Las palabras componían un sugerente titular, y así se lo dije a mi amigo, Hércules Poirot. Yo no conocía a ninguna de las partes implicadas. Por tanto, no sentía por aquello más que el desapasionado interés propio del hombre de la calle. Poirot coincidió conmigo.

—Sí, posee el sabor de lo oriental, de lo misterioso. El arcón bien podría ser una de esas falsas antigüedades que venden en Tottenham Court Road; aun así, el periodista a quien se le ocurrió llamarlo «arcón de Bagdad» tuvo una feliz inspiración. También la palabra «misterio» aparece acertadamente colocada en yuxtaposición, aunque, según parece, el caso entraña poco misterio.

—En efecto. Se trata de un asunto horrendo y macabro, pero no misterioso.

—La idea misma resulta repugnante —comenté. Me puse en pie y empecé a pasearme de un lado a otro—. El asesino mata a ese hombre, su amigo, esconde el cadáver en el arcón, y media hora más tarde baila en esa misma sala con la esposa de la víctima. ¡Increíble! Si esa mujer hubiese imaginado por un segundo…

—Cierto —dijo Poirot pensativamente—. Ése tan cacareado don, la intuición femenina, parece que en este caso ha fallado.

—Por lo visto, la fiesta continuó alegremente —proseguí con un ligero escalofrío—. Y mientras bailaban y jugaban al póquer había un hombre muerto allí mismo con ellos. La idea daría para escribir una obra de teatro.

—Ya se ha escrito —informó Poirot. Luego añadió amablemente—: Pero consuélese, Hastings. Que un tema haya sido utilizado ya una vez no es razón para no volverlo a utilizar. Escriba su obra.

Yo había cogido el periódico y examinaba la borrosa reproducción de una fotografía.

—Debe de ser una mujer hermosa —comenté lentamente—. Incluso viéndola aquí, puede uno formarse una idea.

Bajo la fotografía se leía:

UN RETRATO RECIENTE DE LA SEÑORA CLAYTON, LA ESPOSA DEL HOMBRE ASESINADO

Poirot me quitó el periódico de las manos.

—Sí —afirmó—. Es hermosa. Sin duda es una de esas mujeres nacidas para atormentar las almas de los hombres. —Lanzando un suspiro, me devolvió el periódico—. Dieu merci, yo no poseo un temperamento apasionado. Gracias a eso me he librado de muchas situaciones comprometidas.

Creo recordar que no hablamos más del caso. Poirot no mostró especial interés en aquel momento. Las circunstancias eran tan claras y la ambigüedad tan mínima que no podía decirse mucho más.

Los señores Clayton y el mayor Rich eran amigos desde hacía años. El día en cuestión, el 10 de marzo, los Clayton estaban invitados a pasar la velada con el mayor Rich. Sin embargo, alrededor de las siete y media, Clayton explicó a otro amigo, un tal mayor Curtiss, con quien tomaba una copa, que había surgido un imprevisto y debía trasladarse inmediatamente a Escocia. Partiría en el tren de las ocho.

—Tengo el tiempo justo para pasar por allí y explicárselo al bueno de Jack —continuó Clayton—. Marguerita irá, por supuesto. Lo siento, pero Jack lo comprenderá.

El señor Clayton cumplió lo prometido. Llegó al piso del mayor Rich a eso de las ocho menos veinte. El mayor había salido, pero su criado, que conocía bien al señor Clayton, le sugirió que entrase y esperase. El señor Clayton contestó que no tenía tiempo, pero entraría un momento a escribir una nota. Añadió que iba camino de la estación para tomar un tren.

El criado, pues, lo acompañó a la sala de estar.

Unos cinco minutos después el mayor Rich, que debía de haber entrado sin ser oído por el criado, abrió la puerta de la sala de estar, llamó al criado y le pidió que saliese a comprarle tabaco. A su regreso, el criado entregó el tabaco a su señor, que en ese momento se hallaba solo en la sala de estar. El criado, lógicamente, pensó que el señor Clayton se había marchado.

