I
OJEADA SOBRE URGAIN Y SUS MORADORES
LLUEVE, LLUEVE, LLUEVE. Quince días de lluvia incesante, inagotable, irrestañable. ¿Continuaba brillando el sol tras las plomizas nubes o se había apagado para siempre? El noroeste sacude los árboles y por la ruda corteza de sus troncos baja, a hilos, el agua, extendiéndose luego, al pie de ellos, en forma de charcas. Las nieblas blanquecinas y densas tocan la raíz de la sierra. Descórrelas, a veces, el viento y se hacen visibles los sombríos manchones de hayedos y robledales, y sobre las peñascosas crestas, la nieve y el azul pálido y borroso del cielo.
El paisaje, materialmente diluido en la acuosa atmósfera lograba, a duras penas, salvar de aquel emborronamiento algunos rasgos salientes: acá, el camino carretil apretado por setos vivos; acullá, el cauce zarzoso del río; más lejos, los grupos de casas aldeanas con sus tejados relucientes y el desmayado penacho azul de las chimeneas.
El agua llovediza había convertido en regatos las zanjas divisorias de las heredades; las tierras de pan traer, en pantanos trasformadas, partían términos con los maizales, cuyos amarillentos despojos aclaraban el fondo pardo del suelo. Las hojas secas, enligadas en el barro, chasqueaban como sonajas de pandereta cada vez que el viento disparaba sus descargas al valle por las gargantas de los próximos montes.
El suelo de la plaza de Urgain, estriado por las llantas de las carretas; despachurrado por la pezuña de los bueyes; agujereado por las patas de los cerdos, cabras y ovejas; majado por el diario galopar de las yeguadas que suben y bajan de la sierra, había perdido toda consistencia, disolviéndose en papilla de lodo negruzco, espeso, pegajoso y resbaladizo, licuado, a trechos, en agua fangosa.
Revolcándose por los barrizales, complacidos cual la dama que, al salir de perfumado baño, envuelve su cuerpo en suave peinador de felpa, los cerdos correteaban gruñendo, y esquivando la persecución de los chicuelos, o seguían, con inconstante docilidad, los pasos de alguna mujer que, remangadas las sayas y al aire las pantorrillas, buscaba, a saltos, entre charcos y baches, tierra sólida donde posar los pies descalzos, a la vez que su mano derecha agitaba la cesta con maíz, cebo sabroso de los glotones animales.
Sobre la acera y apoyada en la pared de las casas, la concurrencia recibía, impertérrita, el torrencial aguacero. Algunos cuantos paraguas descomunales[1], de algodón azul y cenefa de hilo blanco, dominaban la línea ondulante de las cabezas, como otros tantos toldos de barracas de feria. Los hombres, de caras mondas y enjutas, caracterizadas por la prominencia de las mandíbulas, la largura de la nariz y el vuelo de las orejas, cubiertas las cabezas con amplias boinas de color azul claro, vestido de pana, camisa blanca, sin botones en la arrugada pechera ni corbata en el ancho cuello; laciamente ceñida la cintura por faja morada; calzados con gruesos borceguíes cuyos clavos movían, al andar, estrépito de herradura, o con abarcas y peales o mantarres[2] a rayas blancas y negras envueltos, algunos en capusais[3], pero la mayoría sin otro abrigo que la chaquetilla corta y desceñida y el chaleco despechugado; metidas las manos en los bolsillos del pantalón remangado hasta el tobillo, sobre el que caían rígidos los pliegues de las bragas: fumaban en pipa de barro la belarra[4] apestosa y discutían los negocios del mercado.
Las mujeres, por cuya abierta toca caían, espaldas abajo, hasta la cintura, las dos trenzas, prendidas a la tira de tela negra que las mantiene juntas; vestidas de percal, pañuelo a cuadros de colores vivos en el cuello, tersas las caras, de bondadosa, suave y mortecina expresión, cuya vida parece reconcentrada en los hermosos ojos, negros o castaños: formaban grupos de parleras comadres, o regateaban con terquedad, el par de pendientes y las varas de tela que los buhoneros pasiegos les ofrecían. De vez en cuando una muchacha, llevando la herrada sobre la cabeza, salía a la plaza, de alguna bocacalle, grave en la actitud, ligera en el andar, saltando baches y pisando guijarros garbosamente, empapadas de lluvia las sayas cortas que se le pegaban a las piernas, y mientras la herrada se llenaba, charlaba con las compañeras, o apoyaba la mano sobre el caño de la fuente y se entretenía mirando a los corros de feriantes, no sin bailar los descalzos pies sobre el mojado pavimento para desentumecerlos del frío.
