IV
UN MISIONERO
LAS CRESTAS DE LA SIERRA aparecieron nevadas. Soplaba el norte arrastrando por el firmamento grandes nubes blanquecinas que, a trechos y a ratos, dejaban descubierto lo azul del cielo. Los charcos reverberaban la luz del sol. Las aceras y pedruscos de la plaza se iban secando y su color gris pálido denotaba la frialdad de la piedra. La modificación atmosférica presagiaba una noche helada y despejada.
Don Juan Miguel paseaba la acera de su casa. De vez en cuando alguna anciana, echada la saya por la cabeza, sin medias, pero con zapatos que, cual los buques viejos, hacían agua por todas partes, salía de la vecina taberna llevando ostensiblemente en la mano derecha la alcuza de aceite, y en la izquierda, agazapado bajo el delantal, el frasquito o jícara de aguardiente, y cruzaba la plaza de extremo a extremo con paso tembloroso, vacilante y de ritmo irregular. Las devotas, con tupida mantilla corta, y saya negra que descubría hasta el tobillo los borceguíes hombrunos y claveteados, encaminábanse a la iglesia, con su correspondiente rosco de cera amarilla para la sepultura.
Era la hora, ya algo pasada, de la misa mayor. Don Juan Miguel oía la de siete. Como todo sermón exhalaba para él siempre cierto «olor a carcunda», omitía la parroquial: en cambio, su asistencia a la rezada era diaria.
En una de sus vueltas, experimentó el notario la sensación de que alguna persona andaba detrás de él. Volviose y vio a un muchachuelo de diez u once años, jorobadito, muy pálido, de estatura más baja que la propia de su edad, de ojos azules clarísimos, pero mortecinos, nariz remangada puesta a mucha distancia de la boca, dientes anchos, irregulares y mal alineados que le obligaban a tener los labios abiertos, de cara menuda y triste. Vestía chaquetilla azul de cuartel, reliquia de la guerra civil y pantalones de lienzo pernicortos y cubiertos de petachos multicolores. Sus enjutas pantorrillas y sus descomunales pies descalzos estaban amoratados por el frío. El niño resguardaba las manos dentro de los bolsillos; a través de la mugrienta boina, hecha una criba, salían matillas de bronco pelo color de maíz.
—Hola, Martinico —exclamó el notario—; ¿qué quieres?
El chico se sonrió apaciblemente, y a la expresión melancólica de su rostro sucedió otra de tranquila confianza. En seguida tendió la mano, y dijo en vascuence, tartamudeando:
—Laa aabuela tengo enfermaa.
—Bonita está tu abuela —le contestó don Juan Miguel en castellano—; ¡vaya una alhaja! ¿Cuándo revienta esa borrachona? ¿Quieres llevarle algunos cuartejos para que santifique el día del Señor, empalmando la curda del sábado con la del domingo? ¡Sorgiña[47], sinvergüenza!
La cara del chico mostró hondísima tristeza.
—¡Borrachaa nooo; eeenfermaa! —grito Martinico, esta vez en castellano, con tono lastimero y colérico.
Tendió, de nuevo, la mano; pero receloso y cohibido.
—¡Vete de aquí, granuja, zorritsu[48]!
E hizo don Juan Miguel ademán de pegarle. Martinico apretó a correr, saliendo a la carretera, y cuando ya se consideró seguro, defendido por el lodo que le rodeaba, se detuvo. El pecho jadeante transmitía su movimiento convulsivo a los hombros altos y desiguales y a la prominente joroba. Un gorrión, revoloteando, vino a posarse sobre la pared de la fuente. Alegrose la cara de Martinico, aminoráronse los signos de fatiga con la excitación momentánea, cogió una piedra del suelo, y mostrando habilidad consumada, la lanzó contra el pajarillo, dejándolo en el sitio.
Don Juan Miguel siguió atentamente la escena.
—¡Habríase visto enemigo! Vaya usted luego a tener compasión de esas gentes, por el motivo de que son pobres y contrahechos: pobreza y joroba, castigo de Dios.
Y reanudó su paseo al sol. Inmediatas a la casa del notario había otras dos pobrísimas que eran las últimas de la villa, por aquella parte, donde comienza el declive de la cuesta. Entre las casuchas, límites de la acera y la iglesia, medía un espacio de diez o doce metros, de suave pendiente según se va a la plaza, pero bastante áspera hacia la carretera que, serpenteando, baja a la estación del ferrocarril.
Desde el extremo de la acera descubría don Juan Miguel tierras de labranza, el río turbio y bullente, la línea quebrada del Aralar y sus manchones claros y oscuros de rocas y bosques, y la nieve de las cimas: plata bajo las nubes, diamante bajo el cielo azul.
A cada vuelta, don Juan Miguel se detenía y miraba con insistencia un punto del horizonte, donde creía divisar ciertos bultos que poco a poco se fueron revelando como la placa fotográfica, al salir al valle por la garganta de Elkorre, camino de Gipuzkoa. Eran dos hombres, uno a pie, otro en mulo.
—Me parece que el jinete es cura —murmuró el notario.
Y dio otra vuelta.
—Sí, es cura; ya se pinta la teja. ¡Hum!, ¡cuervos!, éramos pocos y parió la abuela. Quién fuese milano.
Continuó su paseo; se detuvo de nuevo y miró.
—¡Tate!, conozco el garabato; fuera de los sepulcros es imposible hallar esqueletos comparables a él. Voy perdiendo la vista; hace un año, no hubiera sido preciso que se acercase tanto. Es el fraile Aguinaga.
Los viajeros atravesaban ya el puente y emprendían la subida. Diez minutos después entraron en la plaza el peatón que llevaba del ronzal la acémila, y el jinete, sacerdote alto, escuálido, semejante a una tira de pergamino. En el maletín de viaje había copos de nieve congelada.
—¿Qué traerá ese faccioso con tan mal tiempo? —exclamó don Juan Miguel; y dando un bufido se metió en casa, negando el saludo al fraile.
Los viandantes se encaminaron a Jauregiberri. El fraile echó pie a tierra dentro del zaguán amplísimo, y después de los aldabonazos, comenzó a subir la monumental escalera doble, que se desarrollaba bajo la marquesina de cristales, cuyos cuatro ángulos, adornaban cuatro magníficos escudos de piedra.