Los invitados no tardaron en llegar. Formaban el grupo la señora Clayton, el mayor Curtiss y los señores Spence. Pasaron la velada bailando al compás de la música del gramófono y jugando al póquer. Los invitados se fueron poco después de las doce.

A la mañana siguiente el criado, cuando se disponía a limpiar la sala de estar, se sobresaltó al advertir una mancha oscura en la alfombra, debajo y enfrente de un mueble que el mayor Rich había traído de Oriente y llamaban el arcón de Bagdad.

Instintivamente el criado levantó la tapa del arcón y, horrorizado, vio dentro el cadáver doblado de un hombre con una puñalada en el corazón.

Aterrorizado, salió corriendo del piso y fue a buscar al policía más cercano. El muerto resultó ser el señor Clayton. La detención del mayor Rich se efectuó poco después. Al parecer, la defensa del mayor consistió en negarlo todo obstinadamente. Según él, no había visto al señor Clayton la noche anterior y no supo de su viaje a Escocia hasta que le informó la señora Clayton.

A eso se reducían los hechos. Naturalmente abundaban las insinuaciones e indirectas. Se ponía tal énfasis en la estrecha amistad e íntima relación entre el mayor Rich y la señora Clayton, que sólo un necio habría sido incapaz de leer entre líneas. El motivo del crimen se daba a entender claramente.

Los años de experiencia me han enseñado a considerar siempre la posibilidad de la calumnia infundada. Atendiendo a las pruebas, el supuesto motivo podía no existir siquiera. Alguna otra razón podía haber precipitado el desenlace. Pero un dato parecía claro: Rich era el asesino.

Como decía, el asunto podría haber terminado ahí, de no ser porque casualmente esa noche Poirot y yo teníamos que asistir a una fiesta ofrecida por lady Chatterton.

Poirot, pese a abominar de los compromisos sociales y proclamar su pasión por la soledad, en realidad disfrutaba enormemente de aquellas ocasiones. Convertido en el centro de atención y tratado como un gran personaje, se sentía a sus anchas.

A veces ronroneaba literalmente de satisfacción. Lo he visto recibir sin inmutarse los más vergonzosos halagos como si formase parte de sus obligaciones, y lo he oído hablar con tal engreimiento que apenas soporto la idea de poner por escrito sus palabras.

En más de una ocasión hemos discutido al respecto.

—Pero, amigo mío, yo no soy anglosajón. ¿Por qué habría de adoptar una actitud hipócrita? Sí, sí, eso es lo que ustedes hacen, todos ustedes. El aviador que ha conseguido realizar un vuelo difícil, el campeón de tenis…, todos se miran la nariz y susurran inaudiblemente que «no ha sido nada». Pero ¿es eso lo que piensan? Ni por un instante. Admirarían la hazaña en otra persona, y por tanto, como hombres razonables que son, la admiran en sí mismos. Sin embargo su educación les impide decirlo. Yo no soy así. El talento que poseo lo elogiaría en otro. Da la casualidad de que en mi trabajo no tengo rival. ¡C’est dommage! Así las cosas, admito con entera libertad y sin hipocresía que soy un gran hombre. Poseo el orden, el método y la psicología en un grado poco común. ¡Soy, de hecho, Hércules Poirot! ¿Por qué voy a sonrojarme y balbucear y decir en voz baja que soy estúpido? Faltaría a la verdad.

—Sin duda hay un único Hércules Poirot —reconocí, no sin cierta malicia, que a Poirot afortunadamente le pasó inadvertida.

Lady Chatterton era una de las más fervientes admiradoras de Poirot. A partir de la misteriosa conducta de un pequinés, Poirot había descubierto una serie de hechos que llevaron hasta un renombrado ladrón y allanador de moradas. Desde entonces lady Chatterton no le escatimaba halagos.

Ver a Poirot en una fiesta era todo un espectáculo. Su impecable traje de etiqueta, la exquisita colocación de su corbata blanca, la exacta simetría de su cabello a ambos lados de la raya, el lustre de la gomina y el atormentado esplendor de su famoso bigote se combinaban para crear el perfecto retrato de un dandi inveterado. En momentos así era difícil tomar en serio a aquel hombrecillo.

