II
EN FAMILIA
DON JUAN MIGUEL se entretuvo, más de lo de costumbre, con su partida de tresillo en casa del Americano. Cuando llegó a la suya, la puerta de la calle estaba cerrada. Dio un aldabonazo y principió a pasearse por la acera; a cada vuelta dirigía la vista a una hermosa casa-palacio que había enfrente, esquina a la plaza y a la calle de Larrechipi.
Don Juan Miguel, impaciente, iba a llamar de nuevo; se detuvo al crujir de los escalones de madera, que sonaban sordamente, bajo la presión de pies descalzos.
—¿Quién es? —preguntó en vascuence una voz de mujer.
—Abre, Kataliñ; soy yo.
Abrió la puerta una muchacha vestida a la usanza de las labradoras del pueblo, alumbrando con pabilosa vela de sebo en palmatoria de latón amarillo.
Don Juan Miguel subió a pares las escaleras, y se coló en la sala, pieza espaciosa amueblada con sillas, butacas y sofá de paja, recubiertos de almohadones, labor infantil de colegiala monjuna. Ocupaban la consola, el reloj de bronce y su peana, dos floreros con rosas y claveles de trapo mustio y polvoriento, y un par de caracoles enormes, cuyas jaspeadas conchas reflejaban la luz clara del petróleo que un quinqué de vidrio enviaba desde el velador, extendiéndose por las paredes blancas, adornadas con litografías de la guerra de África.
Junto al velador, dos jóvenes, vestidas de bata, calentaban al brasero los pies metidos en zapatillas de orillo.
—¿Qué es eso, chicas? —preguntó don Juan Miguel—. ¡Las ocho y media y la mesa sin poner!
—Aquí, papá, nunca cambiamos de costumbres. Como usted no había venido y siempre se le espera para comenzar esos preparativos… —replicó una de ellas, apartando los ojos azules del libro que leía, y frunciendo los labios, gruesos y rosados, con mueca de fastidio.
—¡Demonio de chicuela! Siempre alegas alguna razón, mala por supuesto. Vaya una alhaja de abogado… Si Perico llega a parecérsete, en vez de lanceta, le pongo el Heinecio en las manos[17].
Y volviéndose hacia la otra joven, y suavizando el tono, añadió:
—Me pasma que tú, Robustiana, hayas dejado pasar la hora.
—Perdóneme usted, papá; hoy he cavilado mucho, y me distraje, sin duda. ¿Cómo es aquel latinajo que usted repite a menudo? Aliquando…[18] no me acuerdo, pero en fin, sirva de excusa.
—Bueno, bueno; quedas indultada. A otra cosa. ¿Hubo correo?
—Sí; los periódicos de Madrid y Pamplona y dos cartas; por cierto que una es muy maja, con su corona de marqués o conde y todo, en el sobre, y papel y letra muy señoronas, igualmente; nunca habrá venido otra semejante al pueblo. Aquí están.
—Mientras ponéis la mesa y sirven la cena, leeré la correspondencia.
Don Juan Miguel acercó una butaca al velador y tomó asiento.
Buscó la carta descrita por Robustiana, y con mal contenida curiosidad, rompió el sobre de grueso papel de hilo, color agarbanzado oscuro, procurando no estropear el lacrado rojo que ostentaba corona ducal.
La carta, de letra grande y gallardamente trazada, decía así:
«Sr. D. Juan Miguel Osambela. Urgain. Muy Sr. mío y de mi más distinguida consideración. Altas exigencias políticas, de pocas personas conocidas aún, traerán consigo, dentro de unos cuantos meses, la disolución de las actuales Cortes. Acordándome del refrán castellano “quien da primero da dos veces”, me ha parecido discreto comunicar a usted, bajo suplicada reserva, mis propósitos de pretender los sufragios de ese distrito con el carácter de conservador. Los días de la situación sagastina[19] están, por decirlo así, contados, y yo seré candidato ministerial.
