal como habría hecho un gato persa.
—¿Qué culpa tengo yo de que Jane se privase de sus bienes más de lo que debía? —adujo—. Yo daba por sentado que podía permitírselo. Estaba loca por ti, eso no me pasó inadvertido. Otras esposas habrían puesto el grito en el cielo al ver cómo corrías a su casa y te quedabas allí horas y horas. Yo no lo hice.
—No —dijo Alan, muy pálido—. En lugar de eso, tú le hiciste pagar.
—Esos comentarios son muy ofensivos, Alan. Ten cuidado.
—¿Acaso no es verdad? ¿Por qué cedió Jane tan fácilmente a tus exigencias?
—Por amor a mí no, desde luego —contestó Isobel—. Debió de ser por amor a ti.
—Así que era eso. Pagaba por mi libertad… libertad para trabajar a mi manera. Mientras tú tuvieses dinero suficiente, me dejarías en paz, no me hostigarías para que pintase a esas horrendas mujeres.
Isobel permaneció en silencio.
—¿Y bien? —preguntó Alan, colérico.
Su displicencia lo indignaba.
Isobel miraba al suelo. Al cabo de un momento alzó la cabeza y dijo con toda tranquilidad:
—Ven aquí, Alan.
Dio unas palmadas en el diván junto a ella. Angustiado, remiso, Alan se acercó y se sentó donde Isobel le había indicado, eludiendo su mirada. Pero era consciente de su propio miedo.
—Alan.
—¿Y bien?
Estaba irascible, nervioso.
—Puede que todo lo que has dicho sea verdad —admitió Isobel—. Da igual. Yo soy así. Deseo ciertas cosas: ropa, dinero, a ti. Jane ha muerto, Alan.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Jane ha muerto. Ahora me perteneces sólo a mí. Antes tenía que compartirte.
Alan se volvió hacia ella. Vio un brillo en su mirada, una mirada ávida, posesiva, que le inspiró asco y a la vez fascinación.
—Ahora eres todo mío.
Alan comprendió a Isobel como nunca antes la había comprendido.
—¿Quieres que sea tu esclavo? ¿Que pinte lo que tú quieras que pinte, que viva como tú quieras que viva, que esté siempre a merced de tus deseos?
—Llámalo como tú prefieras. Al fin y al cabo, ¿qué son las palabras?
Alan notó sus brazos alrededor del cuello, blancos, suaves, firmes como una pared. Unas palabras resonaron en su cerebro: «Paredes blancas como la leche». Él estaba ya entre esas paredes. ¿Tenía aún alguna posibilidad de escapar? ¿Deseaba escapar?
Oyó su voz susurrarle al oído, adormidera y mandrágora.
—¿Por qué otra cosa vale la pena vivir? ¿No basta con esto? Amor… felicidad… éxito… amor…
Las paredes crecían en torno a él. «La cortina suave como la seda». La cortina lo envolvía, sofocante, pero tan suave, tan deliciosa. Flotaban ya juntos a la deriva, en paz, en el mar de cristal. Las paredes se elevaban ya a gran altura, aislándolo de aquellas otras cosas, aquellas cosas peligrosas e inquietantes que hacían daño, que siempre hacían daño. Flotaban en el mar de cristal, la manzana dorada entre sus manos.
La luz se extinguió en el retrato de Jane.