Eran alrededor de las once y media cuando lady Chatterton se acercó a nosotros, arrancó limpiamente a Poirot de un grupo de admiradores y se lo llevó de allí; conmigo a remolque, ni que decir tiene.

—Quiero que suba al piso de arriba y entre en mi salita privada —dijo lady Chatterton con visible ansiedad tras alejarnos lo suficiente para que ningún otro invitado la oyese—. Ya sabe dónde es, monsieur Poirot. Encontrará allí a una persona que necesita su ayuda desesperadamente… y usted la ayudará, lo sé. Es una de mis mejores amigas, así que no se niegue. —Nos guiaba con paso enérgico mientras hablaba. Finalmente abrió una puerta y exclamó—: Lo he traído, Marguerita, cariño. Y hará lo que le pidas. Ayudará a la señora Clayton, ¿verdad, monsieur Poirot?

Y dando por sentada la respuesta, se retiró con el mismo brío que caracterizaba todos sus movimientos.

La señora Clayton estaba sentada en una silla junto a la ventana. Se puso en pie y se aproximó a nosotros. Vestida de riguroso luto, el negro mate de la ropa realzaba la blancura de su tez. Era una mujer de singular belleza, y tenía un aire de ingenuidad infantil que hacía irresistible su encanto.

—Alice Chatterton es un ángel —dijo—. Esto ha sido idea de ella. Me ha asegurado que usted me ayudaría, monsieur Poirot. Naturalmente no sé si está dispuesto o no…, pero confío en que acceda.

La señora Clayton había tendido la mano, y Poirot se la había estrechado. Sin soltarla, escrutó por un momento a la mujer. Su detenida observación no resultaba en absoluto ofensiva. Podía compararse a la cordial pero escrutadora mirada de un médico famoso a un nuevo paciente al verlo entrar en su consulta.

—¿Está usted segura de que puedo ayudarla, madame? —preguntó por fin.

—Eso dice Alice.

—Sí, pero yo se lo pregunto a usted, madame.

Tenues manchas de rubor aparecieron en sus mejillas.

—No entiendo su pregunta.

—¿Qué es lo que quiere que yo haga, madame?

—¿Sabe… sabe quién soy?

—Por supuesto —contestó Poirot.

—Entonces imaginarán ya lo que voy a pedirles, monsieur Poirot, capitán Hastings. —Me complació que conociese mi identidad—. El mayor Rich no mató a mi marido.

—¿Por qué no?

—¿Cómo dice?

Poirot sonrió al advertir la leve turbación de la señora Clayton.

—He dicho: ¿por qué no? —repitió.

—No sé si acabo de entenderlo.

—Sin embargo, es muy sencillo. La policía, los abogados… todos le harán la misma pregunta: ¿Por qué mató el mayor Rich al señor Clayton? Yo le pregunto lo contrario, madame: ¿Por qué el mayor Rich no mató al señor Clayton?

—¿Quiere saber… por qué estoy tan segura? Pues… porque lo sé. Conozco muy bien al mayor Rich.

—Conoce muy bien al mayor Rich —repitió Poirot con tono neutro.

Una llamarada cubrió sus mejillas.

—Sí, eso es lo que dirán… lo que pensarán… ¡Ya lo sé!

C’est vrai. Eso es lo que le preguntarán: ¿Cómo de bien conoce al mayor Rich? Quizá conteste usted la verdad; quizá mienta. Para una mujer es necesario mentir; es una buena arma. Pero hay tres personas, madame, a las que una mujer debe decir la verdad: su confesor, su peluquera y su detective privado… si confía en él. ¿Confía en mí, madame?

Marguerita Clayton respiró hondo.

—Sí, confío en usted —respondió. Puerilmente añadió—: Debo confiar.

—En ese caso, contésteme. ¿Cómo de bien conoce al mayor Rich?

La señora Clayton lo miró por un momento en silencio. Por fin alzó la barbilla en un gesto de desafío.

