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NUEVOS MOTIVOS PARA EL ARIA DE «LA CALUMNIA»[128]

Por de pronto, a Celedonia, le salieron fallidos sus cálculos. Hablose, durante la tarde y el día siguiente, de la riña; pero como la honradez de Josepantoñi y los suyos a nadie era dudosa, ni tampoco la formalidad y cristiana conducta de Mario, las procacidades de Celedonia únicamente sirvieron para que la pública opinión ratificase el fallo de «lengua viperina», contra ella pronunciado de tiempo atrás: las semillas, si caen en terreno estéril, no arraigan. El baño, eso sí, fue de todos muy reído, y Celedonia, al llenar su herrada, hubo de tragar chanzas y burlas que le desollaron lengua, boca y estómago.

Además, otro suceso más granado que acaeció la tarde de la riña, soliviantaba el mortecino espíritu de urgaineses y era fábula de la villa: la boda de Chaparriko —como llamaban al médico— con la de Jaunena. Ello es que, rápida cual el rayo, corrió la noticia de que el Juez municipal se acababa de presentar en Jauregiberri y requerir a la señora de Ugarte diese el consejo que su hija María Isabel solicitaba, no sin impetrar mil perdones, pues el pobre hombre era inquilino y terrateniente de doña María. Este trámite, cuya necesidad ignoraban las gentes, fuera de media docena de personas, por primera vez, acaso, seguido en el pueblo, suministraba materia a los más absurdos y descabellados comentarios. Quien decía que, cuando menos se esperase, meterían a la señora en la cárcel por desobediencia a la autoridad; quién que el juez, deudor al escribano de veinte mil reales, mediante la remisión de la deuda, se había prestado a amedrentarla; otros, enhebrando rumores misteriosamente difundidos, auguraban notables novedades futuras: la propiedad de Jauregiberri transferida al escribano, doña María y su hijo lanzados de la casa nativa, María Isabel y Perico dueños de ella y una final reconciliación y arreglo, gracias al matrimonio de Mario y Robustiana. Urgain se había puesto a la altura del salón de conferencias cuando hay crisis; tertulias, grupos, cabildeos, sonrisas del que está en autos, estupefacción de los que no están, exclamaciones incrédulas, circunspectos meneos de cabeza, insinuaciones, juicios temerarios, conjeturas cautelosas: todo esto hervía con el confuso trasiego de noticias a que Urgain, cuerpo y alma, se dedicaba. La importancia de Osambela crecía por momentos. ¡Lo qué vale la amistad de los que mandan en Madrid y Pamplona! Nadie, ni aun los Ugartes, podían atajar su omnipotencia. Pues si a los grandes hollaba con tanto desparpajo, ¿qué no les haría a los pequeños? La filosofía práctica del pueblo marcaba a estos grados.

Hondas preocupaciones atenaceaban a Mario. Apenas se enteró del doble objeto de la visita de don Juan Miguel, comprendió que la catástrofe de su casa era inminente. El nuevo acreedor, al adquirir su crédito, principalmente perseguía el fin de vengarse y arruinar a la familia, dique de su avasallador caciquismo. Estos móviles los distinguía Mario con perfecta claridad. Por otra parte, ¡el negocio era redondo!, la venganza y el interés se enlazaban. Solamente el monte Ataungo-bidea valdría tres veces más que la cantidad tomada a préstamo en cuanto se abriese camino de acarreo al ferrocarril. Cierto es que intentó construirlo, allegando recursos con la corta, mejor dicho, tala del cuartel forestal cercano a la vega: pero la quiebra de la compañía bilbaína desbarató los planes formados, causándole prejuicios, dada su situación, enormes. Debió de insistir y buscar dinero; pero desmayó su ánimo y quedaron las cosas como estaban. ¡Cuánto deploraba, ahora, su falta de ánimo! Urgía el tiempo y difícilmente se vislumbraba remedio. La boda de María Isabel agravaba la situación, descartando todos los términos de avenencia. Don Juan Miguel, al acrecer el caudal de sus rencores, adquiría, conjuntamente, pretexto o motivo de intervenir en los asuntos de la familia. Ocupaba una posición inexpugnable. Mario resolvió buscar dinero a cualquier precio, ofreciendo nueva hipoteca en sustitución de la que se cancelase. Escapar de las garras del notario era lo primero. Buscó a una discreta persona que negociase el préstamo con el opulentísimo americano don Santiago. Después, Dios diría.

