XV
SOMBRAS
DON JUAN MIGUEL, azuzado por Robustiana, entabló sus diligencias contra los de Ugarte, con la celeridad que permiten las leyes, sin levantar mano.
Mario sabía que la oposición legal era improcedente, y se abstuvo de intentarla. Hizo hincapié en el avalúo[178] de los bienes, pero sin lograr cosa de provecho: los peritos se atuvieron al valor actual, inmediato, de las fincas, desentendiéndose del aumento que fácilmente le podría incorporar la construcción de los caminos de acarreo necesarios para la explotación forestal de Ataungo-bidea; como base del justiprecio de las casas, tomaron el valor ruin de la edificación urbana de Urgain. El avalúo resultó legal y aun justo, con justicia farisaica, inicua. El negocio era ya óptimo, pero se aproximaba el instante de redondearlo, apurando las diligencias y exprimiendo las circunstancias. El acreedor, implacable y codicioso, se restregaba las manos.
Sonaba la hora de la ruina, precedida de edictos y subasta. El desahucio de la casa solariega, la caída desde pedestales seculares, la desaparición por la honda sima del pueblo anónimo. Un poco de espuma sobre el verdoso abismo que se cierra, y luego… nada: la inmensa extensión del mar sobre los náufragos.
Y junto a esta ruina, dominándola y achicándola con la tremenda proporción que aun las catástrofes guardan, otra más desgarradora, e igualmente irremediable: la gravedad de la lesión cardíaca de doña María estallando con violencia horrible, tras largos años de insidiosa marcha. ¡Y para que todo fuese lamentable, el estallido, provocado por una violenta escena entre ella y María Isabel!
Cierta tarde bajó ésta de su cuarto, y poniendo delante de su madre una carta, con voz trémula de ira y despecho, dijo:
—¡Alégrese usted! Saque las colgaduras y adorne los balcones. ¡Ya no se empañará el limpio brillo de nuestro escudo de armas, ni padecerá nuestro orgullo de mendigos! Mas si usted se hinca de júbilo, repare que es a costa de mis lágrimas y de un bofetón estampado para siempre en mis mejillas. ¡Oh!, de no oponerse usted a mi boda, se hubiese verificado ha tiempo. ¿Qué perdíamos con ella? ¿Tan poco vale la benevolencia del acreedor que, ahora, ignominiosamente, nos echará de casa? ¡Y usted es la mujer de juicio! ¡Yo la niña casquivana! Gócese usted en su obra. Sí, esta halagüeña situación, es cosa suya, ¡exclusivamente suya! ¡Ay de mí!, habré de vivir emparedada en algún caserío de Bizkaia, o ponerme a servir en algún balneario; me tomarán dondequiera de doncella, gracias a mi tipo fino. Las señoritas pobres somos incansables, a no ser por casualidad, y la mía se me escapó de entre las manos. ¡Por culpa de usted!
Doña María rechazó el papel, y sientiéndose sin fuerzas ni ánimo para corregir las faltas de respeto, intentó retirarse. María Isabel la retuvo violentamente del brazo y la obligó a oír la lectura de la carta, que decía así:
«Señorita. Yo también, como usted, he luchado contra la oposición de mis señores padres, que ha ido arreciando a medida que se enconaba la herida abierta por el desaire que doña María nos infirió.
»Mi padre, a quien mi tenacidad molesta, me deja reducido a mis personales recursos de médico, que son notoriamente insuficientes para mantener a usted con el decoro que exigen su rango, educación y hábitos.
»Me espanta la idea de causar nuestra común desdicha, y sobre todo, la de usted.
»Pienso proseguir mi carrera hasta obtener el grado de doctor en la Facultad de Madrid, donde residiré el curso próximo. Acaso, entonces, se abrirán horizontes más risueños.
»Mientras, señorita, le devuelvo su palabra, de igual suerte que yo recobro mi libertad de acción, afirmándole que durante no breve tiempo, persistirá el más dulce recuerdo de su persona y del cariño que resueltamente me ha demostrado, sobreponiéndose a graves obstáculos, sin que hayan fracasado nuestros proyectos por su culpa. Queda de usted afectísimo amigo y servidor que besa sus pies…».
Traía la carta la firma de Perico, simple amanuense, en vez de la de Robus, cuyas eran las frases[179], femeninamente premeditadas para agrandar el estrago.
La primera lectura, con el atropellamiento y confusión de lo imprevisto, no dejó percibir a María Isabel sino el hecho de bulto y saliente. Pero la segunda filtró gota a gota por sus oídos el veneno corrosivo de cada palabra, de cada cláusula: el desquite, la mentira, la ironía, el repudio cínico de los compromisos de él, su desdén a las pruebas de amor de ella… Y pateó y lloró, juntando en uno, la inmoderación de la chiquilla voluntariosa y la violencia de la mujer madura, convulsionada por la rabieta neurótica que busca fantásticos culpables y deja en paz a los verdaderos, antes que confesar el error propio y reconocer la exactitud de las advertencias ajenas. Doña María, bajo la impresión del oprobio, a los reproches e insultos de María Isabel, replicaba: «¿Cómo te atreves a recriminarme, necia, aún más que díscola? Mi oposición la justifica el suceso que te abochorna. Sólo un nieto de Chaparro es capaz de escribir esta carta, de faltar a su palabra de ese modo… Los que carecen de vergüenza, obran sin vergüenza. Hay personas cuya indignidad viene de casta. ¡Bueno era el porvenir que te esperaba, unida a ese hombre vil! Escarneciste mi potestad materna, los derechos que me transfirió Dios. Te volviste despreciable… y un nieto de Chaparro te desprecia. ¡Justicia!».
Las frases amargas y crueles se cruzaban como los aceros de un duelo, lanzadas por la voz clara y vibrante de María Isabel y por la extraña voz bitonal de su madre, que se iba enronqueciendo y apagando, hasta que Mario con su presencia puso fin a la disputa. Las criadas, sin atreverse a intervenir escuchaban detrás de las puertas.
Aquella noche no pegó ojos doña María. ¡Su hija despreciada por Osambela! Este era el arpón clavado en su orgullo; la idea que cual una cuña le desarticulaba el cerebro. ¡Dolíale, aunque otra cosa hubiese declarado, el imprevisto rompimiento, al par de supremo ultraje! ¡Despreciada una Ugarte por quienes debieran recibirla bajo palio, como a una soberana!