»De esta suerte, atendiendo a excitaciones reiteradas de mis amigos, me será dado reanudar las antiguas relaciones de confianza y servicios que siempre mediaron entre mi familia y esa nobilísima tierra nabarra (mi patria), interrumpidas, por decirlo así, desde la muerte de mi padre (q.s.g.h.).
»Para que prosperar puedan mis desinteresados designios (pues de sobra comprende usted que únicamente el anhelo de servir a la monarquía restaurada[20] y a la provincia me mueve), necesito el apoyo, la ayuda, la cooperación de usted que es persona tan caracterizada y justamente influyente en esa hermosa montaña, y una de las más atendidas en toda Nabarra. ¡Merecido premio a una vida pública y privada intachable, donde resplandecen acrisoladísima consecuencia política e incansable laboriosidad!
»Por tanto, ruego a usted, se preste a tomarme debajo de su protección; con usted, a ningún adversario temo; sin usted, el más pequeño lograría vencerme, ya que mi amor al país me veda y la entereza de esos montañeses rechaza, el manejo de ciertos resortes que en provincias menos viriles y honradas que la nuestra, otorgan, siempre, la victoria al Gobierno.
»A su tiempo recibirá usted una calurosa recomendación del ilustre jefe de mi partido.
»Deseo conocer sus impresiones, tocante a mi candidatura, cuya presentación depende del patrocinio de usted.
»La crisis se planteará y resolverá antes de lo que las gentes ahora se imaginan. Cuando aquel suceso acontezca, apreciará usted la certeza de mis informaciones políticas.
»Aprovecho esta ocasión de ofrecerme a usted como afmo. a. y. s.s.q.b.s.m.
»T. El Marqués de Lacarra, Duque de la Hinestrosa.
»Madrid, 5 de noviembre de 188…»
Don Juan Miguel, a medida que leía, fue experimentando el cosquilleo de la vanidad que suavemente le acariciaba. ¡El marqués de Lacarra, el prócer nabarro más linajudo, cuyo nombre sonaba sin cesar en la historia del antiguo Reino, a pesar del orgullo intratable de casta, proverbial en la provincia, pedía protección y amparo a Juan Miguel Osambela y Zurutuza, escribano de Urgain y su partido, hijo de Lucas, sargento de tiradores, nieto de Bartolo, alias Chaparro, esquilador de oficio y presunto gitano! Verdad que el suplicante era el nuevo marqués, muchacho de veintiséis años, educado a la moderna, y no su padre, que antes se hubiese dejado descuartizar mil veces que pedir favores y llamar amigo a un plebeyo. Pero joven o viejo, allí estaba la firma cantando: «T. El Marqués de Lacarra, Duque de la Hinestrosa». ¿Qué diablos quería decir T? ¡Pues el marqués no se llamaba Tadeo, sino Fernando! ¡La firma cuán airosa y entonada! Don Juan Miguel la miraba como un cadete a su novia.
Más de veinte años hacía que el escribano era el cacique indiscutible de aquella montaña y el agente irreemplazable del partido liberal en sus luchas contra el pujante carlismo. Sabedor —por virtud de su profesión— de la vida y milagros de la gente comarcana, nadie le aventajó en el arte de señalar, con exactitud infalible, el móvil —amenaza, dádiva, promesa—, a que cada pueblo, casa y persona, responderían. Si en circunstancias críticas, cuando los curas se liaban, de veras, el manteo a la cabeza, le fue adversa la fortuna, no por esto perdió su merecida reputación de auxiliar precioso y adversario temible. En su largo ejercicio de agente electoral era aquella la vez primera que un Grande de España llamaba a su puerta, pidiéndole, como quien dice, ¡limosna por el amor de Dios!
