XI

NOCHEBUENA

EL TRÁMITE LEGAL del consejo solicitado por María Isabel, no alteró, aparentemente, las relaciones mutuas de los moradores de Jauregiberri, ni realmente los hábitos y costumbres de la casa. Doña María recibió el golpe con impasibilidad de bronce; no hubo recriminaciones, ni quejas, ni lágrimas; aumentó la palidez de su rostro, encaneciose más su cabellera, borrándose las postreras hebras rubias de ella, y abstúvose de dirigir la palabra a su hija, aunque le contestaba siempre en tono natural, pero con términos tan ajustados al asunto, que destruían el cebo de diálogos largos y conversaciones tiradas. Doña Rosita, la mayorazga, individuo de número de la tertulia, se maravillaba: «¡Quién lo dijera!, ¡a doña María no le importa un bledo semejante casorio!».

Lanzaba el adjetivo «semejante» como un latigazo. Doña Rosita consideraba la casa de Ugarte como a templo donde la raída nobleza de Urgain y cinco leguas a la redonda, recibía solemne culto, y además, como a ejecutoria donde constaba fehaciente el número de las personas que podían alternar entre sí, sin desdoro. De suerte que, propiamente, a Perico Osambela lo equiparaba a callejero can que se cuela en el archivo, hociquea los papelotes, y cual de ruines piltrafas, se apodera de las más preciosas genealogías y las arrastra por el enfangado suelo.

Doña Rosa de Altolaguirre y Zufiaurre, Labiano, Bengoetxea, Zufiaurre otra vez y Ochoa de Zendoya, dueña de los palacios de cabo de armería de Ekay, Artieda y Yabar, era una señorita regordeta, vivaracha y colorada, cual si le hubiesen sopapeado los mofletes. La llamaban la mayorazga, por ser hija del difunto mayorazgo don Ruperto que, sobre el tapete verde de los casinos pamploneses y los manteles blancos de las fondas, se jugó, comió y bebió los restos de un patrimonio que, aun a principios del siglo, se calificaba de corto. A doña Rosita apenas si le dejó otra cosa que los tres destartalados caserones que llamaban palacios y algunas piezas de pan traer, que en junto, le componían una renta anual de cien a ciento veinte robos de trigo. Con ellos vivía en la agrietada casa nativa, gracias a la baratura de Urgain y a las limosnas disfrazadas de obsequios con que los de Ugarte le atendían siempre, y sobre todo los años que la piedra, u otra calamidad, le cercenaba o suprimía la renta.

Era la mayorazga más curiosa que Eva, y este defecto le descalzaba el coturno[138] de su tiesura nobiliaria, induciéndole a tratar familiarmente a todos los plebeyos por inquirir las noticias del pueblo y traerlas y llevarlas. Nunca dejaban de asomar, eso no, en su conversación, como rabillo de lagartija entre piedras de pared, ciertas frases que discretamente aludían a la desigualdad social de los interlocutores; un «los de nuestra clase», un «yo que soy señorita de verdad» u otra recordatorio semejante, acompañado de su correspondiente meneo de cabeza. Mas como doña Rosita era servicial y bondadosa, de trato afable y liso, las consabidas frases se cargaban en la cuenta de las manías inofensivas, que son el capital de lo ridículo que muchas personas poseen.

Indemnizábase, ampliamente, la mayorazga con el trato continuo de los Ugartes, cuyos salones únicamente recibían, a título de amigos de la casa, a quienes tuviesen escudo en la fachada. Allí redoraba, de nuevo, doña Rosita, el brillo aristocrático de su persona como el pájaro que en la copa del árbol sacude el barro del suelo que pringó sus alas. Al subir la monumental escalera del palacio, dilatábanse los pulmones de doña Rosita y le retozaba, suavemente, la vanidad, interesada en que perdurase el exclusivismo de doña María, hasta el extremo de que el mayor agravio que de ésta podría recibir la mayorazga sería que concediese la alternativa de tertuliano a cualquiera de las personas que ella, de continuo, trataba con la mayor llaneza. El orgullo personal lo había transferido doña Rosita a la casa de Ugarte, donde lo contemplaba enhiesto con recia intransigencia que no cabía atenuar sin traición. Doña Rosa de Altolaguirre, Zufiaurre, Labiano, Bengoetxea, Zufiaurre y Ochoa de Zendoya se hubiese estimado realmente capitis-disminuida y equiparada al vulgo más soez el día que le dirigiese la palabra, por ejemplo, la cerera doña Obdulia, excelente amiga suya, por lo demás, bajo los artesonados techos de Jauregiberri.

Los rumores que Celedonia y sus amigas propalaban, llegaron pronto a oídos de doña Rosita. Al ir a misa se los insinuó doña Paca, mujer del organista Maíz. Al volver se los explanó doña Ambrosia, mujer del secretario de Ayuntamiento, y por la tarde se los confirmó doña Obdulia, que estiró la irreverencia hasta preguntar si don Mario se proponía hacer bueno a su futuro cuñado, o vengarse de María Isabel, demostrándole que, donde cabía el descendiente de Chaparro, una moza de labranza, capaz de llevar por sí sola toda la hacienda sin renteros intermediarios, era partido matrimonial ventajoso.

