XII
CHAPARRADAS
A MEDIDA QUE SE APROXIMABA la época del matrimonio de Perico, peor cara fruncía don Juan Miguel a las conversaciones y alusiones tocantes al futuro suceso, burlándose despiadadamente de los amoríos del hijo y las prendas de la novia, salpimentadas las burlas con frases acerca de «la estupidez de ciertas gentes» y del «arte de ciertas personas para echarlo todo a perder» y de los «plazos que llegan trayendo a cuestas roscas de cordel de horca» y otros reproches, no por indeterminados, menos acerbos.
Y como la casa no pintaba trazas ni señales de los ordinarios preparativos de bodas, sobre todo cuando los novios han de habitarla, el bueno de Perico se exprimió la sesera, sin atinar a qué carta quedarse. Si recurría a las luces de Robus, ésta arrugaba el entrecejo, se tornaba cavilosa y no soltaba respuesta de provecho.
—Papá es un manojo de ortigas —exclamó Perico la tarde que recibió una carta de María Isabel, pidiéndole, por Dios, lo dispusiera todo para la hora misma en que finasen los tres meses de la ley—; ¿quién se le acerca y averigua lo que le pasa, mediante las preguntas que entre las gentes se usan? Cualquiera diría que le disgusta mi boda…
—Ese cualquiera diría bien; y no se necesita ser licenciado, ni librepensador, siquiera, para enterarse de ello.
—Tú también te pones fosca apenas se habla del asunto. Por ti, acaso, me embarqué, y ahora… Pero no riñamos; antes bien, ayúdame con tu diplomacia. ¿Cuáles son las razones, los motivos de papá?
—Muchacho, te caes de un nido; sin ser lince, ni zahorí, los ve el cualquiera de autos. Precisamente ahora viene… ¿se lo preguntamos?
—Burlona del diablo; estoy temeroso del abordaje, y me brindas… Deja rodar las cosas, hasta que naturalmente se paren.
Nada más que con verle echar la capa sobre la cama comprendió Robustiana que su padre venía impresionado por sucesos, imprevistos y desagradables.
—Qué es ello, papá, ¿algún disgusto?
—¡Badajo!, las mujeres todo lo han de saber. Le atisban a uno la cara como si fuese barómetro, para husmear las menores mudanzas de genio. ¡Es mucha manía ésta, la de pasarse la vida espiando y preguntando!
Robus aguantó impávida la andanada; demasiado sabido tenía que una de las causas de la preferencia con que la distinguía su padre, eran las constantes muestras[141] de interés que ella le daba, así como no perdonaba la indiferencia olímpica de Agustina.
—No me pica la curiosidad de lo que sea, papá, sino el hecho del disgusto mismo, por ver si cabe alivio.
—Aunque mucho dores la píldora, mandilona… en fin, nada puedes. ¿Depende de tu mano evitar que haya caído Sagasta[142]? El Marqués de Lacarra estaba en autos, ¡porreta! ¡Famoso lío se nos echa encima! ¡Primero, elecciones de diputados provinciales; luego, de diputados a Cortes! ¡Buenos se van a poner los pueblos, buenos! De esta hecha, no quedan ni los rabos de los electores. ¡Y esa infernal facciosina que levanta la cabeza!
Resonó el paso tardo y pesado de doña Gertrudis, y a poco entró en el cuarto, con la cara alegre y los ojos alerta.
—¡Uuy! —exclamó, llevándose al labio el índice— están celebrando cónclave, sin convocarnos ni a mí, ni a Agustinita, que por su genio bondadoso, americano, es la perlita de la casa, sin agravio de lo presente, que también es muy bueno, aunque no cañas de azúcar. ¡De todo ha de haber, vaya! La cara dificultosa de mi amadísimo Osambela, padre y marido modelo, me dice, a voces, que aquí se está tratando de aflojar el bolsillo. ¡Oh!, ¡la economía es excelente cualidad, hijos y dueño de mi amoroso corazón! Pero hay ocasiones ¿sabe?, en que ha de mostrarse esplendidez y rumbo: ésta es una de ellas. ¡Ouy!, se le ponen de punta los pelos del bigote a mi bondadosísimo Osambela. No ha de ser toda guardar, ¡Jesús! El día en que la señorita de Ugarte podrá legalmente entregar su blanca y distinguidísima mano a mi Periquito, pupila de mis ojos, se acerca: llevo la cuenta, y puedo señalar el día fijo y hasta la hora. Aquí no hay ningún preparativo para recibir a María Isabel como corresponde; digo como corresponde, ¿me entiendes Osambela? María Isabel es una verdadera señorita, completa y cabal…
—Eso decía de sí misma, en tiempos, la bruja de su madre. Me alegro de que manejes el botafumeiro[143]; te harás simpática.