Opinaba Mario que el más perfecto calmante de las inquietudes morales, lo suministra el cansancio del cuerpo y los placeres campestres. Escopeta al hombro, y álbum, lápiz y caja de pinturas en el bolsillo, por bosques y cerros, ahora subo y después bajo, aquí disparando contra la tímida liebre, allí contra la sabrosa becada, más lejos contra la inquieta ardilla, ora dibujando o pintando árida roca, gigantesco centinela sobre un manto de bruma tendido a sus pies, ora la grave actitud del pastor en la negra colina, sobre el fondo claro del horizonte crepuscular, distraía la imaginación y anestesiaba las penas.

A la ida o vuelta, según la hora, nunca dejaba de saludar a sus buenos amigos de Ermitaldea. El dueño, Juan Bautista Oyarbide, era labrador rico, entre los de su clase; sus tierras y casa habían pertenecido a los señores de Ugarte, de quienes la familia de él venía siendo terrateniente por tiempo inmemorial. Su inteligencia, aunque inculta, era despejada; su honradez, cabal; muchos le pedían consejos, y los daba buenos. Ejercía bastante influencia sobre los labradores de la villa. Su carácter bondadoso estaba siempre dispuesto a hacer favores. Su genio alegre le iluminaba con perpetua sonrisa la cara, rubicunda y barbilampiña. Por sus pasos contados llegó a convertirse en modesto tratante de ganado que él, casi todo, criaba. Otros, con menos onzas de oro, habrían ajustado peones, procurando mayor vagar a su familia. Juan Bautista solía decir que su casa no echaba otros humos que los de la chimenea. Su hija Josepantoñi en nada se diferenciaba de las demás labradoras; traía el agua, iba a lavar al río, hacía oficios de boyeriza, arando la tierra y acarreando leña del monte, y acompañada por sus dos hermanos, volvía terrones con las layas y segaba trigo con la hoz. Los bien surtidos roperos y aparadores de la casa, cantaban el bienestar efectivo de la familia. Llegaba el día de fiesta, y todos vestían ropa flamante, y aun la de diario distinguíase por el aseo y pulcritud; que la eximia pulcritud de su madre les había infundido repugnancia a las manchas, rasgones y petachos.

Donde campaban a sus anchas los gustos de la madre, era en la limpieza de casa, obtenida, con insistencia maniática, a fuerza de indormible[129] vigilancia y a pesar de los animales, instrumentos y operaciones de la labranza. Siempre escoba y trapo en mano, remangada hasta la sangría, luciendo los blanquísimos y gruesos brazos, la hacendosa mujer se entregaba ahincadamente a la perpetua eliminación del estiércol, barro y polvo que empañasen la reluciente tersura que, con arreglo a ordenanza, debía resplandecer en muebles y suelos. Fulguraban la espetera, vasos, platos y herradas; las tablas del entarimado competían, a puro de lustrosas, con los espejos. Eran cómicas la angustia de Catalina, cuando entraba alguno manchado de barro y la imperiosidad con que le gritaba, como fuese de la clase labradora: «¡quítese usted los zapatos! ¡Deje usted las alpargatas!», y la prisa que se daba a borrar las huellas del invasor maldecido. Los mayores disgustos le provenían de las losas del zaguán, paso obligado a la cuadra. Soportaba cierto grado de inevitable ensuciamento, a reserva de verter de cuando en cuando un pozador de agua y aplicar media docena de vigorosos escobazos que arrastraban toda la inmundicia.

Durante la última emigración de la familia Ugarte, Juan Bautista Oyarbide estuvo al cuidado de los bienes; naturalmente, estos servicios acrecieron el acervo de afectuosas relaciones que un secular inquilinato había formado entre los entonados señores y los humildes terratenientes. Doña María, por su padecimiento crónico del corazón, no podía dar largos paseos; muchas tardes de buen tiempo llegábase hasta Ermitaldea y tomaba chocolate y leche. En cuanto a su hijo, era visitante diario, o poco menos. Tratábanle con la más afable llaneza, pero sin propasarse a inconveniente familiaridades; los baskongados, de suyo, son respetuosos. Mario había correteado, de niño, innumerables veces por los desvanes de Ermitaldea y las eras próximas a la casa, con libertad de traje y diversiones que no le consentían en la propia. Estos agradables recuerdos de la niñez influían sobre los afectos del hombre, sumándose a los demás motivos de simpatizar, que eran reclamos de su ánimo. La abuela ciega, Madalen, continuó tuteándole, como de rapaz, y él y Ambrosio, el hijo mayor, a quien llevaba cuatro o cinco años, se tuteaban mutuamente.