Poco después asomó una cabeza de mujer al pasamano de la escalera.
—¿Quién es? —preguntó en vascuence.
—Soy yo, Joaquina —respondió el fraile valiéndose del mismo idioma.
—¡Jesús! —exclamó la muchacha bajando la escalera de dos en dos peldaños—; ¡es usted, fray Ramón! ¡Cuánto me alegro; quién lo había de pensar! Sea bien venido. Suba usted; hay buen fuego. Los señores están en misa; se calentará mientras vienen.
Joaquina delante y el fraile detrás, llegaron al primer piso y penetraron por unas hermosas puertas de roble.
Las habitaciones que recorrieron eran grandes, majestuosas, severas, llenas de muebles, de uno, dos y hasta tres siglos de fecha. En cambio, los modernos eran ya viejos y disonaban por su escaso valor artístico, y sobre todo por estar pasados de moda. El observador sagaz habría podido fijar exactamente la fecha en que vino a menos la casa. El mobiliario moderno no fue sustituido al transformarse el gusto, y no merecía durar como el antiguo.
Entró el fraile en un gabinete con balcón a la plaza. Abundante leña encendida alegraba la grandiosa chimenea de mármol negro. El retrato, al óleo, de un caballero viejo, de luengos bigotes canos y fisonomía enérgica y distinguida, vestido con el uniforme de los generales carlistas de la primera guerra civil, ocupaba la testera del gabinete. Cubrían las paredes tapices algo descoloridos, pero de mérito. Junto a la chimenea se veía una butaca de terciopelo granate, cómoda, mullida: único mueble moderno. La techumbre de madera con artesones, perfilaba la señorial elegancia del aposento. Un enorme reloj de caja, estilo Luis XIV, interrumpía el silencio con su monótono y severo tric, trac.
El fraile se arrellanó en la butaca y presentó a la lumbre las gruesas y anchas suelas claveteadas. En seguida con mucho sosiego sacó la resobada petaca de badana, desdobló el librillo de papel de hilo legítimo alcoyano, marca La pantera, arrancó una hoja, destapó la petaca, ahuecó la palma de la mano, llenó de tabaco la concavidad, dejó la petaca sobre la chimenea y lió un cigarrillo del género tranca:
—¡Chica, fuego!
Joaquina tentose los bolsillos del delantal, y sacando una cerilla de su caja, la encendió contra la pared y se la presentó a fray Ramón.
—¡Carape! —exclamó éste después de encendido el cigarrillo—; ¡si vieras qué frío hace por esos andurriales!
—También, ¿por qué anda usted con estos tiempos?
—Por algo será, Joaquinica. Dime, ¿han repartido el correo?
—Sí, señor; el de Madrid hace media hora.
—¡Perfectamente! Traéme El Siglo Futuro.
—El señorito no lo recibe ya.
—¿Cómo?, ¿no recibe El Siglo?, ¿qué es esto? Me vuelvo bizco, ¡carape! Supongo que no entrará La Fe en casa…
El fraile, alarmado, clavó sus ojillos grises, color de acero, en el rostro de la doméstica.
—El señorito… sabe usted —contestó Joaquina bajando la voz—, dice que es preciso economizar… ya habrá usted oído… los señores deben mucho.
—¡Bueno, bueno! —replicó fray Ramón, respirando desahogadamente.
—Vaya, me retiro, fray Ramón; ¿le ocurre algo? Voy a avisarle a la cocinera que nos ha caído tan buen huésped.
—De paso, sube la maleta al cuarto de San Blas; probablemente dormiré en casa.
—¡Ya lo creo!, no le dejarán ir los señores.
Fray Ramón, solo ya, arregló con arte refinado el fuego de la chimenea, apuró la colilla, y recostando la cabeza en la butaca, cabeceó brevemente y echó la siesta del carnero.
—¡Cómo duermen los justos, fray Ramón! —gritó una voz jovial y femenina, despertándole.
El fraile, se puso de pie, y sus labios delgados se adornaron con una sonrisa de viva satisfacción.
—¡Mi señora doña María Isabel, princesa de los cabellos de oro!, soy su humilde capellán y vasallo. Si bueno es mi dormir, mejor es mi despertar. Ha seis meses no las veo a ustedes. Doña María, siempre tan famosa; la princesita, siempre tan linda y elegante: a los pies de ustedes. ¡Bendito sea Dios!
—El que está famoso, es usted, fray Ramón; yo me encuentro bastante alicaída. Se ríe usted de las ventiscas y se burla de las nevadas. ¿Cuándo ha de aprender usted a cuidarse? En una de estas caminatas va usted a pescar alguna pulmonía.
—De suerte, señora, que en su opinión, ¿tengo yo pulmones?
El fraile se reía, mostrando una dentadura sana, sin mella, y blanca.
—A mí no me quedan ni pulmones, ni corazón, ni entrañas; nada más que huesos y pellejo, mi cachito de estómago, aplastado como funda vacía de paraguas, de ordinario, verbigracia ahora, pero capaz de dilatarse, a veces hasta convertirse en arca de Noé donde quepan un par de animales de cada especie. ¡Carape!, me he vuelto momia, y con la ayuda de mi glorioso Padre Santo Domingo, he de durar la que las de Egipto. Tengo mis setenta y nueve muy frescos —de hace tres días, y en invierno—, y me las juego a pasar el puerto en ayunas y llegar a la venta de Zunbelz para habérmelas con un cuarto de cordero. Tú, María Isabel, ¿no me dices nada?
—Me ha quitado el habla con sus requiebros. ¡Linda y elegante, nada menos!
—Dicen los liberales que los frailes somos gente soez y grosera. La de los cabellos de oro atestiguará, donde convenga, que esa imputación es calumniosa.
—Padre, que frailea usted, en sentido… liberal. Va a resultar que es usted galante, pero que yo no soy ni…
—Fea, ni cursi. ¿Y Mario?
—¡Presente! —gritó desde el salón inmediato una voz llena.
Abriose la puerta y entró Mario. Aparentaba tener veintiocho años; era alto y fornido, con alguna tendencia a la obesidad, blanco y sonrosado de tez, de fresca boca y limpia dentadura, barba larga, sedosa y partida que le caía sobre el pecho ensortijados cabos, color castaño claro. Su fisonomía abierta, bondadosa y leal, a la dulzura y apacibilidad de la mirada, contraponía el color y fuego de los ojos muy negros y bien rasgados. La posición erguida de la cabeza, la línea recta de la nariz, el neto dibujo de los labios, ligeramente recogidos en los ángulos de la boca y el despejo y elevación de la frente, acentuaban el carácter viril de su figura.
