El viejo Mylecharane a lo grande vivía.

En las colinas de Jurby su granja se hallaba

y en ella sólo tojo y hierba cana crecían,

campos dorados que con gusto su hija miraba.

Según dicen, oh padre, nada te falta,

pero la fortuna escondida sin duda la tienes.

Más oro no veo que el resplandor de la aulaga,

¿dónde, pues, lo guardas si puede saberse?

Mi oro, hija mía, en un cofre de roble escondo,

que al mar eché un día al bajar la marea.

Y allí está, un ancla de esperanza sujeta al fondo,

más seguro que en un banco y brillante como una tea.

—Me gusta esa canción —dije con ponderación cuando Fenella acabó.

—Bien está que te guste —respondió Fenella—. Habla de un antepasado nuestro, tuyo y mío, el abuelo del tío Myles. Amasó una gran fortuna con el contrabando y la escondió en algún sitio, nunca se ha sabido dónde.

La genealogía es el fuerte de Fenella. Se interesa por todos sus ascendientes. Por mi parte, tengo inclinaciones estrictamente modernas. El difícil presente y el incierto futuro absorben toda mi energía. No obstante disfruto oyendo a Fenella cantar viejas baladas de Man.

Fenella es encantadora. Somos primos y también, de vez en cuando, novios. En épocas de optimismo económico estamos prometidos. Cuando nos arrastra la subsiguiente ráfaga de pesimismo, tomamos conciencia de que no podremos casarnos en menos de diez años y rompemos.

—¿Nadie ha buscado el tesoro? —pregunté.

—Mucha gente. Pero nadie lo ha encontrado.

—Quizá nadie lo ha buscado sistemáticamente.

—El tío Myles lo ha intentado muy en serio —aseguró Fenella—. Según él, cualquiera con cierta inteligencia debería ser capaz de resolver un problema tan elemental como ése.

El comentario era muy propio del tío Myles, un viejo gruñón y excéntrico que vivía en la isla de Man y tenía una gran propensión a las afirmaciones doctrinales.

En ese preciso instante llegó el correo… ¡y con él la carta!

—¡Santo cielo! —exclamó Fenella—. Hablando del ruin de Roma… del rey, quiero decir… ¡El tío Myles ha muerto!

Tanto ella como yo habíamos visto a nuestro extravagante pariente sólo en dos ocasiones, así que no tenía sentido fingir un profundo pesar. Remitía la carta un bufete de Douglas para informarnos de que, conforme al testamento del señor Myles Mylecharane, recientemente fallecido, Fenella y yo éramos coherederos de todos sus bienes, que se reducían a una casa próxima a Douglas y una insignificante renta. Había adjunto un sobre cerrado, que por orden del señor Mylecharane debía enviarse a Fenella a su muerte. Abrimos la carta y leímos el sorprendente contenido. La reproduzco íntegramente, ya que era un documento en extremo característico:

Estimados Fenella y Juan (ya que doy por sentado que donde el uno esté, no andará muy lejos el otro, o eso cuentan las malas lenguas), quizá recordéis haberme oído decir que cualquiera con un poco de inteligencia encontraría fácilmente el tesoro que escondió el bribón de mi querido abuelo. Pues, bien, yo demostré esa inteligencia… y en recompensa obtuve cuatro cofres llenos de oro macizo. Parece un cuento de hadas, ¿verdad?

Parientes vivos me quedan sólo cuatro: vosotros dos; mi sobrino Ewan Corjeag, que según he oído es una mala pieza; y un primo, un tal doctor Fayll, de quien apenas tengo referencias, y las pocas que tengo no son todas buenas.

Os he otorgado mis propiedades en sentido estricto a ti y a Fenella, pero me siento obligado a actuar de otro modo respecto a ese «tesoro» que llegó a mis manos gracias única y exclusivamente a mi ingenio. A mi querido antepasado, creo, no le complacería que lo dejase dócilmente en herencia. Así que yo, a mi vez, he legado un pequeño problema.

Existen aún cuatro «cofres» del tesoro (aunque en una versión más moderna que las monedas o lingotes de oro), y competirán por ellos cuatro personas: mis cuatro parientes vivos. Sería más justo asignar un «cofre» a cada uno; pero el mundo hijos míos no es justo. Gana la carrera el más rápido, y a menudo el que tiene menos escrúpulos.