Al día siguiente, su aspecto daba pena; lívida, sumidas las sienes y mejillas, estirada la boca, relucientes los ojos, bajas y cárdenas las ojeras, absorta la mirada; la triple mascarilla de la vejez, la locura y la muerte pegada sobre la faz huesosa. Se pasó el día de habitación en la habitación, subiendo y bajando pisos, sin probar alimentos. Por la noche cenó con apetito voraz y comenzó a hablar naderías y futilidades, con locuacidad irrestañable que le secaba la boca, a bromearse con sus hijos, a reírse estrepitosamente y sin motivo. Decía que era llegada la hora de pasar la vida alegremente, de hacer giras al campo, de olvidar los disgustos y quebraderos de cabeza, de ampliar el círculo de las relaciones, de atraer gente joven a la tertulia. «Esta casa —decía— hasta ahora ha sido un convento; desde ahora ha de ser un salón de baile». Afirmaba que su salud era más perfecta que nunca; había engordado mucho; y para demostrarlo se levantaba las sayas y enseñaba los tobillos deformados por el edema. Pidió a Mario que se sentase al piano y tocase valses, mazurkas, polcas, que ella acompañaba golpeando las arandelas con una cucharilla. Luego se fue al musiquero y rebuscó entre los volúmenes desparejados, antiguas romanzas que ella cantaba muy bien de soltera, con su hermosa voz de contralto. «¡Todas son tristes! En mi tiempo las muchachas éramos muy románticas; corríamos tras de lo tétrico. La edad muda los gustos. De vieja me agrada lo alegre». Por fin, salió «El Rey de los espectros».
—Aquí hay unos cuantos compases cuyo ritmo parece como que toma las curvas suaves del vals. ¿Te acuerdas?, las zalamerías de la Muerte al niño, para llevárselo. En cuanto lleguemos al pasaje, lo repetiremos hasta que nos canse.
Mario, refrenando su pena y disimulando la mortal congoja, atacó briosamente los compases del prólogo: sonó el velocísimo martilleo del galope que se acerca. Su madre emitió las primeras notas de la inmortal melodía, susurró la pregunta «¿quién pasa a caballo en alas del viento?». Su voz se había limpiado; quedábale cierta ronquera que perfilaba los toques tristes del canto. Continuaba el ritmo de cabalgata, ahora sonoro, luego oscuro, repercutido misteriosamente por las montañas, y sobre este fondo anhelante, se iba dibujando el cuadro; el niño arrebujado contra el pecho de su padre, la vertiginosa carrera, el rey a los alcances, los copos de bruma. Llegaron al pasaje en que, por primera vez, habla el rey al enfermito. Mario tembló; su madre pretendía alterar el ritmo, influida por su idea fija del vals; hubo un instante de titubeo, pero el verdadero movimiento de la melodía arrastró a la cantora, la cual dijo con dulzura de sirena las dos estrofas de la Muerte, y con extraordinario colorido dramático el diálogo entre el niño fascinado y medroso y el padre que, fingiendo tranquilidad, pugna por huir a galope, siempre a galope… El grito de agonía del niño, sobre todo, fue maravilla de expresión. Mario no se recobraba de su asombro. El fuego sombrío de los ojos de su madre, se había apagado. En vez de llamas tenía lágrimas.
Doña María cayó en un ensimismamiento que sus hijos respetaron, absteniéndose del más leve ruido. Las primeras campanadas de las doce, no las percibió; las últimas, sí, y pareció despertarse de un sueño, miró al cuadrante y exclamó «¡Jesús!» con asombro. En seguida se retiró a sus habitaciones. Mario la estuvo rondando, sin acostarse; la noche transcurrió tranquilamente. Cuando entró a darle los buenos días, notó que la expresión de la cara de su madre, era la habitual; estaba algo más triste y pálida que de ordinario. Hubo, por la noche, tertulia, y jugó su partida de tresillo. Ella disimulaba la tristeza que sentía dentro del pecho; tristeza de plomo, compacta, sin resquicios de júbilo.
A poco de servirse la cena, se levantó repentinamente con la violencia de un muelle que se dispara. «¡Me ahogo! ¡Aire!», exclamó, y comenzó a dar vueltas por el comedor; pero pronto hubo de detenerse junto a la ventana, y pegó su cara, húmeda de sudor frío, al cristal, anhelosa y frecuente la respiración, violáceos los labios, espantados los ojos. Sentía un peso enorme sobre el corazón; experimentaba el enrarecimiento del aire, no en los pulmones sólo, sino de una manera difusa, en todas las venas y arterias; disminuía el oxígeno de la sangre, produciéndole una angustia indefinible, aguda, la angustia de una pausa de la vida.
Mario, aterrado, se precipitó sin saber a qué; le flaquearon las piernas, y entre sollozos exclamaba: «¡Mamá, mamá!». María Isabel salió corriendo del cuarto llamando a las criadas. Doña María, al ver encima de sí a Mario, como si le interceptara el aire, lo apartó violentamente, y agarrada al pabellón de los cortinajes, pateaba el suelo. Entraron las criadas, y sobrecogidos todos, contemplaban el lamentable espectáculo, sin ocurrírseles ningún remedio, cohibidos por los enérgicos gestos negativos de la enferma, apenas alguien pronunciaba la palabra «médico».
Al cabo de ocho o diez minutos aplacose el ataque de disnea, y quedó doña María hecha un trapo, rendida sin fuerza, con los miembros deshechos y el pecho jadeante. Sentándola en una silla la llevaron a la cama; su cuerpo estaba frío y pegajoso, como si saliera de un baño de gelatina. Propináronle remedios caseros; té, unas gotitas de coñac, terrones de azúcar mojados en flor de azahar. Apenas se acostó, se reprodujo la disnea y quiso arrojarse de la cama. El cansancio era tan grande, que apenas podía moverse. Recostado el cuerpo en una pila de almohadones, abierta la boca, dilatadas las ventanas de la nariz, y con la misma expresión de espanto en los ojos, comenzaron a sucederse las horas lentas de la noche. El organismo, por efecto de su abatimiento, reaccionaba menos contra las angustias del ahogo, padecía de un modo más pasivo. Doña María no se acordaba ya ni de la ejecución pendiente sobre los bienes, ni de la indigna conducta de Perico ni de la de María Isabel. Sus pensamientos todos estaban embebidos en la idea de, su enfermedad, de la muerte, de las torturas de la asfixia. Absteníase hasta de mover un dedo, temerosa del paroxismo disnéico que pudiese provocar; figurábasele que su vida estaba pendiente de un hilo de araña prendido al corazón, y permanecía quieta. De cuando en cuando le asaltaba el miedo de que iba a reproducírsele el ataque; a su juicio, se le paraban los pulsos, se detenía la onda sanguínea; el espanto la cubría de sudor helado. Sus sueños los interrumpían pesadillas inspiradas en una idea única: que la habían enterrado viva, que estaba en el fondo del río, que habitaba una torre cuyas puertas, ventanas y rendijas se iban tapiando sucesivamente, para impedir la renovación del aire y agotarlo. La muerte le asustaba por el sufrimiento físico, y no concebía el morir sino como lentísima asfixia, que la había de matar con refinados tormentos. Desde que le escaseaba, el aire simbolizaba todo lo hermoso y bueno del mundo; aire los colores, aire los perfumes, aire la música, aire la ventura, aire el sol, aire el cielo azul. El aire lo percibía en los movimientos de las personas, en los pliegues flotantes de sus vestidos, en las ramas del jardín, llenándolo y rodeándolo todo; ese aire invisible y suave lo quería para sí, sin lograr captarlo y bañar en deleitosas ondas de vida el pecho, opreso por las ansias de la muerte.