—Responderé a su pregunta. Me enamoré de Jack en cuanto lo vi, hace dos años. Últimamente creo… casi con total seguridad… que también él se ha enamorado de mí. Pero no se ha declarado.

—¡Epatant! —exclamó Poirot—. Me ha ahorrado usted un buen cuarto de hora yendo al grano sin el menor rodeo. Es usted una mujer juiciosa. Vayamos ahora a su marido. ¿Sospechaba él de sus sentimientos hacia el mayor?

—No lo sé —contestó lentamente Marguerita—. Últimamente quizás. Había cambiado de actitud. Pero tal vez eso sean sólo imaginaciones mías.

—¿Nadie más lo sabía?

—Creo que no.

—Y… discúlpeme, madame… ¿amaba usted a su marido?

Muy pocas mujeres, pienso, responderían a esa pregunta con la franqueza y sencillez de la señora Clayton. En general, tenderían a justificar sus sentimientos.

Marguerita Clayton dijo simplemente:

—No.

—Bien. Ya sabemos a qué atenernos. Según usted, madame, el mayor Rich no mató a su marido. Sin embargo, como bien sabe, todas las pruebas indican lo contrario. ¿Tiene constancia, personalmente, de que alguna de esas pruebas carece de validez?

—No.

—¿Cuándo le comunicó su marido que viajaría a Escocia?

—Después de comer. Dijo que era un engorro, pero tenía que ir. Por algo relacionado con el precio de la tierra, comentó.

—¿Y luego?

—Se marchó… a su club, creo. No… no volví a verlo.

—Hablemos ahora del mayor Rich. ¿Cómo se comportó aquella noche? ¿Como de costumbre?

—Sí, eso creo.

—¿No está segura?

Marguerita arrugó la frente.

—Lo noté… un poco cohibido. Conmigo, no con los demás. Pero me pareció adivinar a qué se debía. ¿Me comprende? Estoy segura de que ese cohibimiento o… o quizá sea más exacto decir ensimismamiento, no tenía nada que ver con Edward. Se sorprendió al enterarse de que Edward se había ido a Escocia, pero no de una manera exagerada.

—¿Y no recuerda ninguna otra cosa fuera de lo común en relación con aquella noche?

Marguerita reflexionó.

—No, nada en absoluto.

—¿Se… se fijó en el arcón?

Movió la cabeza en un trémulo gesto de negación.

—Ni siquiera lo recuerdo. Jugamos al póquer casi todo el tiempo.

—¿Quién ganó?

—El mayor Rich. Yo tuve muy mala suerte, y el mayor Curtiss también. Los Spence ganaron un poco; pero el principal ganador de la noche fue el mayor Rich.

—¿A qué hora terminó la velada?

—A eso de las doce y media, creo. Nos marchamos todos juntos.

—¡Ah!

Poirot se quedó en silencio, absorto en sus pensamientos.

—Lamento no poder darle más información —se disculpó la señora Clayton—. Sé que no le he dicho gran cosa.

—Sobre el presente, no. Pero ¿qué puede decirme del pasado, madame?

—¿El pasado?

—Sí. ¿No se produjeron incidentes en el pasado?

La señora Clayton se ruborizó.

—¿Se refiere a aquel horrible individuo que se suicidó? No fue culpa mía, monsieur Poirot. De verdad.

—No es ese incidente en el que yo estaba pensando.

—¿Aquel duelo absurdo, pues? Pero los italianos se baten en duelo. Me alegré mucho de que aquel hombre no resultase muerto.

—Debió de ser un alivio para usted —convino Poirot con severidad.

La señora Clayton lo miraba con recelo. Poirot se acercó y le cogió la mano.

—Yo no me batiré en duelo por usted, madame —dijo—. Pero haré lo que me ha pedido. Descubriré la verdad. Y confiemos en que sus instintos sean acertados, y la verdad sea para usted una ayuda y no un perjuicio.

Interrogamos en primer lugar al mayor Curtiss. Era un hombre de unos cuarenta años, porte militar, cabello muy oscuro y rostro bronceado. Tanto él como el mayor Rich conocían a los Clayton desde hacía años. Confirmó la información ofrecida por la prensa.

