V
CARTAS DE LA MONTAÑA
LAS OCHO DE LA MAÑANA SERÍAN, cuando la criada de don Ignacio Ostiz, abogado pamplonés con estudio abierto, entró en el despacho.
—El correo —dijo alargándole a su amo la bandeja llena de cartas.
Don Ignacio comenzó a examinar la correspondencia. Frisaba en los sesenta, y era de elevada estatura, obeso, calvo, muy pálido, de patillas tiradas, entrecanas y lacias. Llevaba gafas de oro, cuyos cristales algún brillo prestaban a sus ojos grises de mirada mortecina, o mejor dicho, borrosa. La frente, de veras prócer, surcada de arrugas, delataba al hombre de estudio y meditación, así como el empaque y prosopopeya y la solemne lentitud de los movimientos, al hombre que conoce y aprecia sus propios méritos.
El elegante bufete de caoba se veía atestado de papelotes; las mesas y aun las sillas, colmas de rimeros de autos; el estudio, sin duda, era de mucha clientela. Pocos libros, y éstos al alcance de la mano, y todos ellos, prácticos, de uso diario y continuo: códigos, colecciones de sentencias, leyes sueltas. Ni un tratado de filosofía del derecho, ni de historia de la legislación, ni de otra rama cualquiera relacionada con la cultura jurídica general, y mucho menos, de materias ajenas a la carrera. Sentado de espaldas a la chimenea encendida, estaba hojeando un volumen del Alcubilla cuando le presentaron las cartas.
Entre ellas salió una de papel satinado.
—Estos garabatos… ¡Ah!, ya caigo. Son del Padre Aguinaga. ¿Pero este papel tan elegante? «Cartería de Urgain». Vamos, está en casa de Ugarte; escribe de gorra. ¡Famosa paradoja! ¡El cerril Urgain explicando la finura del papel!
Rompió el sobre y leyó la carta que textualmente decía así:
«† Urgain y Noviembre. Sr. D. Ignacio Ostiz y Pérez. Pamplona. Muy Sr. mío y respectable amigo. Save usté el ojepto que me ha traido a esta villa en cumplimiento de órdenes augustas que a usté también le han comunicado. Pero me llevé petardo completo, cual no esperava. D. M. de U. se negó, absolutamente, declarándome que no es ya carlista, y por todos sus poros exhala la peste de la mesticería y liberalismo. Es desgracia tan grande como imprevista, que me llena de confusiones. ¡De quién se ha de fiar, si lo seleto es ya perverso! Esta apostasía no quedará sin castigo pronto; en este mundo, o en el otro. Hablé con la Sra. madre que se mostró pesarosa al principio, y acabó por decirme (al fin, mujer, inconstancia y veleidad, carne), que su hijo que no hará cosa que sea intrínsecamente mala, que respeta sus determinaciones, aunque no las apruebe, pero que no ha de mezclarse en asuntos de hombre, limitándose a rezar y a llorar si ve que el hijo se equiboca; que en cuanto a mal ánimo, no lo admite, amén lo digan frailes descalzos; que el mozo es de índole sana. Gentes son madre e hijo, por lo que veo, si Dios no lo remedia, de las que se van a los infiernos de rodillas.
»Mañana pasaré a tierras de Estella, para cumplir mis otros encargos; pero voy descorazonado, con tal mal principio. He roto por siempre con D. M. indicno de la simpatía de los buenos. ¡Lástima!, la causa que esperaba tanto de él! Figúrese usté que ha descendido al vil terreno de los ochabos. Ahí le duele, y ahí le herirá Dios. Pero a la vez quiere tender la mano a los malos. Comunicaré lo que haya. Se répite de usté afmo. amigo, seguro servidor y humilde capellán q.b.s.m. Fray Ramón de Aguinaga, Dominico ex-claustrado».
Don Ignacio apoyó la frente en la mano derecha.
—¡Es inconcebible! ¿Qué mosca le picó a ese muchacho? El fraile es áspero, y maldito si tiene nada de diplomático. Mas aunque haya habido torpeza de su parte, es indudable que precedió resistencia, negativa más bien, de parte del otro. Su actitud nos trastorna. ¿Lograremos que desista? ¡Ca! Don Mario, como buen montañés, es tozudo hasta la pared de enfrente. Y además, cuando se resolvió a desenmascararse delante de persona tan intransigente como fray Ramón, es que sus propósitos son meditados e inquebrantables.