Comparado Mario a su madre, notábase que era copia masculina de ella, manteniéndose, no obstante la diferencia de los rasgos sexuales, la extremada semejanza de ambas figuras. Eran las facciones de doña María más menudas y finas, los ojos más apagados, la estatura más baja, aunque no lo pareciese, a primera vista, por la delgadez del cuerpo. Su expresión era severa, triste, altiva, sin arrogancia ni dureza, tan lejos de la displicencia como de la familiaridad. La línea del cuello subía con demasiado rigidez para que se le supusiera el hábito de inclinar la cabeza. Las arrugas de la cara y frente delataban numerosas preocupaciones y abundantes lágrimas. La blancura completa del cabello ponía de resalto la amarillenta tez de marfil viejo. Vestía seda negra sin adornos. Las manos de nieve, algo grandes, pero muy delicadas y tersas, con hoyuelos en las raíces de los dedos, manos donde aún duraban los encantos de la juventud, testimonio de otros encantos borrados, no llevaban más sortijas que una alianza de oro.
—¿Qué de bueno le trae a usted por acá, fray Ramón, con tiempo tan desapacible?
—¡Chico, a verte! Sabe usted, doña María, que las otras visitas eran para usted; pero lo que es, ésta, ésta… ¡voto al chápiro!, es para el muchacho: perdone la franqueza.
—Los obsequios que le hacen al muchacho, como usted dice, a pesar de lo vieja que me tiene, los tomo para mí.
—¡Madraza, siempre igual! Ya hablaré con el interesado después de comer. ¡Carape!, traigo hambre de lobo.
—Habrá usted de aguardar…
—¡Funesta frase! Me estoy cayendo, no diré a pedazos, pero sí a huesos. Vaya, es como si se deshilaran las cuentas de un rosario.
—Media horita, no más.
—Me tranquilizo.
—¡María Isabel! —llamó doña María con tono seco e imperioso.
María Isabel que estaba junto al balcón con la frente apoyada en el vidrio mirando hacia la casa del notario, desde cuyo balcón Perico le hacía señas y gestos, volvió la cara, componiéndola antes con expresión grave e indiferente.
—¿Mamá?
—Sube a la cocina, y entérate de lo que prepara la Petra. No es cosa de que fray Ramón haga penitencia.
Vuelta a medias para contestar, de suerte que los rayos del sol iluminaban, de lleno, su tez, maravillosamente blanca, suave y transparente, teñida de rosados matices en las mejillas y prendían lentejuelas de oro en su abundante cabellera rubia, María Isabel deslumbraba como ejemplar de soberana hermosura. Para desimpresionarse, el análisis poco a poco, había de aislar los rasgos de aquel conjunto, notando que la frente, por lo chica, era desproporcionada a la largura de la cara; que el labio inferior, demasiado grueso, pendía laciamente; que la boca, purpurina y ornada de menudos y tersos dientes, y la nariz larga, salían con exceso hacia fuera, afeando el perfil con cierta traza hocicuda. La cabeza era de volumen excesivamente pequeño y pocos ratos permanecía quieta sobre el cuello blanquísimo y delgado, cual cabeza de pájaro petulante, presumido y fatuo. A hombros, pecho, brazos, manos, pies, cintura y ojos, negrísimos, nadie podía ponerles tacha, y contribuían a completar el rapto de admiración que el cabello, color y finura del cutis producían, disimulando, atenuando y aun ocultando los demás defectos.
María Isabel salió del gabinete pasando por delante de fray Ramón, que se puso de pie con burlona afectación de respeto y ceremonia.
—Paso a la Alteza de nieve y oro.
—Es usted poeta…
—¿Verdad? Cuando me muera, puede que encuentren entre mis papeles estupendos tesoros. Hasta ahora no llevo publicados si no es unos villancicos para las monjitas de mi pueblo. ¡Carape!, cosa buena; aunque me esté mal el decirlo; entre mil flores sale el aguijón contra el maldito liberalismo.
Con la campanada de la una entró Joaquina a anunciar que la sopa estaba servida. Doña María, fray Ramón y Mario pasaron al comedor, pieza espaciosa que comunicaba con el gabinete. Tenía cinco balcones sobre la calle Larrañatxikia, frente a un terreno vago que en el verano servía para la trilla, dando nombre a la calle.
Los cinco balcones tenían las vistas a las eras; los ojos, por tanto, no encontraban ningún obstáculo delante de sí y descubrían buena parte del valle, hasta la sierra de Aralar. El comedor casi carecía de muebles; dos enormes armarios encristalados, llenos de vajilla y ocho o diez sillones de cuero y madera colocados a lo largo de la amplia mesa cuadrada, de roble, mas cierto número de cabezas de jabalí y corzo, roídas por la polilla, adorno de la extensa pared, no bastaban a poblar la sala, cuya frialdad y desnudez denotaban el poco uso que se hacía de ella. En efecto, la familia y los escasos convidados que de tarde en tarde se sentaban a su mesa, comían en la galería de cristales, que era uno de los encantos de Jauregiberri. Comunicábanse la galería corrida y el comedor por una puerta monumental. Las vidrieras de bastidor se combinaban con un juego de cortinas azules y blancas que permitían levantarlas y dejar paso al viento, pero interceptando los rayos solares.