El genio de la mayorazga era demasiado vivo para oír ciertas cosas y permanecer quieta. Siendo Mario muchacho juicioso y amantísimo de su madre, suponerle dispuesto a casarse con una mocetona que arrancaba nabos y patatas y echaba fiemo con sus manos a las heredades y apenas si deletreaba las sílabas, por guapa que fuese, era tildarle de insensato y desnaturalizado. Pero al fin al fin, Mario era joven, la Josepantoñi sabrosa, aunque rústica, como un plato de fresas serranas, el trato continuo y el diablo las carga, y el hombre las dispara. Relaciones entre personas de tan desigual condición, ya era presumible lo que darían de sí. Mejor era cortarlas, o impedirlas, y en todo caso, atajar inverecundas hablillas. Tomó doña Rosita la dirección del palacio, y deseosa de evitar grandes disgustos, le dio a doña María uno de los que suelen los amigos.

La mayorazga, mientras saboreaba la taza de chocolate, que constituía el agasajo a sus frecuentes visitas vespertinas, aprovechando la soledad de doña María, con quien se propone demostrar la estupidez de la chismografía local, repitió la amañada versión que sobre la aventura del monte difundía la lengua calumniadora de Celedonia, perfilada y aderezada por la transmisión popular, sin omitir la frase procaz con que la autora de los rumores deslumbró a las comadres de la fuente:

—Aura, para disimular, icen que se le ha rompido la pata; ¿semos tontas u qué? Lo rompido, lo rompido… naide se lo zurcirá.

Doña María, sabedora por su hijo del atentado contra Josefa Antonia, pero callándoselo, desmintió con enérgica vehemencia esas voces. Mas apenas doña Rosita se fue, la energía y vehemencia cayeron como globo que se deshincha. La dignidad personal era uno de los sentimientos más vivos de su alma; su casa, escuela de respeto, donde todos los procederes se ajustaban a los cánones del decoro más escrupuloso y austero. Dar pretexto a que el vulgo manosee a las personas, y olfatee los actos y comente las obras, vale tanto como caer del pedestal y perder la estimación pública que estriba en no ofrecer asidero a la murmuración y la maledicencia. Así como la muerte iguala las condiciones, el vicio, es decir, la inmoralidad de cualquier grado o clase, las acanalla y envilece. La respetabilidad mengua con la reputación. La común flaqueza humana es la carcoma insaciable del prestigio. La democracia más igualitaria es la del oprobio.

Las vicisitudes de los tiempos fueron despojando a los Ugartes de las preeminencias inherentes a la antigua organización político-social; pero retenían íntegras las que confiere el comportamiento personal, que son seguridad y confirmación de aquéllas. Abierta la brecha por María Isabel, tras de las murmuraciones con causa, penetraba la maledicencia calumniosa. Las moscas se posan sobre las pestilentes carroñas y liban mortíferos jugos que luego inoculan a los organismos sanos; el vulgo ruin se ceba en las úlceras morales y venga su latente envida con equiparaciones afrentosas. Doña María sacaba la cuenta de las familias del pueblo polutas por alguna culpa o acción indecorosa, y añadía a la lista el nombre de la suya propia: la altiva moneda de oro, mezclada ya con las de cobre, se tiznaba de roña y cardenillo.

Sumida en estos pensamientos, doña María no oyó entrar a María Isabel, que se estuvo largo rato contemplándola impaciente, pero inmóvil y silenciosa. La lluvia azotaba los cristales.

Doña María, por fin, levantó los ojos. La cérea amarillez de su rostro espantaba.

—Mamá —dijo María Isabel pasándose la afilada mano por la gentil cabecita rubia—; es ya tarde. ¿No hemos de ir, como todos los años, a repartir limosnas para que los pobres celebren la Nochebuena?

—Este no es como todos los años. Pienso ir, mejor dicho, voy ahora mismo; pero sola; tú, en casa.

Pasmole a María Isabel, no tanto la desabrida respuesta cuanto la voz que sacó su madre, diferente de la ordinaria, formada de dos timbres, uno muy agudo y chillón, el otro muy grave y profundo que sonaban, al par, sin fundirse; como dos madejas, blanca la una y negra la otra, que estuvieren sobrepuestas.

—¡Qué raro! —exclamó doña María—; hace un momento no estaba ronca. Me ha cogido el catarro de repente; por eso, sin duda, siento tan grande opresión en el pecho. Sin embargo, visitaré a los pobres. Llama a Joaquina.

María Isabel salió dando un portazo. Momentos después se presentó la doncella, y ama y criada salieron.

Iban recorriendo las fangosas calles, entrando en ciertas casas, según lista que llevaba doña María. Su tiesura y altivez desaparecían, como por ensalmo, apenas hablaba a los pobres. Daba generosamente, pero mayores que la dádiva, eran la dulzura y amabilidad de las frases, y el amor con que palpaba las miserias y procuraba aliviarlas: las monedas llevaban infundida alma de consuelo. Los menesterosos de Urgain solían decir, a guisa de refrán: «más queremos una peseta de doña María, que no un duro de otros». Dondequiera que entraba le recibían caras respetuosas y agradecidas.