Mario saboreaba la honradez y la rústica poesía de aquel hogar feliz. Opinaba que las instituciones y costumbres, el lenguaje nativo y las tendencias étnicas naturales que semejantes ejemplares de clase popular producen, se habían de conservar y defender. Su amor a la tierra éuskara, templábase en los cuadros familiares que veía. Tomaba cuerpo ante sus ojos, la imagen de un pueblo creyente, sencillo, bondadoso, roído por el tiempo y arrojado a las altas cumbres de las montañas, circuido por desbordados mares, cuyas aguas con impasible e ineluctable progresión, crecen, avanzan, suben, se extienden, sin retroceder nunca un palmo, ni rebajar su nivel nunca, fatales como el curso de las estrellas y la sucesión de los siglos, hasta anegar, disolver y sumergirlo todo bajo una desolada uniformidad.

Los días siguientes a la riña de Josepantoñi y Celedonia, Mario, que nada supo de este suceso, observó señales de disgusto y retraimiento en Ermitaldea; pero como le decían que Josepantoñi se había acostado, a su enfermedad achacó la leve displicencia de los padres y hermanos.

Al verla volver del río con la cara ensangrentada y saber el motivo de la riña, la familia experimentó grave disgusto. Nunca le había asaltado el recelo de que almas ruines echasen a mala parte las inocentes visitas de Mario, siempre delante de testigos, circunscritas a conversaciones generales, cuando más esmaltadas con requiebros y chicoleos de carretilla, de los que la singular belleza de la muchacha, dondequiera y de quienquiera obtenía.

Mas ya que las murmuraciones prendían al cebo, aunque puesto por persona de poco aprecio, la conservación de la buena fama requería, acaso, variar la conducta. El remedio era violento; ¿por qué habían de herir, sin asomo de razón, la delicadeza de don Mario? Demandarle la cesación o disminución de las visitas, equivaldría, tal vez, a dar cuerpo al fantasma de los pocos y mal conceptuados murmuradores. En cambio, notoriamente convenía evitar las directas y desagradables explicaciones que el rostro herido de Josepantoñi había de suscitar con don Mario, cuya pesadumbre y aflicción propias no era cosa de aumentar, comunicándole la noticia de que lenguas inverecundas y temerarias lo zarandeaban. La inepta calumnia, en resumidas cuentas, manaba de una fuente única y corría por el arroyo del desprecio público. Lo más discreto, pues, era, seguir como siempre y mantener erguida la cabeza. Adoptada esta resolución, se desvanecieron la frialdad y esquivez de los padres y reanudó la hija su vida ordinaria, sin señales ya en la cara, pero mustia y pálida, y lo que llamó más la atención de Mario, sin arte para poner sobre el pie de antes, el trato que con él sostenía.

Ni ella misma acertaba a darse cuenta exacta de su encogimiento. Paulatinamente se había ido habituando a las visitas de Mario; cuando daba marro[130], le molestaba cierta inconsciente contrariedad. En cambio, doblábase el gusto de volverlo a ver. Apenas si cambiaban unas cuantas frases ambos jóvenes. Mientras él departía amigablemente con los padres y la abuela, ella apuraba los quehaceres domésticos y solía detenerse, de vez en cuando, a escuchar, sonriendo, su voz grave y armoniosa. Frecuentemente todo quedaba reducido a un breve saludo, cuando ella y sus hermanos Ambrosio y Esteban, regresaban del campo al obscurecer, hora de la retirada de don Mario. Este se entretuvo, durante cierto tiempo, en tomar a Josepantoñi por modelo de sus trabajillos de álbum y caballete. Entonces fue algo más íntimo y familiar el comercio de ambos jóvenes. Mario le regaló el cuadrito mejor acabado, que la muchacha colgó a la cabecera de la cama, recreándose al contemplar su imagen, bizarramente plantada delante de los uncidos bueyes acarreadores de maíz, con la pértiga extendida sobre ellos. Mario, cuya disposición pictórica era notable, usó de inspirado pincel para trasladar al lienzo la tierra parda, las doradas mazorcas, los rojizos bueyes, los lejos brumosos, el melancólico poniente otoñal y la gallarda moza con su grave gesto de boyeriza, robusta y fornida cual brote de cepa burundesa, pero afinada y agraciada por la sal costeña de su madre, y amansada por la suavidad de Gipuzkoa.

La familia entera de Oyarbide tenía puesto en Mario el centro de su cariño. Como a hijo de la casa de Ugarte respetábanle mucho; pero como a persona particular le querían de veras. La afabilidad de su carácter, la sencillez inalterable de su trato, la rectitud de su juicio, mil pequeños favores diarios —consejos, recomendaciones, noticias de valor práctico—, y el agrado de su conversación le habían hecho señor de almas y voluntades. Los negocios arduos se le consultaban; y con fruto.