De la mano del amor propio lisonjeado, iban pasando por delante de sus ojos, las escenas y recuerdos de familia que a menudo servían de condimento a las satisfacciones del tiempo presente. Contemplábase jugueteando bajo el cobertizo a la entrada de la villa, mientras su abuelo Chaparro esquilaba asnos, mulos y caballos, o correteando tras los cerdos, con los pantalones rotos en el trasero y desgarrados en las rodillas. Años después, llegaba a la miserable casucha un hombre bien vestido, y su madre Bernarda lo acogía con gritos de sorpresa y lágrimas de júbilo. Era su padre, ausente de la villa al comenzar la guerra civil de los siete años[21]. Desde el regreso de Lucas, cambió completamente el modo de vivir de la familia. Echó al diablo Chaparro las tijeras y de Bartolo casi se alzó a don Bartolomé. La remendada Bernarda no salió ya más al campo a arrancar patatas y se trajeó al igual de la mediquesa, la boticaria y otras señoras. Miguelico, en pañales cuando se fue su padre, a la vuelta era un mocetón de trece años, bastote y harapiento, pero listo como el aire, que durante los meses de invierno aventajaba en la escuela a los chicos de su edad y a los mayores que asistían todo el año. Laváronle la cara, matáronle la piojera de la cabeza, rascáronle la roña de la piel, y con zapatos y ropa negra que ni aun soñando había visto nunca, lo metieron dentro de la diligencia, y ¡a estudiar a Pamplona! Pasaron los años, y ocupó la escribanía, posteriormente notaría, de Urgain.
Run run y feo sonaba acerca de los dineros del ex-sargento, después del asesinato de Sarsfield y Mendibil el año 37, desertor a América provisto de algunas onzas, ganadas en el saqueo, según los maldicientes. Lucas regresó rico y murió a los pocos años.
A los miles de duros que heredó Juan Miguel vinieron a sumarse los cuarenta mil de dote que le llevó su esposa doña Gertrudis Erdozain, una cubanita muy linda, casada apenas vino de Matanzas su padre don Raimundo a descansar de las fatigas negreras. La dote y la herencia hicieron de Osambela una especie de potentado.
Aunque dueño de una fortuna para aquellas tierras cuantiosísima, y a pesar de que los cincuenta y dos años le mordían los talones y era el clima duro —nevoso, frío y húmedo durante diez meses de invierno, con sus días de horno y parrilla repartidos por los dos meses, mal ajustados de verano— y extenso el distrito notarial, e irredimible la pecha de recorrerlo a caballo por vericuetos y rompecrismas, nunca se le ocurrió dedicarse a comer sus rentas en la paz y gracia de Dios que tanto gustan a los españoles.
La profesión le producía lo bastante para cubrir, con creces, sus necesidades. Ahorraba íntegras las rentas y las destinaba a compras y colocaciones ventajosas. Su capital era como la bola de nieve. Gracias a la notaría, don Juan Miguel pudo alimentar espléndidamente sus dos pasiones capitales: la avaricia y la dominación.
Su bolsillo era de rico; su modo de vivir, no. Habitaba un caserón destartalado, al extremo de la plaza. El principal adorno de su fachada era el balcón corrido de madera. Al sol en el invierno, y a la sombra de la parra en el verano, las dos hijas de Osambela, Robustiana y Agustina, habían hecho del balcón su estancia predilecta.
Don Juan Miguel, hombre de pocos melindres y exigencias, dábase cuantos gustos sus hábitos e inclinaciones le pedían. Ahorraba mucho anualmente y disponía, a su antojo, de diez o doce pueblos. Nada le satisfacía tanto como que le reconociesen y ponderasen su riqueza e influencia. La vanidad constituía su único placer intelectual. Aquella noche le hico feliz la carta del marqués-duque.
Mientras Osambela se confitaba releyéndola, Robus llamó a Kataliñ y en un santiamén quedó todo aviado para la cena. Agustina, desdeñosa del trajín, leía y con mano blanca y bien torneada, atusábase el pelo castaño, sedoso y abundante, cuyos bucles y rizos sombreaban la tez transparente de la cara, ovalada y graciosa.