El panorama que desde allí se descubre es espléndido. En primer término, debajo de la galería, el jardín y la huerta sobre la meseta de la colina, asiento de Jauregiberri. La colina mansamente se inclina hacia el río, que le va lamiendo el pie y con sinuoso curso sale a cortar el camino de la estación. De las eras al puente se baja por una mala trocha, atajo de la carretera; de ordinario, la gente del pueblo se servía de este barrizal con honores de camino. La orilla del río, a lo largo del palacio, está plantada de flexibles y rumorosos sauces, cuyas ramas besa suavemente el agua. Carrascos abundantes pueblan la colina, recreando los ojos sin cerrar el horizonte. El valle extiende sus ondulaciones por ambos lados del río, entre las cercanas y contrapuestas sierras de Andía, Urbasa y Aralar. Las heredades parten términos con boscajes de roble, restos de la brava selva primitiva. A la izquierda, la ingente mole de Urbasa quiebra, repentinamente, la rígida línea de su ciclópea muralla, como si en las edades geológicas, dotada de movimiento, se hubiese desviado de su camino con descomunal huida de encabritados saltos; y disimulando detrás de apacibles montecillos las agrias aristas del ángulo trazado, describen sus enhiestas rocas el inmenso semicírculo del valle de Ergoiena, prendida con nieblas la abrupta crestería de las cumbres. La sierra vuelve, de nuevo, a la alineación primera, y después de levantar hasta el cielo el cónico picacho de San Donato, cuyas raíces ocultan selvosas colinas que avivan la coloración blanquecina y grisienta[49] de su pétrea corona, continúa prolongándose, paralela a la sierra de Aralar, hacia Pamplona, destacando sobre su cuenca, a guisa de centinelas, los dos picos de Oskia. Aralar frente a Urgain, deja de ser el homogéneo bloque de piedra que, desde el desfiladero de las Dos Hermanas, viene tapiando el horizonte norte; por escalones de redondeadas lomas se acerca al llano. Entre éstas se abre una encañada que se ensancha paulatinamente al pie de las colinas vestidas de hayas y robles. Allá, a la conclusión del intenso verdor, como si la hubiesen puesto sobre un pedestal, cierra, de lleno, el horizonte la grandiosa montaña de Aitzgorri con su manto de zafiro y su alta tiara de nieves.
Fray Ramón miró por los cristales de la galería, y dijo:
—El tiempo mejora. Mira hacia Gipuzkoa.
Mario tendió la vista por la encañada. Las nubes estaban muy altas, y Aitzgorri del todo despejado. Como reguero de oro iba corriendo la luz del sol, de cabo a cabo, en el fondo de los valles.
—Señal de cierzo —prosiguió el fraile—, Ergoiena está feo. Cierzo, buen tiempo.
—¡A mí que me parece hermoso! —exclamó Mario.
Las nubes, arremolinadas, no podían transmontar el puerto de Lizarraga. Espesas, negruzcas las unas, cenicientas las otras, aquí corridas como cortinas, allá hinchadas como olas a tiempo de reventar, nada ocultaban ni descubrían por completo. A la entrada del valle, los vapores, más densos y negros, por efecto de la ancha escotadura, lejos de formar masa compacta y cerrada, se extendían adoptando diversas figuras y colores; entre los desgarrones de la sombría nube quedaban al descubierto, en segundo término, vapores de redondeada forma y triste blancura, iluminados por una filtración de rayos solares que semejaban varillas de gigantesco abanico, y ya pulverizados, satinaban a sus infinitos átomos con mortecinos reflejos de plata las revueltas nubes. Hacia San Donato se había levantado una punta del velo y al fondo de la azul transparencia brillaban con viva blancura las casitas de Unanua y Torrano, a la vera del bosque, semejantes a ropa recién lavada tendida por los matorrales.
Mario contemplaba estático los contrastes dramáticos de la luz y la sombra en el seno de las nubes acorraladas por el viento.
—Siempre fuiste algo arbolario[50]. Vaya, vaya, la sopa nos aguarda, y tan gran señora no hace antesala.
Fray Ramón sentose a la cabecera y examinó con sonrisa complacida el blanquísimo mantel adamascado, la gran sopera humeante, de porcelana, las botellas de cristal, la pila de cuatro platos puesta delante de cada asiento, los cubiertos de maciza plata, las tersas copas que centelleaban al sol. Bendijo la mesa y rehusó servirse de la sopera que Joaquina le presentaba.
—¡Cómo se entiende, demonche! ¿Servirme yo antes que las señoras?, ustedes quieren que me saquen en El Motín. Deme usted su plato, doña María; ¿bastante?, bien huele el arroz. Por lo que veo, continúan ustedes cultivando el ramo de las buenas cocineras. Alárgame el tuyo, áurea princesa, y el tuyo, señor don Mario, el de los grandes destinos. ¡Ajá!, ahora me toca a mí el turno.
—Este es el mundo al revés; desde ahora me adjudico el papel de escudero trinchante, y por fuerza se servirá usted…
—¿Antes que tú?, concedido. Ceda, una vez más, la cota de malla a la sotana. Y la galantería frailuna a la amabilidad femenil —añadió, viendo que María Isabel se disponía a servirle vino.
El fraile levantó la copa, pero María Isabel alargó tan atropelladamente el brazo, que los primeros borbotones del vino cayeron fuera de aquélla.
—¡Mal estamos de enchufes; pero en fin, gracias, tanto en mi nombre cuanto en el del mantel, bienaventurado sediento del cual nadie iba a acordarse, excepto tú, rosa de Jericó, clavel de la Barranca!
María Isabel se puso color de grana, y bajó los ojos ante la mirada severa que le dirigió su madre; mirada de reconvención que decía: «¡siempre has de ser así!».
El fraile fue devorando raciones colmas y a veces repetidas, de todo lo que salió a la mesa; alubias, berza, morcilla, cocido con gallina y chorizo, palomas en salsa, sesos fritos, ánade asado, jamón en dulce, budín de café, queso de Roncal, manzanas, avellanas, galletas; y bebió sendos tragos de tinto de Artazu y rancio de Peralta. Espectáculo curioso; un esqueleto hartándose al igual de una solitaria. Al mover las mandíbulas, su cara se contraía y dilataba desaforadamente; la frente parecía que se le iba a sumir en la boca; las tupidas mantas de las ásperas y canas cejas se agitaban sin cesar, como si la piel arrugada donde arraigaban, padeciese de convulsión.
Doña María hizo los honores de la mesa sin apartarse un punto de su amabilidad, algo severa y ceremoniosa. Sonriéndose instaba, con fina insistencia, a fray Ramón para que repitiese de los platos. Este, respondiendo indefectiblemente un: «Como los aldeanos, señora, por hacer aprecio», aceptaba la doble porción.
Al cabo, la piel exangüe del fraile se había coloreado un poco; sus ojillos brillaban con reflejos metálicos, y sus labios delgados dejaban al descubierto la doble fila de sus dientes largos, agudos y limpios como los guijarros del arroyo.