Al amanecer, se apoderó de la enferma un sueño profundo; su busto resbaló lentamente desde el montón de almohadas, hasta quedar del todo caído sobre el lado derecho; el brazo pendía fuera de la cama, acentuando los rasgos de extenuación que el cuerpo presentaba. Mario no se atrevía a respirar, siquiera; pero a veces, cediendo a la ternura y con precaución exquisita, depositaba un beso silencioso, casi sin contacto de labios, pero largo como un beso de despedida, en la mano pálida y yerta. María Isabel les acompañó hasta las cuatro, dando señales de verdadera aflicción, con la volubilidad propia de sus sentimientos; a esa hora se retiró escalofriada y mantuda[180].
Tres o cuatro horas después se despertó doña María, con un nuevo ataque de disnea, provocado por la postura; se disipó pronto. La enferma pidió levantarse, y tras de inútiles negativas, hubieron de llevarla en el sillón hasta los cristales. ¡Con cuánta envidia contemplaba a través de la empañada vidriera, la fuente rodeada de alegres neskatxas! ¡La salud, la salud!, para ella era ya como las hojas que esparce el viento en la postrera otoñada del árbol.
Por la tarde llegó de Vitoria el médico Landazuri, llamado telegráficamente. Interrogó, auscultó y palpó largamente a la enferma, y examinó detenidamente los trazados de las pulsaciones arteriales, pues habiéndole prevenido Mario que se trataba de una cardíaca, tuvo la precaución de traerse el esfigmógrafo. Concluido el minucioso reconocimiento, salió del cuarto, tétrico el mirar y sombría la cara.
En el gabinete de los retratos, con frase breve y lenguaje de exactitud geométrica, expuso el diagnóstico y pronóstico. Tan honda era la preocupación de Mario, que no logró asimilarse el discurso técnico del médico; ciertas palabras siniestras se le quedaron grabadas: «lesiones valvulares… estrechez e insuficiencia mitral… éxtasis sanguíneo… desequilibrio de la compensación… asistolia… terribles complicaciones posibles… evolución lenta de una aneurisma reciente de la aorta…». Pero se le estereotipó en los oídos y corazón el amargo pronóstico, la sentencia cruel e inapelable, y las últimas palabras de Landazuri: «El mejor favor de Dios que pudiere recibir esa señora es, que la lesión vascular, el aneurisma de la aorta, independiente de la lesión valvular primitiva, evolucionase rápidamente y se rompiese el saco… Sería un pistoletazo, darle canilla a la arteria; pero cualquier cosa es preferible al agotamiento de la acción cardíaca, a esa vida en la muerte que es, cesar de vivir y seguir muriendo, a la agonía inacabable en una butaca…». El médico, ante la visión horrible de los sufrimientos futuros, se había olvidado que su interlocutor era el hijo de la enferma y trazaba, impertérrito, el cuadro sintomático: su palabra era triste, pero sin velos, tremendamente sincera.
Mario, solo ya, se mesaba los cabellos.
—Dios mío, ¿por qué no otorgáis una muerte suave a mi pobre madre, que es tan buena? ¿No os parece bastante la amargura con que la venís atribulando? Señor, sed misericordioso; heridme a mí. Si mi madre muere, que muera sin esa espantosa agonía. Que se duerma, como un niño, en vuestros brazos.
Y tendía sus manos y volvía sus ojos al crucifijo de marfil, imagen divina del perenne dolor de los hombres.
Desde aquel día, no se separó de su madre. Cesó sus salidas de casa, cargándose todos los cuidados que la enferma, implacable, rehusaba a las manos de su hija. Horrorizábanle los ataques de disnea; en evitarlos y atenuarlos ponía su mayor empeño. Presenciaba, taciturno y atribulado, los fracasos de la medicación, las quiebras del método paliativo. «¡Incurable, incurable!». Esta palabra rondaba sus oídos y la llevaba su espíritu cual un estampado del sello de la desesperación. Trajo de Madrid libros de Medicina, tratados de especialistas acerca de las enfermedades cardíacas, y en sus páginas aprendía el cruelísimo arte de perder la esperanza. Su falta de conocimientos médicos y preparación científica daba por resultado que sus nociones frescas formasen un baturrillo. Veía síntomas que aún no se habían presentado, y se le ocultaban los patentes. Pensaba que el cuadro clínico había de corresponder, a por b, al cuadro descriptivo, y le desorientaban los saltos y lagunas del proceso morboso. Sobre todo, quería aquilatar la exactitud de diagnóstico, y únicamente lograba amontonar dudas sin solución.
Por fin arrojó los libros al fuego; pero el terrible encasillado de los síntomas y de las complicaciones se quedó dentro de su cerebro, sin que ya cupiese la comprobación que el confuso recordar le pedía.
El estado de la enferma fue mejorando. Pasaba tranquila las noches, durmiendo varias horas. El edema, extendido por las piernas, disminuía. Ella se opuso a que Mario continuase velándola, y alternaron las muchachas. Ya tenía vagar Mario para atormentarse con la segunda desgracia, incurable también. El término judicial finaba: pronto sonaría la hora de salir de casa y sumar a la enfermedad la pobreza.
Las elecciones y la ruina iban a llegar pisándose los calcaños: la calamidad pública primero, la privada después. Mario sabía por el Párroco la exaltación furiosa de las pasiones políticas. Estando don Javier presente, recibió un fajo de candidaturas de Zubieta, y el Abad, a pesar de ser carlista, le pidió, más que por Dios, apoyase la tercera candidatura, como recurso para desviar las corrientes contrapuestas del pueblo. «Cada hogar —decía— es copia del infierno; cada hombre, encarnación del demonio. Hay muchas lágrimas, y me temo que hasta sangre ha de correr. Satanás, y no otro, es el inventor de semejantes sistemas políticos». Mario rehusó bajar el palenque.
Volvió a sus paseos, pero sólo a los matutinos. Salía a las seis, después de enterarse del estado de la enferma. A las ocho saludaba a su madre, y ya no se apartaba de ella; generalmente la veía tomar chocolate.
—Esta noche ha sido la más excelente de todas —dijo Joaquina.
—¿Tú habrás dormido también?
—Sí, señor, tengo el sueño ligero, y apenas la señora tosa, se mueve o queja, abro los ojos y estoy lista.
—¡Ligero! —repitió Mario sonriéndose.
Volvió a las dos horas y preguntó noticias.
—Sigue durmiendo; aún no ha llamado.