—Y decía bien. Porque la casa de Ugarte es de lo más florido de Nabarra, mal que les pese a los envidiosos ¿sabe? La boda con María Isabel es gran honra para nosotros y nos pone en riquísimo candelero; es un suceso imprevisto, fantástico, como quien dice, un sueño…
—Es una burrada, ¡badajo! —interrumpió gritando don Juan Miguel—. Mientras vosotros os llenáis la sesera de aire, yo miro, escucho, veo, oigo, huelo y entiendo. El runrún del pueblo, hinchado por la envidia, parece de río salido de madre. El negocio, el suculento negocio de apropiarme por diez y siete mil duretes la hacienda de Ugarte, que vale seis veces más, requiere, previamente, una demanda ante los Tribunales de justicia; con ella saldrán los lobos de la madriguera y me guardo yo las fincas por el importe raso del préstamo. Pero esos parentescos que tanto os encandilan, me ahogan la fiesta. Claro, al fin y al cabo doña María es mi consuegra, María Isabel mi nuera y don Mario el cuñado de mi hijo, y yo una especie de Herodes, un explotador inicuo de la desgracia que pisotea los respetos de familia. Apenas, a raíz del morrocotudo sofión que nos dio la ugartería, reclamé mis dineros, mis sacrosantos dineros, ¡badajo!, señalando quince días de término escueto, con las correspondientes conminaciones al dorso, el vecindario se me puso de uñas y hasta las piedras clamaron. ¿Qué necesidad tenemos de estos parentescos? Hacen odiosa una reclamación que es justicia seca. Al diablo lágrimas y sensiblerías; yo, al acreedor, martillo; ellos, el deudor, yunque, y porrazo limpia hasta que se hagan polvo. ¡La boda se rompe, o dejo de llamarme Juan Miguel Osambela, de la casa infanzona[144] de Chaparro!
El notario, de pie en medio del cuarto, manoteaba y gritaba como energúmeno, con su cara espinosa y su mirar airado, dirigido, a guisa de puñal, hacia Perico y Robustiana. Doña Gertrudis, que no estaba en autos ni entendió otras palabras que las últimas, se quedó atónita.
—¿Con que no se hará la boda? Bien me lo temía al notar la falta de preparativos. ¡Uuy! María Isabel es una señorita demasiado decente para nosotros.
Afligidísima y desilusionada se fue a renovar el agua del canario.
Robustiana dirigió a Perico una mirada que decía: «¿Lo entiendes ahora?». Don Juan Miguel la sorprendió, y tomó pie para enfadarse de nuevo.
—Conspiraciones, inteligencias, complotes[145], ¿eh? Los hermanitos se llevan bien; el objeto es contrariar al padre. Con esos noviazgos de presente y futuro que os traéis, espanzurreasteis la breva que yo me iba a chupar. ¡Lástima de idea!
—Pues si la idea era buena —replicó amoscada Robus—, conste que yo la tuve; que es mía, y muy mía; tanto, papá —añadió, sonriéndose a la fuerza para atenuar la acritud de su tono—, que si el negocio cuaja, de justicia me deberá usted el corretaje.
—Tuya fue la idea, verdad, y en cueros era excelente; pero vestida de María Isabel, ¡porreta! Volvamos al grano: ¿qué tramáis entre los dos?
—Absolutamente nada, papá; Perico me preguntó, no ha mucho, cuál era la causa del inesperado desvío de usted tocante al matrimonio, y ahora le indiqué, con los ojos, que bien podía verla.