De igual modo que la esponja embebe y absorbe el agua que la rodea, el corazón de Josefa Antonia, sin ella advertirlo, se fue saturando de los afectos favorables a Mario que reinaban en el medio ambiente, doblándose la fuerza de los propios. Cuando Celedonia, brutalmente, exprimió la esponja; al ver que las nítidas gotas se convertían en fango, a la indignación por el insulto y la calumnia, siguieron la congoja del pudor herido, del secreto violado, la vergüenza de la desnudez pública. ¡Cosa singular! Las groseras imputaciones de la mozuela no eran todo mentira; un arma, sutil como aguja de finísimo acero, le había pinchado recóndita entraña, cuya sensibilidad repentinamente, le pasmaba. ¿Cómo pudieron divisar los ajenos lo que estaba oculto a sus ojos? No es que ahora viese claro, no. Rasgose la venda, pero las pupilas, hechas a cerradas tinieblas, comenzaban a vislumbrar bultos y fulgores. Su ser vibraba con impensadas tristezas. ¿Cuándo, si no entonces, le había amargado el temor de que su trato con Mario terminase inopinadamente, pues entre ella y él no existían, ni existir podían, lazos que perpetuasen el trato? ¿Por qué comenzaba a cavilar sobre el punto de que los Ugartes eran la gente más ilustre de aquellas montañas, y ella humilde moza labradora? Harta estaba de saberlo y aceptarlo como hecho natural, semejante a la altura de San Donato y las nieves de Urbasa. ¿Por qué, pues, ahora le encogía el corazón desigualdad que antes contemplara impasible? Iba perdiendo el antiguo equilibrio. Desorientábanse sus ideas, alterábanse sus sentimientos. Revolvían su corazón y su mente nuevo mundo de gustos y deseos, caóticos, sin forma ni color, grandiosamente triste, y en cuya oscuridad, oculto, recitaba siniestras letanías lo imposible. Antes volvía del campo satisfecha, con un nido de ruiseñores en el alma, y se ponía a las más rústicas faenas, sin juzgarse por ello humillada. Ahora arrojaba al rincón las layas como quien suelta un peso denigrante, y se avergonzaba de sus pies descalzos. Una tarde, movida de súbita rabia, hizo añicos su retrato de boyeriza, por el que fue pareja digna del boyatero de Teócrito[131].

Cuantas veces recordaba que su nombre había sonado unido al de don Mario, se inflamaban sus mejillas y se henchían de lágrimas sus ojos. Y no acertaba ella a explicarse esta coexistencia de la vergüenza y la pena. Sus sentimientos eran tan complejos, como inhábil y embrionaria la facultad de analizarlos. Y se enfurecía contra sí misma porque llegó a percibir claramente que entre la complicada malla de sus afectos, serpeaba el bochornoso pesar de que fuese mentira la calumnia de Celedonia.

Por más que lo procurase, Josepantoñi no acertaba ya a componerse una actitud natural delante de Mario. Recelaba que hubiese llegado a sus oídos la riña. Inventaba quehacer fuera de la cocina, hacía viajes largos a la fuente, volvía del campo casi de noche. Mario notó la mudanza, y la embromaba con José Martín, el acechador incansable de ocasiones para ver y hablar a la muchacha.

Acababa la buena de Catalina de verter un pozador de agua por las losas del zaguán, cuando, escopeta al hombro, entró Mario.

—¡Hola, andrea! —exclamó riyéndose—, siempre lo mismo. Merece usted premio por la constancia, Con malos enemigos se las ha usted.

—Si parece que les complace meterse por los charcos. Tenía la entrada limpia como un espejo, y llegó ese moscardón de José Martín con lodo hasta los tobillos; le mandé descalzarse, y no quiso. Dijo que hace frío. ¡Habrase visto! ¡Tendrá miedo de resfriarse la damisela! Me ha puesto la entrada perdida, ¡es un asco! ¡Jesús! ¡Jesús!

Juan Bautista y Madalen se hallaban sentados en la cocina, cerca del fuego. Él leía una carta. La abuela, deformemente obesa, con las manos sobre las rodillas, tenía vuelta la cabeza en dirección a la ventana. Sus pupilas inertes, heridas por la amaurosis, reflejaban los pálidos rayos del sol.

—¡Quieto, Juan Bautista!, ¡no se levante usted, hombre! Felices, Madalen; ¿tan buena, eh?

—Sí, a Dios gracias. Me he acostumbrado a permanecer inmóvil y a oscuras… así convendrá. ¿Doña María, la hermana?, tú, no hay que preguntar.