Alegrose Mario, pero no del todo; cierta inquietud indefinible, y todavía sin causa, le hostigaba el ánimo. Pasó una hora… ¡nada! Otra media hora… ¡nada tampoco!
Mario no pudo dominar la inquietud. Abrió cuidadosamente la puerta, por si dormía la enferma. Habíase apagado la lamparilla. Las rendijas del balcón daban paso a la luz exterior. El silencio era absoluto. Tropezó con una silla; tosió, cada vez más fuerte; nada: siempre el mismo silencio.
—¿Se habrá muerto? —dijo, formulando por vez primera su temor y dando forma al pensamiento latente.
Temblábanle las piernas; golpeábale el corazón con tremendos aldabonazos.
—¡Mamá! —murmuró—. ¡Mamá! —repitió con voz más puesta, titilante de sollozos—. ¡Mamá, mamá, mamá! —concluyó por gritar, a la vez que abría atropelladamente los ventanillos.
Un balbuceo, como de persona que se despierta, le inundó de gozo. Fue a entrar en la alcoba, y se detuvo sorprendido y preocupado. Oíase un tartamudeo, una voz titubeante, una queja que abortaba, en tono lastimero y grotesco: el canturreo de un idiota, el gimoteo de un borracho.
Los rayos solares llegaban hasta la cama, iluminando a doña María completamente inmóvil, en posición supina, sobre los chafados almohadones. La expresión de la cara era diferente, y pronto conoció Mario de qué dependía: de una desviación de la boca, cuyos labios subían hacia arriba, como si los tirasen con la pita de algún anzuelo metido en la comisura. Contempló, tocó, palpó; la mirada era inteligente, pero el costado derecho del cuerpo estaba paralítico.
—¿Qué es esto? ¡No poder valerme del médico! Avisaré al de Alsasua. ¿Llega la muerte volando…? ¡Verla sufrir siempre… ay!, pero es verla vivir. ¡Ningún horror es comparable al de la muerte!
Pesábale haber quemado los libros de Medicina. Pronto le hubieran sacado de dudas. ¿Era el fin o una complicación?, ¿nuevos gérmenes de sufrimiento o benéfica anestesia? Cierta palabreja técnica surgió en su memoria, asociada a síntomas de parálisis; palabreja hasta entonces indiferente, odiosa ya, y signo de miserias; la palabra embolia. ¡Cuántas lágrimas caben dentro de las tres sílabas de un término pedantesco! Tal vez se equivocaba; ¿y qué? El hecho lamentable no podía suprimirse; su madre paralítica y muda. El nombre de la dolencia importaba poco.
La explicación científica la obtuvo apenas vino el médico de Alsasua, ampliada por Landazuri, nuevamente llamado. La ciencia era muy sabia; reconstituía el mecanismo exacto de la lesión: la formación del embolus, su acarreo por las ondas sanguíneas, su emigración por las carótidas, su llegada a la arteria silviana izquierda, la oclusión de determinada rama de ella, la cesación del riego de la tercera circunvolución frontal izquierda y la afasia subsiguiente, o sea la pérdida total del lenguaje hablado y mímico, y la inevitable hemiplejia. Todo esto lo explicaba la ciencia con claridad suma, deslumbradora, al igual de los movimientos y labor de una máquina: ¡ay!, ¡pero sin curarlo!
La enferma retenía íntegra la facultad de sufrir, pero sus comunicaciones con el mundo exterior estaban rotas como si la hubiesen emparedado. No quedó otro arbitrio sino atisbar en sus ojos la aparición de sus deseos, deducir de la angustia facial la intensidad de los ataques disnéicos, para incorporarla y meterle almohadas detrás de la espalda, y adivinar cuanto le convenía o necesitaba. Al cabo fue posible levantarla de la cama. Y se pasaba los días inmóvil en el sillón y no menos inquieta por eso, revelando la inquietud el incesante masculleo de gruñidos y refunfuños, de que se valía para pedir cosas que la buena voluntad, a tientas, tardíamente le presentaba. Las únicas señales suyas de vida, eran los balbuceos pueriles de su lengua y la inteligente mirada de sus ojos lúgubres.
Mario volvió a vivir como recluso. La presencia de María Isabel molestaba, sin género de duda, a la enferma. Las criadas, aunque deseosas de acertar, a menudo erraban. Mario, pues, hubo de permanecer adherido a la butaca, descifrando, de continuo, el logogrifo de una voluntad sin signos. En medio del silencio absoluto de la estancia, las horas eran años y los días siglos; pero cada noche, al arrancar la hojilla del calendario, observaba que la sucesión del tiempo era vertiginosa. Los relojes expresaban una idea única: «¡ruina, muerte!», la alegre sonería de la habitación, «¡ruina, muerte!», la campana solemne de la torre.
Mario procuraba conservar en la memoria los rasgos de la fisonomía de su madre, ¡ay!, próxima a borrarse para siempre; y la desfigurada mascarilla iba eliminando el recuerdo de la cara alegre y sana de otros tiempos. De aquí su conato de reconstituirla contemplando retratos antiguos. Padecía la contradicción de serle odiosas e idolatradas, a un tiempo, las facciones del rostro desfigurado. Los ojos de la madre y del hijo dialogaban; desesperados los de él, sin consuelo los de ella. La convivencia de dos seres, parecíale a Mario una burla de lo infinito que por breves momentos los une y luego los separa eternamente; cruce de viajeros asomados a las ventanillas de los trenes sobre la doble vía, que un segundo se miran y no se vuelven a encontrar jamás. Pero pronto las promesas de la fe le serenaban.
Moríase la enferma, muy lentamente. El médico, salvo complicaciones, auguraba tres o cuatro meses de «agonía». Calificativo exacto; semejante vivir era morir. Los progresos del mal los publicaban la inclinación del cuerpo hacia adelante y la extensión progresiva del edema que invadía los muslos y comenzaba a entumecer la cara. Experimentaba frecuentes crisis de llanto, llanto muequero y estrepitoso de niño en la cara de un moribundo. Ensañamiento cruel: lo grotesco sobre lo horrible.
Y a lo menos, si a la enferma le fuese dado morir donde había vivido, en su cuarto, ¡entre las cuatro paredes de siempre! Pero no; que la precedería la expulsión, el humillante éxodo buscando nuevo domicilio, el extrañamiento de los lugares donde transcurrieron los días felices, al alma gratos por la magia de los recuerdos y el título amable de la costumbre. Las últimas imágenes, al cerrarse los ojos, serían de cosas nunca contempladas a través del ambiente de la dicha. ¿Cómo evitarlo? Faltaba el modo. ¿Solicitar la consideración, mover la piedad de don Juan Miguel?, ¡quimera! Cabalmente repicaba su propósito de ocupar el palacio apenas le asistiese el derecho. Habría que sacar a la enferma en camilla o en cochecito de mano y llevarla a Bizkaia, o aceptar la hospitalidad con que le brindaban a menudo, previendo el trance, los tertulianos, el Párroco, Juan Bautista, más que todos insistente. Negra alternativa: morir en cama forastera o prestada.