Cerca ya del anochecer entró doña María en una desvencijada casuca, cuya mayor parte era ruina cubierta de vegetación parietaria, la cual, lejos de vestirla y ennoblecerla como otras ruinas, semejaba horrenda lepra que le royese el grietoso frontis, cuyas paredes húmedas, cubiertas de manchones verduzcos, sobre todo en las combas de la fachada, provocaban el recuerdo de vientres exantematosos. El alero, de mucho vuelo, más agujereado que criba, con los salientes astillosos laciamente inclinados cual las orejas de animal rendido; el trozo de balcón que colgaba sobre la calle, rotos su antepecho y pasamano; sin marcos ni hojas las ventanas, a medio cerrar, con tablones carcomidos, los huecos; las vigas que asomaban las esponjosas cabezas por entre los dislocados ladrillos; los cachos de teja y montones de cascote esparcidos al pie de las paredes: el aspecto y los detalles todos de la casuca, parecían vaticinar un derrumbamiento próximo, una súbita barredura, por medio del viento y la lluvia, de aquella inmunda vivienda, orillada en la charca negruzca de lóbrega callejuela, donde el fango hasta la canícula no se secaba.

Tomó doña María la escalera —cuyos huecos de peldaños casi igualaban al número de los escalones—, desprovista de barandado. Crujía y retemblaba la rendijosa tarima. Salvados los peligros de la ascensión, atravesó un corredor estrecho y entró en la cocina.

El hogar lucía chisporroteadora fogata, gracias a los aprovechamientos vecinales; y ésta era la única atenuación de la honda miseria allí reinante. Sobre el aparador veíanse dos cazuelas de barro, una cuchara de madera, un trozo de artopill[139] frío, y tres o cuatro jícaras de loza con etiquetas manuscritas, cubiertas, las bocas, de papel estirado y grasiento, que a mil leguas olían a botica. Un escabel junto a la pared, descascarillada y ahumada, agotaba el menaje.

En un ángulo de la cocina veíase una cama de barco que el uso y la vejez casi del todo desencuadernaran, levantada sobre piedras que substituían a los pies, rotos y cojos. En la sima del jergón de hoja yacía sumido un bulto humano, cubierto de apestosos andrajos, visitado entonces, a la oscilante luz del candil, por el médico. Al quejido del enfermo contestaba ronco gruñir desde las espesas sombras del rincón opuesto.

Cuando reconoció a Perico, quiso doña María esquivarse silenciosamente, pero le cortó la intención su futuro yerno.

—Bien venida sea la providencia de los pobres —exclamó con voz aparatosa, descubriéndose respetuosamente—; dudo que haya sitio donde mejor empleo puedan hallar los sentimientos caritativos, aunque hayan de resultar tardíos para el nieto y contraproducentes para la abuela ¡Esta sí que es miseria, señora!

Con leve inclinación de cabeza contestó doña María, y se acercó a la cama. Incorporado y apoyándose sobre la mugrienta almohada y el fajo de hierba seca que la sostenía, pálido, húmeda la piel y de sudor viscoso, encorvado hacia adelante y echados los brazos atrás, en la anhelosa postura que experimenta mortal enrarecimiento del aire y procura beber la vida, la cual, aunque por todas partes le rodea, llega al pecho como las postreras gotas de estivo manantial, Martinico, jadeante, estertoroso, cerrados los ojos, transmitía al montón de harapos un movimiento ondulatorio con su débil aleteo de pajarillo moribundo.

Doña María, silenciosa, contempló largamente al enfermito; honda tristeza se enseñoreó de su faz mustia, mientras Perico, atusándose las patillas, daba rienda suelta a su frío dogmatismo.

—Todas las desgracias y todas las miserias, señora —y subrayaba siempre ceremoniosamente esta palabra—; la miseria social sumándose a la miseria fisiológica; mejor dicho, ésta producida por aquélla. Dentro del estómago de este pilluelo claman hambre cien generaciones de ascendiente famélicos abortados por los siglos de barbarie y desigualdad social. Señora, se hace preciso considerar que este niño es el supremo brote de una tribu que nunca comió según su apetito; que en mil años, acaso, no se asimiló cincuenta kilos de carne; su árbol genealógico se representaría gráficamente con ramificaciones de bocas abiertas; de aquí una continua depresión de la fuerza vital. Los antecedentes familiares y personales nos son perfectamente conocidos; la abuela, alcohólica; el padre, reenganchado del ejército, sifilítico; la madre, uno de estos pobres organismos montañeses, ayunos de pan, sol y vino, a lo que es igual, señora, una odre de linfa. El descendiente, ¿qué ha de ser?, véase el ejemplar. Víctima del raquitismo, de la escrófula, de la osteomalacia; ni glóbulos rojos, ni fosfatos, ni nada; el monstruo de la tuberculosis, agazapado en las vísceras y mucosas, aguardando; la tartamudez en la boca, el velo de la idiotez en el cerebro.