—Yo les dejo a ustedes —dijo doña María—; voy a visitar a la pobre doña Manolita que está muy acatarrada. Si gustan tomar el café aquí, lo piden, y si no, pasan al gabinete. Hoy, por ser domingo, la plaza estará algo animada. Vamos María Isabel.
—Se oculta el sol, vélanse sus ígneas guedejas. Adiós lirio de Aralar. Pero ven acá, niña; te voy a hacer una preguntita al oído.
Y llevándosela de la mano al hueco de la puerta, dijo en voz muy baja el fraile a María Isabel.
—¿Hay mus[51]?
Ella movió la cabeza con gestos negativos.
—¿A cuándo aguardas, muchacha?
—A que me busque usted novio.
Y se fue tras de su madre, que en rígida actitud la esperaba, mientras fray Ramón con mucha zumba decía:
—¡Sosa, sosona, mala pescadora!
—¿Qué hacemos? —preguntó Mario, cuya frente se había fruncido al oír la respuesta de su hermana.
—Al gabinete, hombre; allí hay una chimenea que vale un imperio… Como no sea el de los Napoladrones[52], por supuesto.
Momentos después tomaban asiento fray Ramón y Mario al calor de las alegres llamas, delante de una mesilla de laca. El café hervía ya al calor del azulado espíritu de vino.
—¿Veamos si aciertas a qué he venido yo aquí, con este tiempo de Satanás?
—A vernos —respondió con aparente ingenuidad Mario, llenando las tazas—: usted es verdadero amigo de la familia.
—¡Eso sí, demonche! Desde el año veinte mi existencia anda mezclada con la vuestra. Tu abuelo, ¡pobre don Enrique!, me acompañó al convento de Pamplona. Iba yo caballero sobre reluciente macho gris: de fraile, ¡demonche! Era entonces mutiliko[53], y ahora tengo setenta y nueve años: ¡chico, setenta y nueve! Después vino la exclaustración, el infierno suelto; y por dónde no, le tocó morir en mis brazos a don Enrique, al igual que los cruzados, sufriendo con ejemplar resignación atroces dolores. Después de Oñate, la traición de Bergara[54], la emigración entre los franchutes, partiendo el negro pan con tu padre: digo mal, recibiéndolo yo de su mano, y bien blanco, por cierto. Finalmente el reempatrio, el pueblaco y la sempiterna lucha electoral, haciendo morder el polvo a los malditos negros, antes y después que la providencia volcase sobre el fango el trono de la usurpadora[55].
Sorbió media copita de coñac, y dijo:
—Pues mira… por eso vengo.
—¿Por eso?, ¿por qué?
—Por elecciones.
—¡Ah! —exclamó Mario sin poder reprimir una entonación malhumorada.
—Traigo órdenes del Señor[56].
El fraile recalcó las palabras, Mario permaneció impasible.
—Hasta que me muera quiero merecer los motes con que me designan los liberales. Estos, me llaman el Padre Trabuco; aquéllos, el Padre Urnas; con los dos formaron otro, y bajo el nombre de fray Trabuco Urnas me toman el pelo en sus inmundos papeluchos. Es preciso reorganizarse, ¡carape!, ocupar posiciones, meterse por todas partes; aún hay fe en Israel, la estrella de Belén brilla sin apagarse. Que al rugir, de nuevo, el infierno, no nos halle desprevenidos. El año próximo, es decir, dentro de algunos meses, se renueva la Diputación provincial. Este país, tan sano y honrado, cayó al cesto de los liberales; a la sombra del poder van creándose influencias imposibles de extirpar, si echan raíces. El liberalismo es pecado[57], ¡demontre!, ¡guerra sin cuartel al maldito! Para que las ovejas descarriadas vuelvan al redil y no sean pasto de los lobos, hay un nombre prestigioso, de autoridad, de respetabilidad, de abolengo; un nombre capaz de hacer votar a las piedras: el tuyo.
Mario frunció el entrecejo.
—Efectivamente —contestó al cabo de un silencio que iba ya inquietando al fraile—, mi nombre, aunque deslustrado, pudiera contrarrestar las influencias bastardas que encadenan a este distrito.
—Pues por eso…
—No cuente usted con él —afirmó con voz breve y enérgica Mario.
—¿Estás loco? —preguntó el fraile abriendo desmesuradamente los ojos.
—Loco sería si obrase de otra manera, fray Ramón. ¿Ha olvidado usted la triste situación de mi casa?, ¿los débitos que la abruman, las hipotecas que la gravan? ¿Ignora usted que sólo a fuerza de economía, de juicio, de continua vigilancia logro conllevar la situación, hacer frente a los compromisos más apremiantes y preparar un porvenir mejor? ¿No sabe usted que la última guerra civil vino a desbaratar los restos de nuestro patrimonio, salvados casi milagrosamente de los estériles sacrificios que mi familia prodigó siempre a la causa? ¡Hoy mismo, si a nuestro principal acreedor se le antojase, podría vendernos el solar nativo, los últimos terrenos de una pingüe hacienda; y mi pobre madre habría de pasar los últimos años de su vida entre paredes extrañas! Vea usted; he renunciado a mis gustos, a mis aficiones, a mis hábitos. ¿Le parece a usted que para un muchacho joven que hizo su carrera en Madrid, gozando de las mejores relaciones de familia y sociedad, con el bolsillo repleto y bastantes ilusiones en la cabeza, no equivale a cambiar palacio por mazmorra, venir desde la corte a Urgain, súbitamente, sin transición, como cuando se hunde el suelo que pisamos? Vivo entre estos montañeses, que son dueños de mi afecto por honrados y pobres. Dios se sirvió plantar en un rinconcito de mi corazón cierto amor a la naturaleza, del cual, lo confieso, no me había dado cuenta ni en el Retiro ni en las butacas del Real; hoy se desarrolló, y me consuela. Mis amigos de Pamplona y Madrid, mis primos de Bilbao, me llaman el oso de Andía: bromeando, dicen verdad. Pues mire usted, estoy aclimatado; y maldito si me acuerdo de teatros, casinos, bailes ni ateneos que hace años me parecían la única razón de vivir. Aquí descubro el fondo de los corazones, como las guijas de los arroyos. Rústicamente, vivo entre los rústicos. Alivio, cuanto puedo, sus trabajos; participo de sus