VI
MAIZATXURIKETA[68]
Anochecía ya cuando José Miguel Loipea, mocetón de veinticuatro años, entró en la taberna de Aquilino Zazpe, pateando el no barrido suelo, para desprender el pegajoso barro de sus borceguíes.
—Una copa de aguardiente, si me quiere dar —dijo en castellano, apoyando los codos sobre la grasienta chapa de zinc del mostrador.
Aquilino, hombre de sesenta y tantos años, de mediana estatura, chato y colorado, muy grueso, cuyo prominente cogote, debajo de la boina encasquetada hasta las orejas, comprimido entre la nuca y los hombros, parecía reluciente morcilla, preguntó con tonillo aragonés:
—¿Del blanco u del colorau?
Ocupaban el mostrador tres enormes botellones, media docena de copas de vidrio toscamente tallado, una cubita de madera llena de agua para enjuagar los vasos de los parroquianos y una balanza de pie fijo con platillos de cobre: el de la derecha estaba recubierto por papel de estraza. Del techo colgaban paquetes de velas de sebo. Detrás se extendían unos cuantos estantes de madera sin pintar, llenos de paquetes de cajas de fósforos cascantinos, almidón, fideos, arroz y café; cajas de pimentones riojanos en conserva, pescadas de bacalao, alcuzas de aceite, botellas de vinagre y otros géneros de comer, beber y arder. A la izquierda, cerca de la puerta, había un estante bajo y ancho que servía de cama a un pellejo de vino, ya flaco a puro de sangrías[69]. A ambos lados del mostrador pendían sartas de guindillas y horcas de ajos. A la derecha, formaban fila, tres o cuatro latas de petróleo. El resto del local, o sea las dos terceras partes de la bajera, bastante capaz, lo llenaban cuatro mesas con sus correspondientes bancos a derecha e izquierda, un aparador con vajilla de loza y vidrio y el fogón, situado al centro, con su amplia chimenea. Ardía la leña, bullían las ollas y a la luz oscilante de las llamas, se dibujaban en la pared las siluetas de tres mujeres sentadas sobre la tarima. El tugurio olía a tabaco, humo y sartén; suelo, paredes, mercancías y muebles, amén de las personas, sudaban pringue y mugre.
Aquilino sirvió aguardiente blanco a José Miguel, conforme a su respuesta, después de enjuagar la copa.
—¿Dónde anda, pues, Cuadrau, que no veo aquí[70]? —preguntó Loipea, secándose los labios con el reverso de su manaza callosa y morena.
—Saido a lastación; a recogel una barrica de vino que hoy recibo de la Ribera. Cómo sus vais a ponel la tripa, borrachones.
José Miguel se sonrió con mucha satisfacción.
—Güena tierra será aqueilla, que siempre se anda saca que saca vino y no acaba. Hoy tamién, el tren de mercancías ya ha llevau, pues, lo menos nueve vagones con pipas.
—Mejor que la vuestra, más mojada que hondón de orinal —gritó, desde dentro, con voz aguda, una de las tres mujeres.
—Eso icir yo, pues.
—¡Baraja!, pus no paice sino que necesita tus dichos pa selo.
—¡Vaya, quiá!, que no nus poemos quejal desta —replicó Aquilino—. Yo allá era un probe pión, sin más renta que la azada y la voluntá de los ricos. Hoy aquí, aunque probico también, vivo de lo mío.
—Y aún tejas lo mejor —dijo una de las mujeres acercándose—. Que cuando en la aición hirieron los guiris[71] a nuestro hijo, de poco retrecheramente[72] que nos lo cudiaron los de este pueblo. Y mira, Aquelino, cómo no hay mal que pa bien no sea, si Dios quiere; que por venilo a ver, cuando se quedó tan enfermico, prencipiemos nuestra mejoría.
La interlocutora era una mujer enjuta, alta, de pelo entrecano, muy áspero, peinado hacia arriba y sin raya.
—Madre, que lo va usté a ponel hueco si sigue —gritó la misma voz de antes.