Don Ignacio tomó otra carta, metida dentro de un sobre hecho con papel de barba; el nombre y dirección eran de letra clara, grande y bien trazada; letra propia de curial, si los curiales tuviesen siempre buena letra.
—¡Vaya una coincidencia chistosa! Después del blanco, el negro; es imposible que las dos cartas hayan venido sin pegarse de bofetones, dentro de la misma saca. Veamos lo que dice el bueno de Juan Miguel.
«Querido Ignacio. Por importantes motivos que te explicaré cuando baje a ésa, me interesa mucho, pero mucho, entiéndelo bien, hacerme con el crédito hipotecario de don Juan Leoz contra la casa de Ugarte. Antes, hubiera sido imposible obtenerlo, pero el fallecimiento de don Juan lo allana todo. No admito negativas, ni excusas; eres omnipotente con el Leoz que queda, como casi lo eras con el que se marchó a la otra banda, y te ponga mi amistad por delante. Da los pasos oportunos y avísame. Expresiones de las chicas, o mejor dicho, de familia a familia. Tu amigo, constante, Juan Miguel».
Don Ignacio se sonrió con muy malévola expresión.
—El padre Aguinaga ofició de profeta. El castigo de este mundo llega pronto. ¡Ay, pobre de ti don Mario, como te ponga en manos de Chaparro! Y te he de poner; lo primero es servir a los amigos.
Abriose la puerta, y entró un pollastre atildadamente vestido. Los pasantes comenzaban a llegar.
—Buenos días, don Ignacio.
—Hola, Eduardito. Tome usted esos autos, los del pleito de don Crisóstomo Lacar contra doña Rosa Zugarrondo. A ver si me hace usted pronto y con esmero el escrito de conclusión; la prueba es plenísima. Fijarse mucho en que hubo error que vicia el consentimiento; non videntur, qui errant, consentire. La correspondencia de doña Rosita es preciosa para este punto, sobre todo las cartas del 5 y del 11 de octubre. Se puede usted lucir. El negocio es de cuantía; los honorarios han de ser de los buenos.
Eduardo tomó los autos y se sentó a una mesita colocada junto al balcón.
Momentos después entró otro pasante, hombre hecho y derecho, de cara tristona, aire tímido y facha clerical a pesar de sus incultas barbas negras.
—Felices, señor Esparza.
—Muy buenos, don Ignacio. Traigo la demanda ejecutiva contra la sociedad «Explotación forestal de la Ulzama», y los apuntes del informe para la vista del pleito de don Segundo Cortés contra don Bernardo Irigaray.
—Siéntese usted. A ver el informe.
Don Ignacio comenzó a leerlo con tanta rapidez como sostenida atención.
—¡Soberbio, soberbio! ¡Qué razonamientos tan bien enlazados! ¡Qué argumentos tan incontestables! ¡Qué elegancia y propiedad del lenguaje! ¡Vaya un castellano! ¡Cómo se le conoce a usted la asidua lectura de los místicos! Es preciso que vaya usted mismo al Tribunal a lucir su obra. No paso ya por que se mantenga usted alejado sistemáticamente de la tribuna, del verdadero pedestal con que la época moderna brinda al talento.
—Yo… señor Ostiz… a la tribuna… a tartamudear el informe… a embrollarme… a que algún señor magistrado bostece y me lance un chorro de agua fría que me deje yerto y pegado a la pared… No, no; cuando salí del turno, respiré. Vengan trabajos de pluma, con los libros al lado, solo en mi pobre despacho, aunque sea doce horas seguidas. Pero discursos, ¡vade retro! Lo primero, no sé lo que hacer de las manos… Su señor sobrino don Alfredo utilizará esos apuntes y…
—Es cargo de conciencia, que oración forense tan magnífica la recite ese turulato: equivaldría a la Casta diva[65] entonada por un organillo…
—No, señor; don Alfredo la pronunciará perfectamente.