—Las gentes me arrancan el pellejo a tiras; dicen que a cualquiera, menos a mí, le caería bien plantar en la calle a los Ugartes; que soy un desalmado, un infame…
—Vistas las cosas desde fuera, juzgando por impresión, como juzgan las gentes, parece, a la verdad, duro…
—¡Badajo!, no me he quejado, todavía, una sola vez, de las murmuraciones, hablillas y críticas del pueblo, sin que hayas salido tú, con rodeos o sin ellos, franca o solapadamente, a darles la razón a los desolladores. ¡Rebadajo!, te veo los naipes. Pretendes que ejecute el mayor de los disparates, dando a las fincas poco menos de su valor verdadero, y sacando al aire cara de generoso; en una palabra, que me ahoguen las mieles. ¡Con ánimo de hacernos simpáticos a las palacianos, y ver de cazar, o pescar, a ese Mario de Dios! Mal camino, porreta, mal camino; a don Mario le gusta la carne blanca, y tú le brindas cordobán y huesos. Le dio por la democracia, por la gente de azada y pértiga. Según se corre por ahí, con visos de verdad, a la Josepantoñi de Ermitaldea, la tiene preñada hasta la barba. ¡Chica, la competencia que te hace la destripaterrones es desastrosa!
La cólera y el despecho serpentearon, como relámpago, por los ojos de Robustiana; sus mejillas, sucesivamente, se ruborizaron y palidecieron. Procuró aparentar indiferencia y soltó una carcajada nerviosa.
—¡Amaina el temporal que trajo usted de fuera!, le vienen ganas de bromas; me alegro. ¡Que yo pretendo cazar o pescar a don Mario!, ¡la ocurrencia es chistosa! Pero lo otro… ahora lo oigo por vez primera. Ya se ve; apenas salimos de casa, ni hablamos con alma viviente… y la criada es tan lela… ¡nunca sabe nada, estúpida! Con que a ver… decía usted, que entre la Josepantoñi y don Mario ocurrió algún gatuperio… ¡pobre chica!, ¡tan guapa! Hará una hermosa nodriza de casa grande en Pamplona, o mejor en Madrid; se la recomienda usted al marqués… Por supuesto, no habrá palabra de verdad…
—¡Vaya si la hay!, es la comidilla del pueblo. Andaban muy espesos, hace tiempo, según el bulto de los acontecimientos, y tan engolosinados, que las horas eran para ellos minutos. Una noche, hace seis u ocho días, a lo sumo, jugaron un partido tan largo por esos barrancos, more primitivo[146], en el bosque, como nuestros primeros padres, que los de la doncella —¡ja, ja, ja, cuánta envidia o caridad habrá ahora entre sus compañeras las Hijas de María!—, los padres de la chica, como digo, se alarmaron y salieron a buscarla. ¡Fue una vuelta triunfal! Don Mario, pértiga en mano, guiando la carreta, ella, acostada dentro, sobre mullidos sacos de hoja, perjurando y clamando que se le había roto algo, la pata, por ejemplo, y el padre detrás, con la vela apagada, y a ambos lados del camino, entre el Calvario y la casa paterna, la mar de mujeres, riendo las verduras y frescuras de la condenada Celedonia, la hija de Zazpe. El padre, tardano[147], pero seguro, reprobó la fechoría de su señor y amigo, en vez de honrarse con ella, como hicieran sus abuelos, y prohibió a don Mario que huelle las losas de la cocina. En Ermitaldea, las grescas y disgustos no cesan, y la chica continúa encerrada a cal y canto, guardando el bombo. Te birlaron el novio, mandilona; los paños calientes son inútiles.
—Papá, es broma demasiado fuerte la que me da usted atribuyéndome semejantes propósitos… ¡Poco que nos hemos burlado, mi hermana y yo, del tal don Mario! ¿Se olvidó usted de los motes que le pusimos?
—Perfectamente, chica; serán suspicacias de viejo, de escribano… El temblorcillo de tu voz canta enfados; no riñamos por esto, que ni me va, ni me viene, ¡porro! Otros motivos me arrancan los hígados y se los echan a los perros.
—¡Acabáramos!, la caída de Sagasta es pleito de menor cuantía.