Otro tanto que la indiferencia indolente de Agustina difería del celo activo de Robus, disonaba el aspecto físico de ambas. Robus era delgada, de formas angulosas, pecho plano, color moreno-verdoso, labios finos, pelo negrísimo y rizado, dientes algo grandes, muy blancos, ojos enormes, negros también, que bajo las pobladas cejas y pestañas, lucían como dos discos de azabache. La frente, tersa y chica, los ojos y la dentadura eran rasgos de belleza; mas los pómulos salientes, la nariz exageradamente aguileña y la barba puntiaguda, destruían el efecto de aquellos primores, sobre todo cuando cierta frecuente expresión de hostil braveza se enseñoreaba del rostro. Lo femenino mostraba un instante sus encantos para ceder el imperio de la cara al gesto y facciones del ave de rapiña.
—¿Dónde demonio se mete vuestra madre, chiquitas? ¿Y Perico? —preguntó don Juan Miguel, después de ojear los periódicos.
—Mamá anda por la cocina; Perico está en su cuarto, acabando de escribir un artículo para La Estrella de Navarra —contestó Agustina, sin levantar los ojos del libro.
Y Juan Miguel refunfuñó.
—¡Vaya a la mesa! —mandó con tono agrio—. No veo de hambre. ¡Llama a tu madre y a tu hermano, Agustina!
La joven cerró el libro de golpe, y salió. Pocos instantes después entraba Kataliñ con la cazuela de sopas de ajo, humeantes. Detrás apareció doña Gertrudis, mujer rechoncha, de fisonomía suave y bondadosa y movimientos tardos.
Don Juan Miguel estaba ya sentado a la mesa. Doña Gertrudis se le acercó por detrás pausada y quedamente; le estampó un beso muy sonoro en el cogote, y murmuró con voz apagada, acento melifluo y entonación monótona, como quien dice las cosas de coro:
—¿Estabas ahí, queridito? Y yo que no te he oído venir… Ya se ve; como me gusta observarlo todo. Esas criadas se distraen con frecuencia y hay que avivarlas. Las jóvenes son así; por más que una les diga… Periquito vino tarde; muy mojado. ¡Jesús!, tuvo que cambiar de pantalón y calcetines. ¿Dónde se mete ese muchacho? ¡Qué humorada, andar con este tiempo fuera de casa!… A mí, lo que es, no me gustaría. Pero los hombres sois todos así, algo estrafalarios… No te ofendas, por eso; tú, Osambela, eres modelo; te quiero siempre, siempre, como el primer día. Para mí no corren los años; soy vieja, pero cariñosita, y a Dios gracias, no me falta mi poquito de salero. ¡Jesús, qué fantasiosa!, dirás… Robustiana, ¿sabes?, anda hoy preocupadita; su entrecejo está arrugado y el bigotillo más negro que de costumbre. Conozco las cosas sin necesidad de que me las digan; como estoy en todo, ¿sabes?; viejecita, pero con los ojos muy vivos… y si no fuera así, ¿dónde iríamos a parar? Le pregunto qué le pasa, y no me responde. Dice que esta noche lo dirá. ¡Uuy! ¡Qué misterios! Aquí hay algo; la cabecita de la niña es un volcán. ¡Oh!, no será para perder; vida mía es como tú, buena e interesadita. La otra se me parece; un terroncito de azúcar, algo novelera, pero eso, ¿qué importa? No todo ha de ser contar dineros, ¡Jesús!, pero buena, buena de veras… ¿Tendrás apetito, como de costumbre? La cena estaba ya lista, hace un rato… Hoy he pasado mal día; hace cuatro años que a las cinco de la tarde, ¡bien me acuerdo, ya lo creo, no faltaba más!, murió nuestro pobre Julianito; mira, tendría ahora diez y ocho años. ¡Aquél sí que era listo! Y bondadoso, no digo nada. Cómo corre el tiempo; me parece que te estoy viendo, el día que mi buen padre me dijo: «Gertrudis, perlita, corazoncito de oro, ése será tu esposo». Por cierto, me diste miedo, lo confieso. Acostumbrada a la dulzura de mis paisanitos, ¿sabes?, tu entonación me hizo el efecto de la de un hombre que está enfadado. Mas te miré con el rabillo del ojo, y dije: «Me gusta ese moreno». ¡Qué tontería! Entonces me daba miedo ser tuya, y hoy lloraría si no lo fuera. Dios sabe lo que se hace y prepara maravillosamente las cosas. ¡Zapi, zapi[22], márchate ladronzuelo, pillastre!…
Doña Gertrudis se puso a perseguir a un gatazo de Angora, que pirateaba sobre la mesa.