Perico se estiraba más y más las patillas, a medida que le entusiasmaban sus propias palabras. Inmóvil sobre la pierna izquierda, de cuando en cuando flexionaba la derecha con movimiento automático de resorte que se dispara. La voz se mantenía en el registro grave, con matidez doctoral. Doña María, preocupada por sus pensamientos, apenas entendía las palabras que a sus oídos llegaban.

—Si este ser se reprodujera, llegaría su descendencia a la degradación non plus ultra del organismo psicofísico. Felizmente, señora, la Naturaleza es muy sabia, e implacable y amorosa al mismo tiempo, los torbellinos de su eterna evolución arrastran a estos detritus, a estos guiñapos humanos, aun antes de que las exigencias sexuales asomen. Como si fuesen de poca monta los gérmenes morbosos que infectan a este infeliz, la grandísima bruja de su abuela, le ha vertido el veneno del vicio; desde hace unas cuantas semanas había dado en la flor de emborracharle con aguardiente. El desenlace estalla por donde era de temer; por las vías respiratorias. Cayó enfermo con un simple catarro, el cual, bien atendido y supuesta una constitución normal, no pasa a mayores; pero ha sobrevenido una bronquitis capilar, el terrible catarro sofocante de los antiguos, complicado, ¡es una friolera!, con la bronconeumonía. ¿Y cómo no, si esa asquerosa borrachona tiene siempre abierta la ventana, y más cuanto más se sofoca el enfermo? Al venir yo, la cerré. ¡Qué medicación, señora! Hemos entrado en el período de asfixia; Martinico se va por la posta. El Vicario estuvo ya y le administró la Extremaunción; enseguida se largó, alegando quehaceres. La verdad es que estas casas pobres se le caen a uno encima. Cuando menos se piense, Martinico se ahogará como un pájaro. Cuanto antes, mejor, para excusar sufrimientos. No se perderá nada; tenía la inteligencia que basta para ejercer de pilluelo, y acabe usted de contar: ¡pobre diablo!

Doña María, que había prestado atención a los detalles de la enfermedad, dijo, rectificando suavemente la despreciativa frase del joven Osambela:

—¡Pobre niño!

E inclinando el cuerpo hacia el enfermo, le llamó por su nombre.

Martinico abrió los ojos; los últimos fulgores de la fiebre pugnaban con las primeras sombras de la muerte. Doña María, valiéndose de las entonaciones más cariñosas y de las terminaciones más infantiles de la lengua éuskara, formada por Dios para susurrar ternezas y amores, le decía:

—¡Niño, niñito de mi corazón, pajarillo enfermito!, sin duda sufres algún dolor grande. ¿Dónde, querido? Te curarás pronto, sí, muy pronto, y correrás libre, detrás de mariposas de luz, con otros niños hermosísimos, y tú, aun serás más hermoso que ellos.

Martinico aguzaba el oído, pero a compás de las palabras de doña María, sus ojos y rostro daban señales de espanto. Habló —y era su voz un hilito temblón— y dijo con trémulos de miedo en la voz:

—Baa… as… kuencee; yo nooo… yooo no ba… vascuence; ment… in… inbustee diicen; y ca… aste… llano; sí, caas… tellano.

El niño cayó exánime, renegando de la lengua de su madre.

—¿Delira, verdad? —preguntó doña María, encarándose, involuntariamente, con Perico.

—Sí, delira. Mire usted cómo se apodera de la escena, a pasos de gigante, el envenenamiento anoxémico. ¡Qué pulso tan miserable! El colapso cardíaco es inminente.

La respiración de Martinico era convulsiva; innumerables gotas de sudor bañaban la raíz de sus broncos cabellos y caían por la frente lívida; sus labios cárdenos temblaban.

—¡Ah, Juana Miguel!, —exclamó doña María en vascuence y con tono de reproche—, ¿por qué no me avisó usted enseguida que enfermó Martinico?

Oyose el ruido de una persona que se incorpora, y de la sombra más cerrada salió la abuela, de tez amarillenta y llena de arrugas, de mirar extraviado y fisonomía embrutecida. Su toca, sucia de polvo y telarañas, dejaba libres mechones de canosas cerdas. Enorme bocio le desfiguraba el cuello con sus lacias redondeces de odre medio desinflada, sirviendo de remate a la repugnancia que provocaban sus ojos pitarrosos, su nariz mocosa y su boca cairelada de babas.

—¡Andrea! —gritó con voz rajante— me lo han muerto a palos, a coces. No se atreven conmigo porque soy bruja. A él me lo rompieron por dentro; pero fuera se conoce. ¡Cerdos! ¡Malditos!

Con mano crispada tiró brutalmente de la ropa de Martinico, puso al descubierto su pecho, y con los dedos de córneas uñas rasas fue señalando, uno por uno, los cardenales.