alegrías. Ellos me respetan y quieren; llevo el alta y baja de sus rebaños y conozco la cantidad y calidad de sus cosechas. Las primeras bocanadas de este licor fueron muy amargas. Otro, hubiera luchado, allí, en Madrid; yo no sirvo para eso. El papel de pobre con frac me horroriza. ¿Es resignación, cobardía, conformidad, orgullo, pereza? No lo sé; de todo habrá, a desiguales dosis. Hasta he renunciado al dulce propósito de casarme; ¿dónde hallar mujer, digna de mí, que no me desdeñe? Rica y de cuna humilde, su vanidad me compraría; pobre y bien nacida, doblaríamos nuestros males. Aquí soy un aldeano más; un García del Castañar[58]. Habito la casa de mis padres y no quiero que de ella me lancen los alguaciles del Juzgado. Aquí nacieron los Ugartes y aquí morirá el último de ellos[59]. En resumidas cuentas, yo y los míos pertenecemos a una sociedad que se desmorona, mejor dicho, a una sociedad que la mano de Dios borra del mundo. Por lo que a mí toca, carezco del orgullo de casta, la honradez es el más valioso pergamino, y la Providencia escribe sobre él nombres, sin acepción de clases: pero quiero ser digno de los míos. Nuestra hacienda montañesa, que es dilatada, vale poco, de suyo, excepto el arbolado que podrá sacarnos de apuros, si lo explotamos con pericia. Mi hermana se casará, debe casarse y hay que dotarla cuanto sea posible para que haga buena boda. No me ha favorecido la suerte. Usted recuerda la quiebra de la casa constructora fundada en Bilbao por mi primo Eduardo; ¡pobrecillo! Trabaja como un negro ahora, en América para rehabilitar su nombre; espera, con el favor de Dios, conseguirlo: sus asuntos van muy bien. Pero mientras, su insolvencia descompuso mis combinaciones. Durante dos años ni aun he podido pagarle intereses a Leoz: ¡el sueño me quita esa maldita hipoteca! ¿Cómo, pues, he de desatender lo mío y meterme a nuevas aventuras, que para mí serán desventuras?
El fraile siguió con visible interés las palabras de Mario, que le impresionaron vivamente. Quedose pensativo; arrugó el entrecejo y cruzó los brazos. Hubo un largo silencio. Poco a poco la fisonomía de fray Ramón fue revistiéndose de rigidez marmórea.
—Tienes razón, sí, mirando las cosas desde el lado puramente terreno y naturalista… ¡Demonche!, ese no es criterio.
—Es el criterio de la propia conveniencia, del instinto de conservación.
—Así habla el mundo, sobre todo el mundo moderno, utilitario y egoísta.
—En el mundo vivo.
—¡Voto al chápiro! —y fray Ramón pegó repetidas veces sobre la mesa con los nudillos—, en el mundo vive lo malo; no por esto has de dejar lo bueno. ¿Te vas ahora a ladrar con los perros? Ni tú, ni tu casta sois de los que miran al interés, sino al deber. Eres de los que se sacrifican, no de los que medran; de los que ayunan, no de los que se hartan. Medir y pesar lo que las opiniones cuestan y rinden, se queda para la gorrinería liberal. Vosotros, habéis dado la sangre y el dinero; sois de los leales, de los puros, de los íntegros, de los que no claudican, de los que abren siempre la puerta a los aldabonazos de la lealtad. ¿Quieres ser digno de los Ugartes?, pues sacrifícate como los Ugartes. Sube al Calvario. No me convencen los mugidos del becerro de oro. Ni se trata, tampoco, de separarte del cuidado de la hacienda, ¡demonche! La cuestión es quitar el distrito a los liberales. En seguida podrás traspasarlo a quien convenga, ¿verdad que sí?
—No señor —replicó Mario con mucha firmeza—, mi resolución es irrevocable. Nadie tiene derecho a exigirme lo que usted pretende, sobre todo, no mediando necesidad ineludible.
—¡Tozudo! ¿Con que nadie, eh, nadie? Ahora lo vas a ver, ¡demonche! Hay que tocar los grandes resortes… Por aquí debí haber comenzado; la verdad, no me gusta echármelas de plancheta.
Fray Ramón sacó del bolsillo una cartera de cuero negro, bastante manoseada. La abrió y tomó de ella un papel que besó y colocó sobre su cabeza[60] antes de desdoblarlo.
—Traigo la cosa en regla. Mira, lee, especialmente este párrafo: «Y encargo a Mis leales que obedezcan y cumplan, cual si fueren las Mías propias, las órdenes que les dé o transmita mi amadísimo Delegado Regio en el ilustre Reino de Nabarra y la noble Provincia de Gipuzkoa el Rev. P. D. Fray Ramón de Aguinaga… Dado en…» ¿Qué te parece, muchacho?, y la firma autógrafa. Mario, todo el mundo boca abajo.
Y fray Ramón se riyó, mostrando sus blancos dientes afilados.
Mario no estaba a gusto, ni mucho menos; gotitas de sudor humedecían su tersa frente; movíase, desasosegado, en la silla. Fray Ramón, triunfalmente, le señalaba la gallarda firma. Prolongábase el silencio, e iba ahondándose el surco del entrecejo del fraile.
—Pero ¿qué dices a esto muchacho?
Mario se limpió el sudor de la frente; amarga sonrisa crispó sus labios, y contestó con voz sorda:
—¡Es poco verter su sangre y desbaratar su hacienda durante los días de prueba, y los grandes períodos de crisis, cuando es racional la esperanza! Es preciso, además, el sacrificio diario, continuo, sin miramiento a las conveniencias de familia o del país. Hay que ser alfil de un tablero de ajedrez. ¿Sirves tú para ese cargo?; ocúpalo, aunque te perjudiques y comprendas que el perjuicio es inútil; un delegado dispone de tu persona, acaso sin consultarte. Desde opulento destierro, ¡con cuánta ligereza se viene exprimiendo la lealtad hasta su última gota, como una esponja! Esa injerencia perpetua, esa ordeno-manía, producirá la ruina del partido.
Fray Ramón se santiguó.
—¡Discutes y criticas las órdenes del rey! ¡Pones tasa a la lealtad! Lo estoy oyendo y no lo creo: ¡Jesús, Jesús, qué tiempos! ¿Olvidas el santo programa carlista?, ¡el vasallo para el rey, el rey para la patria, la patria para Dios!