—¡Jesús, estáis ya cenando y no me lo advertís! Mi idolatrado Osambela me emboba. ¡Uuy! ¡Qué malos, qué desdeñosos!
Doña Gertrudis fruncía los labios cual niño que hace pucheros, pero de mentirijillas.
—¡Cómo no oyes, mamá!, hemos aguardado a que, por sí solos, se acabasen los recuerdos —replicó Agustina con voz puesta.
—Qué cosas se le ocurren a mi niñita; por qué no se acercó al oído de su mamá, que oye de cerca, y no le dio un beso de esos que a ella le gustan, al decirle: mamita, que te esperamos y se va a enfriar la sopa.
—¡Por Dios!, no veo la tostada de esas zalamerías —exclamó Robus con tono agridulce.
—¿Has terminado tu artículo para La Estrella de Navarra, eh? —preguntó don Juan Miguel a su hijo Perico, que en aquel momento tomaba asiento a la mesa.
—Vaya, por cuanto vos, no le habían de haber pasado a usted el cuento esas parlanchinas… Indiscreción, tu nombre es mujer, diré yo imitando a Shakespeare[23].
—¿De qué trata el artículo? De lo de siempre, ¿verdad?
—Sí, papá; trata de las religiones positivas en sus relaciones con la libertad política. Por consideración a usted, saldrá sin firma; lo siento, de veras. Está regularmente trabajado: con amore.
—¡Voto a los demonios! ¿Y qué me importa lo firmes o no lo firmes, si todo el mundo conoce tu condenada chifladura? ¡Badajo, con el crío! A fe, que no es denunciador que digamos, además del asunto, tu estilo empedrado de términos estrafalarios y rimbombantes.
—Le repito a usted, papá, que realizo un verdadero sacrificio en aras del cariño y del respeto que le profeso, al no firmar ese ni otros escritos de idéntica importancia. Al fin y al cabo, yo soy el primero que en esta hiperteológica Nabarra, clava el hacha de la crítica al tronco carcomido de la Iglesia. Yo no me ando por las ramas como ustedes los progresistas que detestan a los curas y se arrodillan ante los símbolos y simulacros que justifican su existencia. El cura es un puro saltimbanqui que explota su barraca. La gran ley de la historia es la eliminación de lo sobrenatural. La libertad de los pueblos, mejor dicho, de la humanidad, se efectuará bajo el imperio de la Ciencia, única Dei genitrix y Salus infirmorum del hombre humano. Disuélvese y bórrase ya por doquiera el estado teológico, cediendo el puesto al estado metafísico, que tras el efímero imperio preparatorio y precursivo, será reabsorbido por el estado científico, cuyo alboreo, pocos todavía vislumbramos. El hombre de Estado es el que coopera al cumplimiento de las leyes naturales; semejante estadista coadyuva al divino parto de la naturaleza, en cuyo seno se mueve el Dios inmanente. Cuánto más grande es la proporción del elemento racionalista en una religión, tanto más se adapta al processus del mundo. De igual suerte que natura non fecit saltum, tampoco se interrumpe la hilación de ese conjunto de estados de conciencia que llaman espíritu. De donde dimana la indicación terapéutico-social de proteger y amparar toda tendencia hostil al Catolicismo, sobre todo en la esfera religiosa, a fin de que pausada, pero ineludiblemente, se produzca la eliminación de lo sobrenatural. Según dice La Estrella de Navarra, hase establecido en Pamplona una misión protestante. Yo aconsejo a los verdaderos liberales que la protejan, no porque sea protestante, sino porque no es católica. El gran Gambetta[24] lo ha dicho: «El clericalismo es el enemigo», es decir, siguiendo la interpretación, en cierto modo auténtica, del insigne Paul Bert[25], el catolicismo forma la más sabia, lógica, completa, tenaz y temible de las ficciones teológicas.