—¡Sí, ya lo creo! Y caerá el ridículo sobre todos nosotros. El tribunal, sotto voce, recitará la fábula del grajo adornado con plumas de pavo real. ¡Cualquiera se traga que esto es fruto de ese cacumen sietemesino!
Don Ignacio cambió de postura, y ahuecando la voz, dijo:
—Este informe únicamente debe de pronunciarlo quien tenga ganada su reputación, o el autor mismo. Si usted mantiene su deplorable propósito, me habré de reservar el negocio y utilizar su informe. A Dios gracias, conservo buena memoria.
—Ah, señor don Ignacio, si el informe no es totalmente indigno de usted, será causa de profundo placer y de eterno reconocimiento para mí, verle tomar relieve en sus labios. Dicho como usted sabe decir las cosas, mediante la sonoridad de voz, el arte de la declamación, la majestad de pretor en las actitudes y gestos, mi amazacotada prosa se vestirá con los rasgos de las arengas persuasivas, y me iré a casa haciéndome la ilusión de que mi trabajo era bueno.
Esparza, al decir estas palabras se frotaba las manos, y una sonrisa apacible y triste asomaba a sus labios.
Don Ignacio guardó el informe, y dijo:
—Sobre esa silla hay negocios nuevos; tome usted el que le guste.
Se abrió la puerta del despacho y entró, como un torbellino, un caballero de cara fina y morena, bastante joven aún:
—¡Hola, mi querido Pepe!
—¡Siempre tan trabajador, Ignacio!
—Estoy buscando sentencias del Supremo que hagan al caso. Es el único argumento que impresiona a los señores.
—Mucho; de todas las corporaciones o cuerpos se enseñorea el espíritu de la rutina. Hay poca costumbre de elevarse a la esfera de los principios, esos principios que son el alma de la ciencia. Es preciso tender la vista por amplísimos horizontes, descubrir el enlace íntimo de las verdades, ese enlace predeterminado, capaz de aplanar la sed de conocimientos que devora al hombre; es preciso investigar las relaciones íntimas de las cosas, poner en claro su naturaleza y desarrollarla sistemáticamente. ¿No es verdad, señores? —preguntó volviéndose hacia los pasantes.
E interpretando su silencio, añadió:
—Claro, perfectamente.
El recién venido, con la mano izquierda, además de accionar, sostenía el bastón y el sombrero, y con la derecha se retorcía los negros y largos pelos del bigote.
—Pero siéntate, hombre; deja el sombrero.
—No tengo tiempo. He venido a cambiar impresiones contigo. Vamos a dar tú y yo dos dictámenes acerca de dos asuntos interesantes.
—Habla. ¿A cuáles te refieres?
—Al de la Parzonería de Aralar. Anoche me trajeron los documentos. Es evidente que los guipuzcoanos se extralimitan al prender los ganados que transitan por las veredas del monte después de puesto el sol, siempre que sea en dirección a Nabarra. Es incuestionable que nuestros montañeses tienen derecho a abrevar los rebaños desde Iturri-erreka a Zulo-aundi. Por otra parte, únicamente el Alcalde de Villafranca retiene el derecho a imponer las multas y efectuar los prendimientos.
—¿Te has fijado en el laudo arbitral de 1613?
—Sí, sí perfectamente.
—Con su contexto pudiera, sin embargo, sostenerse que la prohibición de abrevar está fundada en la escritura compromisal del año 1508 —afirmó con tono doctoral don Ignacio. Y luego, prosiguió—: Cierto es que el laudo se refiere, constantemente, a la Información evacuada por los Mayorales el año 1566, en cumplimiento del auto del Real Consejo que la ordenó para decidir acerca de varios puntos litigiosos; pero tampoco es menos cierto que el laudo no aceptó íntegramente la Información. Tanto es así, que redujo a cinco, de ocho que eran, los sitios donde podían construirse cabañas.
—Claro, efectivamente.
—Que el Alcalde de Villafranca, de hecho, es el único que impone las multas y prenda los ganados, por lo que a Gipuzkoa toca, nadie lo pondrá en duda. Mas que hayan perdido, legalmente, su jurisdicción y competencia los demás, punto es oscuro.
—Claro, claro.
