XIV
COLEADAS DEL DIABLO
AL CAFÉ DE LA PAZ, cuartel general del «puñadico», le hacía competencia la taberna de Aquilino Zazpe, centro popular muy activo de los carlistas. Aquilino, como todos los jornaleros de la tierra baja, donde el carlismo es opinión radicalmente democrática, con puntos y ribetes socialistas, era acérrimo partidario de don Carlos y, con él a una, los miembros de su familia. Casildo, de adornarle alguna instrucción, habría hecho brillante carrera durante la guerra civil, porque su valor cayó varias veces, en lo heroico, dentro de aquella reunión de valientes que se llamó el batallón de Radica; mas siempre permaneció en la categoría de aquellos voluntarios que, con el brazo arremangado, cargaban a la bayoneta contra triples fuerzas enemigas, y se apoderaban de los cañones tomándolos por la boca. Su fama hazañosa le aseguró gran influencia sobre los mozos de Urgain: era, por tanto, óptimo agente electoral.
El organista, que con el teniente de la parroquia sostenía el peso de la elección, diariamente daba una vuelta por la taberna a comunicar órdenes, enterarse de las noticias y echar su párrafo con la Celedonia, cuyas frescuras y agudezas le divertían sobremanera. Y al par que con ella hablaba, le ponía en autos de historias, comúnmente rancias, que servían para mortificar o abroncar a los adversarios, al verterlas, luego, la desenfrenada lengua de la forastera al caño de la fuente o a la piedra del río.
El organista solía pagar vasos de vino y copas de aguardiente a los parroquianos, y después, pretextando calentarse, se sentaba al fogón, en el fondo del tugurio, lejos de la concurrencia alborotadora. Y allí eran sus coloquios con Celedonia, la cual pocas veces dejaba de malherir a la Josepantoñi y los suyos, con visible contentamiento de don Cayo, animado de franca antipatía contra los de Ermitaldea por causa de las elecciones.
—¿Sabe usté la gran noveá que tenemos?
—Chica, a eso vengo precisamente, a saber novedades.
—¡Pues que san dejau, cacho! La vergüenza, quiero icir, los papeles y fengimientos de vergüenza cacían, pa engañal a los bobos. Camí, a la hija de mi madre, no me han metido la patata. Don Mario entra en la casa, toos los días, como endenantes. ¡Aus!, aura será la boda; icen que lan tráido a la mueta un sombrerico de París. Icen, asimesmo, que sale ya a la juente, no a la del pueblo, sinó a lautra, la que está como se va páncia Estella, junto al Calvario. Cojea, pero anda, y se la desinflau el flemón[169].
Riose el organista, y volvió la cabeza porque en la claridad de la pared se pintaba la sombra rechoncha de Aquilino.
—Ya le hay dicho a usté, señor don Cayo, que no haga pizca de caso a esta mala perra —dijo Aquilino con rostro indignado y respiración anhelosa—. Usté, que es hombre de güena concencia, como yo, ha de desprecial las habladurías y mentiras. Si metemos la mano debajo de la ceniza de estos cuentos, la sacaremos untada de basura. Lo pior es que lan echau mis hijos. ¡Rabia me da, Virgencica de Ujé!
Rabia le produjeron estas palabras a Celedonia.
—¡Peseta, padre! A usté le pasa lo caquél que, siendo burro ciego, por querer andar sobre lo enjuto, siempre se metía dentro del barrizal. ¡Páice usté un crío recién nacido, cacho! Sin malicia nenguna, creendo que cualquier adifesio es un Santo Cristo. Güena está la Josefa Antonia; en la cesta de los melones cataus can surtido pobre.
A Aquilino le enfurecieron más estas palabras, y se aproximó a Celedonia con gestos amenazadores, exhalando las notas más chillonas de su voz:
—¡Embustera, endina, culebra de rastrojal! Ya toí lo que icías lautra tarde, cuando hablabas con la Rosica Chíes: que todo eran feguraciones de tu fantesía y sospechas de güen olfato.
—¡Aus, padre! Y lo que vió Casildico en la chabola, ¿también eran pantasmas?