—Buenos, todos. He cogido la escopeta para esperar liebres. Se han visto algunas en el término de Oyanederra[132], al pie de Urbasa. Aún es algo temprano.

—Por allí ha ido la chica con la carreta, a traer leña.

—¿Con sus hermanos?

—Sola. Esteban y Ambrosio están en Alsasua, con ganado.

—Mal hecho; la tarde es muy corta, y el camino solitario. El cabo de la guardia civil acaba de decirme que han escapado de la cárcel de Salvatierra algunos presos por delitos graves, que eran conducidos a Vitoria. Lo natural es que se corran por estas montañas, buscando la huida a Francia.

—¡Maldita casualidad!

—No alarmarse. Yo recorreré el camino que Josepantoñi ha de traer. ¿Habrá ido a Ezponaundi?

—Sí —contestó Juan Bautista—, doblando una carta y guardándosela en el bolsillo.

—¡Allá voy yo! ¿Negocios, eh? ¿Alguna buena venta de ganados?

—¡Ca, negocios! Me escriben por las votaciones —dijo Juan Bautista, valiéndose entonces del idioma castellano—; me escribe presidente carlista de Pamplona; que hagamos fuerte a favor del carlista don Cosme Barinaga, que es hombre muy bonito, de tierra de Basaburua, de Saldías o por ahí. Los liberales que quedarán rasamente.

—¡Sabe usted más que yo! ¿Barinaga candidato carlista? No está mal escogido; es muy rico, de gran parentela, liberal en su mayor parte. Carlista poco significado; de abolengo más que de opinión.

—Nosotros, ¿camus dacer, pues, don Mario?

—Estarse quietos, quesas políticas no son más quimbusterías pa que erriña la gente —contestó Catalina desde la puerta, mientras se calzaba en chancletas las alpargatas.

—Tiene razón la andrea; pienso ver los toros desde el balcón. Y eso que hay un tercer candidato (pues supongo que los liberales pondrán el suyo) que es de todo mi gusto, por su persona e ideas; don Enrique de Zubieta, baztanés.

—Ese, pues, ¿de cuálos es?

—De un partido en ciernes, católico y fuerista, nada más, éuskaro por otro nombre. Los disgustos de casa, entre otras razones, me vedan tomar parte. Las elecciones serán reñidas.

—Pues si usted no se mete —replicó Juan Bautista, usando el idioma baskongado—, yo tampoco. Los tales carlistas y los tales liberales me pudren la sangre; dijo la sartén al cazo…

Rechinó la puerta del zaguán, abriose de golpe, resonando sordamente sus hojas con el choque de lomos y grupas de animales corpulentos y orondos, chirriaron las losas bajo las pezuñas, que resbalaban sobre ellas, y penetrantes gruñidos formaron destemplado concierto. Catalina agarró la escoba, despidió con un sacudimiento de pies las alpargatas, y salió afuera, gritando:

—¡Los cerdos! ¿Cómo han entrado, malditos?, vienen de revolcarse; todo me lo van a manchar. Ni un minuto ha de durar el aseo de esta casa. ¡Jesús, Jesús!

Mario se sonrió plácidamente, a cuya sonrisa contestó otra de Juan Bautista.

—¡Váyale usted con elecciones a ésa! En el mundo no hay otra cosa importante, si no es tener limpio el suelo. Hija de artesano, no acaba de enterarse de lo que es una vivienda de labradores. Dice que los nabarros somos mucho más sucios que los guipuzcoanos. A veces pienso que se ha vuelto maniática. Cuando mi pobre madre gozaba de cabal salud, las disputas se sucedían sin cesar, sobre si estaban o no limpias las cosas. Los únicos disgustos que hemos tenido en la familia, procedieron del jabón y el estropajo.

—Cada uno tenemos nuestras rarezas, Bautista; Catalina vale su peso de oro.

—¡Guipuzcoana, loca! —murmuró Madalen, poniendo cara adusta al recordar las pasadas querellas.

Mario se despidió y tomó el camino de Ezponaundi. La tarde, más que de diciembre, parecía de octubre, con su tibio vientecillo sur, el sol próximo al ocaso que difundía pálidas tintas de oro por occidente, y el cielo lácteo saturado de vapores que emborronaban las formas de las montañas lejanas.

Por el camino carretil que atraviesa las heredades, avanzaba pausadamente un punto negro. «Debe de ser la carreta de Josepantoñi —pensó—; me voy directamente a Arpea; de lo contrario, con el pequeño rodeo de Ezponaundi y la conversación, se me hará tarde».