Estas perspectivas, estas cavilaciones, la continua contemplación de los estragos del mal, la vida sedentaria, la falta de apetito y sueño, el silencio, excitaron y exacerbaron el sistema nervioso de Mario, rompieron su equilibrio. Apenas se ofreciera coyuntura propicia, su juventud vigorosa, cohibida, descargaría su agitación interna, estallando cual una mina, en acción y movimiento.
La ocasión vino preparada por muchos sucesos, pero fuera de todos los propósitos de Mario, y la suministró el día de las elecciones. Desde la víspera, sábado, corrió la voz por el pueblo que los liberales estaban resueltos a sacar gran mayoría, a tuertas o a derechas, por industria o violencia, según las pesas cayesen. Y como las noticias del distrito eran que la elección se disputaría extraordinariamente, y que el tercer candidato, al ganar terreno royendo a derecha e izquierda, quitaba fuerzas a los bandos contendientes, dejándoselas casi equilibradas, la importancia de cualquiera suplantación de votos, resultaba incalculable. Corría el dinero de don Santiago por las tabernas como el agua de la fuente, operando, al parecer, numerosas conversiones. Verdad es que la consigna del organista era: «coger las pesetas del liberal y votar contra», y este florentinismo[181] de Urgain ganaba muchos prosélitos, al concertar la opinión y la codicia. Por la noche hubo rondas, canciones y palos a la puerta de Aquilino; pretexto para meter en la cárcel a varios electores carlistas.
La costumbre del país consistía en votar después de misa mayor, antes de las doce, y después reunirse en las posadas y tabernas, a costa de los candidatos. Desde la mañana, la animación fue desusada; todo se volvía cabildeos, grupos, ir y venir.
Al acabarse la misa, salieron los hombres a la plaza. El cielo estaba triste; picaba el cierzo, sin barrer las nubes. Los caciques comenzaron a reunir sus huestes, deteniendo a los menos animosos, que huían del compromiso. La mayoría se dejaba encasillar con la pasividad de un rebaño de carneros. A muchos aldeanos, flemáticos y poco vehementes de suyo, les atosigaba el recuerdo de la guerra civil. ¿No habían sufrido bastante entonces? Los hijos a las filas; dobladas las contribuciones; la prestación personal de bagajes, las raciones de pan, vino y carne, sin tasa. Hoy les atropellaba el jefe carlista; mañana el liberal. La guerra se hacía al paisano, ¡arrayo![182] Con los ojos cerrados, no viéndoles las boinas y roses, imposible distinguir a los combatientes. Si unos juraban y blasfemaban, lenguas de infierno tenían los otros; moceros[183] todos, en pugna deshonesta. La voz de libertad, era esclavitud; la de religión, matanza: ambas, saqueo. Claro es que varios de los escamados eran carlistas desde el fondo del alma: por abolengo, por tema[184], por presión social, por influjo del cura, por amor a la religión y a las cosas antiguas. Pero vencidos o vendidos, hombre a hombre y pecho a pecho, ¿a qué disputar a los liberales los votos, inventados por ellos? ¿A qué prolongar la lucha en un terreno donde habían de ser derrotados, aunque triunfasen? Los liberales, pese a quien pese, mandan; suyos el rey, los ministros, los jueces, los generales y hasta los obispos. ¿Acaso podían cambiar ese estado de cosas los votos de Urgain, ni aun los del distrito? Don Santiago era hijo del pueblo, del mismo pelaje de ellos. ¿A qué irritarle, cuando mañana podrían verse en el caso de pedirle favores, sobre todo si ocupaba la poltrona provincial? De esta suerte discurrían, inspirados por el sentido común del egoísmo y del desaliento.
El grupo de los carlistas era mucho más nutrido que el liberal. A la sombra de la iglesia iba recibiendo las candidaturas por el conducto de don Cayo y don Abdón, que se movía como una ardilla, recogido el manteo y sobre los ojos la teja, bajo el fuego graneado de las cuchufletas de don José Joaquín, que le hablaba a lo liberal para quemarle la sangre.
—¡Cojos y mancos!, los curas a la sacristía. Jesucristo nunca se metió en elecciones, ni dijo a éste que votara por el otro, ni al otro por éste. Los curas han de ser como lo ómnibus, para todos los fieles. Ah, si yo fuese juez municipal ya estaba usted en chirona hace rato. ¡Vaya un modo de perturbar las conciencias!
Don Rafael, tieso como un pino dentro de su anticuada y raída, pero limpia, levita negra, luciendo el aire militar que debía a sus luengos bigotes canos, al frente de un pelotón de viejos, aguardaba la consigna. Dos gritos le rondaban los labios, fugitivos del pecho, buscando salida: «¡Viva la Religión! ¡Viva el Rey!». Y estaba resuelto a lanzarlos antes del «¡marchen!», disgustado porque en vez de habérselas con la urna tramposa, no fuese ocasión aquella de atacar una trinchera bizarramente defendida.
Dos hombres se desprendieron del grupo de los liberales, dirigiéndose hacia el de los carlistas.
—¡Calla! —exclamó don José Joaquín—; ¿qué buscarán esos? Son Iriarte y Selaya. ¡El «puñadico» vuelve la cara, esperando algo gordo! ¡Cojos y mancos, don Abdón!, vienen a prenderle a usted; el papel que trae el juez municipal, es el mandamiento de prisión. ¡Carape, ya era hora!
Y bajando la voz, añadió:
—Estos curas electoreros, llenos de buena voluntad, nos hacen mucho daño. Suscitan al partido los mayores enemigos que tiene.
Iriarte y Selaya llegaron. Hubo murmullos y remolinos de gente; la curiosidad impuso silencio.
—Señores —dijo el juez municipal en vascuence—, no hay que alarmarse. Nadie iguala mi respeto a la libre emisión del sufragio. Quien por opinión prefiera votar al carlista, allí se las haya; no se trata de esto. He venido a ver si en Urgain quedan hombres honrados. Pues aquí entre vosotros, hay electores nuestros.
—¿Cómo se entiende, vuestros? —preguntó don Abdón, atufándose.
Iriarte le replicó brutalmente en castellano:
—Métase usted dentro de… la pila de agua bendita, clerizonte, y sáquese los demonios facciosos del cuerpo. Digo —añadió, de nuevo, en vascuence, encarándose con el grupo—, que aquí hay unos cuantos que ayer pidieron dinero prestado a don Santiago, prometiéndole el voto. Aquí están los nombres y cantidades. Si no vienen conmigo al colegio, les voy a formar causa por estafadores, por ladrones.
Con voz de pregón fue leyendo la lista. Ante tamaño cinismo, todos se quedaron atónitos. Los interesados, a quienes la conciencia les argüía de haber obrado mal una vez y estar dispuestos a reincidir, y que en achaques de leyes únicamente sabían que los liberales les hacían y aplicaban, comenzaron a mirarse de reojo, guiñándose el ojo y agrupándose detrás de Iriarte.