CAFE DE LAPAS[5], DE ANTONIA LA GUIPUSCUANA. Este rótulo, encarnado sobre fondo gris, lo ostentaba una casa de regular apariencia. El café era una pieza cuadrada, baja de techos, sin más luz que la que buenamente podía colarse por la puerta y la ventana del fondo. Varias mesas de mármol muy largas, adquiridas de lance en la liquidación de un cafetucho de ciudad; dos espejos de medio cuerpo con marco de madera negra; una pareja de quinqués colgados; un banco corrido con respaldo, de ralo y mustio terciopelo, y hasta docena y media de banquetas de resquebrajada gutapercha, constituían lo más visible del mobiliario. Números de La Ilustración Española y Americana, de La Lidia y de periódicos satíricos con pintarrajeadas y chillonas caricaturas de obispos, beatas, frailes y monagos, recubrían las paredes, a guisa de tapices.
Era doña Antonia, la cafetera, mujer de edad madura, gruesa y alta. A pesar de sus carnes andaba siempre muy aprisa, haciendo retemblar el pavimento casi tanto como oscilaban los montones de carne que acolchaban su cuerpo. Allá, en sus tiempos, hubo de ser real moza, y todavía conservaba como relieves[6] de opípara mesa, tersura en la piel, blancura en los bien alineados dientes y viveza en los rasgados ojos de color castaño. Cuando se construyó el ferrocarril de Zaragoza a Alsasua, un guipuzcoano, natural de Oyarzun, llamado Juan Martín Berrotarán, a quien acompañaban dos hermanas, Antonia y Catalina, vino a Nabarra[7]. Era capataz del contratista de aquella sección, y por ser el punto más céntrico, fijó temporalmente su residencia en Urgain. Sus hermanas, guapas y hacendosas, se casaron pronto; Antonia con Olcoz, el vinatero que subía vino de la Ribera; y Catalina con un labrador. Bernardo, el marido de la Antonia, al romper la guerra civil[8], por haber sido agente electoral constante de los liberales, hubo de emigrar; y la emigración, lejos de perjudicarle, le llenó el bolsillo de dinero, pues se dedicó, con buen éxito, a las contratas de acarreo para el ejército. Concluida la guerra, volvieron a la villa Bernardo y Antonia. Un batallón de cazadores la ocupaba, y a la mujer se le ocurrió poner café en la planta baja de la casa. Este café lo conservó abierto después de morirse el marido y cesar la ocupación militar, más por entretenimiento y hábito que por afán de lucro; aunque el tugurio no dejaba de producir anualmente cuatro o cinco mil realitos, limpios de polvo y paja, gracias, sobre todo, a los mercados semanales, y cinco mil realitos en dinero, pocas personas de Urgain los veían al cabo del año.
Aquélla, como tarde de mercado, estaba el cafetucho de bote en bote. El humo del tabaco, espeso y azulado, que picaba los ojos y arañaba la garganta, se extendía tupido como las brumas de la sierra. Cuando las bocanadas de aire, colándose por la puerta, despejaban la cerrazón, veíanse muchos aldeanos con la boina sobre el cogote, encandilados los ojos, lustrosas y encendidas las mejillas; y sobre las mesas, frascos medio vacíos de ron y marrasquino[9], tazas de café y platillos con terrones de azúcar y cenizas de cigarro. Los parroquianos, aunque próximos unos a otros, hablaban a grito herido, como si fuesen sordos los interlocutores. Manoteaban las manos callosas, pataleaban los borceguíes claveteados, chocaban las cucharillas con las tazas y las copas con el mármol. El suelo emulaba en suciedad al de la plaza: mugre, plastas de barro, salivazos y puntas de cigarro cubrían la tarima.