Saliose del camino y torció a la derecha por entre los sembrados, hasta llegar a las vertientes de Urbasa, por donde le bosque suavemente declina al llano, formando una lengua de espesura, que con su braveza ennoblece la monótona sucesión de campos de trigo. Sentose Mario a orillas del ribazo, oculto entre matorrales y puestos los ojos en los linderos del bosque. El pardo crepúsculo se iba retirando lentamente ante la noche coronada de luceros.

Tres liebres, dando saltitos, llegaron al raso y con muchos rodeos se aproximaron a la heredad vecina, cebándose con un gran brinco.

—¡Glotonas!, cómo os hartáis de tiernos tallos. Una, según el rojizo pelaje, es hembra; también la otra… el tercero es un lebrón; ¡soberbia pieza! Será libertino… a estas horas y por estos andurriales, se pasea con dos damas.

El lebrón, de pronto, se estremeció; alzose sobre las patas traseras y volvió la cabeza empinando las orejas y luciendo el blanco peto, cuyo jadeo delataban las patas delanteras dobladas.

—Se alarmó su señoría; ¿por qué? Todo está tranquilo —pensó Mario, echándose la escopeta a la cara.

Brilló el fogonazo y cayó de bruces la liebre; rodando tres o cuatro pasos con la pechera ensangrentada. Al mismo tiempo, dos gritos de mujer, agudos, aunque bastante apagados por la distancia, resonaron.

Mario se detuvo y aguzó el oído; no tardó en percibir otro tercero, aún más angustioso, y hasta se le figuró entender la palabra ¡Nigana! («a mí»).

—¡Diablo!, piden auxilio. Alguna desgracia ocurre.

Abandonando la liebre, que aún se estremecía, y cargando, por cautela, su hermosa escopeta de repetición con cartuchos de bala, se fue, corriendo por el bosque, a Ezponaundi. Nuevos gritos, no ya de espanto, sino de dolor, le picaron espuela.

En el centro del anchuroso raso, circuído de montones de leña apilada, se veía una carreta de bueyes. Veinte o treinta pasos más adelante, Josefa Antonia, caída al suelo, forcejeaba desesperadamente, gritando, por desasirse de un hombre que, echado sobre ella, procuraba sujetarle los brazos y piernas. Junto al grupo, otro hombre andrajoso, asistía, con risa desalmada, a las peripecias de la lucha.

—¡Vaya un temple de moza! —dijo—; me parece que solo no puedes achantarla. Cualquiera le mete mano, como no sea a gusto de ella. ¿Te ayudo o no?

—Déjeme, Patas —replicó el que forcejeaba—; vergüenza que una mujer tendría más fuerzas que un hombre.

Blasfemando horriblemente, gritó:

—Quieta, o te hago la del Sacamantecas, retorciéndote el traga alubias.

Crujieron las ramas secas, y volvió la cabeza el mirón.

—Peinero —exclamó—; se nos echa gente encima.

Mario apareció gritando:

—¡Bandidos, canallas!

El Peinero se incorporó; su cara chorreaba sangre de arañazos y mordiscos; sacó de la faja un cachorrillo[133], y se fue hacia Mario. Este apuntó e hizo fuego. El Peinero lanzó un grito y se llevó la mano al brazo derecho. El Patas, al notar que la escopeta le apuntaba a él, se dio a la fuga, internándose por la espesura, seguido del Peinero que iba tambaleándose.

Mario dio gracias a Dios. A Josepantoñi, que con tal valor se había defendido, le acometió un síncope en cuanto vio que la socorrían. Rocío su rostro con agua fresca Mario, y ella, al reconocer a su salvador, se ruborizó.

—Señor, usted aquí —balbuceó turbada.

—Sí, yo te he sacado de las manos de esos bribones. Por poco, Josepantoñi, quedas perdida.

La vergüenza, el recuerdo del peligro la acongojaron; se echó a llorar convulsivamente.

—¡Ánimo ánimo! Agradéceselo de todo corazón a la Virgen Santísima que te ha protegido. A casa; es ya tarde.

Josepantoñi fue a ponerse de pie, pero un dolor agudísimo que partía de la cadera, corriéndose por el muslo izquierdo, le inmovilizó el miembro.

—¡Jesús!, me es imposible andar. Al caer sobre estas piedras me he estropeado.

—¡Esta sí que es contrariedad ahora! ¿Te habrás roto la pierna?

Comenzó a palpársela y movérsela en todas direcciones, a pesar de sus gritos.