—Casildico no vió nada, ni le creo cuando habla de esto; porque tú las embarullau la sesera, y ve lo que piensa. Ínterin, esa pobre familia no pasa día güeno, aspada de vergüenza. La honra vale más que los intereses, y hasta la vida se pierde por ganala. Usté, don Cayo, que es hombre de bien, debe icir que yo, el padre mesmo de la Celidonia; digo que el cuento de la Josefa Antonia con el señorico don Mario, es pura mentira désta condenada, y así se lo hago sabel dende aer, a cuantos ponen las patas en la taberna. ¡Pero esto es poco, Virgen Santísima! El domingo tas dir a Ermitaldea a confesar tu delito y pediles perdón, casí lo manda la dotrina a los güenos cristianos, y así quiero yo que se haga, porque soy hombre honrau. Y de igual manera quel amo paga los perjuicios de sus caballerías en el campo, el padre ha de remediar los chandríos[170] de los hijos.
Celedonia, de un salto gatuno se puso de pie, y sin inmutarse ante la faz airada de su padre, se le cuadró galleando.
—¿Yo may dir allí, yo? Diga usté, padre, ¿llevaré el abanico pa quitarles el sofoco? —preguntó, insolente y burlona.
Con los brazos en jarras dio un paseíto delante del fogón, y luego fué a sentarse junto a don Cayo, añadiendo en tono despreciativo:
—¡Daría mi dote por saber quién es el guapo que me obliga a abajarme, ni aun delante del sunsuncorda[171]!
Pronto obtuvo la respuesta; porque Aquilino, venciendo la pesadez de su cuerpo, se abalanzó sobre un fajo de leña, tendido en el rincón de la cocina, y tomando una estaca, después de blandirla, descargó un buen porrazo sobre la espalda de Celedonia.
—¡Esta, ésta, y las zarpas que te arrastrarán del moño, condenada!
A no interponerse don Cayo, continúa el vapuleo. Celedonia, pálida, apretados los dientes, cuajados en injurias y rencores los ojos, respiraba angustiosamente; por fin, cuando parecía se iba a caer desmayada por la dificultad de respirar, se desató el botón y rompió en llanto, convulsivo al principio y luego entrecortado de frases: «¡Por icir la verdá!». «¡El mundo es de las fengidas!». «¡Aunque maspen no hay dir!».
Más que las reflexiones de don Cayo calmaron a Zazpe las lágrimas de Celedonia, que se refugió en un rincón como gata acosada, llenando el espacio de ayes y suspiros.
—Guárdeme Dios —decía el organista al ya aplacado padre—, de poner en duda la honradez de la Josepantoñi. Pero de esto a suponer que el hecho sea imposible, ni aun improbable, supuesto el continuo trato y juventud de las personas, median muchas horas de camino.
Cruzó las piernas, ajustose el lazo de la corbata, y bajando un poquito la voz, después de mirar de reojo a Celedonia, prosiguió:
—Además hay familias… así… ¿cómo le diré?… a quien les suceden ciertas cosas, no una vez, sino varias… familias de mal naipe… porque lo malo es empezar…
Los desahogos del dolor de Celedonia eran menos bulliciosos que antes. El organista movió de derecha a izquierda la cabeza, en actitud de quien observa si le escuchan, y bajó nuevamente la voz, aunque no tanto cuanto fuera necesario para que la afligida moza cesase de oírla.