Y se aproximó otra mujer, de diez y ocho a veinte años, más alta que baja, pelinegra, ancha de cara, roma de nariz, de boca grande, bien guarnecida de dientes sanos y blancos, cetrina de color, rasa de pecho, un sí no es cargada de espaldas, suelta de ademanes, resuelta en el mirar, tosca en el andar, burlona en el reír, de cuerpo recio, cuyas formas huesosas recubrían un traje de percal donde las manchas de aceite y grasa alternaban con el chillón floreado de la tela. Bajo el ruedo de la saya corta asomaban las botas con puntera de charol, cuyo cuero surcaban grietas y cuyos elásticos tenían las tripas fuera; sobre el juanetudo pie derecho, formando rosco, la media, que fue blanca un mes antes, caía.
José Miguel la miró complacido, se rascó la cabeza y no contestó palabra.
—¿Qué es lo que te trae por aquí, resalau? —preguntó la moza.
—Pa beber la copa, ganas.
—Sí, pa quien te crea, mameluco.
—Usté siempre estás de broma.
—Sí, como tú, que las das güenas. ¡Aus!, pues no ice que ha venío por velme.
—Yo tampoco ni pensau icir…
—No te pongas royo, mocé; si no lo ices lo hacis.
—A icir verdá, en busca de Casildo me hay venido. Los de Ermitaldea hoy tienen maizatxuriketa y por si quiere venir conmigo.
—¿Y a mí no me convidas?
—Jesús, con güena gana.
—¿Pa qué me quieres lleval ahí?
—¡Toma!, pa que haiga una guapa más.
—¡Sobraré!, irá lo bueno del pueblo.
—Ya irá, a güen seguro, pero más guapa que usté…
—¡Mejor, que no sea! A las guapas se las torea.
Y la moza, con desgaire le volvió la espalda. Pero José Miguel le agarró el brazo y la obligó a dar media vuelta. Forcejeaba la moza y el mozo tiraba hacia sí con la fuerza de una pareja de bueyes, mientras ella se reía a carcajadas. Cuando más a gusto estaban retozando, Aquilino, desde el mostrador, gritó con voz estentórea y descompuesta:
—¡Rediez, Celedonia! ¿Estamos en la dula[73] u qué?
—Eso mesmo iba a preguntal yo —exclamó Casildo Zazpe, alias Cuadrau, que desde el umbral de la puerta atisbaba hacía algún rato, sin que nadie hubiese notado su presencia—. Paice que estamos templaus[74]; lo malo es que no da pa todos, que aquí estoy yo como el monaguillo, tocando la campana, pero sin celebral.
—No te quejes —replicó Celedonia desasiéndose—, que ya te llegará la hura, como al cuto.
Cuadrau pegó cuatro o cinco brincos, lanzó un relincho, y dijo:
—Ojalá sea aura mesmo, que estoy más templau que Dios. Venga medio, padre.
Aquilino le sirvió un cuartillo de vino, y dijo:
—¿Has recogido eso?
—No ha venido. En mercancías de mañana.
—¡Por vida de los carriles! ¡Habrá bribones!
Y estuvo refunfuñando, mientras José Miguel y Cuadrau hablaban con mucha animación, junto a la puerta.
—¿De veras?
—Sí, hombre, como oyes, el que se encuentra un artoburu encarnau[75] puede dar beso a la neskatxa que quiera.
—¿Ices que lo has trujido? Dámilo.
—Toma, pa ti hay traido[76], pues; que a mí no me importa.
Y al pronunciar estas palabras miraba tiernamente hacia el fondo de la taberna donde trajinaba Celedonia, a la vez que del bolsillo izquierdo del pantalón sacó una mazorca de maíz pintada de almazarrón.
—Pero como todos los mutiles[77] ellevan[78], sólo vale el que saca primero; pero antes que las diez no hay que sacar, pues entonces se prencipia la broma y ya no se trabaja de fundamento.
Cuadrau metió la mazorca entre faja y cintura.
—¡Rediez!, no se me escapa la Josefa-Antonia más que se güelva mico[79]. Arrea.
—Vamos.
Y diciendo: «¡Adiós, buenas noches!» pero no sin que José Miguel mirase de nuevo a Celedonia, salieron de la taberna.