¿Quién soy yo para oponerme a la naturaleza? Tendréis que medir vuestra inteligencia contra la de los otros dos. Vuestras posibilidades son escasas, me temo. En este mundo la bondad y la inocencia rara vez son recompensadas. Tan convencido estoy de esto que he hecho trampa adrede. (¿Veis? Una vez más la injusticia). La carta os llegará veinticuatro horas antes que a los otros dos. Así tendréis oportunidad de aseguraros el primer «tesoro»; si poseéis un mínimo de cerebro, veinticuatro horas de ventaja deberían bastaros.

Encontraréis las pistas que llevan a este tesoro en mi casa de Douglas. Las pistas referentes al segundo «tesoro» no se conocerán hasta que el primero haya aparecido. Por tanto, en el segundo y sucesivos casos partiréis en igualdad de condiciones. Os deseo de todo corazón el mejor resultado posible, y sería mi mayor satisfacción que os hicieseis vosotros con los cuatro «cofres»; pero por las razones que ya he aducido lo considero en extremo improbable. Recordad que el bueno de Ewan es un hombre sin escrúpulos y no se detendrá ante nada. En cuanto al doctor Richard Fayll, sé poco de él, pero sospecho que podría dar la sorpresa.

Deseándoos suerte, pero con pocas esperanzas respecto a vuestro éxito, se despide, pues, vuestro tío que os quiere,

MYLES MYLECHARANE.

Tan pronto como leímos la firma, Fenella se apartó de mí al instante.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Fenella hojeaba rápidamente una guía telefónica. —Debemos llegar a la isla de Man cuanto antes —dijo—. ¿Cómo se ha atrevido a decir que somos buenos, inocentes y estúpidos? ¡Yo le enseñaré! Juan, encontraremos esos cuatro «cofres», nos casaremos y viviremos felices para siempre, con Rolls Royce, lacayo y baños de mármol. Pero debemos marcharnos a la isla de Man ahora mismo.

Habían pasado veinticuatro horas. Al llegar a Douglas, fuimos inmediatamente a ver a los abogados, y en ese momento nos hallábamos ya en la mansión de Maughold, frente a la señora Skillicorn, el ama de llaves de nuestro difunto tío, una mujer temible que, sin embargo, se ablandó un poco ante el entusiasmo de Fenella.

—Tenía sus rarezas —dijo—. Le gustaba hacer cavilar a la gente.

Parsimoniosamente, como era su costumbre, la señora Skillicorn salió de la habitación. Regresó al cabo de unos minutos y nos entregó una hoja de papel doblada.

La desplegamos con impaciencia. Contenía un ripioso poema escrito con la apretada letra de nuestro tío.

Cuatro puntos cardinales tiene el horizonte,

que son este, oeste, sur y norte.

Los vientos del este malos son como la peste.

Id al oeste y al norte y al sur;

pero nunca en dirección este.

—¡Oh! —exclamó Fenella, perpleja.

—¡Oh! —repetí yo con igual entonación.

La señora Skillicorn sonrió con sombrío regodeo.

—No tiene mucho sentido, ¿verdad? —comentó para gran ayuda nuestra.

—No… no sé por dónde empezar —dijo Fenella con voz lastimera.

—Empezar es siempre lo más difícil —afirmé yo con un optimismo que no sentía—. Una vez que nos pongamos manos a la obra…

La señora Skillicorn esbozó una sonrisa aún más desalentadora. Era una mujer deprimente.

—¿Puede ayudarnos? —preguntó Fenella con tono persuasivo.

—No sé nada de este absurdo asunto. No confiaba en mí, su tío. Le aconsejé que llevase su dinero al banco y se dejase de tonterías. Desconocía sus planes.

—¿Nunca salió de la casa con cofres… o algo parecido?

—No.

—¿No sabe cuándo escondió el tesoro? ¿Si fue últimamente o hace tiempo?

La señora Skillicorn negó con la cabeza.

—Bien —dije, intentando reponerme—. Hay dos posibilidades. O está escondido aquí, en la finca, o está escondido en alguna otra parte de la isla. Depende del tamaño, claro.

Fenella tuvo una súbita inspiración.