Clavó sus ojuelos en el rostro de Perico, y con expresión colérica que endureció y enronqueció aún más las inflexiones de su voz, prosiguió:

—¿Por qué no das parte, Chaparro? A mí, si hablo, me mantearán, y a pedradas me echarán del pueblo. ¡Ojalá fuese bruja! ¡Les había de chupar los ojos a todos! Te callas la denuncia porque somos pobres. ¡Cerdo! ¡Maldito!

Sonrojóse Perico, y perdiendo su aplomo, contestó:

—Señora, está alcoholizada, se empeña en atribuir la muerte de su nieto a una paliza que le pegó el maestro. Admito que se excediera pero… las causas son más profundas, son orgánicas. —Repuesto del todo, completó el pensamiento con su habitual pedantería—: Este desenlace nada tiene que ver con el traumatismo.

Juana Miguel se había aproximado a la cama del enfermito y le dirigía la palabra. Pasó sobre las roncas cuerdas de aquella garganta aguardentosa, una ráfaga de dulzura. De las entrañas de la mendiga abyecta ascendía el agua lustral de las lágrimas maternales.

—Martinico, Martinico, no te vayas. Pronto llega el buen tiempo y saldrás a coger nidos, a robar frutas y a perseguir mariposas verdaderas. ¿Por qué te has de marchar adonde dicen que has de estar mejor? Ni aun en el cielo tendrás abuela. Quédate, Martinico; cada día he de ser yo más vieja y más pobre.

La congoja de Martinico era extrema. Silbaba su respiración; aleteaban las ventanas de su nariz; tendió los brazos y los echó al cuello de su abuela.

¡Amona! ¡I… ito naiz[140]! ¡No, no peegar más, po… poor Dios! Ba… askuence ha… ay hecho; ya i… cir caaastellano; ¡abueela, me me… a… ahogoo!

—Pareja extraña —dijo a media voz Perico—; se quieren con delirio. Ella lo maltrata a menudo y se lo come a besos cuando bien le viene. Reúne esa mujer, en una pieza, las brutalidades de la tarasca y las ternezas de la madre más amorosa. El ladronzuelo la adora; por ella se había convertido en astuto gorrión de huertas y sembrados. ¡Mire usted, señora, el cuadro! La abuela con su descomunal bocio parece un pelícano en actitud de proteger a su cría. Esto se acaba. Yo me marcho; cuando la ciencia es impotente, se retira sin presenciar la suprema derrota. A los pies de usted, señora.

Saludó ceremoniosamente a doña María y salió de la cocina. Su andar pausado, a medida que se alejaba, fué acelerándose.

La asfixia del enfermito era inminente; caído sobre la almohada, abría sin cesar la boca y movía la cabeza de un lado a otro con desgarradora ansiedad. Juana Miguel, como una boba, se abalanzó a la ventana cerrada, y asestó tal puñetazo a las maderas que éstas cayeron a la calle.

—¡Cerdo! Me lo quería ahogar.

Penetró el aire glacial de aquella Nochebuena. De cielo nítido descendía una paz profunda y solemne. A orillas de las pálidas nebulosas, y formando piélago de luz, resplandecían los astros inflamados con sus luces áureas, argentinas, verdosas, rojizas, que titilaban y parpadeaban en el sombrío firmamento.

El cuerpo de Martinico, resbalando hacia la derecha, quedó apoyado en la pared; la cabeza caída sobre el hombro. Jadeaba su pecho trabajosamente y con lentitud progresiva. Pronto sus movimientos fueron imperceptibles; pero vino a revelar que áun vivía, un gemido prolongado, angustioso, que fué enronqueciéndose rápidamente, hasta velarse por completo en un burbujeo de flemas. Después de un ligero estremecimiento que corrió por todos sus miembros, como la ondulación que a los trigos imprime la brisa, Martinico permaneció inmóvil. Sobre la cara del niño acababa la muerte de poner la máscara escuálida y rugosa del viejo.

El cuarto menguante de la luna asomó tras las crestas de Urbasa, su suave claridad acudía a recibir el alma de Martinico y vestirla de nívea túnica para que entrase en el cielo.

Juana Miguel permanecía aún más inmóvil que el muerto. Brillaban sus ojillos pardos bajo la ceniza de las revueltas cejas, fijos con intensa atención sobre la cara esmirriada de Martinico. La tristeza y enternecimiento iban desvaneciéndose; la indiferencia y estupidez les sucedían: la faz humana degeneraba en hocico del animal huraño. Movió los hombros, mascó palabras incoherentes y acabó por acurrucarse, canturriando. La abuela se había evaporado, como una personalidad fugaz y postiza: quedaba la borracha.

Entonces doña María cerró los ojos de Martinico, le sujetó la mandíbula inferior con su pañuelo de bolsillo, recogió la ropa tirada en un montón y lo amortajó con ella. Al sacudir la chaqueta para limpiarla, de uno de los bolsillos cayó, rodando por el suelo, un objeto metálico: era el anillo de la escuela.