—Los viejos, ¡psch!, somos costal de cuentos antiguos… ustedes, como forasteros, ignoran muchas cosas del pueblo…, en fin, a usted, que es hombre de recta conciencia y no ha de hacer mal uso, se le puede contar lo que, en honor de la verdad, pocas personas recuerdan o saben ahora. ¿Pero chitón, eh? Se lo cuento para que no tome usted tan a pecho las cosas, y se evite disgustos… La abuela de Josepantoñi, la ciega, fué allá en sus tiempos, anteriores a los míos, pero lo he oído referir, una guapa chica, ¿no comparable a la nieta, eh?, que ésta procede del cruce de Oyarzun, pero de buen ver. Servía de criada en casa de Ezpelosin, el guardia de corps, cuyo hermano, llamado Vicente, llevaba sobre los huesos la piel de Barrabás. La Madalen era tiernecita; diez y siete años y blanda de corazón. Vicente contaba diez y nueve, y salió goloso de faldas, aún más que su hermano don Rafael, que es cuanto hay que decir… en fin, hubo gatuperio, y gatuperio gordo. Dotaron a Madalen, y se casó con Pedro Fermín Oyarbide, padre de nuestro Juan Bautista y hombre que siempre demostró aversión a pagar primicias y, como se vio también a cobrarlas. ¡Miserias, las ha habido y habrá!, y antes más que ahora porque las Hijas de María han puesto candado a muchos ventanos: es un bien incalculable el que causan estas congregaciones, creando una especie de espíritu de cuerpo entre las muchachas e interesando su amor propio en que ninguna levante la bandera de parlamento. Pero antes, ante… ¿ha reparado usted cuántos apellidos de santos hay en el pueblo? Pues todos ellos son hijos de la luna[172]. Vuela el tiempo, y se borran las miserias, y los jóvenes hacen de las suyas ignorando las picardías de sus padres o abuelos, a menos que no salga algún maldito viejo memorioso que tire de la manta… ¡Je, je, je! Chitón amigo Aquilino.
Miró de soslayo el organista a Celedonia, que no resollaba. Notó el brillo de sus ojos, secos ya completamente, y despidiéndose de padre e hija, se retiró al punto que el reloj cantaba las siete de la tarde.
Las casas de los pueblos chicos son transparentes para la mirada alerta de la curiosidad vecinal. Husmear los asuntos de los convecinos y comentar sus actos, entretienen la ordinaria actividad de los cerebros de villorrio. La familia de Ermitaldea no vivía exenta de esta fiscalización, que es carga concejil forzosa, sobre todo cuando la malevolencia pinta un blanco a la curiosidad y la sazona con la pimienta del escándalo.
Eco del rumor público era Aquilino Zazpe al afirmar que la casa de Juan Bautista Oyarbide era teatro de abundantes disgustos. En esta parte acertaba el rumor público. Las frases de Casildo «está como una zorra, metidica en la caseta de los leñadores con el señoico don Mario. ¡Bien se están quitando el frío los dos!», latigazo que cruzó el rostro del padre cuando iba a buscar a su hija la noche del suceso de Ezponaundi, renovando anteriores inculpaciones, suscitó, momentáneamente, sospechas que se disiparon con el encuentro de la carreta, donde abatida por vivos dolores físicos venía Josefa Antonia. El accidente del golpe explicaba la tardanza y se contraponía a la verosimilitud de la escena dibujada por Cuadrau. Al pasar delante del grupo de mujeres capitaneado por Celedonia, comprendió Juan Bautista que las miradas burlonas, cínicamente curiosas, y las frases de doble sentido, preludiaban nuevas calumnias. Estas comenzaron a correr de boca en boca desde el día siguiente, falseando con pérfidas interpretaciones los hechos más inocentes. Juan Bautista llamó a la famosa curandera de Leiza, dejándose guiar del recelo que los aldeanos experimentan contra la medicina oficial, y las malas lenguas afirmaron que el rechazar los servicios del médico, obedecía al temor de que Perico Osambela revelase la farsa de la luxación del hueso de la cadera, fingida con el propósito único de substraer a las miradas del público, durante un par de meses, «otra dolencia más embarazosa».
Pero donde la murmuración derrochaba perfiles, pinceladas y rasgos, era al reconstituir la escena de la chabola, que Casildo solía confirmar a medias palabras. Tan circunstanciados corrían los pormenores, que el ánimo leal de Juan Bautista le repugnaba admitir fuesen totalmente hechizos[173]. Sus despiertas sospechas iban tomando cuerpo por el mutismo y aflicción de Josefa Antonia, que lloraba mucho, y lloraba sin causa o motivo aparente. Por fin, cierta tarde que Mario entró a preguntar noticias de ella, su padre, con desabridas maneras, le intimó que cesase las visitas, materia de escándalos y murmuraciones. Y otra tarde que Josefa Antonia sufrió un acceso repentino de llanto, tomando pie de él, Juan Bautista quiso apurar la verdad del caso. De las explicaciones exigidas y dadas, sacó convicción de la inocencia de su hija y averiguó, entonces, el gran servicio que la había prestado Mario, librándola del poder de los criminales. Noticia fue la segunda que afligió a Juan Bautista, por estimarse hombre ingratísimo y temerario agraviador de la honradez ajena. Y se fue enseguida a Jauregiberri, y le pidió perdón a Mario, instándole para que, de nuevo, honrase la casa de Ermitaldea con sus visitas, y manifestándole perdurable gratitud.