—Falta la documentación; rastréase algo contradictorio en las declaraciones testificales. Pudiera, muy bien, haber aquí, nada más que el ejercicio intermitente de un derecho primitivo, por la accidental circunstancia de la mayor comodidad que ofrecían los pastos cercanos a Villafranca. Hoy las talas del monte son causa de que los ganados utilicen mayor extensión de terreno y se aproximen a las otras villas guipuzcoanas de la comunidad. En fin, es negocio un poquito complicado.
—Estamos de acuerdo, muy bien. Es incuestionable que las variaciones en las necesidades públicas, y aun en el estado social, esas variaciones que la historia produce de continuo por medio de las grandes leyes naturales, explican con evidencia insuperable estos puntos controvertidos. Mucho, mucho. Los rebaños de los valles nabarros tienen derecho a transitar de noche por las veredas, a abrevarse, no sólo en la parte alta del río, sino desde Iturri-erreka a Zulo-aundi, y el alcalde de Villafranca ha asumido la jurisdicción que compartía con los de las villas guipuzcoanas congozantes. Esta es la tesis verdadera, a la par que armónica, de todos los intereses legítimos, que demostrará palmariamente mi dictamen. Me alegro infinito que estemos de acuerdo y vengan a coincidir dos dictámenes pedidos por separado. Bien, perfectamente.
—Hombre, no te vayas; que aún no me has dicho cuál es el otro negocio.
—¡Ah, es verdad! Este afecta al orden público, éste entraña las más graves cuestiones constitucionales. Es preciso que al dictaminar nos inspiremos en una gran prudencia, en esa prudencia que no es incompatible, ni mucho menos, con la energía, en esa prudencia característica de los hombres, digámoslo así, realmente varoniles, en esa prudencia que se hermana perfectamente, sí señor, con la exaltación en la defensa de las grandes afirmaciones sociales, de las verdades eternas y salvadoras que sacian la inteligencia y arrebatan el corazón. Nada que se parezca al delirio de las pasiones, al anhelo de los espíritus irreflexivos, de esas pasiones que son el caos asfixiante de los grandes ideales y de los grandes deberes, de esos espíritus…
—¿Y qué es ello? —le interrumpió don Ignacio.
—La cuestión de la indemnización a los liberales, el valor legal de la promesa que la diputación hizo en días de prueba, de lucha, de apasionamiento, de exacerbación, de fiebre, cuando el hombre abdica la ley moral de su libertad en aras del frenesí, del orgullo satánico.
El reloj dio las diez. Don José cortó su perorata, y dijo:
—Imposible detenerme; me esperan los representantes de la compañía inglesa «Aceros y Carbones». Adiós, chico; pero en esto también estamos de acuerdo. La solución es evidente, axiomática…
Y se fue cambiando apretones de manos con los pasantes y don Ignacio. Este le agarró por la manga.
—Chico, ya que estás aquí, firma nuestro dictamen común acerca del asunto del Ayuntamiento de Estella.
Don José aceptó la pluma, garrapateó su firma, pretendió tomar la salvadera y, equivocándose, vertió el tintero por el flamante pliego; pero era tal su prisa, que no se dio cuenta de ello y salió, a escape, del despacho.
Los pasantes soltaron la carcajada; don Ignacio contempló, meneando la cabeza, el dictamen y el tomo de Alcubilla chorreando tinta, y murmuró sonriéndose:
—¡Claro, perfectamente!
—¡Qué imaginación tan viva y lozana! —exclamó Esparza.
—¡Qué elocuencia tan brillante! —gritó Eduardo.
—¡Qué ardilla! —reflexionó, a media voz, don Ignacio—. A ver, cualquiera de ustedes, hágame el favor de poner un B. L. M[66]. a don Timoteo Leoz, suplicándole venga a conferenciar conmigo esta misma mañana, para tratar de asunto que le interesa sumamente. Mientras, ordenaré a la muchacha que enjugue y frote las evidencias del bueno de Velasco. ¡Señores, su corazón es oro!
Salir don Ignacio a la sala, y cerrarse precipitadamente la puerta principal de ella, fue todo uno; entreviose al caer la hoja el orillo de una saya. En el centro había un pollastre de veintiún años, completamente azorado.
—¡Hola, tío! —dijo con timidez.