—¿Ha echado algo en falta? —inquirió—. Entre los efectos personales de mi tío, quiero decir.

—Vaya, es curioso que pregunte eso…

—¿Ha echado algo en falta, pues?

—Como le decía, es curioso que pregunte eso. Sí, unas cajas de rapé. Hay por lo menos cuatro que no encuentro por ninguna parte.

—¡Cuatro! —exclamó Fenella—. ¡Eso debe de ser! Estamos sobre la pista. Vamos a echar un vistazo al jardín.

—Ahí no hay nada —dijo la señora Skillicorn—. Si lo hubiese, yo estaría enterada. Su tío no podría haber enterrado nada en el jardín sin que yo me diese cuenta.

—En el poema se mencionan los puntos cardinales —observé—. Lo primero que necesitamos es un mapa de la isla.

—Hay uno en esa mesa —indicó la señora Skillicorn.

Fenella se apresuró a extenderlo. Mientras lo desdoblaba, un papel cayó de su interior revoloteando. Lo atrapé.

—¡Vaya! —dije—. Esto parece otra pista.

Los dos examinamos el papel con entusiasmo.

Por lo visto, era una especie de plano rudimentario. Había dibujados una cruz, un círculo y una flecha y ofrecía vagas indicaciones; pero en conjunto nada aclaraba. Lo observaron en silencio.

—No resulta muy esclarecedor, ¿no crees? —comentó Fenella.

—Como es lógico, requiere cierto esfuerzo de interpretación —contesté—. ¿No esperarás que la solución sea evidente a primera vista?

La señora Skillicorn los interrumpió para ofrecerles algo de cenar, sugerencia que ellos aceptaron agradecidos.

—¿Y sería tan amable de prepararnos café? —rogó Fenella—. Mucho café, y muy cargado.

La señora Skillicorn les sirvió una excelente cena, tras la cual apareció una gran jarra de café.

—Y ahora manos a la obra —propuso Fenella.

—En primer lugar, conviene saber en qué dirección buscar —dije—. El plano, por lo que se ve, señala claramente hacia el noreste de la isla.

—Eso parece. Consultemos el mapa.

Estudiamos el mapa con atención.

—Todo depende de cómo se interprete —observó Fenella, volviendo sobre el plano—. ¿Representa la cruz el tesoro? ¿O es una iglesia o algo semejante? Debería haber alguna regla.

—Eso lo simplificaría demasiado.

—Sí, supongo. ¿Y por qué hay líneas a un lado del círculo y no al otro?

—No lo sé —respondí.

—¿Hay algún otro mapa por aquí?

Nos hallábamos en la biblioteca. Había varios mapas excelentes y también guías de la isla. Encontramos asimismo un libro sobre el folklore y otro sobre la historia de la isla. Leímos todo el material. Finalmente elaboramos una posible teoría.

—En apariencia, concuerda —dijo Fenella por fin—. En ninguna otra parte se da una coincidencia así.

—En todo caso, vale la pena intentarlo —contesté—. No creo que podamos hacer nada más por esta noche. Mañana temprano alquilaremos un coche e iremos a probar suerte.

—Ya es mañana —puntualizó Fenella—. ¡Son las dos y medía! ¡Qué horas!

Al amanecer estábamos ya en la carretera. Habíamos alquilado un coche sin conductor por una semana. Fenella se animaba por momentos a medida que avanzábamos por la excelente carretera, kilómetro tras kilómetro.

—Si no fuese por los otros dos, ¡qué divertido sería esto! —comentó—. Aquí es donde se corría originalmente el Derby, ¿no? Antes de que lo trasladasen a Epsom. Resulta extraño, sí te paras a pensarlo.

Señalé hacia una granja y dije:

—Ahí debe de estar, si es verdad lo que dicen, el pasadizo secreto que cruza bajo el mar hasta la otra isla.

—¡Qué divertido! Me encantan los pasadizos secretos, ¿a ti no? Nos acercamos, Juan. Estoy muy nerviosa. ¡Mira que si hemos acertado!

Al cabo de cinco minutos dejamos el coche.

—Todo se encuentra en la posición prevista —observó Fenella con voz trémula.

Seguimos a pie.

—Hay seis, eso coincide. Ahora veamos entre esos dos. ¿Has traído la brújula?