Hincose de rodillas doña María, rezó breves oraciones y salió, pisando quedo. Al atravesar la puerta volvió la cabeza. La palidez de Martinico, iluminada por la luna, era extraordinaria. En el marco de la ventana destacábase la figura zafia de Juana Miguel, que apoyando la mano izquierda sobre el alféizar e inclinado hacia atrás la cabeza, empinaba una botella y bebía golosamente del gollete, sin cuidarse del muerto.

Por el centro de la villa era grande la algazara de las gentes que formando grupo recorrían las calles. Tocaban el pandero las mozas y bailaban unas con otras; arrastraban por el suelo los muchachos latas vacías de petróleo, lanzando gritos ensordecedores; cuadrillas de mozos con su mayoral al frente, portador de larguísima percha de donde pendían horcas de ajos, sartas de guindillas y pimentones, cestas de huevos, pescadas de bacalao y pollos, cantaban a coro, con acompañamiento de recios golpes sobre calderas, cacerolas, sartenes y almireces, ora en castellano, ora en vascuence, canciones de ritmo monótono.

Y al concluir la estrofa, llamaban a las puertas vecinas, y con voz estentórea gritaban:

¡Andria, golaziua! («Señora, la colación»), —y según fuese ésta prorrumpían en vítores, silbidos o carcajadas.

La alegría franca del pueblo aumentaba la tristeza de la señora de Ugarte, tristeza pasiva y en cierto modo difusa por todo su ser, y ahora enternecida por la muerte de Martinico. En el zaguán del palacio pasó rozándola Perico Osambela, que salía con el cuello de piel subido hasta los ojos, como quien procura ocultar la cara.

Apenas llegó al gabinete llamó a María Isabel. Esta entró acompañada de Mario.

—¡Era lo úico que me faltaba! —dijo con acento colérico, que su extraña voz bitonal ponía de bulto—. Metes al novio en casa aprovechándote de mis ausencias, y acaso, lo llevas a tu cuarto. ¿Tanto te muerden las ganas de casarte que prescindes de la delicadeza? Ese proceder es vergonzoso.

María Isabel temblaba; reciamente combatían dentro de su pecho la confusión, la cólera y el respeto.

—¡Mamá, fué sin pensarlo! Pasó por ahí, por la calle y subió. Tú tienes la culpa, sólo tú. Bien sabes que deseaba ir contigo a visitar los pobres. Me rechazas de tu lado; soy una leprosa, y luego…

—A los ojos de los buenos hijos, los padres no tienen la culpa nunca. Querías venir conmigo para verle. ¿Piensas que no te conozco? Pisar nosotros la calle, seguir él detrás como un perro, y comenzar tú a volver la cabeza como una loca, todo es uno. Mas propasarse a entrar aquí, es faltar a la vergüenza. ¡Al fin Chaparro! ¿Qué ha de hacer esa gentuza? Portarse como lo que son, como unos gitanos. Tú les das alientos, y ellos me insultan y humillan. Imposible evitar que te cases; la ley te ampara; pero yo tomaré mis medidas y te reduciré estrictamente a lo que la ley te conceda. No quiero que ese hombre vuelva a poner sus plantas aquí; no quiero, sobre todo, que penetre a escondidas, cual si fuese tu amante. Lo prohíbo; ¿me oyes, me entiendes? Lo prohíbo, no a título de madre, que tú desprecias. Lo prohíbo porque soy la señora, porque estoy en mi casa.

—¡Mamá! ¡Eres una soberbia!

—¡Isabel, cállate!, ¡guarda el respeto debido! —exclamó Mario aproximándose a su hermana con gestos suplicantes.

—Bastante tiempo callé. He resuelto que no me ahoguen las palabras que suben del pecho.

—Isabel, tu proceder…

—No te metas en mis asuntos, Mario, como yo no me meto en los tuyos, harto más censurables y criticados. Digo, mamá, que eres una soberbia… Esta casa no es tuya. Es mía, muy mía y de mi hermano. Tú la habitas por condescendencia nuestra y nada más. Vaya un modo de agradecerlo; ¡qué ínfulas!

—¡Por Dios, María Isabel! ¡Refrénate! ¡Tu conducta es cruel! ¡Nada te excusa!

—¡Anda, vete Mario! La Josepantoñi te aguarda con el caldero de castañas de Nochebuena.

—¿Qué dices, María Isabel? —preguntó doña María con voz tan ahogada que apenas sonaron sus palabras—. Intentas amedrentarme, sin duda. Te traeré el testamento de tu padre.

—Este testamento es nulo. Bien enterada estoy. Mario y yo por haber nacido después de hecho lo rompimos. Fiada en él dejaste de hacer inventario y has perdido el usufructo; nada es tuyo, ni un hilo siquiera de la hacienda de Ugarte. Ni esto, ni esto.

María Isabel, fuera de sí, agitó repetidas veces delante de su madre el dedo índice de la mano izquierda, puesto el pulgar de la derecha sobre la rosada yema.

—Anda; despáchame ahora. Repite que me lanzarás a la calle, si me caso. No basta maltratar a las gentes y empinarse sobre cien codos de orgullo; la cuestión es poder. ¡Siendo dueños de todo, parecía que estábamos de limosna! ¡Esta situación es ya insoportable!