Apenas sosegó sus temores y sospechas la evidencia de que su honra, ante los ojos de Dios, permanecía incólume, amargamente herido por la extrema credulidad de sus convecinos, levantó la abatida frente y resolvió devolver golpe por golpe. Uno contra muchos, fácilmente sucumbe. Exacerbaron más y más los ánimos las recriminaciones del ofendido, ofensor a su vez, y cuantos se agriaron por ellas, sistemáticamente dieron crédito a las especies que le cubrían de vilipendio y desempeñaron el papel de propaladores de ellas.
Juan Bautista era hombre pacífico. Sus propósitos de represalias hubiesen quedado, en su mayor parte, incumplidos, pasado el primer momento, a no azuzarle su mujer Catalina, de genio vehemente, que otras mujeres, bien o mal intencionadas, según los casos, enconaban, repitiéndole las patrañas y embustes que corrían por los sumideros de Urgain.
Rara vez volvía Catalina de la fuente sin traer que contar, entre lágrimas y rabietas, el dicho de la zutana o de la mengana. A estas aflictivas escenas seguían disputas, pues la pobre mujer, no sabiendo contra quien dar, daba contra todos, sin causa ni motivo; y por hallarse los genios muy vidriosos, surgían recios altercados, allí hasta entonces nunca oídos.
Instaba Juan Bautista a Catalina para que trajese el agua de la fuente sita en el camino del monte. Pero ella obedecía a la atormentadora curiosidad de ciertos enfermos que registran tratados de patología y anotan síntomas y se diagnostican a sí propios gravísimas e incurables enfermedades. Apenas pudo tenerse de pie Josefa Antonia, le prescribió su padre el servicio de aguadora: pero recayó la muchacha por las prematuras fatigas, y hubo de volver la madre a traer agua fresca y noticias escaldantes.
Como sucedió a las primeras de cambio y se vió la tarde que la buena mujer entró en la cocina pegando tremendo portazo, sin cuidarse de los rastros de lodo que imprimió sobre el pulcrísimo suelo, por no calzarse las alpargatas que en el zaguán dejó dispuestas, coléricos los ojos, encendidas las mejillas, pálidos y parpadeantes los labios. Dejó la herrada, con un golpe seco, sobre el aparador. Su marido volvió la cabeza, barruntando tormenta; Josepantoñi levantó sus hermosísimos ojos garzos[174], lánguidos y melancólicos; Madalen, al fuego junto a su nieta, cesó de recorrer las cuentas del rosario.
Reinó profundo silencio, pronto interrumpido por la vertiginosa palabra de Catalina, sin que los estallidos de la cólera rajasen, del todo, las melosas cadencias oyarzunesas.
—Me acaban de decir, ¡ah!, no os lo figuréis… la Matiesa, la de Zubillaga, que han compuesto canciones contra nosotros y las cantan los mozos… ¡Aceite hirviendo les echaría por las gargantas! Esta vez no será mentira, al par de lo que inventaron contra ésa, me lo dice el corazón. Esta vez será verdad, ¡malditos! Dicen las coplas que usted, madre…
Se acercó a Madalen, plantándose frente a ella, y acercándole su cara, de suerte que se fundían los alientos:
—Que usted, cuando moza, estuvo de criada en casa de Ezpelosin y tuvo un hijo del señorito; que entonces la vista de usted era clara y pudo contar las onzas que le dieron para tapar el boquete de su honra; que con esas onzas compró marido que aceptase para sí las obras de otro, y que con esas onzas levantaron esta casa, que nos cubre como las sábanas de una mala mujer. ¿Es cierto? ¿Dicen verdad? ¡Hable usted! ¡Me lo está gritando no sé qué boca dentro del pecho! ¡Usted había de ser quien al cabo de cincuenta años nos manchara de vergüenza a todos! ¿Por qué anduvo usted tan descuidada? ¿Por qué le hizo caso a un señorito que no había de casarse? ¿Por qué tenía usted tan poco juicio? ¿Por qué ha vivido tantos años? ¡Ojalá se hubiese usted muerto en el parto!