—Hola, imbécil, ¿estás ya primeando? Entra al despacho, donde encontrarás a tus puntuales compañeros.
El joven cumplió, sin chistar, la orden. Don Ignacio siguió andando silenciosamente hasta llegar al gabinete del extremo opuesto. Abrió de golpe la puerta. Al balcón estaba asomada una señorita de diez y siete años, linda por su juventud. Al ver a don Ignacio, se sobrecogió; un ratón le hubiera hecho gritar más, pero sin teñirle de rojo las mejillas.
—Acabo de sorprender a tu hermana con el abogadico, y ahora te encuentro a ti haciendo la osa con el boticario. ¡Qué precoz afición a las facultades habéis sacado, hijas! ¿Por qué no fuisteis a misa con mamá? Pretextos de costura o labor, ¿eh? Di a la Eulogia que vaya al despacho con un trapo; me han volcado el tintero. Advierte a Anita que estoy harto de Alfredo; me estropea todos los asuntos que le encomiendo. En cuanto a ti, ya lo sabes; no doy entrada a envenenadores en la familia. Mi pobre madre lo decía: con los boticarios nadie quiere cuentos.
Don Ignacio volvió sobre sus pasos. Alfredo se había sentado a la mesita del balcón. Cogió el abogado unos manuscritos y se los tendió a su sobrino, diciéndole:
—Ahí va la contestación a una demanda. Cópiamela en limpio para mañana.
—Tío, con muchísimo gusto. ¿Para mañana… a la mañana?
—Sí; deja el paseo y el teatro. Siete horas me costó el borrador; bien puedes tú copiarlo en diez.
El pobre Alfredo reprimió un suspiro muy hondo y puso manos a la obra. Don Ignacio se engolfó en el estudio de otro pleito.
—Señorito —dijo desde la puerta la doncella—, don Timoteo Leoz desea hablar con usted.
—Al gabinete de enfrente; voy en seguida.
Don Timoteo era hombre de cincuenta y tantos años, bajete, gordinflón, corto de pescuezo, ancho de espaldas, prominente de abdomen y torcido de piernas. Sus ojos castaños, de expresión asombrada, se movían de un lado para otro, como un par de yemas en un plato lleno de agua.
—Dispénseme, don Ignacio —dijo con voz de falsete, impropia de tan obesa mole—, no haya venido antes. El médico me prohíbe levantarme temprano, sobre todo cuando reina el cierzo. Dios mío, ¡qué pecho tengo!
Y tosió, largo rato, con tos sofocante que le amorató la cara.
—Le he llamado a usted para hablarle de la testamentaría. Entra usted con buen pie, porque desde luego se le presenta cómoda ocasión de realizar una de las partidas de mayor compromiso, y de no pequeña monta, a la vez. Óigame con atención.
—Le consta a usted, don Ignacio, que no tengo costumbre de los negocios. Mis principios son atenerme al parecer de las gentes de buen consejo y conciencia y que me profesan cariño. Así es que… la verdad… excusa usted molestarse… yo le di carta blanca y se la duplico ahora mismo. Estos barullos de curia, estas complicaciones de dares y tomares, me marean; a mí, lo que me agrada es cobrar mis renticas, tres o cinco, y fuera cálculos a que no está hecho mi cacumen. Así he vivido con poco, pero sin quebraderos de cabeza. Con que don Ignacio, lo justico para que se ponga el haber a mi nombre, y nada más. Corte y cosa a su gusto, que es usted buena pala, y yo un leño de la Madalena, de mala madera y sin pulir. ¡Qué tos, San José bendito! A que se cumple conmigo el refrán: «casa puesta, cruz a la puerta».
Cuando se aplacó la tos de su interlocutor, dijo don Ignacio:
—Agradezco a usted sobremanera la confianza que me demuestra. Usaré de ella ampliamente… para proponer. Otra cosa es incompatible con mis principios y costumbres. Cada cual, asesorado por persona competente, ha de tomar las disposiciones que personalmente le atañen. Por tanto, comunicaré a usted los antecedentes del negocio que se le presenta, y en seguida mi humilde, desinteresado y amistoso parecer.
—Bueno, bueno, ya que se empeña, por pura fórmula y cortesía, soy todo orejas.