Clayton y él habían tomado una copa en el club poco antes de las siete y media, y Clayton le había anunciado su intención de pasar por el piso del mayor Rich camino de Euston.

—¿Notó algo especial en el comportamiento del señor Clayton? ¿Estaba deprimido o alegre?

El mayor se detuvo a pensar. Era un hombre de habla parsimoniosa.

—Lo encontré bastante animado —respondió por fin.

—¿No mencionó alguna desavenencia entre él y el mayor Rich?

—¡No, por Dios! Eran buenos amigos.

—¿No se oponía a… la amistad entre su esposa y el mayor Rich?

Un intenso rubor cubrió el rostro del mayor.

—Ya veo que han leído esos condenados periódicos, con sus insinuaciones y mentiras. Claro que no se oponía. Pero si incluso me dijo: «Marguerita irá, por supuesto».

—Entiendo. Hablemos ahora de la velada. ¿El comportamiento del mayor Rich fue también el habitual?

—Yo no noté ninguna diferencia.

—¿Y madame? Ella actuó también como siempre.

—Bueno —contestó el mayor—, ahora que lo pienso, estuvo muy callada, ¿sabe? Pensativa y distante.

—¿Quién llegó primero?

—Los Spence. Estaban ya allí cuando yo llegué. De hecho, yo pasé a buscar a la señora Clayton por su casa, pero ya había salido. Así que llegué con retraso.

—¿Y en qué se entretuvieron? ¿Bailaron? ¿Jugaron a las cartas?

—Un poco de cada. Primero bailamos.

—¿Eran cinco personas?

—Sí, pero no importaba, porque yo no bailo. Yo ponía los discos y los demás bailaban.

—¿Quién bailó más con quién?

—Pues la verdad es que a los Spence les gusta bailar juntos. Son unos entusiastas del baile…, conocen pasos complicados y esas cosas.

—¿Así que la señora Clayton bailó principalmente con el mayor Rich?

—Supongo.

—¿Y luego jugaron al póquer?

—Sí.

—¿Y cuándo se despidieron?

—Ah, bastante pronto. Poco después de las doce.

—¿Se marcharon todos juntos?

—Sí. De hecho, compartimos un taxi. Primero se bajó la señora Clayton, luego yo, y los Spence siguieron hasta Kensington.

A continuación visitamos a los señores Spence. Sólo encontramos en casa a la señora Spence, pero su versión de lo ocurrido durante la velada coincidió con la del mayor Curtiss, salvo por cierta causticidad al referirse a la suerte del mayor Rich en las cartas.

Unas horas antes Poirot había mantenido una conversación telefónica con el inspector Japp de Scotland Yard. Por consiguiente, cuando llegamos al piso del mayor Rich, su criado, Burgoyne, nos esperaba.

El testimonio del criado fue claro y preciso.

El señor Clayton llegó allí a las ocho menos veinte. Por desgracia, el mayor Rich acababa de salir hacía un minuto. El señor Clayton dijo que no podía esperar, porque debía tomar un tren, pero dejaría una nota. Por tanto, entró en la sala de estar para escribirla. Burgoyne no oyó entrar a su señor, ya que estaba preparándole el baño, y el mayor Rich lógicamente abrió la puerta con su propia llave. En su opinión, pasaron unos diez minutos hasta que su señor lo llamó y lo mandó a comprar tabaco. No, no entró en la sala de estar. El mayor Rich le hizo el encargo desde la puerta. Regresó con el tabaco al cabo de cinco minutos, y esta vez sí entró en la sala de estar, donde sólo se hallaba su señor, fumando de pie junto a la ventana. Su señor le preguntó si el baño estaba preparado y, al ser informado de que en efecto estaba a punto, fue a bañarse. Él, Burgoyne, no mencionó la visita del señor Clayton, dando por sentado que su señor lo había encontrado en la sala y lo había acompañado él mismo a la salida. Aquella noche su señor se comportó exactamente igual que cualquier otra. Tomó su baño, se cambió de ropa, y poco después llegaron los señores Spence, seguidos por el mayor Curtiss y la señora Clayton.