—Claro es que no entiendo de estas cosas; pero creo que el hueso está sano. Lo peor es que no puedes andar a pie. Te acostaré en la carreta y haré de boyatero. ¡Verás cuánto me luzco!

Y ser riyó bondadosamente.

—¡Diablo!, está cargada de leña. Lo único que nos faltaba. A estas horas nadie queda en el campo, y es inútil contar con ayuda. ¡Muy tarde se nos va a hacer!

Lucían los postreros resplandores del crepúsculo; un vientecillo serrano soplaba. A Josepantoñi, tendida sobre la húmeda tierra, se le iba enfriando el sudor. Tanto por el enfriamiento como por la conmoción nerviosa, le castañeteaban los dientes. A la vera del bosque había una una chabola de leñadores. Mario, haciendo un esfuerzo violento, porque la muchacha era maciza, la tomó en brazos y se la llevó, sentándola junto a la pared y de espaldas a la puerta. En seguida se puso a descargar la carreta.

Cuando hubo concluido la faena, volvió a la chabola. En aquel mismo momento Cuadrau, que venía por el camino de Urgain, al ver a Mario se escondió entre los árboles.

—¡Cristo!, ¡el señorico! ¿A onde váise? ¡Calla!, estos son los mesmos güeyes de la Josefa. Ya ícia yo que no había güelto tovía. Yo, aspándome las tripas en el camino esperándola, paicile, por última vez, ¡que si me quiere o no! ¡Que te comen la cebaa, Casildico!

A paso de zorro se acercó a la chabola.

Mario halló a Josepantoñi más desconsolada que antes. De sus hermosos ojos salían, a raudales, las lágrimas.

—¡Nadie sepa lo que me ha sucedido! Me moriría de vergüenza.

—Nadie lo sabrá; diremos que te has caído. Tranquilízate, sosiégate, mujer. He descargado la carreta; con el morral te preparé almohada y con hojas secas, cama. Irás perfectamente, como una señora en su carruaje. El cochero será torpe, eso sí; nunca he manejado la pértiga. Me darás lecciones desde dentro, ¿verdad? No seas boba; sécate las lágrimas. Ahora, la cosa es llevarte sin hacerte daño. He acercado la carreta a la chabola: quiero decir, el coche está a la puerta. Chica, pesas lo que un saco de pecados mortales. Échame los brazos al cuello, abrázame fuerte, como si fuere tu marido. Diré a la una, a las dos, a las tres, ¡aupa!, pon algo de tu parte.

Mario tomó asiento junto a Josefa Antonia para que más cómodamente le echara los brazos. Ella, sobrecogida por nuevo acceso de llanto, arrimó la cara afligida y ruborosa al pecho de su salvador, para ocultarla. Mario, cambiando el tono de broma por el acento cariñoso, le dijo al oído frases de consuelo. Ella separó la cara; sus ojos, fijos en Mario, resplandecían entre la negra cancela de sus pestañas largas, húmedas de lágrimas, como el sol tras un zarzal umbroso escarchado de rocío. Su pecho turgente palpitaba con suave movimiento de arrulladora paloma. La flor de su alma se abría, bañada por los áureos rayos de las estrellas que el ramoso techo filtraba. Sus labios, con lengua trémula, relataban el espanto de la acometida, la angustia de la soledad, el júbilo de la salvación, el agradecimiento imborrable y la dicha de ser deudora a él y no a otro hombre. Inconscientemente descubría su secreto. Y Mario escuchaba, atónito, la confesión ingenua, la revelación sincera de nunca sospechados sentimientos, brotando del corazón con la misma involuntariedad que fluye el manantial[134]. La mujer que poco antes con valor varonil defendiera su honra, ahora la rendía sin requerimientos, ofreciéndola entera en el apasionado beso que sus labios pusieron sobre los de Mario al jurarle, por centésima vez, gratitud eterna.