—¿A que no adivinas lo que acaba de decirme el macho de don Santiago? Se me acerca con gran misterio y me pregunta: «¿Puede usted actuar de notario en causa propia?». «No entiendo…». «A eso voy; don Mario me pide en préstamo veinte mil duros, hipotecándome sus bienes en cuanto con los veinte mil le pague a usted, que es acreedor primero. Y si usted puede redactarse la escritura, de un tiro dos pájaros: honorarios gordos, recobre de capitales…». Y me dio con el bastón en la tripa, y lanzó por su boca cuatro inciviles onomatopeyas, y me gritó: «¡Potroso, potroso, que te mato!». «Oiga usted, don Santiago; ¿ha decidido prestarle a don Mario esos duros…?». «Ya lo creo, hombre; no pagará, y guapamente se me quedará mío el palacio mejor de estas comarcas». Don Santiago se marchó pavoneándose, más hinchado que un globo. ¡Badajo!, ¡nos vemos a la parte de afuera! Aunque la herencia está pro indiviso y valiéndonos de María Isabel, si es dócil, podremos provocar incidentes sin cuento, y entorpecer la marcha del negocio, ésta acabará por hacerse, y el bisonte americano nos birlará el bocadico. Con María Isabel apechugaba yo si entrábamos a ser dueños de su hacienda, a modo de compensación por el perjuicio… ¡pero ahora, a son seco! Claro es que soy hombre capaz de discurrir combinaciones que me traigan al bolsillo la parte de la novia; con todo… Muchacho, cásate, en mala hora, y no cuentes conmigo; me cierro a la banda doy cien nudos al bolsillo, y trescientas vueltas a la llave de casa; ¡busca habitación, ahórcate! ¡Por vida de ese don Santiago y de estas consideraciones del parentesco sin emparentar! ¡Días hace que debiera favorecerme la quieta y pacífica posesión de dueño! Robustianita, discurre, hija; exprime el caletre e inventa una diablura; desembarázame del americano; espanta a ese cuervo y pide lo que quieras… y sea razonable —añadió con prudente atenuación, al cabo de un rato.
Robustiana, arrugado el entrecejo, los labios prietos y los ojos fijos, se callaba por no interrumpir sus meditaciones. Perico se tiraba de las patillas, atosigado con las palabras de su padre, que le desengañaban y desencantaban.
—¿Cinco mil realejos son lastre suficiente para lanzarse a padre de familia? Usted, hombre práctico, ¿así lo estima? —preguntó, clavando una mala mirada en el rostro de don Juan Miguel.
Éste se encogió de hombros y le volvió la espalda. Robustiana hizo un gesto rápido a su hermano, que iba a replicar ásperamente, y carraspeó para llamar la atención de su padre.
—¿Sale la charada?
El notario se puso a caballo en una silla, cruzó los brazos sobre el respaldo y levantó los ojos con curiosidad manifiesta.
—¿Don Santiago tendrá algún defecto?
—De mayor discreción dieras muestras preguntando si tiene alguna cualidad buena.
—Hablo de defectos salientes, notables, dominantes. Amor al dinero.
—¡Porreta, este es virtud!
—Y no sirve para el caso. Vanidad, deseo de figurar, de lustrarse la ropa, de darse tono, comezón de mangoneo…
—¡En grado superlativo, chica!, don Santiago anhela y suspira por ser alcalde del pueblo, como cualquier Pachico Zudaire u otro lechonero análogo. Su vanidad excede, con mucho, a su codicia. Dinero le sobra; ese tío es inmensamente rico, y busca lo que le falta: ¡importancia, ínfulas, señorío!
—Perfectamente, nuestro es. Don Mario, ¡te quedas in albis!
—Maldito si veo la cosa.
—Hágalo usted diputado provincial.
—¡Demonio!
—El comité liberal le pedía a usted, no ha mucho, un hombre. El miedo a los carcas ahuyenta candidatos. Ningún cristiano[148] se presta a correr el temporal deshecho de las próximas elecciones, según parece.
—¿Pedíanme un hombre, y darles un leño[149]?
—Figura de hombre tiene. ¿Qué importa?, el diputado saliente es otro alcornoque: que el uno sea de los viveros de Ulzama, y el otro de los de la Burunda, pata. Ni los porteros notarán la sustitución.
—Chica, la idea es diabólica, femenina. Don Santiago, por salir diputado, se deja cortar un remo. Nos abre el bolsón; los proyectiles de oro cazan muchos vencejos electorales. El comité pamplonés está de vacío; ni candidatos, ni esperanzas de encontrar uno. A los montañeses les halaga que sea persona de la tierra el favorecido; gracias a las peluconas cabe que tumbemos a la facciosina tripa arriba. Tendrá que ver la primera sesión en que don Santiago abra la navajita, y le tosa y escupa a un compañero el consabido: «¡que te mato, que te mato!».