Advirtió el peligro don Abdón; echando fuego por los ojos y espuma por la boca, se plantó delante del juez:
—Esto es un escándalo inaudito, ¡señor mío!, la ley prohíbe dar y ofrecer dinero. El acto de usted, supuesto el cargo que ejerce, es una verdadera coacción. A Dios gracias, estos son hechos públicos y se probarán cumplidamente.
Iriarte soltó una carcajada insultante:
—Poquísima vergüenza se necesita para hablar de coacciones. Usted está violentando la conciencia de los feligreses, prevaliéndose de su carácter sacerdotal. Por miramientos inmerecidos, no le he formado causa. Pero si insiste, lo empapelo.
—Yo cumplo mi deber; yo excito a los católicos contra el liberalismo, contra Lucifer su padre, contra el Infierno su posada. En último caso, tanta coacción será la mía como la de usted.
—Con una diferencia: que como nosotros mandamos, a usted le castigarán, y a mí, no.
Iriarte había dado la razón decisiva. Los electores de la lista, ya no vacilaban.
—¡Vamos! —dijeron.
—Iriarte, ufano al par de César o Aníbal, ojeó rápidamente la lista:
—Falta uno; Juan Pedro Urniza, el de Choribit… ¿dónde está?
Sonaron nuevos murmullos: de curiosidad, de protesta, de expectación. Abriéndose camino a codazos, salió un hombrecillo de cara morena, ojuelos azules, pelo crespo y nariz larguísima, cuerpo delgado y flexible, como el de una comadreja. Su voz clara y penetrante, se oía en toda la plaza.
—Tomé los dineros, porque soy más pobre que las ratas… pero en cuanto a votar, ¡mira!
Y remató la frase con un gesto indecoroso, aprendido cuando fue soldado, arrojando a los pies del juez municipal una moneda de cinco pesetas.
Sigueron aplausos, risas y gritos. Los de la lista, vacilaron con el ejemplo. Selaya e Iriarte se los llevaron a empujones; dos o tres se escabulleron, reingresando en las filas carlistas.
Don José Joaquín, que observaba la escena con gran sosiego y aire de guasa, apenas don Abdón, trémulo de ira, se le acercó, dijo tranquilamente:
—De todos los de la lista, el único que no bebe vino es Choribit; por eso ha devuelto el dinero.
El cura estaba furioso y no le hacían mella las observaciones filosóficas.
—¡Vaya usted a la miel, don José Joaquín! ¡Esto es muy grave, extraordinariamente grave!
Y recalcó el adverbio.
—Se necesita tener alma de cántaro, para echar las cosas a broma. Nos quitan treinta votos, lo menos; ¿quién sabe si con ellos triunfará el maldito liberalismo? ¡Qué sinvergüenzas son esos prófugos!
—¡Ca, hombre!, usted es de otra tierra y no los conoce bien. Se van por puro honrados. Ayer se bebieron el dinero y no pueden devolverlo. De lo contrario, serían otros tantos héroes, al igual de Juan Pedro Urniza, el de Choribit.
La plaza hervía. Los dos bandos se denostaban. Hubo una oleada de gente, y del campo carlista se separaron muchos mozos, capitaneados por Casildo, que a paso de carga ocuparon los soportales del Ayuntamiento, y se desplegaron en guerrilla delante, blandiendo palos, y navajas algunos.
—¿Qué es ello? —preguntó don José Joaquín.
—Dicen que van a impedir que los negros entren en el colegio electoral —respondió un viejo.
Mientras tanto los liberales, con don Juan Miguel a la cabeza, echaron a andar; pero cayó sobre ellos tal nube de piedras, que hubieron de retroceder, recibiendo la silba más espantosa. El notario, retorciéndose como los condenados, interpeló a los guardias civiles, que se paseaban:
—¡Cabo Medina!, ¿ve usted este escándalo? ¡Llegó la hora de coger el réminton[185]! Con la excusa de poner orden, ¡leña a los facciosos! A ver si me tumban ustedes a tres o cuatro.
Pero el cabo Medina, que era malagueño de muchas conchas, le replicó sosegadamente, sin cesar de liar el cigarrillo:
—Ozté, zeñor don Juan Miguel, ¿qué za creío? ¿Que eza gente zon mozquito? ¡Toos eyos zon mu bragaos; han eztao en la facción y no lez mete mieo trez trizte cívico cargaos de familia y que no son ezpósito, sonsoniche! Yo me voy a recoger mi gente, aguardando las dizpoziciones de la auztoridá… ¡pa hacer lo que ze puea, y naa máz!
Don Juan Miguel pegó un bufido de toro veragüeño[186].
—¡Badajo!, ¿va usted a permitir que se violen tan escandalosamente las leyes de la nación? Nos atropellan, nos vejan… ¡ellos, ellos, los vencidos! Así son los facciosos.
Pero el cabo, sin inmutarse, volvió las espaldas al notario, cuyo frenesí tocaba al paroxismo.
Entonces apareció Simón Belza, alguacil y tamborilero, con una tercerola.
—Cada quisque agarre su escopeta, si la tiene, y ¡a ellos! Si ocurren palos y tiros, mejor; ¡no ha de votar ni uno! —exclamó blasfemando.
El aspecto de la plaza, imponía. Cada uno de los bandos ocupaba un lado de ella: los carlistas a la izquierda, los liberales a la derecha. Las puertas de las casas se cerraron precipitadamente; a los balcones y ventanas se asomaban, llenas de sobresalto, las mujeres; excepto Celedonia, que permaneció en la acera de la taberna, repartiendo copas de aguardiente y animando a los hombres. Los grupos se incitaban a la lucha con insultos e improperios; el vocerío era ensordecedor; resonaban palabrotas y blasfemias, pocas veces proferidas por aquellas morigeradas gentes. La pasión política fecundaba los gérmenes de animal carnicero, rara vez esterilizados totalmente en el hombre por la virtud y la civilización. Brillaban al pálido sol intermitente, cañones de escopeta y bastantes navajas[187]; amenazábanse, de mano a mano, los makilas[188], nudosos y toscos. Todo el mundo comprendía que el primer paso en dirección al colegio, sería señal de pelea. Sin duda, el temor a contraer tan grave responsabilidad clavaba los pies en el suelo. Pero la prudencia no es cualidad de las muchedumbres, y de un momento a otro surgiría la insensatez, capaz de producir la conflagración: las personas sesudas temblaban.
El Abad y cinco o seis vecinos se presentaron a Mario. Don Javier apenas podía articular palabra; su enorme carota apoplética, amoratada y sudorosa, expresaba la más viva angustia.