Recorriendo las mesas, atenta a los múltiples pedidos, iba y venía la criada, larga como un día de mayo, de tez morena mate, pelo negro copioso recogido en rodete, ojos más negros aún que el pelo, facciones finas y enérgicas a la vez, vestida de luto, luciendo hasta el codo dos brazos musculosos que remataban en enormes manos coloradas de macizas y hombrunas muñecas. Era toda una beldad de figón, cual lo demostraban las complacidas miradas que le asestaban los parroquianos y las cosquillas, pellizcos y manoseos con que, al poner y quitar los servicios, le obsequiaban y agasajaban. Mari-Cruch mostrábase tolerante y mansa, mientras las caricias no pasaban de cierta raya que ella se tenía sabida y trazada, pues en otro caso, subía del fondo de reserva, algún tufillo pudibundo que le pintaba de grana las mejillas y le encendía los ojos de azabache que le comían media cara.
Ni completamente fuera, ni del todo dentro de la puerta, recostados en el marco de ella y abiertas las piernas como un compás, dos hombres departían amigablemente. Corrían para el uno los cincuenta, y era alto, enjuto, moreno verdoso, de bigotes canos y cortos en forma de cepillo, ásperos al igual de su fisonomía esquinuda. Su compañero, de edad pareja, no tenía con él otra semejanza. Era grueso, de orejas chicas y coloradas, de pescuezo corto, abdomen prominente, barba y pelo de color maíz; a las anfractuosidades de su interlocutor, oponía redondeces y curvas repletas de grasa. Sus ojuelos azules estaban como velados por un vaho que les apagaba el brillo y resplandor; los de su amigo, negros y pequeños, parecían chispas arrancadas a un pedernal. Las manos del uno eran largas y secas, verdaderas garras de rapiña; las del otro regordetas, con hoyuelos en la raíz de los dedos, anchas y mal formadas, de artesano enriquecido, cuyo origen delatan a primera vista, las uñas planas, córneas y rasas, los dedos torpes, corpulentos y achatados, tanto como el posterior encumbramiento, la suavidad de la piel y el derroche de sortijas lujosas, placenteramente exhibidas. El señor flaco, tieso como un huso, masticaba su mondadientes de pluma; el señor gordo apuraba en boquilla de ámbar aromático habano, y se meneaba mucho, haciendo crujir el amplio impermeable, que aumentando y redondeando el contorno de su cuerpo, poníale parecido con una barrica.
—Lo dicho, don Juan Miguel, como usted lo oye —decía el señor grueso en tono lánguido que se despegaba de su voz recia—; a las primeras elesiones caiga aquí, hemos de haser Alcalde a Perico.
—¡Santo Dios!, ¿hasta cuándo ha de estar usted aferrado a esa idea, don Santiago?
—Hasta que me salga con las mías: yo soy muy tosudo.
—Bueno es que lo confiese, badajo: pero aquí estamos los demás para poner las cosas bien.
—¿Le parese a usted que están poco puestas, según y conforme las pongo yo?
—La idea, don Santiago, permítame usted que se lo diga, es un cacho de disparate mayúsculo. Siendo buen amigo, no puede usted desear el perjuicio de los míos. Alcalde y médico del partido a la vez, no caben en el saco.
—¡Pues se echa a la porra la titular y se guarda el cargo! Imposible parese, don Juan Miguel que teniendo usted las arcas de casa llenas de peluconas y sentenes[10], saque por delante un perjuisio de sinco mil reales anuos[11]. Necesitamos un alcalde que no tenga ideas ranzzias —y articuló con mucha fuerza la z; las pocas que había conservado, pechaban por las suprimidas—; un alcalde de punto en blanco[12], fueras de mojigaterías e hipocresías. ¿Queréis estar en taberna hasta las once de noche y más? Pues estaos con Dios. ¿Queréis jugar en el café? Pues quitaos la pelleja. Que rondas, pues rondas; que guitarras y jotas, pues guitarras y jotas. Las leyes han de ser laicas. Y si alguno, por mal humor o así suelta algún juramento, que no se venga el alguacil a cobrarle la multa pa que se chupen los dedos de gusto las lechusas de iglesia. Que cada cual sea libre, no hasiendo mal al prójimo. En fin, un alcalde del gusto de las personas que hemos corrido mundo. ¿Cuántas veces hay que repetir las cosas, hombre? Cuando estuve en Isla de Cuba, luego en Sur-América…
Don Juan Miguel, para cortar de raíz cierta narración sempiternamente repetida, dijo con entonación áspera:
—Estamos de acuerdo. Es necesario un alcalde de ese temple y aficiones. Usted es el único a quien el cargo no le vendrá grande, sino ajustadito y hecho a la medida.