Mario presenciaba esta violenta escena sin conseguir cortarla ni encauzarla. Sus interrupciones eran desoídas y sus gestos y miradas coléricas no causaban efecto sobre su hermana.

—María Isabel, cesa de hablar en plural; lejos de compartir tus sentimientos, los repruebo, abomino de ellos…

—¡Buena hipocresía es la tuya! Ea, pues, hablo en nombre propio. Y repito…

—Imposible que digas palabras de verdad —interrumpió con vehemencia doña María—. Mis enemigos, las gentes que constituirán tu nueva familia, la única que te quedará, pues yo, desde hoy, reniego de ti, te han sugerido esas ideas para humillarme y vencer mi resistencia… ¡Oh Dios mío!, ¿cabe que una madre caiga a los pies de una hija desnaturalizada? Mario, tú entiendes de estas cosas; has estudiado Derecho. Habla, por Dios, habla, y pronto; confunde el atrevimiento, la insolencia y el mal corazón de tu hermana. Tápale la boca con la ley; ¡defiéndeme, hijo mío! Dile que estoy en mi casa; que no vivo de la limosna que mis hijos me hacen, para escupírmela, luego, al rostro. Dile que Dios no ha desarmado mi autoridad rindiéndola al ludibrio de una hija ingrata. ¡Jesús! Te callas. Creo que voy a volverme loca.

Delante de Mario, con las manos palpitantes hacia Dios levantadas, atisbaba doña María las señales de turbación y titubeo que aparecían en la cara de su hijo. Mario buscaba palabras que atenuasen la amargura de la realidad, sin oscurecerla del todo; que no confirmasen convicciones destinadas a irremisible desengaño, mas sin rasgar, de golpe, el velo de la ilusión; que acercasen el temor y dejaran visible la esperanza. Comprendía la inutilidad de mentir, y ansiaba hallar una mentira que ayudase la transición a la verdad odiosa. En la algidez de situaciones agudas, perseguía los miramientos de las situaciones tranquilas. Su empresa, por tanto, oscilaba entre lo difícil y lo imposible, a orillas de lo inútil. No hallando las frases que buscaba, permanecía callado, mas sin la tranquilidad que suele acompañar al silencio.

—¡Di algo, Mario, por Dios! Compadécete de tu pobre madre, vieja y enferma de muerta, rica antes y ahora pobre. ¡Ni los últimos bocados de pan que coma he de poder llamar míos! Son cortas, sin duda, mis desventuras; urge declararme mendiga. ¡Y por boca de María Isabel! Continúas callando. ¡Ay! ¿Será verdad lo que de ti me contaron esta misma tarde? ¿Te has encaprichado o entontecido con la chica de Ermitaldea? ¡Eso sí, la Josefa Antonia es guapa, honrada!, pero hasta ahora no se han conocido señoras de Ugarte diestras en layar y uncir los bueyes. ¡Vístela de seda, ponle guantes, cálzala de charol, recógele las trenzas dentro de una capota francesa y verás aparecer la tarasca! Y no hay otro remedio; porque abusar de su sencillez y de su buena fe y de su cariño, convirtiéndola en manceba, ¡sería una canallada indigna de ti! ¿Estos son hijos míos? ¡Mentira parece! No tenéis rastro de decoro; cualquier persona os parece igual a vosotros. Por eso estorbo; y buscáis la manera de desembarazaros de mí.

—Por venir de tus labios —exclamó Mario, y en su voz profunda tremolaban sollozos—, hasta los cargos cruelmente injustos me suenan a caricias. No he escudriñado nunca ni tus derechos, ni los míos. Para ser dueña de casa y de las haciendas y mandar sobre mí, huelgan las leyes: ¡basta que seas mi madre!

Doña María dio un grito. Se llevó la mano al pecho, como si el grito le hubiese desgarrado algún órgano interno. Pero la expresión de sufrimiento de su rostro aparecía transfigurada por otra de júbilo entrañable, e irguiendo la cabeza, miró a su hija de arriba abajo, en actitud impotente de orgullo maternal, mientras Mario le cubría de besos la mano, fría y pálida como un trozo de mármol.

María Isabel bajó los ojos; comenzaba a enternecerse, no obstante su escasa sensibilidad. Pero la actitud de su hermano, que era el más elocuente de los reproches que a ella le podían dirigir, y sobre todo, cierta mirada, donde resplandecía mutuo amor intensísimo, que madre e hijo cruzaron, excitó su amor propio, acrecentó su despecho y hasta prendió llamaradas de rivalidad en vez de provocar sentimientos de emulación.

—Mario dirá lo que quiera; lo que le convenga. Pero estos señores, que son los tres mejores abogados de Pamplona, dicen lo contrario. Mi hermano y yo somos los herederos; nuestro nacimiento anuló la disposición testamentaria de papá; el usufructo foral lo perdiste. Toma, mamá, lee los dictámenes. Y tú también, Mario.

Y tendía las hojas de papel de barba, ampliamente marginadas, cubiertas de los garabatos que trazan las plumas sujetas a escribir mucho y de prisa.