La noche estaba del todo oscura. Caía una lluvia muy menuda y fría. José Miguel iba delante con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, marcando el paso con los borceguíes sobre las losas, recubiertas de lodo espeso y cortadas por baches de agua cenagosa. Cuadrau le seguía, arrebujado en su manta, dando silenciosos y largos pasos con sus alpargatas valencianas y sus calcetines de lana azul; de vez en cuando metía el pie en algún charco, y pronunciaba, entre dientes, alguna palabrota. Se cruzaron con media docena de mujeres y muchachas retardatarias[80], que venían de la fuente, pegadas a la pared para buscar para sus pies descalzos el piso menos resbaladizo y fangoso. Cuadrau se paraba, y poniéndose en jarras, las obligaba a salirse al arroyo, diciéndoles:
—Vete a la alfombra, amantico, que por aquí se te van a cascar los chapines.
Y si era vieja añadía:
—Corre, agüela, que se está derritiendo el novio.
Por la acera de enfrente iban dos o tres personas alumbrándose con un farol de mano.
Llegaron a la casa consistorial, y José Migel se detuvo.
—Trampano es, aún.
—Pues nos estaremos aquí, aguardando en los porches. ¿Quién es aquel farol que va pancia arriba? Si es el mesmo escribano de los demonios. Aguarte, le voy a tirar un peñazo, pa cascale el farol.
—Pero hombre, que siempre has de ser tan burro. Puede tomar mal, acaso.
—¿A tú qué te importa? A mí no me llames burro, porque te doy una morrada.
—No enfades, hombres; por erreír hay dicho.
—Pues a mí no se me ríe nenguno, y menos un mastuerzo montañés.
—Mal genio, no acuerdes de eso; vamos a casa de la Josepantoñi a coger güen sitio.
—Aura, no me da la gana.
Y volviendo las espaldas, Cuadrau tomó el camino que habían traído. José Miguel le siguió con los ojos mientras se alejaba, y acordándose de repente, le gritó:
—Casildo, ya que no vienes, échame el artogorri.
—¡Tómalo! —contestó aquél desde la oscuridad.
Y una enorme piedra dio contra el primer pilar del cubierto, cerca de José Miguel.
Este levantó los hombros, y sin inmutarse, filosóficamente, murmuró:
—Por suerte, no me ha dau.
Y siguió su camino, enderezando los pasos hacia una casa aislada, a orillas de la carretera de Pamplona, junto a tres pilones de abrevar ganado. Por las rendijas del segundo y último piso, salían rayos de luz. José Miguel se detuvo un instante; a sus oídos llegaron gritos y risotadas. Entró en el amplio zaguán, metió la cabeza por la puerta de la cocina que estaba a la derecha, y dijo en vascuence:
—Buenas noches; soy yo, el de Zubizar.
—Bien venido, José Miguel; sube —le contestaron.
Siguió hasta el fondo del zaguán y tomó la escalera, dejando, a un lado, la puerta de la cuadra; los bueyes mugían sordamente y gruñían los cerdos.
En el último piso había tres espaciosos desvanes o ganbaras contiguos. El primero comunicaba directamente con la escalera: era el destinado a la maizatxuriketa. El segundo, separado por un tabique, servía de granero. El último, situado en la fachada zaguera, no tenía otra entrada que una puerta-ventana de dos hojas, a la cual se subía por una escalera portátil: era el belartegi o depósito de heno, helecho y demás pienso de invierno.
Tres faroles con vela de sebo, colgados de la pared, iluminaban a medias la primera ganbara; el techo, listeado por las negras vigas, permanecía en la oscuridad. Enormes montones de mazorcas de maíz ocupaban el suelo del desván. Sentados de espaldas a los montones, o medio hundidos en ellos, se veían hasta veinte jóvenes de ambos sexos, formando grupos de cuatro y cinco alrededor de los saski o cestos hechos con varillas de avellano, a donde echaban las panojas deshojadas. En el centro de la ganbara se iba elevando una montaña de secas y amarillentas hojas que los maizatxuriketari arrojaban. La montaña estaba habitada; medio cuerpo de un hombre viejo formaba su cumbre. Era el viejo de color sano, nariz grande y aguileña, tez muy arrugada, ojillos vivos, alegres y desvergonzados que denotaban gustos y genio de joven, malquistos con los mechones de pelo blanco cual la plata que asomaban por debajo de la enorme boina azul, agujereada y mugrienta. Tenía una pipa de barro cocido en la boca; cada vez que aparentaba ir a encenderla, alzábase estrepitoso vocería de fingido temor.
La semioscuridad teñía con oscilantes manchones de luz los regocijados grupos: aquí se vislumbraba una cara risueña, más allá una maciza trenza, más lejos una blusa de percal azul, un calloso pie descalzo, una mazorca deshojada, brillante como un huso de oro.