Don Santiago no pudo reprimir cierta sonrisa de satisfacción y contento; la vanidad le hacía cosquillas.
—Hombre, hombre —replicó poniéndose aún más colorado que de ordinario—, peor que otros no digo que lo hisiera yo. Al fin, el que ha visto tierras y sale de casa sin camisa, y trabajándose con sus propias manos, vuelve, es un desir, en coche, no es persona del montón y común de mártires. Fueras de España se apriende mucho.
Se detuvo sobre la u del adverbio y soltó la ch como un golpe de platillo.
Don Juan Miguel se mordió los labios para matar una sonrisa y añadió:
—En las primeras elecciones será usted nuestro alcalde… digo, como aquel señorón que pasa de largo no nos coma la tostada.
Con un gesto de cabeza señaló a un joven de arrogante aspecto que volvía la esquina de enfrente, y a quien los aldeanos cedían la acera, saludándole respetuosamente.
Don Santiago siguió con la vista al joven hasta que desapareció por una callejuela de la izquierda, y contestó, entre desdeñoso y compasivo:
—¿Don Mario?, si para entonces no se lo comen a él las ratas.
Pronunciar estas palabras y sentir don Santiago sobre su redondeado abdomen la contera de un bastón, todo fue obra de un momento. El bastón salía de la mano de un hombre flaco, canoso y muy moreno, vestido de negro; parecía seminarista trasnochado.
—¡Qué bien se dice lo que se desea! —exclamó.
El indiano se echó a reír; sus ojuelos llorosos se despejaron; produjo cinco o seis ruidos crepitantes con los labios, y andando como pato sobre sus piernas regordetas y cortas, se aproximó al del bastón, le amenazó con el puño y ahora toso y luego río, le dijo:
—¡Mal rayo te cuezza, indino; que te mato, que te mato!
Los gritos, dentro del café eran estentóreos[13]. Los parroquianos, golpeando a puñetazos el mármol de las mesas, comenzaban a cantar canciones éuskaras con voz gangosa. Mari-Cruch sin cesar traía botellas de licor y mazos de tagarninas. Los concurrentes de los pueblos lejanos desfilaban poco a poco.
En el rincón, tres o cuatro montañeses flemáticos, alrededor de un hombrecillo de edad madura, mellado y tuerto, que gesticulaba mucho, apuraban las heces de las copas de marrasquino.
—¡Los curas, los curas —decía el hombrecillo—, esos que hacen y no dejan hacer a los demás!
Los montañeses se sonreían; pero su sonrisa, provocada por el dicho malicioso, no pasaba de la superficie de los labios; ¡otra les quedaba dentro!
—¡Eh, don Santiago! —gritó el hombrecillo—; ¿quiere usted venir mañana a Venta-Berri? Comeremos costillas de parroquidermo[14] y riñones de obispoide.
Don Santiago volvió la cabeza, echó mano al bolsillo del chaleco, sacó una navajita con mango de nácar, la abrió, y después de restregar los labios para producir las crepitaciones de costumbre, que eran su señal de alegría, dijo, articulando imperfectamente las palabras a causa de la risa:
—¡Hola!, ¿eres tú, Simón?, mal rayo te cuezza: ¡que te mato, que te mato!
Acercándose a Simón, le tiró una cuchillada de mentirijillas.
Seguía diluviando; los feriantes se dispersaban; en los zaguanes, las mujeres antes de emprender la caminata de retorno, se echaban la falda del vestido por la cabeza. El viento era cada vez más frío; en las alturas cuajaba el nevazo.