—Pues bien, amigo don Timoteo, hablo sin más preámbulos. Su difunto hermano de usted, que era la bondad misma, solía hacer muchos favores, sobre todo cuando se ponían de por medio la simpatía y los respetos políticos. Entre los muchos favores de esta naturaleza que yo pudiera citar, se cuenta uno que recayó sobre cierta ilustre familia de la provincia, cuyos sacrificios en pro de nuestra noble y desdichada causa se hacen patentes con sólo nombrarla: la familia Ugarte. Don Mario, actual representante de ella, al finalizar la guerra se encontró con la casa muy alcanzada. Basta un detalle para comprender la extensión del desastre. Su padre, nuestro invicto general, en uno de sus momentos de apuro y como quien quema el último cartucho, llegó a tomar quince mil duros a préstamo, los cuales facilitó su señor hermano de usted sin ninguna garantía, por tratarse de personas tan bien reputadas y dignas. Pero como el general era la caballerosidad y la hidalguía hechas hombre, rehusó formalizar el préstamo, si el prestamista no garantizaba su crédito con la hipoteca de los bienes de Urgain. Ciertamente, el valor intrínseco de esos bienes es muy superior a la cantidad prestada. Pero es, en el mismo grado cierto, que sería sumamente dificultoso realizarla, porque en toda aquella comarca son contadas las personas que puedan verificar desembolsos de esa cuantía, y forasteros no es probable que se resuelvan a vivir en poblachón tan triste y retrasado como Urgain, verdadero lodazal cercado de breñas. Ciertamente, por último, que el país es fresco y agradable durante el verano; mas nuestros ricachones prefieren gastarse el dinero en los puertos del Cantábrico y Francia; aparte que quince mil realitos anuales de casa, es caro hospedaje de veraneo. De todo lo cual se deduce, que la hipoteca de Urgain es un tesoro enterrado en el desierto; quien lo posee no lo puede aprovechar. Usted, mi buen amigo, necesita dinero contante y sonante, para enjugar, de presente, las obligaciones que ha ido contrayendo durante estos últimos calamitosos años de emigración y demás.
Los ojos de don Timoteo, que habían estado practicando complicadas evoluciones durante el discursito de don Ignacio, se detuvieron momentáneamente y dirigieron a éste una mirada llena de agradecida ternura.
—Sí, sí, me veo muy apuradico, con el agua al cuello, como quien dice:
—Pues bien —prosiguió el abogado con tono doctoral—, la Providencia le trae a usted el medio de realizar prontamente ese crédito, el más dificultoso y comprometido de la testamentaría. Persona de mi absoluta confianza y amistad particular, desea adquirir dicho crédito hipotecario; va usted a coger quince mil duritos, en buenas monedas de oro o plata, como rezan las escrituras, más el importe de las anualidades caídas y no pagadas, previa la oportuna liquidación, de suerte que el comprador se subrogará a usted y su causante, en todos sus derechos y acciones. Para él la odiosidad de las reclamaciones y ejecución. ¿Qué tal? ¿Forma usted ánimo de vender?
—Ya lo creo; dice el refrán que cuando pasan rábanos[67]…
—Pues bien; con vista de la rotunda manifestación de usted, escribiré hoy mismo a esa persona, dándole cuenta de nuestra entrevista. Nos pondremos de acuerdo para la firma de la escritura y demás. Yo me encargo de remitir la titulación e instrucciones al señor Bergara para que redacte el oportuno instrumento.
—¡Ay, señor don Ignacio, qué buen día me da usted! Le repito que haga cuanto guste; yo firmaré como en un barbecho.
El pobre hombre, frotándose las manos, ser riyó entusiasmado de su propia nulidad.
Cuando don Timoteo hubo salido del gabinete, don Ignacio se sonrió fríamente.
—¡Caíste, don Mario! Ahora experimentarás cuánto arañan, aporrean y aprietan las manos villanas de un Chaparro. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo acaban los linajes! La coraza del infanzón atravesada por la pluma ruin del curial. ¡Bah! Cosas de la vida… ¡y del siglo!
Sacó el reloj del bolsillo y miró la hora.
—Las once y veinte. Tengo tiempo todavía. ¡Anita! ¡Teresa! La chistera y la capa; voy a misa.