Mario titubeó un instante antes de hablar; estaba pálido; pero con entonación reposada y acento firme, añadió:
—Podría valerme de la fórmula foral: «se obedece, pero no se cumple». Sería un subterfugio, impropio de mí, que le ocultase a usted mis sentimientos verdaderos. Desde que terminó la guerra civil de aquella manera tan desastrosa, donde la traición, la terquedad, la ineptitud y la cobardía se dieron las manos, no soy carlista. En el puente de Arneguy[61] arrojé al río mi espada y mi opinión.
El fraile se puso de pie. Temblaron sus labios, coloreose, de nuevo, el rostro exangüe; su semblante expresó la más honda y horripilada sorpresa; los palos de las cejas se le erizaron, y lanzando un grito terrible, exclamó con voz tremolante:
—¡Ya no eres carlista! ¡Eres liberal! ¡Apóstata, renegado!
Y se encaminó hacia la puerta. Mario le cerró el paso, y con entonación vehemente, dijo:
—No salga usted, fray Ramón, sin oírme; sobre todo, no salga usted después de lanzarme esa injuria. El campo de la vida es demasiado vasto para que en él no quepan sino carlistas y liberales. Usted me denuesta con los calificativos de apóstata y renegado; yo me tengo por hombre de juicio y por nabarro que ama a su patria. Dios y su Santa Iglesia hallarán en mí, siempre, a todas horas, un hombre dispuesto a perder la vida y la hacienda por servirles; no tema usted que si se dignan disponer de mí, discuta las órdenes, ni tase la abnegación; también puede contar con mi persona la patria nabarra. Pero esas otras causas parásitas… No haga usted gestos despreciativos; tengo mil razones; por desgracia a nadie se convenció discutiendo. Mientras corremos el mundo buscando aventuras, los ladrones se meten de rondón por nuestra casa y la saquean. Ya que hemos sido nueva encarnación de don Quijote, imitémosle en todo y digamos, alguna vez, siquiera, antes de la hora de la muerte: «en los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño»[62]. Venerable amigo mío, aún nos queda mucho que conservar aquí; mire usted.
Abrió el balcón. El fraile, no atinando con el sentido de las palabras de Mario, volvió sobre sus pasos; su curiosidad estaba incitada, y se asomó.
El viento norte había barrido las nubes; la luz pálida del sol bañaba media plaza. La peña de Beriain, por detrás de la casa notarial, erguía su calva cabeza, prendida con un penacho de niebla opalina que se desvanecía en el cielo azul. Grupos de hombres, fumando su pipa, conversaban amigablemente en las aceras del carasol; los escalones de las puertas servían de asiento y mesa a las mujeres que jugaban a la baraja; del café de la guipuzcoana salían voces ebrias entonando desacordes coros de graves y monótonas melodías. Simón el tuerto, desde el portalón de la casa municipal, lanzaba las notas chillonas de su silbo, acompañadas por los vibrantes redobles del tamboril. Rebullíase allí la juventud de Urgain, no dorada, ni mucho menos, sino sana, alegre y ágil. Frente a frente las parejas, sin tocarse ni hablarse, bailaban con todos los sentidos puestos en sus vueltas y brincos, como quien de veras baila por bailar, obteniendo del ejercicio el placer buscado. De vez en cuando, mozos y mozas cruzaban alguna mirada seguida de sonrisa, señales inequívocas de franca alegría. Y cuando el txun-txun aceleraba su ritmo, no dejaba de ondular algún irrintzi, ni de sonar más vivo y fuerte el castañeteo de los dedos, recorrían los grupos, y cuando veían descuidados a los mirones, volvíanse de espaldas, y reculando, les asestaban tremendas nalgadas, desgañitándose de risa si los agredidos caían al suelo o se tambaleaban mucho.
En la misma acera de la Casa Consistorial, cerca de la fuente, había una casucha destartalada. Sobre el portal, a impulsos del viento, se movía convulsivamente un mal pintado letrero que decía: «Taberna de Aquilino Zazpe». Tampoco faltaba allí su correspondiente corro de baile, muy diferente de los de la plaza. Entre mirones y parejas habría unas treinta personas, cuyos trajes y tipos denotaban ser gente forastera: mozas en pelo, morenas y vivarachas, mujeres con refajos amarillos, carabineros, guardiaciviles y mozos de la estación, con gorras de hule. Oíase el punteado de la bandurria, el rasgueado de la guitarra, el chasquido de la pandereta; los músicos, sentados a la puerta de la taberna, lanzaban, de cuando en cuando, estridentes ¡olés! Tocaban una habanera; la primera parte, muy lenta, alternaba con la segunda, muy movida y agitada. Las mujeres, caídas materialmente en los brazos de los hombres inclinados hacia atrás, pegábanse a sus cuerpos como la oblea al sobre. Rozábanse las mejillas de las parejas, encendidas y ardorosas; confundíanse los alientos; los ojos, fijos, se enviaban mutuos efluvios sensuales y se encendía en ellos momentáneo fulgor cuando algún requiebro o chanza obsceno rompía, murmurante, el sello de los secos labios. A veces pareciera, a no ser por el movimiento de las caderas, que los bailarines se habían rendido al sueño, por la hipnótica languidez de la música. Mas luego, al variar el ritmo, salían disparados, extendiendo rígidamente los brazos, poco ha en flexión, meneándose vivamente con oscilaciones de péndulo y girando rápidos cual la peonza, durante los compases de la cadencia final. Varias neskatxas de toca, contemplaban el baile, riyéndose mucho entre ellas, columbrando, mejor que comprendiendo, su impudicia. Separábanse del grupo de mirones algunos hombres, y agarrándolas por el brazo y la cintura, pugnaban por entrarlas al corro; forcejeaban hombrunamente ellas, y a puro estirones y empujones, lograban desasirse, chapurreando, a modo de escusa, la frase: «Nosotras no saber así»[63].
Fray Ramón tendió su mirada por la plaza, y volviéndose hacia Mario, hizo con los hombros un expresivo gesto de que no entendía.