En ningún momento se le ocurrió pensar, explicó Burgoyne, que el señor Clayton podía haberse marchado antes de regresar su señor. De haber sido así, el señor Clayton habría cerrado la puerta de entrada con un golpe, y eso sin duda, aseguró el criado, lo habría oído.

Con el mismo tono impersonal, Burgoyne prosiguió con el hallazgo del cadáver. Por primera vez centré mi atención en el fatídico arcón. Se trataba de un mueble de considerable tamaño, adosado a la pared junto al armario del gramófono. Era de una madera oscura y estaba profusamente tachonado de clavos. La tapa se abría con extrema facilidad. Contemplé el interior y me estremecí. Pese a que había sido sometido a una limpieza exhaustiva, quedaban aún siniestras manchas.

De pronto Poirot profirió una exclamación.

—¿Y esos orificios…? —observó—. ¡Qué curioso! Se diría que son recientes.

Los orificios en cuestión atravesaban el panel posterior del arcón hasta la pared. Había tres o cuatro, todos de unos cinco milímetros de diámetro, y en efecto parecían recién perforados.

Poirot se inclinó para examinarlos y luego lanzó una mirada interrogativa al criado.

—Curioso por cierto, señor. No recuerdo haber visto antes esos orificios, aunque quizás estaban y no me había fijado en ellos.

—No tiene importancia —dijo Poirot.

Cerró la tapa del arcón y retrocedió unos pasos hasta hallarse de espaldas contra la ventana.

—Dígame —preguntó de pronto—. Cuando trajo el tabaco a su señor aquella noche, ¿notó algo fuera de su sitio en la sala?

Burgoyne vaciló por un instante. Luego, con cierta renuencia, contestó:

—Es curioso que pregunte eso, señor. Y ahora que lo menciona, sí había algo cambiado de sitio, ese biombo colocado ante la puerta del dormitorio para evitar la corriente de aire. Estaba un poco desplazado a la izquierda.

—¿Así? —dijo Poirot, plantándose en un abrir y cerrar de ojos junto al biombo y tirando de él. Era de piel teñida, una hermosa pieza. Tapaba parcialmente el arcón, y cuando Poirot lo ajustó, lo ocultó por completo.

—Exacto, señor —dijo el criado—. Estaba justo ahí.

—¿Y a la mañana siguiente?

—Seguía en esa posición. Lo recuerdo. Al apartarlo, vi la mancha. La alfombra se retiró para limpiarla. Por eso ahora la madera del suelo está al descubierto.

Poirot asintió con la cabeza.

—Entiendo —dijo—. Muchas gracias.

Colocó un crujiente trozo de papel en la mano del criado.

—Gracias, señor.

Cuando salimos a la calle, pregunté:

—Poirot, en cuanto al detalle del biombo, ¿es un punto en favor de Rich?

—Es un punto más en contra de él —respondió Poirot con pesar—. El biombo ocultaba el arcón, y también la mancha de la alfombra. Tarde o temprano la sangre tenía que filtrarse a través de la madera y manchar la alfombra. El biombo evitaba de momento el descubrimiento. Sí…, pero hay algo que no encaja. El criado, Hastings, el criado.

—¿Qué ocurre con el criado? Parecía un hombre muy inteligente.

—Usted lo ha dicho: muy inteligente. ¿Cómo es posible, pues, que el mayor Rich no previese que el criado descubriría el cadáver a la mañana siguiente? Inmediatamente después del crimen no tenía tiempo para nada, por supuesto. Esconde el cadáver en el arcón, coloca el biombo delante, y deja pasar la velada confiando en la suerte. Pero ¿y después de irse los invitados? Entonces obviamente sí dispone de tiempo para deshacerse del cadáver.

—Quizá tenía la esperanza de que el criado no notase la mancha —sugerí.