Aunque ejecutando la misma labor, todos los circunstantes diferían por su actitud. Había quien hablaba quedo con su pareja; quien canturriaba a solas o en coro; quien, a hurtadillas, cambiaba tiernas miradas; quien conversaba, a grito herido, con el interlocutor más distante; quien, por entre las mazorcas, andaba a caza de pantorrillas que pellizcar, arrancando a las mozas gritos instantáneamente reprimidos. Reinaba más júbilo que en los alcázares de los reyes y grandes. Aquellas cuatro paredes, aquellos vetustos solivos[81] cubiertos de telarañas, aquellas chisporroteantes luces desmayadas, contenían e iluminaban juventud y robustez, modestia de aspiraciones, parvedad de exigencias, hábito de trabajo, lozanía del amor, que era impulso de almas cándidas e instinto de cuerpos vigorosos.
Disfrutaban de los privilegios que la compensadora Providencia concede a los humildes: comer mal y digerir bien, tenderse en dura cama y dormir blando sueño, sudar con poca ropa y mantenerse sanos escarneciendo a la higiene, poseer poca hacienda y cubrir los gustos y necesidades. Las muecas apayasadas y las frases sandías que hubieran provocado el desdén del hombre culto, les hacían a ellos retorcerse de risa. Sucedíanse las carcajadas a boca llena, o mejor dicho, a cuerpo entero.
Tan bulliciosa alegría dimanaba de una circunstancia, principal entonces: de que los sexos congregados eran diferentes.
No todos los grupos loqueaban; si había deshojadores por jugar, los había, también, por trabajar. Entre éstos se contaba el que presidía la reunión, del cual era centro Josefa Antonia, vestida con justillo pardo, anchas mangas de camisa arremangadas hasta el codo y saya de percal blanco rayado de azul oscuro. De la casi desceñida toca se escapaban dos gruesas trenzas de pelo negro que, rodeando la cintura, metían los cabos en el regazo, sobre el delantal de cuadritos blancos y negros. La luz, aunque escasa, permitía distinguir sus ojos y frente, pequeña y tersa ésta, rasgados y grandes aquéllos, de color garzo clarísimo, donde se pintaban como aterciopeladas rayas, las curvas y largas pestañas.
Una de las veces que el viejo del montón hizo ademán de encender la pipa, le dijo Josepantoñi en vascuence:
—Más le valía, Fralle, contarnos un cuento, en vez de asustarnos.
—¡Para cuentos estoy yo, picaronaza! Tengo una boca más seca…
—Pues no se bebe hasta las diez, por lo menos, y acaso, hasta concluir la tarea. Mas si nos complace, le serviré el primer vaso de vino.
—Pides cuentos porque nadie te cuenta nada. ¿Quién te mandó sentarte entre esas dos zafiotas de Txebastiana y Lorentxa, y no junto a José Martín, que te está comiendo con los ojos y por mirarte me echa las mazorcas y se guarda las hojas?
José Martín, mozo de hercúleo pero desgarbado cuerpo, cara larga y huesosa, donde se pintaban bondad y franqueza, bajo el fuego graneado de las risas burlonas, se puso como un cangrejo cocido: sus orejas, en forma de asa, parecía que iban a manar sangre.
—¿Qué apostamos a que no quieren cuentos estas otras que están con sus novios?
—Sí, sí —gritaron todas las mujeres.
—Os complaceré, architontas, ya que preferías las verdades de un viejo a las mentiras de un joven. Oíd, pues, el Lakuntzako pertza[82].
La rechifla fué general.
—¡Vaya una insulsez!
—Ese cuento es más antiguo que el hambre.
—¡Fuera! Hasta Martinico lo sabe.
—Fralle ha perdido la memoria.
—Fralle cree estar con los chicos de la escuela.
—Fralle está moskorra[83], como de costumbre.
—¡Otro cuento, otro!
—¡Silencio, gallinero! Fralle sabe de todo… hasta haceros rabiar. ¿Queréis un cuento bonito?
—Sí, sí.
—Pues oíd la historia de los dos arrieros.
El viejo se metió el dedo índice de la mano derecha dentro de la boca, y estirando con él la mejilla y sacándolo fuera de golpe, produjo tres o cuatro sonidos como de taponazo.