El joven se expresaba con imperturbable aplomo. Refrenaba las modulaciones de su voz que, de suyo, propendía a esparcirse con tonos musicales, para mantenerla en monótona tensión que correspondiese a la tiesura del aire y al dogmatismo del gesto. Las rebuscadas impiedades, con tono enfático y frío dichas, salían de una boca fresca, sonriente, apenas sombreada por rubio bigotillo cuya nota juvenil rectificaba la mascarilla un tanto grave de la cara, pálida y enjuta, de finas facciones, que se estiraba por entre dos patillas embrionarias, a la inglesa.
Durante esta larga perorata, don Juan Miguel se mordió y remordió los labios y tocó a degüello repetidos redobles sobre el plato de loza. Amaba al pollastre entrañablemente; pero sus ideas le derramaban hiel en la sangre. Al progresista empedernido le espantaba la dilatación de sus propias opiniones. Veía la inquina a los curas trocada en odio a las religiones, y singularmente al Catolicismo; el aborrecimiento a Isabel II en abominación de la monarquía; el cándido optimismo idealista, en seco positivismo utilitario. El doceañista[26] había procreado un federal de la extrema izquierda, y el pobre ganso, después de empollar el huevo de milano, contemplaba atónito el pico y las garras de la cría.
—¡Badajo! —exclamó golpeando la mesa con el puño—, esas son majaderías de a folio. ¡Vaya una generación de pedantes que se nos viene encima, para desacreditar, primero, y derruir, luego, cuanto de bueno hemos levantado a costa de ríos de sangre y montones de oro! ¡Tú y los sabihondos de tus maestros debíais estar enjaulados en el Ateneo de Madrid, que es la primera casa de locos que hay en España! Nunca he oído tanta barbaridad junta. ¿Eres de los de la Común[27], o qué? ¡Pero si has despotricado tanto como dices, y así será, voto a Sanes!, vamos a tener un disgusto de órdago cuando se publiquen esas atrocidades. Es imposible que el obispo no os excomulgue a ti y al periódico, órgano de esos canallas de republicanos.
—¡El obispo, el obispo! —replicó Perico irónicamente—; me río yo de ese presbítero de la clase de distinguidos. Vuestro obispo, como todos los que se estilan ahora, es un obispo embolado.
—Mira, Perico, en mi casa soy yo obispo, papa y rey, todo en una pieza, y no consiento que publiques semejantes desatinos y estúpidas blasfemias. Para cortar de raíz tus planes, voy a hacer añicos ahora mismo el artículo. ¡Dámelo, si lo llevas encima!
—Papá, esto es un atropello; va usted a deshonrar su liberalismo. La libertad del pensamiento…
—¡Embustería! ¡Patarata! Aquí no hay otro pensamiento que el mío. Venga el artículo.
—Está en mi cuarto.
—Voy a buscarlo para pegarle fuego.
Don Juan Miguel se levantó y salió del cuarto bufando airadamente. Perico, lívido, se encaró con sus hermanas:
—¿Lo veis? ¡Por vosotras, parlanchinas, habladoras, indiscretas!
Don Juan Miguel volvió, trayendo ocho o diez cuartillas. Las dobló por la mitad y las rompió; tornó a doblar los trozos y a romperlos, hasta dejarlos reducidos a pequeñísimos fragmentos. Entonces se sentó, después de dirigir imperiosa mirada a Perico, por cuyos ojos se asomaban las lágrimas.
Doña Gertrudis, durante esta escena se estuvo mirando a todos los actores de ella con atención sostenida. A puro de aguzar el oído, logró enterarse de algunas palabras sueltas. Kataliñ sirvió una fuente de costillas de cerdo con patatas, don Juan Miguel se puso dos: era el mejor apetito de la familia. Estableciose un silencio sepulcral y embarazoso: el silencio de las situaciones tirantes. Todos tenían las caras foscas, excepto doña Gertrudis, que la iba acaramelando progresivamente. Revolvía los ojuelos traviesos y lanzaba miradas tiernas, ora a su marido, ora a su hijo, solicitando la connivencia de sus hijas con guiños y visajes.