—Bien sabe Dios —decía—, que estas pícaras cuestiones políticas me revuelven el estómago; que me aparto de ellas deliberadamente. Pero ahora, habría cargo de conciencia; amenaza al pueblo un día de luto. ¡Jesús, Jesús bendito! Sangre, y sangre a borbotones en estas calles honradísimas, donde nunca ha corrido, si no miente la memoria de los más viejos. Don Rafael, don José Joaquín, el boticario, Arteaga, Goñi, las personas racionales de una y otra cuerda, ¡claro es!, se lamentan y desean que la ventolera no llegue a huracán. Mas en cuanto a atajar el incendio personalmente, ¡nequaquam[189]!, lo veda el maldito amor propio, el resobeo y martilleo de estos días, la nefasta tema[190] y contumacia de que el perro rabie y vote según el gusto de los señores. ¡Homo, don Mario!, usted conoce a la gente, y la gente le conoce a usted; es buena y dócil, morigerada, fácil de llevar y de traer, y con poco que Dios nuestro Señor nos ayude, fuera de media docena de energúmenos, nos atenderán todos. Quédense en la plaza los endemoniados, el escribano, el organista, etc.; les daremos navajas y saldremos después a recoger los rabos, ¡homo!, a don Abdón, echándole por delante mi autoridad canónica, lo metí en casa; no es poco, y la bullanga pierde una de sus principales cabezas. A usted le corresponde lo demás, don Mario. Salga a la calle, y con su prestigio, influencia y palabra, restablezca la paz en el pueblo; la Virgen Santísima se lo pagará, ¡homo! ¡Por Dios, que no vea yo esta pobre sotana manchada con la sangre de mis feligreses!
El Abad, con su mano temblorosa de emoción, estiraba la sotana raída que recubría un corazón paternal, cuyos arranques refrenaba, de ordinario, la cortedad de genio, privándole de la influencia que su coadjutor, más dominante y entrometido, disfrutaba. Sentado en la butaca, donde apenas le cabía el cuerpo, descomunalmente grueso, soplaba cual un cachalote, enjugándose la frente con un pañuelo de hierbas.
Una amarga sonrisa crispó los labios de Mario.
—¡Señor Abad, mi prestigio, mi influencia, son humo, vanas sombras! La calumnia y la pobreza me los han arrebatado. Nada puedo: lo siento.
—Niego la proposición, ¡homo!, la niego rotundamente. Ciertas cosas no pasan de la corteza. Se repiten sin darles crédito. Sobre todo, intentarlo: ¿qué mal puede venir de ello? Si le desatienden, ofrézcale a Dios la raspadura del amor propio. Querer el bien, es hacerlo. Sea usted Ugarte hasta el fin, ¡homo!, Yo le ayudaré cuanto pueda. Espero que se unirá a nosotros don Tomás, que lleva una cabeza de loco sobre un corazón de santo.
Los circunstantes apoyaron, calurosamente, las instancias de don Javier.
Es verdad. Tenía razón el bondadoso Abad; había que ser Ugarte hasta el fin: el conjuro mágico estaba pronunciado. Dentro de ocho días la casa nativa habría pasado a otras manos, pero mientras tanto, era el señor de Jauregiberri, desde donde habían ejercido sus ascendientes bienhechora tutela sobre el pueblo y el valle. Las tradiciones familiares le habían enseñado que no siempre es mentira la significación etimológica de la palabra aristocracia, «gobierno de los mejores». Una llamarada de generosidad y entusiasmo le enardeció el pecho. Dio un beso, un beso largo de despedida, alegre como el bien obrar, a su madre, y tomando el paquete de candidaturas de Zubieta, salió a la plaza, acompañado del Abad y escoltado de los vecinos que fueron a buscarle.
Dirigiose, en primer término, a don Rafael y don José Joaquín. Expúsoles, en breves palabras, sus propósitos; negáronse ellos a cooperar.
—Nos pide usted que desertemos frente al enemigo —dijo don Rafael, violentando su veneración al Ugarte.
Pero ambos dieron palabra de que no contrariarían su propaganda pacificadora, ni aconsejaron a nadie que la desoyese.
Animado por esta promesa penetró en los compactos grupos de los aldeanos, que le saludaban con el mayor respeto y afabilidad. El organista, en cambio, le increpó groseramente llamándole «traidor, sectario del liberalismo católico, que es el peor de los liberalismos». El Abad, que tenía una voz estentórea, le cortó la sarta de insultos, gritándole:
—¡Cállese usté, sasi-teólogo[191]! Usté llama liberalismo a todo lo que no le gusta; hasta al chocolate con agua. —Ocurrencia que todos riyeron, apagándose los fuegos de don Cayo bajo la ducha del ridículo.
Mario, rodeado de los aldeanos seguía, perorando. La carga nerviosa, durante tantos días acumulada, rompía en afluente y persuasiva frase; hablaba el corazón al corazón, y sus palabras volaban con las alas de oro de la elocuencia. Los aldeanos atónitos, pronto persuadidos, y encantados siempre, bebían el discurso. Nunca les habían dicho cosas semejantes. Lo que en el fondo de su aversión latente a las luchas políticas era egoísmo y desaliento, herido por la varita de virtudes que a los guijarros trueca en diamantes, ahora resultaba nobles sentimientos y patrióticas virtudes. Pasaban, envueltas en luctuosas túnicas, las escenas de la guerra civil, y sobre ellas se cernía, coronada de luceros obscurecidos por vahos de sangre, la imagen de Nabarra. Amarrados a la más alta picota los partidos políticos, recordaba sus promesas, otras tantas mentiras; sus esperanzas, otros tantos fracasos: su ingratitud, su insolencia, sus rapiñas y matanzas, única sinceridad de ellos. Hablaba, no a la opinión, sino a la naturaleza; no al carlista y al liberal, facticios y circunstanciales, sino al nabarro; y ahondando más la peña viva, al éuskaro[192], recubierto por tantas capas de mentiras políticas, históricas y nacionales, sedimento de los tiempos. Y pasando de lo general a lo particular, les trazó el cuadro de su hermandad y concordia deshechas, de las amistades rotas, de los parentescos encizañados, de los beneficios raídos por la ingratitud: el cuadro repugnante y vivo de los odios de vecindad, de los rencores de campanario. Y terminó incitándoles con tierna, patética y arrebatadora palabra, que volviesen a ser los de antes, y fundiesen sus sentimientos en la urna, causa de tanta desunión, sacando de ella el nombre de don Enrique de Zubieta, único candidato por quien no habría en Urgain vencedores ni vencidos.
Mario cuidó de situarse en el centro de la plaza. La curiosidad, atrayendo a los de uno y otro lado, borró pronto los campos. Las mujeres, saliendo de las casas donde las había recluido el temor, con los ojos empapados del llanto que les hizo verter el peligro, fueron las primeras que manifestaron aquiescencia a las exhortaciones pacíficas; de sus labios salieron los primeros vivas a Mario. La muchedumbre que también es mujer, bogó a velas desplegadas por las nuevas corrientes. Las candidaturas de Zubieta pasaban de mano en mano; los vítores subían al cielo. Hubo muchos abrazos; los díscolos y rencorosos quedaron arrinconados. Varios jefes de pelea se retiraron; el primero de ellos, el notario, que aprovechó la ocasión propicia; desde que lucieron las armas, tenía miedo.