—«En aquel tiempo, como ahora, había dos arrieros. El uno, Juan Zopolo; el otro, Juan Mozolo. Cada uno era amo de siete machos; y a Iruña voy, y de Iruña vuelvo, tripi trapa, con buenos pellejos de vino, a gusto de los borrachos, ganaban su vida. ¡Ki, ki, ki, ri, ki!, canta el gallo; ¡güin, güin, güin güin!, gruñe el lechón. Hicieron una apuesta, jugándose las recuas, y Juan Zopolo perdió la suya y Juan Mozolo ganó la ajena, con trampa, porque Zopolo era muy tonto. “¡Ay, ay, ay!”, decía llorando (y era de ver la exagerada mímica del narrador, que berreaba imitando el llanto), “¿cómo me presento ahora delante de la mujer y los hijos, sin los machos? ¿Qué me dirá aquélla, de tan mal genio, cuando vea que falta lo principal de la familia?”. —Llegó a un puente y, no atreviéndose a proseguir el camino de casa, resolvió dormir debajo de él.
»¡Tan, tan, tan, tan!, dieron las doce. Oyó gritos. Las sorgiñas venían al akelarre[84]. La una hacía putz, la otra mutz, la otra mutz-putz. Se pusieron a bailar al son del tamboril. Una de ellas dijo: “La dueña de la casa Diru-maindire pertzerik-gabea está enferma, hace hoy doce años: ni médicos, ni barberos, ni albéitares con nada la pueden curar. La curarán cuando le den un pedazo de pan bendito que un lagarto, escondido bajo la piedra de la puerta de la iglesia, tiene en la boca”. Y putz y mutz se fueron las sorgiñas.
»Juan Zopolo oyó lo dicho. Volvió a casa y nada le declaró a la esposa de mal genio. Tipi, tapa, zirripi, zarrapa, tras, tras, tras, se fue adonde la enferma. Pidió posada, como caminante; se la dieron. Le dijeron que la dueña estaba enferma y que nadie la sabía curar. “Yo quiero verla, dijo el arriero, acaso acertaré”. Le llevaron a ella y le dijo: “¡Dueña! ¿Se acuerda usted que hace doce años tiró con desprecio el pan bendito a la puerta de la iglesia?”. “Ya me acuerdo”. “Pues bien, desde entonces un sapo tiene el pedazo de pan en la boca, y no se curará usted hasta que se le quite y se lo coma”. ¡Ki, ki, kiri, ki!, canta el gallo; ¡güin, güin, güin!, gruñe el lechón.
»El marido y el arriero fueron, en seguida, a la iglesia, y todo lo encontraron tal y conforme. Lavaron el pan, lo comió la dueña, y sanó. Como eran muy ricos, muy ricos y estaban muy contentos, muy contentos, el marido le dijo al arriero que pidiese. Pidió siete machos por haber perdido otros tantos, y el amo, diciendo que siete no eran cosa para él, le dio catorce, hermosos como el sol. Klin, klin, klin, klin, ¡qué bien suenan las campanillas de noche!
»Tipi, tapa, zirripi, zarrapa, tras, tras, tras, Juan Zopolo regresa a casa, y a Iruña voy, y de Iruña vuelvo, con buenos pellejos, a gusto de los borrachos, con catorce, mejor que con siete machos, gana la vida. Mientras, Juan Mazolo se iba empobreciendo; hoy uno, mañana dos, los catorce machos se le murieron. Antes que romper su cabeza contra las piedras, Juan Mozolo se fué a Juan Zopolo y le preguntó cómo pudo recobrar los siete machos y otros tantos. «Ponte una noche de sábado debajo del puente y escucha, que, sin duda, algo de bueno oirás».
»¡Tan, tan, tan, tan!, las doce. Juan Mozolo, meándose de miedo, oye los gritos. Las sorgiñas vienen al akelarre. Putz hace la una; mutz, hace la otra; putz-mutz, las demás. Bailan al son del tamboril, y una de las sorgiñas dice: “La dueña de Diru-maindire pertzegaberik-etxea se ha curado; sin duda, alguno viene a escuchar lo que decimos. Registremos debajo del puente”. Bajan las sorgiñas y encuentran a Juan Mozolo; la una le tira del pelo, la otra le araña, la tercera le pega, y luego todas juntas me lo agarran y tiran al río: allí se ahogó el arriero fullero. El otro vivió bien, y yo también».