—Vaya, señores, buenas tardes —dijo don Juan Miguel—. Ya oscurece; se acabó el mercado. A casa.
—Todos vamos —contestaron don Santiago y el señor del bastón, don Bernardino, que no cesaba de toser anhelosamente.
Al doblar la esquina, resonó una voz bronca, que con tonillo análogo al de los aragoneses, gritó en castellano:
—¡Rediez!, ¡no hay otra más guapa que tú en España!
El hombre que pronunció estas palabras, era un joven rebozado en su manta y recostado en la pared. Por delante de él, pasaba entonces con la herrada una muchacha, como de veinte años. Aunque era casi de noche y la moza iba de prisa, había suficiente luz y espacio para hacerse cargo de que tenía el cuerpo airoso y garrido, grandes y cándidos los ojos, sonrosadas las mejillas y largas y macizas las trenzas.
—La verdad; Josepantoñi es la neskatxa más hermosa de este pueblo y aun de los comarcanos, —exclamó don Santiago lanzando fuego por los ojos—. Y nadies dirán otra cosa.
—Pusqué, ¿hastáura no lo habíais visto? —preguntó el de la manta—. Sólo que es más burra cuna vaca de la Bardena, y con eso que no entiende el castellano, ni quiere, según ice, y es la más negra, le pega un par de coces al lucerico del alba. Rediez; no le falta más que hablal y ser resalá pa que todos igan áuna: Dios me la meta por los morros.
—Conque te gusta, ¿eh? ¿Abenserraje, zzulú, Setivayo[15]? Mal rayo te cuezza: ¡que te mato, que te mato!
Don Santiago le amenazó meneando el bastón, con risas y cascabeleo de labios. El de la manta no le hizo caso; lanzó un agudo relincho, brincó de la acera el barrizal de la calle, se cuadró, y galleando dijo:
—El caga la contra salga aquín medio, que ya hay agua pa limpiale las tripas.
—¡Qué guapa ella, y qué bruto él! —murmuró filosóficamente don Santiago, a la sazón que el de la manta corría tras la muchacha, la cual, en aquel instante, apoyada la mano izquierda en la cadera y remangándose la saya, de color claro, con la derecha, tomaba muy erguida las escaleras, de la fuente, al extremo de la plaza situada, tres o cuatro metros bajo el nivel del suelo.
La plaza estaba limpia de feriantes. Por las vereditas trazadas a lodazal atraviesa, venían mujeres, camino de la fuente, deteniéndose a hablar entre sí y turbando el silencio del crepúsculo con el murmullo de sus conversaciones y las frescas notas de su risa.
Pronto carcajadas y risas, y hasta los cantos lejanos del café, se apagaron. Un rumor confuso, un estruendo vago se iba acercando, cada vez menos vago y confuso y más estrepitoso: trepidaba el suelo y sonaban voces de animales y cencerril repiqueteo. De vuelta de la sierra, llegaban al pueblo, piaras, manadas y rebaños de cerdos, caballos, bueyes, cabras, vacas y ovejas, gruñendo, relinchando, mugiendo y balando. Corrían ligeros los caballitos serranos; brincaban, ágiles, las cabras; los bueyes y vacas tardamente recorrían su camino, salpicándose de fango los rojizos y blanquecinos vientres, al hundir en el lodo sus pesadas pezuñas; los cerdos glotones, se desparramaban, a todo correr, por las calles, y apenas llegaban a sus casas, formando gruñidor racimo, se ponían a hociquear las puertas cerradas, hasta que les abría la neskatxa, trayéndoles colma[16] y humeante caldera que ellos se disputaban a empujones, resbalando sobre las húmedas losas del zaguán.
Luego cerró la noche. Quedó solitaria la plaza y cesaron los ruidos animados. Pero se enseñoreó del espacio el murmullo de la lluvia que se precipitaba a borbotones por las cañerías y canales de hojalata, o libre caía a la calle chorreando desde los tejados con la franqueza y desenfado que suelen los elementos, las cosas, los animales y los hombres en los pueblos que aún no conocen el lujo engorroso de la policía urbana.