—Eso, mon ami, es absurdo. Una alfombra manchada es lo primero que nota un buen criado. Y, sin embargo, el mayor Rich, en lugar de tomar medidas, se acuesta en su cama y duerme plácidamente toda la noche. Asombrosa e interesante actitud la suya.

—Curtiss podría haber visto la mancha esa misma noche mientras cambiaba los discos —observé.

—Es improbable. El biombo debía de proyectar una oscura sombra justo sobre ese rincón. No, pero empiezo a vislumbrar algo. Sí, vagamente empiezo a vislumbrar algo.

—A vislumbrar, ¿qué?

—La posibilidad, digamos, de una explicación alternativa —contestó Poirot—. Puede que nuestra próxima visita arroje luz sobre el asunto.

Visitamos a continuación al médico que examinó el cadáver. Su testimonio fue una simple recapitulación de lo que ya había puesto por escrito en su informe.

La víctima presentaba una herida en el corazón, producida por un cuchillo largo y fino semejante a un estilete. El cuchillo seguía clavado en el cuerpo. La muerte había sido instantánea. El cuchillo pertenecía al mayor Rich y solía estar sobre su escritorio. No se advertían huellas en la empuñadura. El médico deducía que había sido limpiado posteriormente o manipulado con un pañuelo. En cuanto a la hora, cabía pensar que el asesinato se había cometido entre las siete y las nueve.

—¿No podría haber muerto después de medianoche, por ejemplo? —preguntó Poirot.

—No. Imposible —respondió el médico—. A las diez como mucho, pero más probablemente entre siete y media y ocho.

Cuando regresamos a casa, Poirot dijo:

—Hay una segunda hipótesis admisible. Me pregunto si ha caído usted en la cuenta, Hastings. Para mí, es evidente, y sólo necesito conocer un último detalle para resolver definitivamente el caso.

—Estoy perdido —contesté—. No sé a qué se refiere.

—Esfuércese, Hastings. Esfuércese.

—Muy bien —dije—. A las ocho menos veinte Clayton está vivo y en perfecto estado. La última persona que lo vio con vida es Rich…

—O eso suponemos.

—¿Y no es así acaso?

—Olvida, mon ami, que el mayor Rich lo niega —repuso Poirot—. Ha declarado explícitamente que Clayton ya se había ido cuando él llegó.

—Pero el criado sostiene que habría oído marcharse a Clayton por el golpe de la puerta. Además, si Clayton se fue, ¿cuándo volvió? No pudo ser después de medianoche, porque el médico ha establecido de manera concluyente que para entonces llevaba ya dos horas muerto como mínimo. Eso sólo deja una posibilidad alternativa.

—¿Sí, mon ami?

—Que en los cinco minutos que Clayton estuvo solo en la sala, llegase otra persona y lo matase. Pero ahí cabe plantear la misma objeción. Sólo alguien con llave podía entrar sin que el criado se enterase, e igualmente el asesino, al salir, habría cerrado de golpe, con lo cual el criado lo habría oído.

—Exactamente —dijo Poirot—. Y por tanto…

—Y por tanto… nada —admití—. No veo otra solución.

—Es una lástima —masculló Poirot—. Y el caso es que está muy claro, tan claro como los ojos azules de madame Clayton.

—De verdad cree…

—Yo no creo nada… hasta que consiga demostrarlo. Una insignificante prueba más me convencerá.

Descolgó el auricular del teléfono y se puso en contacto con Japp en Scotland Yard.

Veinte minutos después nos hallábamos ante unos cuantos objetos diversos esparcidos sobre una mesa. Procedían de los bolsillos de la víctima.

Había un pañuelo, un puñado de calderilla, un billetero con tres libras y diez chelines, un par de facturas y una ajada fotografía de Marguerita Clayton. Completaban las pertenencias de la víctima una navaja de bolsillo, un lápiz de oro y una pesada herramienta de madera.

En esta última se concentró Poirot. La desenroscó y cayeron varias cuchillas de pequeño tamaño.

—Fíjese, Hastings, una barrena y todo lo demás. Con esto podrían hacerse varios agujeros en el arcón en cuestión de minutos.

—¿Aquellos agujeros que hemos visto?