—Manos a la obra, padre. Lo primero, a tentar al americano con el tibi dabo[150].
—Venga la pañosa. No vuelvo a casa si no es con el palmo de narices de don Mario en el bolsillo.
—¿Ves cómo todo se arregla en el mundo? —preguntó Robustiana a Perico, en cuanto hubo salido don Juan Miguel del cuarto.
—¿Qué me importa a mí, que el americanote suelte o no suelte los duros —replicó airado—; que papá realice o no un negocio inicuo, de usurero desalmado, vengándose, al mismo tiempo, de una familia a quien detesta? ¡Mi asunto, mi asunto! Ahora sale por el registro de las negativas, cuando me ata y aprisiona el compromiso de casarme. ¡Lindo porvenir! ¡Padre avaro, por naturaleza y cálculo; mujer pobre y sueldo corto! Pero yo también estudiaré mis derechos, y si alguno me asiste…
—¡Calla, y no desbarres! Al decir que todo en el mundo se arregla me acordaba de ti. Nadie está obligado a cumplir lo imposible. Los tiempos se mudan, tonto, y con ellos las voluntades[151]. Si estuvieses muy enamorado, sería otra cosa. Franqueza, muchacho; ¿cuánto quieres a María Isabel?, ¿esto?, ¿un poquito más?, ¿hasta aquí arriba?
Robustiana, riyéndose a compás de sus preguntas, fue recorriendo con el dedo pulgar de la mano derecha desde la primera falange del índice de la izquierda hasta la muñeca.
—Comencé tonteando, bien lo sabes; poco a poco le he tomado ley, y la quiero… bastante, como se quiere a las mujeres cuando no se está perdidamente enamorado de ellas. Hay base para un matrimonio feliz; sin embargo, mentiría si ocultase que fuiste tú quien me llevó al capítulo de la boda. ¡A mí en la vida se me hubiera ocurrido leerlo espontáneamente! Tú sabrás por qué sugeriste ese disparate… Y ahora…
—Ahora —exclamó Robustiana, pugnando por velar en sus ojos cierta expresión maligna—, deshago el entuerto. Las cuentas no salen. La determinación de papá es de las imprevistas; «contigo pan y cebolla» es refrán archirromántico mandado recoger en estos tiempos prosaicos, donde vivir cuesta un ojo de la cara. Periquito, oye: escribes una carta… psch, cuatro líneas; las culpas sobre la espalda del padre, y laus Deo[152]. Con todo ello harás una obra de caridad; según dices tú mismo, las penas y disgustos abreviaban la vida de la infanzona; temías que una emoción fuerte y desagradable, la de la celebración de la boda, verbigracia, provocase la ruptura de su aneurisma, como estuvo a punta de suceder por Nochebuena, cuando le disparó el metrallazo de la herencia. A propósito, ¿sabes que la tal María Isabel dio entonces pruebas de ser una desalmada?
—¡Nuestra fue la culpa, mujer!
—¡Bueno; pero nosotros no somos hijos, hombre! ¡Perra es la casta de la novia!
—¿De suerte que tú me aconsejas, sin rebozo, el rompimiento? Dime, ¿con qué cara salgo yo a las calles de Urgain los primeros días?
—¡Bah!, esos primeros días se pasan fuera: en Madrid, por ejemplo. ¿Por qué no terminas tu doctorado?, seis u ocho meses dan mucho margen al olvido… Entretanto, les venden la hacienda y se van del pueblo.
—¡Ah, si papá entrase por el aro! ¡Madrid, después de esta montaraz encerrona, es la gloria, como lo oyes, chica, la gloria! El titulejo de doctor me halaga, ¡ya lo sabes! Se trata de aprobar una sola asignatura. El maldito González Somoza me dio suspenso porque peroraba en los clubs republicanos, escribía en La Igualdad y traduje un opúsculo del materialista Büchner. La única mancha en mi expediente. ¡Una coz de ultramontano histérico, afrenta y excepción de la gloriosa Facultad de San Carlos!
—Papá querrá, ¿no ha de querer? Lo que le molesta y contraría es el matrimonio.