Cinco minutos después nos hallábamos cara a cara, mirándonos con expresión de incrédula alegría, y en la palma de mi mano sostenía una antigua caja de rapé.

¡Lo habíamos conseguido!

Al regresar a la mansión de Maughold, la señora Skillicorn nos informó de que habían llegado dos caballeros.

Un hombre alto de cabello claro y rostro rubicundo se levantó de un sillón cuando entramos en la sala.

—¿El señor Faraker y la señorita Mylecharane? Encantado de conocerlos. Soy su pariente lejano, el doctor Fayll. Interesante juego éste, ¿no?

Pese a su actitud afable y cortés, me inspiró una inmediata antipatía. Presentí que aquel hombre era peligroso. Su actitud afable era en cierto modo demasiado afable, y tenía una mirada esquiva.

—Sintiéndolo mucho, tenemos malas noticias para usted —anuncié—. La señorita Mylecharane y yo hemos descubierto ya el primer «tesoro».

Encajó bien el golpe.

—Lástima, lástima. La recogida del correo debe de ser un tanto irregular en la isla. Me he puesto en marcha en cuanto he recibido la carta.

No nos atrevimos a confesar la trampa del tío Myles.

—En todo caso, empezaremos la segunda búsqueda en igualdad de condiciones —dijo Fenella.

—Estupendo. ¿Y si vemos ya esas pistas? Las guarda, creo, la eficiente señora… esto… Skillicorn, ¿no?

—No sería justo comenzar sin el señor Corjeag —se apresuró a responder Fenella—. Debemos esperarle.

—Cierto, cierto; me olvidaba. Hay que ponerse en contacto con él cuanto antes. Yo me ocuparé de eso. Ustedes dos necesitarán seguramente un descanso.

Acto seguido se marchó. Debió de resultar difícil localizar a Ewan Corjeag, ya que el doctor Fayll no telefoneó hasta casi las once de la noche. Propuso que nos reuniésemos los cuatro en la mansión de Maughold a la mañana siguiente a las diez; él acudiría con Ewan, y la señora Skillicorn nos entregaría las pistas.

—Perfecto —contestó Fenella—. Mañana a las diez.

Nos fuimos a dormir, cansados pero contentos.

A la mañana siguiente nos despertó la señora Skillicorn, que en ese momento no presentaba su pesimista serenidad de costumbre.

—¿Qué les parece? —dijo con voz entrecortada—. ¡Han entrado ladrones en la casa!

—¿Ladrones? —exclamé con incredulidad—. ¿Se han llevado algo?

—Nada, y eso es lo más extraño. Seguramente venían por la plata, pero como está bajo llave, no han podido seguir adelante.

Fenella y yo la acompañamos al lugar del hecho, que casualmente era su propia sala de estar. Sin duda la ventana había sido forzada. Sin embargo no parecía faltar nada. Aquello resultaba bastante misterioso.

—¿No sé qué podían andar buscando? —comentó Fenella.

—No es que haya un «cofre del tesoro» escondido en la casa —dije yo con ironía. De pronto una idea pasó por mi mente y me volví hacia la señora Skillicorn—. ¡Las pistas! ¿Dónde están las pistas que debía entregarnos esta mañana?

—Sí, claro… Las tengo ahí guardadas, en el primer cajón de ese mueble. —Fue a buscarlas—. ¡Válgame Dios! ¡Aquí no hay nada! ¡Han desaparecido!

—No eran ladrones —deduje—. ¡Han sido nuestros queridos parientes!

Recordé entonces la advertencia del tío Myles respecto al peligro de comportamientos poco escrupulosos. Obviamente sabía de qué hablaba. Alguien había jugado sucio.

—¡Silencio! —dijo Fenella de repente, alzando un dedo—. ¿Qué ha sido eso?

El sonido que había atraído su atención se oyó de nuevo claramente. Era un gemido y procedía del exterior. Nos asomamos a la ventana. Crecían unos arbustos junto a aquella pared de la casa y no vimos nada; pero volvimos a oír el gemido y advertimos destrozos en algunos arbustos.

Rápidamente bajamos y rodeamos la casa. Encontramos primero una escalera de mano caída, prueba inequívoca del modo en que habían trepado hasta la ventana. Unos cuantos pasos más allá yacía un hombre.