Catalina, frenética, iba a concluir, acaso, por pegar a la abuela, cuya cara lívida y jaspeada de manchones cárdenos, revelaba asombro y tristeza. Los rayos del sol jugueteaban sobre sus ojos inmóviles, donde subía lento el nivel de las lágrimas.
—¡Jesús bendito! —murmuraba con entonación lastimera—; ¿quién saca, a deshora, estos cuentos tan viejos?
Sus dedos, gruesos y torpes, comenzaron a recorrer convulsivamente las cuentas del rosario.
Josepantoñi, cabizbaja y las manos al rostro, pugnaba por ocultar el rubor de sus mejillas. La afrenta de la abuela, hasta entonces centro de veneración por el doble prestigio de la ancianidad real y de las virtudes supuestas, llevada a cabo con sangriento desacato, opuesto a los hábitos familiares, disonaba tanto en los oídos de la muchacha cuanto una blasfemia dentro del santuario. Atentamente, por entre las rendijas de los dedos, observaba la fisonomía de su abuela. Contaba las gotitas de sudor sobre la pálida frente, los manchones rojizos de la piel, el temblor de las manos que hacía castañetear las cuentas del rosario, el rapidísimo aleteo de los párpados que, al cabo, con su presión, produjeron escurrimiento de las lágrimas: lágrimas de viejo, tardas, frías, destiladas por árida entraña, amargas como el ajenjo del desierto. Josepantoñi, silenciosamente, con las suyas acompañó aquellas lágrimas.
Catalina triunfaba del abatimiento de la anciana, confesa por su silencio, y comenzó la disputa entre la mujer que denostaba a su suegra y el marido que, atajándola, defendía a su atribulada madre. La disputa se eternizó, complicándose y desviándose con la recriminación de esos fútiles agravios que ni en las familias mejor avenidas faltan totalmente; los cuales, no habiendo causado a su tiempo disgustos de monta, venían ahora a producirlos por el distinto estado de ánimo de los contendientes. Por último, Juan Bautista cortó la reyerta imponiendo su autoridad marital, que selló los labios de Catalina y abrió las fuentes de sus ojos. La tristeza sucedió a la cólera. Dos o tres horas después, cuando entró Jose Martín, al volver del monte, nada de particular reparó en sus amigos: verdad es que José Martín, de bueno, tenía todo, y de lince, ni algo.
Cuanto peores cosas sonaban contra los de Ermitaldea y más relaciones de éstos se interrumpían, mayor empeño demostraba José Martín por acreditar la fina inalterabilidad de sus sentimientos. Menudeaban sus visitas hasta el punto de ser casi diarias: brindábale ocasión el ir y venir a sus heredades, sitas en las cercanías de la casa. Acogíanle con gusto y agradecimiento, y él servíales de consuelo, no ciertamente por sus palabras, pues José Martín era taciturno, de suyo, y estaba, además, cohibido, sino por el afecto que les demostraba. Sentábase sobre la mesa, extendía las largas piernas, y sin pronunciar, apenas, otras palabras que el saludo de entrada y salida, replicaba monosilábicamente a las preguntas, oía la conversación, fumaba su pipa, y dirigía, de cuando en cuando, amorosas miradas a Josefa Antonia, poniéndose enseguida muy colorado y bajando los ojos si ella, casualmente, le miraba también.
Jose Martín llevaba un proyecto fijo clavado en medio del entrecejo. Pero le faltaba ánimo para realizarlo, y ocasión oportuna. Quería casarse con Josepantoñi. ¿Pero quién se casa, sin entenderse antes con la novia? Aquí comenzaban los apuros de José Martín: en el busilis[175] de la declaración, precisamente. Ni ella daba pie, ni él se lo tomaba, ni parecía capaz de tomárselo, porque la idea de tocar el punto le ponía carne de gallina y le sumía las palabras en las más hondas simas de la garganta. Josepantoñi no salía de casa ni estaba sola un momento: dificultad sobre dificultad.