—Lo pensaré. Adiós; es tarde. Voy a hacer un par de visitas, antes de la cena. El albéitar cayó enfermo con una neumonía caseosa; le cuesta la pelleta. Un carca menos: ¡que se vaya a poner herraduras al cielo!
Robustiana siguió con la vista a Perico hasta que salió del cuarto. Su mirada era despreciativa; propia del desprecio intenso que a los caracteres firmes y enérgicos les produce la debilidad y volubilidad ajenas. ¡Oh!, ¡ella sí que sabía querer, proponerse un fin y perseguirlo sin tregua ni escrúpulos! Había heredado el temperamento férreo de su padre, perfeccionándolo con el arte del disimulo, que el notario hacía gala de ignorar y menospreciar, es decir, limpiándolo de la herrumbre que en él depositaba la brutalidad del carácter. Los otros hermanos eran dulzones y blandos, como la madre; capaces, a lo sumo, de resistencias pasivas sin constancia, y de repentinas llamaradas sin duración. Pero ella nunca desistía de sus propósitos, si no es por los dictados de su propia inteligencia, o los impulsos de su propia pasión. Era ejemplar sobresaliente de voluntad autónoma, en todo el rigor de la palabra, donde se quiebran las influencias y movimientos exteriores. La tenacidad de sus proyectos, la hábil elección de sus medios, la copia abundante de sus recursos, y singularmente, ese misterioso influjo que la voluntad viva, desde las entrañas del ser, irradia de continuo sobre las voluntades mortecinas que con ella se ponen en contacto o con ella luchan, hasta dominarlas, estableció el predominio de Robustiana sobre sus amiguitas de la escuela, y después sobre su familia. Tardara más o tradara menos, Robustiana concluía por convertirse en centro y motor de las personas que le rodeaban, dentro y fuera del hogar.
Aunque su imaginación era poco soñadora, y la complexión de su carácter, prosaico y positivista de suyo, mayor número de rasgos varoniles que femeninos lucía, no por esto el sexo dejaba de ser factor principalísimo de la vida de Robustiana, induciéndole a estudiar y resolver, a su modo, el problema del matrimonio, eternamente propuesto en el encerado de las mujeres. Y he aquí cómo Robus denotaba que nunca la mujer puede dejar de serlo. Porque su espíritu calculador, enemigo de ficciones, guiola al camino que le habrían señalado las tendencias más románticas, si ella fuere capaz de abrigarlas. Sabíase rica, y daba por colmado un deseo que, de ser pobre, estimara superior a todos. ¿Qué echaba de menos?, precisamente lo que era imposible adquirir mediante el dinero: la respetabilidad de un apellido, cuyo ruin origen, por mil detalles de poco momento, vislumbraba ella estar menospreciado aun de las gentes más humildes de la villa.
Robustiana ¿era vanidosa? De ninguna manera; esta ridícula debilidad pocas veces se casa con caracteres bien templados como el suyo. Movíala el instinto de dominación, el anhelo de imponerse y asegurar su imperio: faltábale el instrumento y discurría el modo de procurárselo. Tomaba en cuenta las preocupaciones ajenas, y para reinar, quería matarlas, siguiendo el hilo de ellas. Mas su orgullo, después de todo, era de casta plebeya; odiaba el mote y recuerdo de Chaparro, siéndole imposible subir a ese pináculo del desdén aristocrático, donde el orgullo verdadero levanta la estimación propia sobre el desprecio a los demás.
El notario, que era sagaz, había visto hasta el fondo del alma de Robustiana, cuando le dijo, por segunda vez, que ella tenía puestos los ojos en Mario. La querencia era añeja: de niños, reuníanse ambos, formando asamblea con otros, a jugar. Llamábanle a ella sus compañeros la Chaparrica, y Mario, gravemente, Tiana. Y así como otras hijas de casa con cierto tinte nobiliario, apenas la admitían en su corro, y le encomendaban, al jugar, los papeles más subalternos, Marico se la llevaba siempre a su cuadrilla y la trataba con más afecto y llaneza que a las del guardia de corps y a las sobrinas del mayorazgo, las cuales se consumían de envidia, mordisqueándose las uñas. Y aunque al repasar estas escenas infantiles, años más tarde, don Juan Miguel, invariablemente malévolo, solía explicar el deporte de Mario achacándoselo a orgullo refinado que no distinguía de colores entre los niños que no pertenecían a idéntica casta, guardó el corazón de Robustiana cierto perfume de gratitud y amable recuerdo. Esta simpatía, sumada a la que las prendas personales del mozo daban de sí, y a la absoluta carencia de partidos matrimoniales halagüeños, y a las dificultades de la empresa, la cual, a priori, los más hubiesen calificado de quimérica, interesaron vivamente el amor propio de Robustiana, pintándole la boda con Mario como blanco digno de sus mañosas trazas.