Era joven y moreno. Obviamente estaba malherido, ya que tenía la cabeza en un charco de sangre. Me arrodillé junto a él.

—Hay que avisar a un médico enseguida. Me temo que está agonizando.

Enviaron de inmediato al jardinero en busca de un médico. Introduje la mano en el bolsillo interior de la chaqueta del herido y extraje un billetero. En él se leían las iniciales E. C.

—Ewan Corjeag —dijo Fenella.

El hombre abrió los ojos.

—Me he caído de la escalera… —susurró, y perdió de nuevo el conocimiento.

Cerca de su cabeza había una piedra de considerable tamaño y afiladas aristas manchada de sangre.

—Está bastante claro —observé—. La escalera ha resbalado y este hombre ha caído, golpeándose la cabeza contra esa piedra. Me temo que tiene las horas contadas, el pobre tipo.

—¿Eso crees? —preguntó Fenella con un peculiar tono de voz.

Pero en ese momento llegó el médico. Tras reconocerlo, nos comunicó que no albergaba grandes esperanzas respecto a su recuperación. Trasladamos a Ewan Corjeag a la casa y mandamos llamar a una enfermera para que lo atendiese. Nada podía hacerse, y le quedaba poco tiempo de vida.

En sus últimos momentos solicitaron nuestra presencia en la habitación. Cuando nos hallábamos junto a su cama, abrió los ojos y parpadeó.

—Somos sus primos Juan y Fenella —dije—. ¿Podemos hacer algo por usted?

Movió débilmente la cabeza en un gesto de negación. Un susurro salió de sus labios, y me incliné a escuchar.

—¿Quieren la pista? Yo estoy acabado. No permitan que Fayll los engañe.

—Sí —contestó Fenella—. Díganosla.

Algo parecido a una sonrisa se dibujó en su rostro.

—¿Saben qué…?

De pronto ladeó la cabeza y expiró.

—Esto no me gusta —dijo súbitamente Fenella.

—¿A qué te refieres?

—Escucha con atención, Juan. Ewan robó esas pistas; admitió que se cayó de la escalera. Si es así, ¿dónde están? Hemos registrado todos sus bolsillos. Según la señora Skillicorn, estaban en tres sobres cerrados, y esos sobres no han aparecido.

—¿Y a qué conclusión has llegado, pues? —pregunté.

—Creo que Ewan tenía un cómplice, alguien que empujó la escalera para hacerlo caer. Y por otro lado está la piedra. Ewan no cayó sobre ella por accidente. Alguien la llevó hasta allí; he encontrado la marca. Le golpearon con ella intencionadamente.

—¡Pero, Fenella, estás hablando de un asesinato!

—Así es —afirmó Fenella, muy pálida—. Ha sido un asesinato. Habrás notado que el doctor Fayll no se ha presentado esta mañana a las diez. ¿Dónde está?

—¿Crees que es él el asesino?

—Sí. Está en juego el tesoro, ya lo sabes, Juan, y es mucho dinero.

—Y no tenemos la menor idea de dónde pueda estar Fayll —dije—. Es una lástima que Ewan no acabase la frase.

—Quizás esto nos sirva de algo. Lo tenía en la mano.

Me entregó una fotografía rota.

—Probablemente es una pista —continuó Fenella—. El asesino debió de arrancársela a Ewan de la mano, sin darse cuenta de que se había dejado un trozo. Si encontrásemos la otra mitad…

—Para eso, debemos encontrar antes el segundo tesoro —dije—. Observemos la foto. Mmm. No aporta gran cosa. En medio del círculo parece haber una torre, pero es difícil identificarla.

Fenella asintió con la cabeza.

—El doctor Fayll tiene la mitad importante. El sabe dónde buscar. Tenemos que encontrar a ese hombre, Juan, y vigilarlo. Naturalmente, le ocultaremos nuestras sospechas.

—Me pregunto en qué parte de la isla estará en estos momentos. Si supiésemos…

Volví a pensar en nuestro primo agonizante. De pronto me erguí con nuevo entusiasmo.

—Fenella —dije—. ¿Ewan no era escocés?

—No, claro que no.

—¿No lo entiendes, pues? ¿No sabes a qué se refería?