José Martín, heredero de la casa Zubizar, era el labrador más rico del pueblo, y yerno a todos apetecible. Su predilección por Josepantoñi contribuía a exacerbar la enemiga contra ésta: la envidia es madre fecunda de antipatías. Nunca temió la oposición de los padres, pero ahora, cuando muchos le volvían la cara y ellos rehuían el trato de muchos, se le figuraba que aún sería mejor quisto[176], y que la gratitud avivaría la nota de amistad pura, única que hasta entonces diera de sí el trato de la muchacha.
Curose, del todo, Josepantoñi y reanudó sus faenas habituales. Al obscurecer iba por agua, no a la fuente del pueblo, sino a Bekoiturri, manantial camino de la sierra, sito en el fondo de una hondonada. Acechó los viajes José Martín, y sobreponiéndose a la cortedad de su genio, una tarde se avistó con ella.
Corría el agua del charlador arroyo por el centro de la húmeda pradera, donde revolaban las mariposas. Los negros matorrales de las márgenes prendían con florecillas blancas sus revueltas e incultas cabelleras de gitanas. El viento movía blandamente las tiernas hojas de los sauces; los chopos, parecidos a rígidas lanzas, rayaban el carmíneo crepúsculo. Por el portillo del grisiento anfiteatro de colinitas arcillosas, divisábanse el fresco verdor del trigo y las amarillas flores de los nabares[177].
Desde la cimbreante rama del sauce, un ruiseñor tempranero, derecho de cuerpo, colgantes las alas y erguida la cola, enviaba sus melancólicos gorjeos y susavísimos trinos a las crecientes sombras estrelladas.
Josepantoñi inmóvil, suspensa, por primera vez entendía la pasión amorosa del canto, hasta entonces oído y no escuchado, sus apremiantes llamamientos, sus quejas lastimeras, sus encendidas ansias, su loca alegría: la maravilla de las estrofas, susurro de flores ahora, luego lluvia de perlas sobre bandejas de plata. Y si le recordaban sueños imposibles y dolores amargos, también le hablaban de la virtud soberana de la vida, que muda los anhelos y aplaca las penas. Sensación nueva, que completaban, la tarde con sus arreboles, las plantas con sus matices, las aguas con su fluir continuo y con su resplandor el lucero.
Sonaron pisadas cerca y Josepantoñi se estremeció. La aventura del monte la había vuelto asustadiza. Jose Martín estaba a su lado.
—¡Qué bien canta el ruiseñor! —exclamó, seca la boca y desmayados sus propósitos, por decir algo—. Si te gusta, te lo cazaré. Tengo alguna habilidad; no sería el primero.
—¡Oh, no, pobrecillo! Viva libre, como Dios lo crió.
Callose José María, luchando con su encogimiento.
—¿Ves? Oír nuestras voces y volar a los matorrales más lejanos, todo fué uno. Anda, ponme la herrada.
José Martín colocó sus manos encima, no para levantarla, sino para impedir que Josepantoñi la moviese de la piedra. Enseguida, apelando a todo su valor, balbuciente la lengua y encarnado el rostro.
—Josepantoñi —dijo—, he venido para verte.
Ella se sonrió con amable expresión.
—¿Es poco, sin duda, lo que me ves en casa? ¿Y para verme te desvías del camino, pudiendo hartarte a menos coste? ¡Ah, tonto!
Estas palabras, dichas sin asomo de ironía, con ingenuidad perfecta y sin cesar de sonreírse, desconcertaron, empero, a José Martín. Agarró la herrada y la puso sobre la cabeza de la muchacha, sin atreverse a mirarla. Echaron a andar, ella delante, y subieron la cuestecita sin desplegar los labios. Él contaba los pasos, y formaba el irrevocable propósito de reanudar la conversación y enderezarla a sus fines en cuanto llegaran arriba. Desde allí, a un tiro de escopeta, se divisaba Ermitaldea, blanca entre los verdes castaños, y más lejos, el juego de pelota y las primeras casas del pueblo.