Doña María tomó uno de los dictámenes; Mario rehusó el que le ofrecía su hermana, y porque cayó al suelo junto a su pierna izquierda, lo apartó de sí con un violento puntapié.

Doña María desdobló el dictamen; buscó la firma y a media voz, leyó: «Licenciado Ramón Arbelaiz». Volvió la hoja y comenzó la lectura, desde el encabezamiento.

El silencio era absoluto. De cuando en cuando lo interrumpía la levísima vibración que a las hojas comunicaba el temblor de la lectora. A media tarea, hubo de interrumpirla por un golpe de tos. Se llevó el pañuelo a la boca y se limpió los labios. Desdobló, enseguida, el pañuelo, y aposta lo guardó en el bolsillo, para que Mario no viese las gotas de sangre que lo manchaban.

Leído el dictamen, se lo devolvió a María Isabel que notaba, no sin cierto temor, la descomposición de la cara de su madre. Luego, con voz muy lenta y aún más apagada, pero con acento de humildad serena y suave, que conmovía y sobrecogía, dijo:

—El señor Arbelaiz es hombre de saber y recta conciencia, bien acreditados en Nabarra. Hija mía, es verdad: no soy nadie aquí. Hijos míos, perdonadme el largo tiempo que os he usurpado vuestra hacienda: obraba de buena fe. Si tuviese medios, os restituiría… Algún derecho, acaso, podría alegar sobre lo que resta, por título de dote. Sería inútil, porque nada sobrará, ni esta casa ni el monte los podeis vender en su justo valor. Don Juan Miguel habrá de quedarse con ellos por el importe de la hipoteca. Puesto que vas a entrar en su familia, acuérdate, María Isabel, de tu hermano. Cabe un arreglo equitativo. La hacienda de Urgain vale mucho para quien tenga dinero de presente. Yo me iré a vivir a Bizkaia; en Ermua se salvaron algunos caseríos del naufragio de mi dote. Habitaré el menos viejo de ellos, gastando las rentas de los demás. Necesito poco. Hay que prepararse a morir bien. Soy ya vieja: me hallo muy quebrantada.

Una sonrisa, descolorida como el sol de invierno, vino a iluminar aquel triunfo de la resignación cristiana sobre la diamantina altivez. El pecho acongojado de Mario rompió en sollozos.

—¡Yo contigo, madre! Pero estos son delirios; yo tengo aquí derechos, y lo mío…

—Lo tuyo es mío, ¿verdad? Pobrecillo, gracias. Quitándome yo de en medio, te entenderás más fácilmente con el señor Osambela. No soy santo de su devoción.

—Madre, te juro…

—¡Pst! —dijo doña María sin dejar de sonreírse, llevando el dedo índice a los labios—. Tampoco yo podría vivir sin ti. Cuando se haya casado tu hermana, nos marcharemos. Este pueblo me abruma ya. Dije que «en quitándome yo de en medio», aludiendo al desvanecimiento de mis supuestos derechos. ¡De en medio, sí, me quitarán pronto! Pero será la mano de un Señor más justo y bondadoso. ¡Dios!

La palidez de su rostro, era, en aquel momento, espantosa.

—Dejadme sola, ahora. Vuestra presencia, por distintos motivos, me conmueve demasiado, y las emociones fuertes me dañan, ya lo sabéis.

María Isabel salió del gabinete con la cabeza baja, sin mirar a su madre, no por desprecio, sino por vergüenza; Mario después de besarle con inmensa piedad la frente, que le dejó helados los labios.

Apenas cerraron la puerta, doña María se apoyó en el respaldo de una butaca para no caerse. Sentía vértigos y obnubilaciones. La boca, de pronto, se le llenó de sangre. A poco perdió el conocimiento.

La habitación permanecía a obscuras, porque nadie se acordó de encender las luces. Fuera, la algazara arreciaba por momentos. Los cristales reverberaban las alegres llamas de las fogatas, e iluminaban el gabinete con claridad intermitente. En el techo pintábanse grotescas y movibles sombras, como de linterna mágica, producidas por los que bailaban alrededor de las hogueras. Resonaban latas, chasqueaban panderos, redoblaban tambores y cacerolas, vibraban guitarras, gruñían gaitas, silbaban tibias, y las campanas de la torre parroquial, repicaban a vuelo el primer toque de la misa del gallo, compitiendo en estrépito con los gritos y relinchos de hombres, mujeres y niños, que aquí y allí, desgañitándose, voceaban, magullando el castellano:

Esta noche es Nochegüena,

Noche de poco dormir;

La Virgen está de parto

A las doce ha de parir.

El júbilo popular centuplicó la desolación de doña María. Procurando taparse los oídos con sus yertos dedos, cayó de hinojos sobre el reclinatorio, hecha un mar de lágrimas. ¡Cosa extraña! Ante sus ojos enardecidos se pintó, sin borrarse por largo tiempo, con la intensidad de verdadera alucinación, la imagen de Martinico muerto, y la de la abuela tendida al pie de la harapienta cama, durmiendo su borrachera.