—No —contestó Fenella.

Anoté unas palabras en un papel y se lo entregué.

—¿Qué es esto?

—El nombre de unos que quizá puedan ayudamos.

—Bellman y True. ¿Quiénes son? ¿Los abogados?

—No, se acercan más a lo que somos nosotros, detectives privados.

Y empecé a explicárselo.

—Ha venido a verlos el doctor Fayll —anunció la señora Skillicorn.

Nos miramos. Habían pasado veinticuatro horas. Por segunda vez habíamos concluido nuestra búsqueda con éxito. Para no llamar la atención viajamos en el autobús que iba al Snaefell.

—Me pregunto si sabe que lo vimos a lo lejos —susurró Fenella.

—Es extraordinario. De no ser por la pista de la fotografía…

—Silencio… y mucho cuidado, Juan. Debe de estar furioso con nosotros por haberle ganado la partida a pesar de todo.

Sin embargo el rostro del doctor Fayll no reflejaba el menor indicio de esa posible ira. Entró en el salón con la misma actitud afable y cortés de la otra vez, y sentí desvanecerse mi fe en la teoría de Fenella.

—¡Qué espantosa tragedia! —dijo—. Pobre Corjeag. Supongo que pretendía… en fin, jugar con ventaja. El castigo no se hizo esperar. Pero, bueno, apenas lo conocíamos, al pobre tipo. Se preguntarán por qué no aparecí ayer como habíamos quedado. Recibí un mensaje con indicaciones falsas, obra de Corjeag, supongo, y perdí el día entero para nada al otro lado de la isla. Y ahora, veo, ustedes dos han vuelto tranquilamente a casa. ¿Qué tal les fue?

No me pasó inadvertido el tono ansioso de su voz al formular la pregunta.

—Afortunadamente el primo Ewan consiguió hablar justo antes de morir —respondió Fenella.

Yo observaba atentamente a Fayll, y habría jurado que percibí cierta alarma en su mirada al oír las palabras de Fenella.

—¿Sí? ¿Y qué dijo? —preguntó.

—Nos dio una pista sobre el paradero del tesoro —explicó Fenella—. Sólo eso.

—¡Ah! Entiendo, entiendo. He vuelto a quedar al margen, veo; y sin embargo, curiosamente, también yo estuve en esa parte de la isla. Quizá me vieron deambulando por allí.

—Estábamos muy ocupados —contestó Fenella con tono de disculpa.

—Claro, claro. Debieron de tropezarse con el «tesoro» más o menos por casualidad. Un par de jóvenes con suerte. Y bien, ¿cuál es el paso siguiente? ¿Será la señora Skillicorn tan amable de darnos las nuevas pistas?

Pero, por lo visto, el tercer juego de pistas se hallaba en posesión de los abogados del tío Myles, y nos presentamos los tres en el bufete, donde nos entregaron los correspondientes sobres cerrados.

El contenido era simple: un mapa con una zona marcada y una hoja de instrucciones.

El 85 fue el año en que este lugar hizo historia.

Diez pasos desde el monumento hacia

el este, luego otros diez hacia

el norte. Desde allí mirad

al este. Dos árboles se

distinguen del resto. Trazad

un círculo a un metro del que

fue sagrado en esta tierra. Girad sobre él, y

al cabo de un momento, si no

perdéis de vista el castaño

de España, lo encontraréis.

—Da la impresión de que hoy andaremos estorbándonos todo el día —comentó el doctor Fayll.

Fiel a mi táctica de mantener una aparente cordialidad, le ofrecí llevarlo en nuestro coche, y él aceptó. Almorzamos en Port Erin e inmediatamente después iniciamos la búsqueda.

Me pregunté qué motivos habrían inducido a mi tío a dejar concretamente aquella pista en manos de sus abogados. ¿Había previsto acaso la posibilidad de un robo y resuelto que sólo una de las pistas debía caer en poder del ladrón?

Aquella tarde la búsqueda del tesoro tuvo su lado cómico. El área que debíamos rastrear era muy reducida, y nos veíamos continuamente. Nos observábamos con recelo, intentando adivinar si el rival se había adelantado o tenía una corazonada.