Los aldeanos se encaminaron, desordenadamente, hacia la casa del Ayuntamiento. Algunos entusiastas tomaron en hombros a Mario, el cual, al aparecer por encima de las cabezas, recibió una ovación ruidosísima.
Casildo, seguido de los mozos que con él impedían la entrada al colegio, se volvió a la taberna de su padre, requemado porque la mayoría de sus compañeros acababan de incorporarse a los vitoreadores de Mario. En medio del tugurio, el organista, cuya cara era vinagre y hieles, y Celedonia, descompuesta por la ira, hablaban del suceso en términos violentos, parejos al despecho e indignación de ellos.
—Us hais lucido, mocés —bramó Celedonia, apenas entró Casildo—; ¡paiso sacásteis las navajas! ¡Farfantones, falsos!,[193] ¡yo había daber estau, yo!, ¡baraja!
—¿Y qué hubieses hecho tú, demonio de habladora? Si toos se güelven…
—Vulcar a media docena denantes… ¿Qué necesidad tienes de los demás? ¿No eres hombre? ¿No llevas armas, la navaja y la pistolica? ¿Quieres el trabuco? Tú sí que tas güelto blanco.
—Yo estaba contra los liberales, y como han venío dotra opinión, la verdá, no hay sabido cacer.
Don Cayo estimó que este dicho era una herejía, y ávido de clavar la espuela, interrumpió a Casildo con toda la acervidad de su rabieta:
—Pedazo de bestia, ¿dónde has visto tú que el que no es carlista no sea liberal?
—Y sobre todo —añadió Celedonia, aún más colérica— bastaba ver quién llevaba el macho del ronzal. ¡Baraja!, ¡figúrese usté, don Cayo, que éste no pone la pata en nengún sitio, de onde no venga a sacásela ese condenau señorico! Primero le quitó la novia, y ¡aura, aura, con solo presentar la papera, le mete el resuello en el cuerpo y pasa la puerta hiciendo irrisión del portero!
—Estos mocitos son así —dijo el organista a media voz, como hablándose a sí propio—; muy valientes entre ellos… pero con los ricos, nunca se atreven.
Las palabras de don Cayo añadieron nuevas gotas de amargura a las que había vertido Celedonia. Y era la cólera de Casildo tanto más terrible, cuanto que, procediendo de pasiones embravecidas, lejos de estallar y derramarse por fuera, se reconcentraba dentro del pecho, sin dar otras señales externas que la mirada, donde bullían malos pensamientos.
Callaron el organista y Celedonia, impresionados. Bebió el mozo un cuartillo de vino, y sin desplegar la boca, salió de la taberna.
—¡Dios!, ¡qué poma de veneno lleva! Si le abrirían la tripa, saldría hierro rusiente.
—Me temo alguna atrocidad —exclamó el organista—. ¡Llámele usted, Celedonia!
—¿Llamale? Que lo llame su agüela. Usté, ques de tierra de maíz, no tiene experiencia de estas cosas. ¡Aus!, a los hombres, cuando se ponen así, hay que dejalos. ¡Cualquier cosa es más pior! Voy a rezar una salvica pa que se escape. Probe mocé: ¡que no se pierda!
Los electores de Urgain, conquistados por Mario, iban llenando la urna con candidaturas de Zubieta. Los soportales de la casa municipal estaban repletos de gente alborozada, de aldeanos que habían emitido su voto y esperaban a sus amigos para despedirse y retirarse a comer la berza, el tocino y la borona[194] caseros, en vez de las suculentas comidas dispuestas en las tabernas y posadas por los otros dos candidatos. Y ésta era, a decir verdad, la única nube que empañaba el radiante horizonte de la concordia urgainesa.
Mario votó el último. Al bajar la escalera y aparecer en la puerta, comenzaron, de nuevo, los vítores y señales de entusiasmo. Mario, conmovido, contestaba sonriendo. Borrábanse de su memoria las tristes escenas de su casa. ¡Consolador espectáculo! Mario era completamente feliz entonces. Acudieron a su memoria las palabras supremas de Fausto[195], y las repitió fervorosamente: «Detente, momento, ¡eres tan hermoso!».
Arremolinose el pueblo. Osciló la ola formidable de la gente que echa a andar. Gritaron algunos niños y mujeres apretujados; aulló un perro a quien le pisaron las patas. Los hombres más próximos pugnaban por levantar, de nuevo, a Mario sobre las espaldas. Resistíalo él, forcejeando. De pronto, sintió un dolor agudo en el costado izquierdo, una frialdad que le penetraba el pecho. Cedieron sus fuerzas, y aprovechando la falta de resistencia, innumerables brazos robustos le asieron y sentaron sobre el trono popular dispuesto. Pero en vez de un cuerpo erguido, alzaron un cuerpo inerte, cuya cabeza caía hacia el lado a que le impulsaban las oscilaciones del busto. Y sobre las caras del pedestal humano llovían gotas rojas y calientes.
¡Resonó un alarido!, ¿quién era el infame? Nadie se daba cuenta del cuándo y cómo del suceso. Mirábanse, unos a otros, los circunstantes, e instintivamente, soltaron el cuerpo los que lo sostenían, y todos se echaron atrás, quedando Mario inmóvil y sin habla, desangrándose, en medio de un ancho corro, tendido.
Ni el médico ni el cura llegaron a tiempo.
Por la noche, cuando el pueblo entero comentaba y execraba el asesinato, y hacía conjeturas acerca del asesino, y abrumaba a preguntas a don Rafael, para conocer hasta los más insignificantes pormenores de la tristísima escena desarrollada al comunicársele a doña María la muerte de su hijo, y nadie se acordaba de las elecciones, el secretario del Ayutamiento llamó discretamente a la puerta de don Juan Miguel.
Apenas podía contener la risa:
—Ya tenemos hecha la trampi-legal. El agua de gomas nos ha surtido. Los votos de Zubieta le he puesto a don Santiago, dejando pocos al carlista y al independiente, menos. De balde anduvo don Mario; pero si no le dan la cuchillada, escasamente ganamos; los mesantes tenían cada ojo, así.
Y formó un círculo con el índice y el pulgar.
—A propósito de don Mario, ¿se sabe algo?
—Nada. Agora se llega juez de Pamplona. Iriarte me dice para preguntar a usted qué luces le habremos de dar, porque aquél, también estará a ciegas.
—¡Hombre, psch! —contestó después de un rato el notario, con tono indiferente—; en caso de duda, ¡el muerto a los carlistas!