—¡Uuy! —dijo, llevándose el dedo índice a los labios, de suerte que aún resultaba más sordo el sonido de su voz—. ¡Uuy! Ya han regañado mis corazoncitos. Os veo a todos serios; mi amadísimo esposo está algo soliviantado. ¿Vosotros creéis que yo no me entero de las cosas? ¡Ah!, no me conocéis bien; nada se escapa; Dios me dio penetración que supliese la torpeza del oído. Habéis regañado, y por política. ¡Jesús, que majadería, la política! Y no es la primera pelea ni el primer disgusto éste. Bien me acuerdo de ello. Acababa de concluir su carrera mi idolatrado Periquito y cierta tarde la armó con mi siempre venerado Osambela: «que era mejor la república»; «no, que la monarquía era mejor». ¿Qué nos importará esto a nosotros? Periquito, galleando como estudiante fresco, te dijo… ¿lo recuerdas, Osambela?, que era más liberal que tú, y entonces se te subió la sangre a la cabeza. ¡Echabas espuma por la boca! ¡Uuy, nunca te he visto tan furioso! «Tú más liberal que yo, ¡tontiloco, ignorantuelo, trasto[28]! Ahora lo vas a ver»; y le pegaste un bofetón en el carrillo derecho que el pobrecito chico tuvo ocho días colorado.
Don Juan Miguel dio un respingo.
—Es mucha la oportunidad de esta mujer —dijo, mascullando las palabras.
—En esta casa no es posible ni hacer las paces —exclamó Perico—. ¡Vosotras tenéis la culpa, majaderas! —añadió, increpando a sus hermanas.
—Vamos, ¿con que no es nada? ¡Claro! —prosiguió doña Gertrudis—. Más vale así. Hay hombres que fuera están alegres como unas castañuelas, y después, en casa, arman la de Dios es Cristo. Oh, no lo digo por ti, mi querido, excelente y bondadoso Osambela. Algo vivaracho es tu genio; ¿quién carece de defectos? Y gracias, cuando no son mayores. ¡Pesadumbres, las que envía Dios! Hoy hace años, ¿recuerdas?, murió nuestro Julianito. ¡Hijo de mi alma! El día siete vino de paseo a las tres de la tarde; traía los pies y las piernecitas mojadas; el angelito había jugado a meterse por los charcos y barrizales, en compañía, bien me acuerdo, de unos granujas, hijos de pobres. ¡Uuy!, a éstos nada les hace daño; lo mismo corretean descalzos sobre la nieve de enero que si estuviesen al sol de julio; los que no son robustos, se mueren, y en paz: esto le sucedió al nuestro, Julián, ¡moñoño!, era más fino; ya lo creo, americano puro. Retrato de Agustina: rubio como el oro. Aquella tarde, aún lo estoy viendo, vestía traje de tela escocesa. A las ocho de la noche dijo que le dolían los riñones. «¡Ay!, prenda», le dije yo, «¿qué tienes?». Nada se me escapa, «mamaíta» ¡era tan zalamerillo!, «dolor en la cintura y mucho frío». Pues a mi camita, y luego beberás una taza de té goxo, goxo[29], y para mañana curado. No te asustes, «piñita». Lo eché a la cama, caliente y abrigado. «Mamaíta», me dijo a las once, «dame un beso; me parece que me voy». «¿A dónde, hijo mío?», le pregunté sobresaltada. ¡Ay!, y con razón; luego se vio «Aupa», contestó señalando el cielo; «manda callar a ese perro». «¿A cuál?». «Al que está ladrando en la calleja». Como soy algo tarda de oídos (éste es mi defecto; en lo demás, no soy tonta, no), creí que era verdad. Abrí la ventana, miré; perro, ¡que si quieres! Me acerqué al niño para decírselo, y noté que tenía los ojos muy brillantes. Le toqué la cabecita; echaba fuego. «Jesús, este niño delira». Te