—Esto forma parte del plan del tío Myles —afirmó Fenella—. Quería que nos espiásemos y sufriésemos el martirio de pensar que la otra persona se nos anticipaba.

—Vamos, abordemos la cuestión de manera metódica —sugerí—. Como punto de partida, tenemos una pista clara: «El ochenta y cinco fue el año en que este lugar hizo historia». Consultemos los libros y tratemos de determinar ese lugar. Una vez que consigamos eso…

—Está mirando en aquel seto —me interrumpió Fenella—. ¡Dios, no lo resisto! Si lo ha encontrado…

—Atiéndeme —insistí con firmeza—. Sólo hay una manera de resolver esto: la manera correcta.

—En la isla hay muy pocos árboles, así que sería más sencillo buscar un castaño —propuso Fenella.

Prefiero no hablar de la hora siguiente. Empezábamos a sucumbir al calor y el desánimo, y sin cesar nos atormentábamos con la idea de que Fayll podía salir airoso y nosotros derrotados.

—Recuerdo una novela policíaca —comenté— en la que un personaje sumergía una hoja de papel escrita en un baño de ácido y aparecían otras palabras.

—¿Acaso crees…? ¡Pero nosotros no tenemos ácido!

—Dudo que el tío Myles nos atribuyese grandes conocimientos de química. Pero otro método es el calor vulgar y corriente…

Doblamos la esquina de un seto y nos ocultamos detrás. Rápidamente amontoné unas cuantas ramitas y les prendí fuego. Acerqué el papel a las llamas lo máximo posible y de inmediato comenzaron a formarse unos caracteres al pie de la hoja. Aparecieron sólo dos palabras.

—«Estación Kirkhill» —leyó Fenella.

En ese preciso momento Fayll dobló la esquina del seto. No pudimos adivinar si nos había oído o no; su rostro era inescrutable.

—Pero, Juan, no existe ninguna estación de Kirkhill —dijo Fenella cuando nos hubimos alejado, extendiendo simultáneamente el mapa.

—No —contesté, examinando el mapa—, pero mira esto.

Tracé una línea con un lápiz.

—¡Claro! —dijo Fenella—. Y en algún punto de esa línea…

—Precisamente.

—Ojalá supiésemos el punto exacto.

Me asaltó entonces una segunda inspiración.

—¡Lo sabemos! —afirmé, y cogí de nuevo el lápiz—. ¡Fíjate!

Fenella lanzó una exclamación.

—Es absurdo y maravilloso a la vez —dijo—. ¡Qué manera de engañarnos!

El tío Myles había sido sin duda un anciano ingenioso.

Había llegado el momento de la última pista. Ésta, nos comunicó el abogado, no se hallaba en su poder. La recibiríamos por correo en respuesta a una tarjeta postal que él mismo enviaría. No estaba autorizado a facilitarnos más información.

Nada llegó, no obstante, en la mañana prevista, y Fenella y yo nos desesperamos pensando que de algún modo Fayll había conseguido interceptar nuestra carta. Sin embargo al día siguiente, cuando por fin la recibimos, supimos la causa de la misteriosa demora y se disiparon nuestros temores. La remitente, persona al parecer de escasa cultura, explicaba en una nota:

Estimado señor o señora:

Perdone el retraso pero e estado echa un lio pero ahora ago como el señor Mylecharane me pidió no se porque y le envió este escrito entregado a mi familia ace muchos años.

muy agradecida,

MARY KERRUISH.

—Lleva matasellos de Bride —comenté—. Leamos ahora el «escrito entregado a mi familia».

Sobre una roca un cartel veréis.

Oh, decidme qué sentido

puede eso tener. Bien, primero (A), cerca

encontraréis, de pronto, la luz

que buscáis; luego (B), una

casa —una cabaña con tejado de paja—, y no muy lejos

un tortuoso camino. Sólo eso os digo.

—No es justo empezar por una roca —protestó Fenella—. Hay rocas por todas partes. ¿Cómo vamos a saber cuál tiene un cartel?

—Si lográsemos determinar la zona —respondí—, sería relativamente fácil encontrar la roca. Debe de haber en ella alguna marca que señale en determinada dirección, y si seguimos en esa dirección descubriremos algo escondido que arrojará luz sobre el paradero del tesoro.

—Probablemente tienes razón —dijo Fenella.