—Exacto.

—¿Quiere decir que fue el propio Clayton quien perforó el arcón? —pregunté.

—¡Mais, oui… mais, oui! ¿Qué le sugerían esos agujeros? No servían para mirar a través, porque estaban en la parte trasera del arcón. ¿Para qué eran, pues? Obviamente para respirar. Pero uno no hace respiraderos para un cadáver, así que no podían ser obra del asesino. Esos orificios indican sólo una cosa: que alguien pensaba esconderse en el arcón. Y basándonos en esa hipótesis, todo lo demás resulta de pronto inteligible. El señor Clayton está celoso a causa de la relación entre su esposa y Rich. Recurre al viejísimo truco de anunciar un falso viaje. Ve salir a Rich y aprovecha para entrar en el piso. Se queda solo en la sala de estar, hace rápidamente esos agujeros y se esconde en el arcón. Su esposa estará allí esa noche. Posiblemente Rich se librará de los otros invitados; posiblemente ella se quedará cuando los otros se hayan ido, o simulará irse y volverá más tarde. Ocurra lo que ocurra, Clayton lo descubrirá. Cualquier cosa es mejor que la tortura que padece debido a sus sospechas.

—¿Cree, pues, que Rich lo mató cuando los demás se fueron? —dije—. Pero esa posibilidad la ha descartado el médico.

—Exacto. Por tanto, Hastings, tuvo que ser asesinado durante la velada.

—¡Pero si estaban todos en la sala!

—Precisamente —respondió Poirot con total seriedad—. ¿Se da cuenta de lo maravilloso del plan? «Estaban todos en la sala». ¡Qué coartada! ¡Qué sang froid! ¡Qué agallas! ¡Qué audacia!

—Sigo sin comprender.

—¿Quién se ponía detrás del biombo para dar cuerda al gramófono y cambiar los discos? El arcón y el gramófono están juntos, ¿recuerda? Los otros bailaban; el gramófono sonaba. Y el hombre que no baila levanta la tapa del arcón y hunde el cuchillo que acaba de esconderse en la manga, en el cuerpo del hombre oculto allí dentro.

—¡Imposible! La víctima gritaría.

—No si antes se le había administrado un narcótico.

—¿Un narcótico?

—Sí. ¿Con quién tomó Clayton una copa a las siete y media? ¡Ajá! Ahora lo comprende. ¡Curtiss! Curtiss ha alimentado las sospechas de Clayton respecto a su esposa y Rich. Curtiss sugiere el plan: el viaje a Escocia, el arcón como escondite, el toque final del biombo colocado enfrente. Y no para que Clayton pueda levantar un poco la tapa y sentir cierto alivio; no, en realidad para que Curtiss pueda levantar la tapa sin ser visto. El plan es de Curtiss, y fíjese en su perfección, Hastings. Si Rich hubiese notado que el biombo no estaba en su sitio y lo hubiese apartado de nuevo… bueno, no importaba. El riesgo es nulo, y Curtiss siempre puede concebir otro plan. Clayton se esconde en el arcón, el suave narcótico que Curtiss le ha administrado surte efecto. Clayton pierde el conocimiento. Curtiss levanta la tapa y asesta la puñalada. Entretanto en el gramófono sigue sonando Walking My Baby Back Home.

Recobré el habla.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué?

Poirot se encogió de hombros.

—¿Por qué se suicidó un hombre? ¿Por qué se batieron en duelo dos italianos? Curtiss es un individuo de temperamento apasionado y retorcido. Deseaba a Marguerita Clayton. Quitando de en medio a su marido y a Rich, caería en sus brazos, o eso creía. —Pensativamente, añadió—: Estas mujeres ingenuas e infantiles… son un verdadero peligro. ¡Pero, mon dieu, qué obra maestra! Me duele tener que enviar a la horca a un hombre como ése. Puede que yo sea un genio, pero eso no me impide reconocer la genialidad en los demás. Un crimen perfecto, mon ami. Se lo digo yo, Hércules Poirot: un crimen perfecto. ¡Epatant!