José Martín cumplió consigo mismo, a costa de sudores y azoramientos. Situose a la izquierda de Josepantoñi, acortando el paso, y deteniéndose, por fin. Ella, igualmente, se detuvo. Jose Martín extendió el brazo y señaló un punto próximo a Ermitaldea. Su mano temblaba.
—Nuestras eras están juntas, tocándose. Con las dos, fácilmente se puede hacer una sola, donde trillar vuestro trigo y el mío. ¿Te acuerdas cuánto trabajamos durante el verano? ¡Qué valiente eres! Tus hermanos, alguna vez, descansan; tú estás siempre sobre el trillo, arreando el ganado, o con la zaranda cribando la mies. No a las mujeres, sino a muchos hombres, les aventaja tu resistencia y remango. ¡Cuánta abundancia y orden habrá en la casa de que seas dueña! Si de mi voluntad dependiera, listos se irían los años por llegar a los días de las parvas. Siempre disfruto viéndote, pero entonces se dobla mi gusto. A tu era y la mía las separa una banda de hierba, que ajan las pisadas, el polvo y el sol. Pronto se borra; sin embargo, nunca pones los pies en mi era: parece que hay entre ellas un foso ancho. ¿Por qué no has de trabajar en la mía? ¡Cosa más fácil! Yo hago las labores con criados, y ninguno de los que me acompañan mira lo mío como suyo. Esta idea me entristece.
La voz de José Martín era grave, ligeramente trémula. Josepantoñi a las primeras palabras levantó, sorprendida, los ojos, porque no entendía el alcance de aquellas frases que parecieron, momentáneamente, no venir a cuento; luego las siguientes le obligaron a bajarlos, ocultando la mirada detrás de las negras pestañas.
—Si de verdad deseas que en tu era haya quien mire como suyos tus bienes y se complazca en ellos, cásate. Nadie como la mujer conserva y vigila. José Martín ya llegó tu tiempo, y antes de que se pase, aprovéchalo. Labrador rico cual tú, no está bien sin esposa. En Urgain hay varias muchachas que, aunque más pobres, te convienen por su honradez y el cariño que te han de tomar. Todas se estimarían felices con tu preferencia. Y si buscas cosa mejor, los pueblos del valle te lo darán.
Josepantoñi, al concluir, volvió a poner sus ojos sobre José Martín, dirigiéndole una mirada donde la más ingenua amistad sonreía.
—En Urgain —prosiguió el mozo, animándose— y en los pueblos vecinos, hay muchachas buenas y guapas, que podrán convenir a otros. Todas me sobran; para mí, aquí y allá, dentro y fuera, Josepantoñi, ¡sólo hay una! Una, ¿me entiendes, verdad?
La cara de Josepantoñi, sin palabras, le contestó afirmativamente. Sí, le entendía, de pronto, sin preparación alguna. ¡Había vivido tan lejos, hasta entonces, del círculo donde se movían los afectos de José Martín! Nunca se paró a escudriñar el verdadero alcance de las asiduidades del mozo, a pesar de las bromas, que a menudo, le daban amigos y parientes. Ni José Martín, tampoco, hacía nada por insinuarse; mostrábase afable, cariñoso, pero circunspecto, taciturno más bien. Hablaban, acaso, sus ojos, prendidos al rostro de ella; denunciábanle, acaso, los chispazos que brotaban de la habitual languidez de la mirada, cuando ella le dirigía palabras afectuosas; pero ella no se cuidaba de las miradas de él, absorta en la inconsciente saturación de otros ensueños.
Josepantoñi inclinó la cabeza sobre el pecho, que aleteaba. Estimaba a José Martín, y le dolía afligirle con un desengaño.
El largo silencio del mozo, su perenne taciturnidad, soltaban, ahora, abundante vena de palabras.