llamé; brincaste de la cama y me dijiste: «¡Quien delira eres tú!». Como soy una mujercita tan buena, me callé; no me atreví a contradecirte. Al día siguiente, el niño estaba peor. «Osambela», te dije, «llama a don Hipólito». «¿Yo llamar a ese faccioso?, mal rayo le parta; que venga Valentín, y si la cosa urge vendrá el médico de Arbizu o alguno de Pamplona». Vino Valentín, el ministrante que había sido cabo de tiradores. «Ese niño no tiene sino melindres: que coma, y a la escuela». ¡Oh!, yo, de todo me acuerdo: nada se me escapa. Vosotros que pensáis que estoy en Babia; ya, ya… viejecita, eso sí, pero lista como una ardilla. El niño fue a la escuela y volvió peor, y al día siguiente peor, y al otro peor. El día once estaba yo en la despensa; hacía mucho frío; ¿nevaba?, me parece que sí… pero no estoy segura de ello. Entró la Iñasi, aquella muchachona de Alsasua que se casó con Pedro el alpargatero, y me dijo: «Señora, señora, Julianito morir se hace». «¿Qué dice usted, mujer…?». Corrí… ahora lo recuerdo perfectamente, nevaba; el carro de Juanico el de Estella estaba blanco como un montón de harina. Entré en la alcoba; el niño, con un ronquido convulsivo, decía: «¡mamá, mamá, mamá!». Aquello era pedir auxilio. Entonces llamaste a don Hipólito; éste se acercó al niño, ya inmóvil; lo miró, y dijo: «Señora, Julianito está en el Cielo; ruegue arriba por nosotros, que nos será más difícil entrar allí». ¡Pobrecillo de mi alma! Rubio y de ojos azules, ¡en manos de un cabo de tiradores! Y tú que eres buen padre, lloraste mucho cinco o seis días; yo siempre. ¡Pobre hijito nuestro! El retrato, mejorado, de Agustina; era muy inteligente; me comprendía a media palabra; ¿qué digo?, me bastaba mover los ojos: no habéis llegado vosotros a tanto, todavía.
Doña Gertrudis lloraba copiosamente.
—¡Esta noche no canta el canario! ¿Qué le pasa? ¡Está enfermo o mal humorado, quizás! —preguntó doña Gertrudis repentinamente.
Se levantó de la silla, y se acercó a una jaula que colgaba del techo.
—¡Pipí, pipí, moñoño! —gritó con voz atiplada.
Y tomando un cantarito con silbato, comenzó a lanzar trinos y gorjeos, a la vez que dos lagrimones resbalaban desde la nariz al reluciente barro.
—Esto es para pegarse un tiro —bramó don Juan Miguel—. ¡Si vuestra madre no fuera una santa, sería la mayor bruja de la tierra, badajo! A la cama; de lo contrario, esta noche va a haber un estallido. Buenas noches.
Robus se acercó a Perico y le dijo a media voz:
—No está ahora el horno para rosquillas ¡al primer buen humor sobre el horizonte, zas!, le hablo de tu asunto.
—¡Casi más tuyo que mío, pues si tú no me animaras…! ¡Qué indiscretas sois!
—Yo, nada le he dicho. ¿A quién se le ocurre, en las actuales circunstancias, escribir de cosas que tanto le molestan?
Robus y Agustina se retiraron juntas, y Perico poco después. Doña Gertrudis continuó gorjeando y piando largo rato.
—¡Ay ene[30]! —dijo mirando a todos lados—; se fueron, sin decir oste ni moste; ¡vaya!, no les habré oído cuando se despedían. Catalina, Catalina, ven a recoger los platos y ponte a fregar en seguida; se ha hecho tarde.
La criada acudió masticando; se restregó con la mano los labios untados de grasa, y dijo de mal talante:
—¡Ya voy, señora! Cuándo perderá la memoria esta vieja. Jesús, qué peste. ¡Ni cenar le dejan a una!