El cuento fue escuchado con la boca abierta; reído donde le encontraron gracia y aplaudido en su desenlace. Fralle se puso muy orondo y en disposición de pretender otro éxito, porque el tal viejo, arriero también cuando mozo, como sus héroes, era costal de historias y relatos. Pero sonaron las diez, y apenas se habían apagado las vibraciones, cuando tremoló en la puerta del desván un prolongado y ensordecedor relincho, y penetró Cuadrau saltando por encima de los saski y del montón de hojas, enseñando cierto objeto que llevaba en la mano derecha, y gritando como un energúmeno:
—¡Artogorri, artogorri!
Antes que nadie se reportase de la sorpresa causada por aquella imprevista invasión, Cuadrau se plantó junto a la Josepantoñi, le sujetó los brazos y le estampó un sonoro beso en la mejilla derecha.
—¡Toma, retrechera!, que se te güelva gloria; como a mí.
La moza se desasió, airada y se puso de pie. Estaba roja, de ira más que de vergüenza, y se frotaba el carrillo con el delantal, gritando en castellano:
—¡Pedazo de bruto! ¡Ojalá si te erreventarías ahora mismo!
Este incidente fue la señal de la broma. Salieron a relucir varios artogorri, y otras tantas mozas fueron blanco de idénticos obsequios que la Josepantoñi, aunque más gustosamente recibidos. Costó trabajo restablecer la calma, y pronto acertó a turbarla de nuevo la dueña de la casa, que fue poniendo en el suelo una enorme cazuela de bacalao al ajoarriero, una caldera de castañas cocidas y dos jarros de vino.
Los deshojadores saludaron respetuosa y cariñosamente, con el título de andrea[85], a la recién venida, cuya cara y cuerpo mostraban muchas señales de haber excedido en hermosura a su hija, como si el tipo se hubiese embastecido al trocar las brisas marinas del valle de Oyarzun, por los recios vientos de la alta meseta borundesa[86], circundada de nevosas sierras.
Del rincón donde estuvo trabajando sin chistar, salió un rapazuelo, con la ropa hecha jirones. Era Martinico el jorobado.
Se acercó a la andrea y tendió la mano.
—Paara la aabueela, quee no pueede veniir.
—¡Granuja!, ¿aún andas por aquí? ¿Sabes la hora que es? Claro, mañana habrá pereza para ir a la escuela.
Oír estas palabras y volverse tembloroso el muchacho, todo fue uno. Sus pálidos ojos azules se llenaron de lágrimas; su angosto pecho jadeaba.
—¡Vaya una afición a la cartilla! La palabra escuela te hace llorar. Otra cosa sería si se tratase de ir a robar fruta.
Cierta expresión de reproche se pintó en la triste mirada del jorobadito. Metió la mano en el bolsillo izquierdo, y después de rebuscar, sacó una anilla de cortina. La enseñó, y a la vez que pataleaba con sus pies deformes, decía:
—Tatataambieén maañana meee pegaará.
—¡Ah!, ¿hablaste vascuence? ¡Pobrecillo! Dicen que el maestro tiene la mano muy dura. Toma, toma, chiquito, para tu abuela.
Y la andrea le dio dos perros grandes.
—Esto para ti.
Y le dio un puñado de castañas y un zoquete de pan con dos porciones de bacalao.
—Garciaas, Diios see loo paagaraá.
Martinico salió des desván dando saltos grotescos de alegría.
—Todas las semanas le cae el anillo, según dicen, y el maestro lo balda a trompazos —dijo José Martín.
—Yo, si fuera él —añadió otro de los deshojadores—, no me arrimaría a la escuela. ¡Para lo que le ha de servir! Los que manejamos las layas, no podemos coger la pluma; aquella cosa tan simple se nos escapa de los dedos.
—Sí, pero el Alcalde le suprimiría la ración de familia pobre. ¡Pues no es pequeña su tema[87] de que todos los niños acudan! Dicen que le ha metido esas ideas el Americano, para que los chicos del pueblo salgan listos.
—Sí, sí; ya encontrarán de comer dentro de los tinteros.
Josepantoñi llenó un vaso de vino y se lo presentó a Fralle.
—Lo prometido es deuda.