—Hace tiempo, mucho tiempo que me proponía hablarte, Josepantoñi, y decirte que te quiero. Que a mi dormir y despertar acompaña el deseo de tomarte por esposa. No me atrevía y hoy, sin saber cómo ni por qué, me atrevo. Está subido el corazón a mis labios, y habla sin permiso mío. Atiéndele, Josepantoñi, que dice verdades. Nada te faltará, aunque más mereces; ni cariño, cariño viejo que no se muda, ni casa y hacienda donde seas dueña y mandes a tu antojo. Soy solo: llevose Dios a mis padres, que pudieran mandarme. Casáronse mis hermanas, y dotelas según el testamento que me nombró heredero: nada tienen que ver conmigo, fuera del cariño y de los sucesos adversos que pueda yo remediar con mi mano, para ellas siempre abierta. La casa de Zubizar no tiene deudas. Soy libre como el rey. Quinientos robos anuales de trigo cosecho; y en proporción patatas, alubias, garbanzos y maíz. A dos yuntas de bueyes y a cinco vacas con sus ternerillos les echo pienso, y los balidos de cincuenta ovejas alegran el monte donde corto mi leña y mi helecho. Con cerdos de casa nos mantenemos, y aun vendo diez o doce en los mercados de la villa, Irurzun y Pamplona. ¿Quieres que te diga cuántas onzas ahorro al año? Ya las contarás cuando sean tuyas. Por muchas criaturas que vengan, no pasaremos apuros. Ignacio, el criado joven, cayó quinto ha poco; en su lugar tomaré criada que traiga el agua y lleve la comida a los peones; además tenemos a la vieja Leocadia, que aún vale para guisar. He observado que eres mujer de buen gobierno. Cuando yo vaya al campo, tú me llevarás la comida, y comeremos juntos. No quiero que labres la tierra, sino que cuides de los hijos, de los criados, de la casa y de la ropa, y lo tengas todo limpio y ordenado, como tu madre; fuera de la época de las parvas, donde cada cual arrima el hombro, a la hora que el moverse del amo da prisa a los gañanes. ¡Además que entonces querré verte, de nuevo, como te he visto tantas veces, con gloria de mis ojos, activa y animosa, cantando mejor que el ruiseñor de Bekoiturri, entre las pajas aventadas que brillan al sol!
Callose el enamorado mozo, poco menos que exhausta, con estos raptos, la vena de su facundia, próxima ya a sellar sus labios la taciturnidad montañesa. Josepantoñi nada replicaba, caída la cabeza sobre el pecho, ruborosas las mejillas. La embriaguez de José Martín desaparecía por momentos y se impregnaba de la tristeza de Josepantoñi, como si del alma de ésta pasase a la suya. Buscaba palabras, titubeaba. ¡Era tan delicado lo que le restaba añadir, sugerido por la actitud retraída de ella!
—Mira, Joepantoñi, a mis oídos han llegado las cosas… las mentiras… que contra ti corren… Como hay Dios, no las creo; Josepantoñi, ¡no las creo! Pero cuentan tales y tales cosas… tales mentiras… ¡mil veces disputé e hice callar a los mozos! Pero… en fin… te hablo con el alma… como en la hora de la muerte… ¡no te enojes!… aunque fuesen verdad… —Se le atragantaban las palabras, se le enzarzaba la lengua—. ¡No me importan! —gritó, por fin, pálido, hondamente emocionado—. Otros cierran los ojos por interés… ¡yo, porque te quiero!
El recuerdo de las calumnias estaba atormentando, hacía algunos instantes, a Josepantoñi; y al oír las palabras de José Martín, que admitían la hipótesis de su realidad, indefinible mezcla de sentimientos, congoja, cólera, sonrojo, indignación y gratitud hirvió en su pecho.
—¡Soy honrada! —exclamó con voz firme y sinceridad perfecta y aun con derecho perfecto de afirmarlo, a pesar del momentáneo deliquio que rindió su virtud a discreción de Mario, y que no olvidaba.
Resplandeció la fisonomía de José Martín, pero ella le atajó la palabra, diciéndole:
—Mientras viva guardaré aquí —señalaba el corazón— tus palabras y tu cariño, hoy más que nunca honroso. Ahora no pienso en casarme.
Y se alejó rápidamente, camino de Ermitaldea, dejando suspenso a José Martín tan repentina marcha y la intensa mirada que le dirigió, y en la cual creyó notar cierta expresión nueva, más suave e íntima que la gratitud, endulzándosele la pena causada por la negativa.
Gorjeaba el ruiseñor de Bekoiturri, y desde el cielo la limpia luz de las estrellas traía un sentimiento de esperanza.