—Eso es la parte A. La nueva pista incluirá algún dato que nos permita llegar a B, la cabaña. Y el tesoro estará oculto en algún punto del camino que pasa junto a la cabaña. Pero primero obviamente debemos encontrar A.

Debido a la dificultad del paso inicial, el último problema planteado por el tío Myles resultó un auténtico rompecabezas. A Fenella corresponde el mérito de haberlo resuelto, y aun así debe decirse que tardó casi una semana. De vez en cuando coincidíamos con Fayll en nuestra búsqueda de zonas rocosas, pero era un área muy extensa.

Cuando por fin realizamos nuestro descubrimiento, ya anochecía. Era demasiado tarde, aduje, para emprender el camino hacia el lugar en cuestión. Fenella discrepó.

—¿Y si Fayll también lo averigua? —dijo—. ¿Y si nosotros esperamos hasta mañana y él sale hacia allí esta misma noche? Entonces nos daremos con la cabeza en las paredes.

De repente se me ocurrió una idea magnífica.

—Fenella, ¿aún crees que Fayll asesinó a Ewan Corjeag? —pregunté.

—Sí.

—En ese caso quizá sea ésta nuestra oportunidad de hacerle pagar por su crimen.

—Sólo de pensar en ese hombre me dan escalofríos —dijo Fenella—. Es la maldad en persona. Cuéntame tu plan.

—Anunciaremos que sabemos dónde está A. Luego nos pondremos en marcha hacia allí. Te apuesto lo que quieras a que nos sigue. Es un lugar solitario, justo lo que le conviene. Si fingimos haber encontrado el tesoro, se pondrá en evidencia.

—¿Y entonces?

—Y entonces —respondí— se llevará una pequeña sorpresa.

Era casi medianoche. Habíamos dejado el coche a cierta distancia y avanzábamos con sigilo junto a la pared. Fenella alumbraba el camino con una potente linterna. Yo llevaba un revólver. No estaba dispuesto a correr riesgos.

De pronto Fenella se detuvo y dejó escapar un grito ahogado.

—Mira, Juan —dijo—. Le hemos encontrado. Por fin.

Permanecí desprevenido por un momento. Luego me volví instintivamente… pero era ya demasiado tarde. Fayll se hallaba a unos seis pasos de nosotros y nos apuntaba con un revólver.

—Buenas noches —dijo—. Esta vez he ganado yo. Entréguenme el tesoro, si son tan amables.

—¿Quiere que le entregue también otra cosa? —pregunté—. ¿Media fotografía que encontré en la mano de un hombre agonizante? Si no me equivoco, usted tiene la otra mitad.

Le tembló la mano.

—¿De qué habla? —gruñó.

—Se ha descubierto la verdad —dije—. Usted y Corjeag actuaron de común acuerdo. Usted empujó la escalera y le golpeó la cabeza con una piedra. La policía es más inteligente de lo que imagina, doctor Fayll.

—Así que la policía ya lo sabe, ¿eh? Pues si me han de colgar, que sea por tres asesinatos, y no sólo por uno.

—Al suelo, Fenella —grité, y en ese mismo instante se oyó la sonora detonación de su revólver.

Caímos los dos entre los brezos, y antes de que Fayll tuviese ocasión de disparar nuevamente varios agentes de uniforme salieron de detrás de la pared donde se habían escondido. Al cabo de unos minutos se llevaban a Fayll esposado.

Abracé a Fenella.

—Lo sabía —susurró con voz trémula.

—Cariño, era demasiado arriesgado —dije—. Podría haberte matado.

—Pero no lo ha conseguido. Y ahora ya sabemos dónde está el tesoro.

—¿Lo sabemos?

—Yo sí. Mira. —Escribió una palabra—. Iremos a buscarlo mañana. Allí no puede haber muchos sitios donde esconderlo, supongo.

Era mediodía.

—¡Eureka! —exclamó Fenella—. La cuarta caja de rapé. Ya las tenemos todas. El tío Myles se alegraría. Y ahora…

—Ahora —la interrumpí— nos casaremos y viviremos felices para siempre.

—Viviremos en la isla de Man —decidió Fenella.

—Y gracias al oro de Man —añadí, y me eché a reír a carcajadas de pura felicidad.