Descontada tenía, por improbable, la feliz ocurrencia de que Mario fuese a enamorarse de ella, espontáneamente. Juzgaba que estos enamoramientos repentinos eran embelecos novelescos y poéticos. El trato, el frecuente contacto era el solo arbitrio cuya eficacia le acreditaba la experiencia de la vida real, para ganar la voluntad de las personas. Pero ¿cómo establecerlo? Durante muchísimo tiempo se preocupó inútilmente, buscando el cómo. Primer rayo de luz fueron los amoríos de Perico, que ella empolló solícitamente. La muerte de Leoz le sugirió la idea de utilizarlos. Con rapidez asombrosa formó el plan; el intríngulis consistía en entrelazar dos hechos independientes: matrimonio de Perico, y adquisición de los bienes de Ugarte. El padre, por codicia, se avendría a ésta; ¿pero no rechazaría, al mismo tiempo, como episodio embarazoso e inútil, la boda? Este escollo, hábilmente lo salvó trabando solidaridad entre los sentimientos vanidosos del Chaparro ascendido a personaje, y los instintos dominadores del cacique. Doña María era orgullosa en extremo; pero este mismo orgullo le induciría a soportar un hecho que, supuestos los términos de avenencia con que le brindarían, salvaba a la familia del supremo bochorno y de la humillación suprema. Aun cuando el orgullo, como aconteció, se sobrepusiera al interés y conveniencia, todavía quedaba ancho margen a Robustiana para captarse las simpatías de Mario, siendo amigable componedora entre los herederos de Ugarte y el omnipotente acreedor. Cuanto más apretase éste, mejor vista sería la mano que evitara la estrangulación. ¡Semejante castillo, piedra a piedra levantando, a última hora se derrumbaba, no, ciertamente, por la oposición de don Juan Miguel a la boda de Perico, que ella tenía medios de contrarrestar, sino por la profunda herida que los amores de Mario y Josepantoñi le causaron, tan presto abierta como enconada por el despecho, el desengaño y la humillación!
Marmórea impasibilidad de rostro opuso a la noticia. Retuvo las lágrimas, apagó el relámpago de los ojos, suavizó, fingiendo indiferencia, las vibraciones de la voz. Pero dentro, ¡ah!, dentro hervían las pasiones, no con el fuego de los celos, que éste lo enciende al amor, sino con las llamas de la venganza. Impedir la boda de Perico, humillar de nuevo a los de Ugarte, con el sofión público del desistimiento, después de haberlos humillado con el de la insistencia, y echar las reivindicaciones del padre por el despeñadero de sus procederes brutales, constituían, ahora, el novísimo plan de Robustiana. ¡Importuno entrometimiento el de Don Santiago! ¿Se lograría eliminarlo? Pesando las probabilidades y recreándose en futuros daños, transcurría veloz el tiempo.
Don Juan Miguel volvió sin que su hija se diese cuenta.
—¡Albricias! —voceó estentóreamente después de un largo silencio dedicado a estudiar la fisonomía de Robus, la cual se estremeció sobresaltada—; el cepo de las elecciones aprisionó las patas del americanote, y acaba de escribirle a don Mario, bajo mi dicta, zafándose del semicompromiso. ¡Que busque su madre gallega![153] Y tú, prenda, ¿por qué esa cara de matemático despejando incógnitas?
—Porque reflexiono acerca de la conveniencia, por usted demostrada, de que Perico no haga la bobería de casarse con María Isabel. Albricias, digo yo por mi parte, he descubierto el remedio de sanar a Perico.
El notario se riyó sonoramente, y acercándose a Robustiana, le pellizcó el brazo. Don Juan Miguel no sabía besar.