Cuadrau, en el umbral de la puerta, observaba la escena con ojos fosforescentes. La conversación no la entendía; pero los gestos eran traducción elocuente de la lengua arcana. Sonó el beso y llevó la mano a la faja para empuñar el arma. La faja se le había desceñido y no la encontró. De su labio inferior, mordido, saltó un chorrillo de sangre. Mario, subyugado con la confidencia, iba cediendo a la seducción de la mujer hermosa. La embriaguez de la pasión física iba dominándole. Hasta entonces permaneció pasivo; pero sus manos, casi involuntariamente, acariciaban ya las formas hermosas de aquel cuerpo donde se habían quebrado todos los resortes de la resistencia, a discreción caído en sus brazos. Como oleadas de savia ascendía desde recónditas entrañas la apetencia sexual propia de un organismo joven, vigoroso y sano. Josefa Antonia le agarró la muñeca y se la apretó apasionadamente. El contacto de su piel áspera y callosa, con nueva impresión material, le sugirió en momento decisivo, nuevas ideas que dieron tiempo a que se recobrara. ¡Vio el abismo que la educación, los gustos y la clase social abría entre ellos! ¡Estaba próximo a destruir la honra de una desdichada sin la excusa del amor!, ¡a causar un daño que su conciencia de cristiano y caballero le obligaría a reparar con desdoro de su nombre, con aumento de las aflicciones de su madre y el sacrificio de su propia ventura! ¡Cómo! ¡El paladín de ahora poco, se convertiría en el continuador del crimen frustrado de unos infames, sin más que substituir la fuerza por el abuso! No; ¡él no era el tenorio de villorrio que entretiene sus ocios correteando tras de mozas rústicas!, ¡ni el libertino que fríamente aprovecha la debilidad de una mujer honrada, cuya caída no la produce el desenfreno de sentidos viciosos, sino el impulso soberano de la ternura amorosa! Estas reflexiones cruzaron la mente de Mario con la vertiginez[135] pasmosa del pensamiento en momentos de peligro. Invocó a la Virgen, fuente de toda pureza, y mediante un esfuerzo heroico de la voluntad, se puso de pie, tomó en brazos a Josepantoñi y la llevó a la carreta.

Cuadrau, sorprendido, en tres o cuatro saltos de tigre, llegó a los árboles. Tropezó su pie con un objeto duro; lo recogió; ¡era la navaja! Sonaron metálicamente los muelles; la hoja descomunal brilló en la sombra. Vió a Mario con su para él preciosa carga. Titubeó unos instantes y cerró de golpe, la navaja.

—¡Por la hostia!, lo mataré; pero cara a cara, ¡como hombre!

Y echó a correr hacia Urgain. En el camino encontró a Juan Bautista y José Martín.

—¡Hola, Casildo! —exclamó el primero, deteniéndole—. ¿De dónde vienes?

—De por ahí —replicó Casildo, sin indicar la dirección siquiera con un gesto.

—¿Pasaste por Ezponaundi?

—Sí, ¿y qué?

—Nada, hombre; ¿ocurría alguna novedad allí?

—No hai visto nenguna.

—Y a mi hija, a la Josepantoñi, ¿la has visto, por si acaso?

—A ésa sí; los güelles, que estaban solicos, me dijeron callí andaba.

—¿Alguna cosa, pues, si le habrá sucedido?

—¡Yo qué botones sé!, pregúnteselo usté a su agüela, que es ciega. Allá está como una zorra metidica en la caseta de leñadores con el señoico don Mario. ¡Bien que se están quitando el frío los dos!

Y con voz de falsete, penetrante y ruda, cantó esta copla de jota mientras Juan Bautista y José Martín se alejaban:

Cuando me pican las pulgas

No alboroto al vecindario,

Que llamaban a mi padre

Pedro Mátalas Callando.

Cuadrau, apenas llegó a su casa, llamó a Celedonia que estaba con José Miguel y otros parroquianos, haciéndola salir a la acera.

—¡Quia!, ¿sabes que tenías razón?

—¡Toma no!, y ¿qué es ello?

—¡Que la Josefa Antonia está metía, pero metía, hasta las cachas con el señoico!

—¿Lo ves, los ves? —exclamó enfurecida Celedonia— no te lo icía yo, jomento.

—¡Se daban cada beso metidos en la chabola! ¡Man llenau daguarrás las triapas, repuño! ¡Qué besos tan ricos, Dios! Si me sale a la primera la navaja, lo vuelco.

—Calla, piazo de bestia. ¿Te quieres dir a presidio? ¡Navaja ni paño, ladrones! Esta, ésta, que les ha de arrancal el cuero con carne y todo.

Celedonia sacó un palmo de lengua, afilada como bayoneta, trémula de rabia.

—¡La gatamusa!, ¡la montañuca imbustera y fengida! ¡Hipocritona! ¡Éstas son las buenas, éstas!

—Mientras tocaban la mandurria[136], la noche les ha echau el gorro. Aura mesmo, tardaus[137], iban su padre y José Martín a buscarla, creendo que le habría sucedido algún percance.

—Si será sinvergüenza, casta el alcagüete de su padre le páice resuplida la ración.

—¿Onde corres, Celidonia?

—A recogel cuatro o cinco amigas, pa que toas juntas las veamos volvel, dende la esquina de su casa. Con la pareja de la guardia civil la habían darrastrar al pueblo, ¡bribonaza!