—Vea usted esos aldeanos que tiene delante; ¡cómo muestran los rostros la alegría del pecho! A una semana de trabajo, en clima áspero y lúgubre, estiman que es sobrada recompensa un rayo de sol que Dios, de tarde en tarde, les envía, dos o tres vasos de vino agrio y los redobles del destemplado tamboril. Algunos malos elementos bullen en el fondo de esta sociedad humilde, pero los soterran los instintos sanos del mayor número. Sin ir más lejos, junto a esa taberna de la esquina, foco de atracción para los que están separados de los demás por la lengua nativa, hay quienes, inconscientemente acaso, difunden, merced al espíritu de imitación innato en el hombre, costumbres más levantiscas y groseras que no las nuestras, cuya rudeza supera, con mucho, a la malicia. Pero si existen detalles censurables, el cuadro general es bueno. Dos años fui Juez municipal, y no tuve que instruir ninguna causa; media docena de juicios de faltas por alborotos de taberna y riñas de comadres, es cuanto en punto de criminalidad da de sí esta villa de mil doscientas cincuenta y tantas almas. Hace media docena de años, muchos de esos mozos empuñaban las armas en opuestos bandos; aún lloran madres y hermanas a sus muertos; con todo, nadie recuerda pasados tiempos y fenecidas querellas. Algo, bastante, he contribuido al pulimento de las asperezas; que no por ser de los unos dejan de atenderme los otros, sin yo merecerlo. ¿He de ir, pues, ahora, a resucitar disensiones y disolver esta gran familia?, ¿he de abrir, con mi mano, la puerta de aquellos tiempos en que hasta los corros de baile tenían santo y seña de partido? Ya que no me sea dado evitar que volvamos a las andadas, pues las palabras de usted me revelan los propósitos inconvenientes que acarician los de arriba, no quiero prestar mi nombre a tamaña desgracia.
—Advierto a usted, señor don Mario, que he venido a hablar de asuntos graves. Tratamos del triunfo de la verdad, del bien y de la justicia. ¿De veras cree usted que es serio el sermoncito que acaba de endilgarme? Pues le compadezco. ¡Que habrá división y discordia!, mejor que mejor; a eso se tira, ¡demonche! Nunca es temprano para separar el grano de la cizaña y las ovejas del lobo.
—Precisamente, ese es mi deseo: la eliminación de los malos. Tenga usted presente que muchos de los que se han opuesto al triunfo de nuestras ideas fundamentales, estaban en el campo enemigo por mil circunstancias accidentales; la historia es muy culpable de la confusión presente: en el fondo, son nuestros. Bastará enarbolar, de nuevo, la bandera que combatieron, para que retrocedan. Prescindamos de cuanto es meramente político y luchemos por el triunfo de las soluciones religiosas y sociales. A los que ahuyenta el nombre de don Carlos, Dios y los Fueros se los atraerán. Los verdaderos sectarios del error liberal son pocos y los ahogará la muchedumbre buena. No les tendamos, con las cuestiones de partido, un cable que los saque a flote. Se desgarrará la venda de los obcecados y caerá la careta de los pérfidos que pretenden reducir a mera cuestión política y dinástica, el hondo e irreductible disentimiento que nos separa. Luchemos por perpetuar la fisonomía castiza del pueblo nabarro, que ya empieza a descomponerse y alterarse. Cese el grito de los partidos españoles y resuene el himno de la hermandad nabarra. Nada haré para dividir; cuenten conmigo para unir.
El exclautrado, apenas oyó estas palabras, se metió dentro del gabinete, y cerró el balcón con tanta violencia que retemblaron los cristales; la gente de la plaza, levantó la cabeza al estrépito. Fray Ramón permaneció inmóvil delante de Mario; chispearon sus ojos, enarcó las cejas, apretó los dientes, levantó las manos temblorosas al cielo; sus labios comenzaron a balbucir, titubeando, buscando palabras; una ráfaga de sangre oscureció su amarillenta cara, desde las mejillas a la frente; abrió la boca cuan grande era, hincháronsele las venas del cuello, parpadeó como si le deslumbrase la luz del sol, y a su constreñida garganta subió silbando la injuria cruenta, el insulto supremo, el denuesto infamante, rebuscado por la indignación entre las hieles del hígado y las heces del vientre, expelido afuera mediante una náusea gigantesca de todo el organismo:
—¡Mestizo[64]!
Mario esperaba una especie de maldición bíblica, y como no se dio cuenta exacta de la ponzoña que el odio y el desprecio habían destilado en el calificativo, vínole a las mientes el parto de los montes, y se sonrió. Fray Ramón, serenándose, pues el vocablo fue la válvula que da libertad al vapor, dijo con tono casi natural:
—Me voy, me voy a escape: que ensillen la mula. Creí venir a la tierra de la promisión y me recibe la cautividad de Egipto. ¡Fu!
—Fray Ramón, no haga usted a mi madre el desaire de marcharse repentinamente y sin despedirla. Le aprecia, y lo sentiría. En nombre de los lazos que, según recordaba usted antes, le unen a mi familia, le ruego nos evite el disgusto de un rompimiento, y sobre todo, de un rompimiento súbito. Mi propósito es mantener íntegras nuestras antiguas y bien cimentadas relaciones; la opinión política ni poco ni mucho altera el respetuoso afecto que desde el fondo de mi corazón le profeso.
—Bueno, bueno, bueno; guardaré a doña María los respetos que merece. Pero me precio de franco, señor don Mario, y sería un cobarde e hipócrita, si le ocultara que a usted no le aprecio como antes, ni de cien leguas. Se aprecia a los que se estima; a los demás… se les tiene compasión y lástima. Me quedo hasta mañana.
—Muchísimas gracias, fray Ramón.
—Ahora, lleve usted a bien que me retire a mi cuarto. He de escribir dos o tres cartas.
—Voy a acompañarle.
—Conozco el camino.
—No le hace.
Cuando fray Ramón se quedó solo, se tumbó en la butaca, y se tapó la cara con las manos.
—¡Jesús, Jesús! —murmuró—, ¡Mario de Ugarte, traidor! ¡Mario de Ugarte, pasado! ¡Qué tiempos, Señor! ¡Bajad el brazo de la justicia; abrid la mano de la misericordia!
Si hubiera cabido que hombre de condición tan férrea y seca llorase, habrían rodado entonces dos hirvientes lágrimas por entre sus descarnados y amarillentos dedos.