El viejo tomó el vaso, lo levantó en alto y comenzó a imitar las carantoñas y caricias que las madres hacen a sus hijos. En seguida marcó un paso de baile, muy solemne y pausado, y con voz gangosa, cantó:
«Edari maitagarria,
Tristearen alegria,
Dezu alaitzen begia,
Kentzen melankonia:
Mutuba ipintzen kantari
Eta errena dantzari»[88].
La tonada monótona, a modo de canción mecedora, de una parte, y la cara alegre del vejete con sus ojos encandilados y el apasionamiento que ponía en el acento de las palabras, de otra, formaban cómico contraste. Pero pocos lo celebraron, que ya preferente cuidado consistía en sacar, a uña, de la humeante cazuela, el bacalao y extenderlo sobre rebanadas de pan. Los vasos de vino pasaban de mano en mano, haciéndose las mozas de rogar, pero aceptando, al cabo, todos los envites, e industriándose los mozos en beberlos a pares. Íbanse los gestos soltando, los entusiasmos desbordando y los cánticos menudeando. Al irrintzi contestaba el brinco, al pellizco la risotada.
Aunque sin dejar de ser gangosa, la voz de Fralle fue adquiriendo sonoridad. Cada trago de vino acrecía su volumen. Remozado ya, mostraban sus movimientos la agilidad propia del basko. De cuando en cuando comía bacalao, moviendo desaforadamente sus mandíbulas desamuebladas, con dilataciones y contracciones de la cara tan extremosas, que ora la barba bajaba hasta el pecho, ora subía hasta la nariz. Después se limpiaba la grasa de los labios con el revés de la mano y estiraba, a retazos, su canción:
«Todo la sana, guztia
Ardo ona daukan zagia»[89].
Entre estrofa y estrofa, en prosa vil, pero pintoresca, desarrollaba su apología del vino: padre de sus ochenta y seis años, nervio de sus brincos, espíritu de su salud, tamboril de su alegría, genitor de sus innumerables hijos y nietos. ¡Ah!, qué caminatas las suyas cuando era arriero, y transmontaba los puertos sin temor a las ventiscas del invierno ni a las borrascas del lunático marzo. Sus palabras retrataban otras escenas, a medida que salía de la madeja el hielo de los recuerdos: los descansos en las ventas, las llamas del hogar, la cara jovial de la moza mesonera, la ceñuda frente de las montañas nevadas, objeto de burla desde las humosas cocinas, el vaso de vino caliente espolvoreado con canela, la copa de anís del escucha al teñirse con los grisientos fulgores del amanecer las más altas cumbres, la canilla abierta en las cubas de las bodegas liberales entradas a saco. Atraído al camino de los recuerdos guerreros, cogió un palo de escoba y explicó detalladamente el modo de llevar el paso, el ejercicio completo del fusil, las evoluciones de compañía y batallón; y dio medias vueltas y vueltas enteras y pasos de carga y cargas a la bayoneta, y se desplegó en guerrilla y marchó en columna cerrada y se retiró a las trincheras, e hizo fuego de fusil y cañón, y tocó la corneta, y redobló el tambor, y gritó «¡Viva Carlos V!», y enterró, llorando, a Zumalacárregui; todo ello con mímica tan viva, con gestos y actitudes tan grotescas y con seriedad tan absoluta, que los espectadores se cansaban de reír. Por último, se abalanzó al montón de hojas, escarbó y sacó el silbo y el tamboril; colgose éste del cuello y arrimó aquél a los labios, y comenzó a dar vueltas por el desván a paso de procesión.
Las notas, chillonas y estridentes, marcaban compás de zortziko. La melodía tierna, melancólica, apasionada a ratos, sostenida por los sordos golpes del parche, desarrollaba su ritmo quebradizo y desigual, como el del torrente que cae al valle saltando de roca en roca. Mozos y mozas se pusieron a bailar sin tocarse, siquiera, la punta de los dedos; un polvo espeso y acre, picazón para las gargantas y lagrimeo para los ojos, se extendió como una niebla, velando más y más el mortecino fulgor de los faroles; la tarima retembló bajo los cerriles pies con estrépito de trueno.
Mugía el viento, fuera, oponiendo a los gritos de las parejas sus ululantes clamores; la sierra enviaba el rumoroso plañido de los bosques, y la tempestad boreal lapidaba tejas, chimeneas, ventanas, puertas y paredes con brutales puñados de granizo.