VII

LA FLECHA EN EL BLANCO Y EL ARCO ROTO[90]

Con los pies arrimados a los tizones de la chimenea y muellemente repantigado en acolchada butaca, don Ignacio Ostiz, fumando un aromático tabaco, se entretenía en hojear el imprescindible tomo del Alcubilla. De cuando en cuando miraba al reloj de sobremesa. Sonaron pasos en la antesala, y entró don Juan Miguel Osambela, provisto de capa, bufanda escocesa, cartera de viaje, paraguas y bastón. Llevaba los pantalones remangados y los borceguíes amarillos, con suelas de dos dedos de espesor, cubiertos de barro arcilloso: todo un viajero de pueblo, montaraz y huraño.

Los dos amigos se apretaron las diestras con visible contentamiento. La amistad añeja, procedía de la época en que ambos eran curiales del escribano de actuaciones Rodríguez. Aunque sectarios de contrapuestos bandos políticos, nunca se enemistaron; antes bien, les aprovecharon maravillosamente los contrapuestos papeles que representaban dentro de sus respectivos partidos. Sobrevino la guerra civil, y don Juan Miguel emigrado de Urgain, le guardó la casa de Pamplona, habitándosela, a don Ignacio; y éste, correspondiendo al servicio, emigrado también, instaló a su familia en la casa de Osambela, mientras él andaba por la corte de Estella, desempeñando altos cargos. Gracias a la influencia que el abogado y el notario disfrutaban entre los suyos, lograron que la guerra se terminase sin haber sufrido los quebrantos, vejaciones y molestias personales y materiales que otros muchos, menos significados, hubieron de lamentar. ¡Cómo lo celebraron en su primera entrevista al investirse, mutuamente, con el grado de doctor en cucología!

—¡Benditos los ojos que te ven por Pamplona! Cuán reacio estás para tomar el tren y venirte.

—Chico, desde que me hicisteis comer el pan negro de la emigración, se me atragantó la capital. Además, quien vive a la pata la llana de las aldeas no se conforma con los arrumacos de la ciudad. Los adoquines de las calles no se pusieron para que los huelle el jabalí.

—¡Jabalí, nada menos que el futuro próximo palaciano de Urgain!

—¡Cosas de chicos y mujeres, porreta! Maldito si en mi vida se asomó tal deseo a la mollera. Pero en fin, la ocasión la pintan calva.

En pocas palabras le refirió su conversación con Robustiana.

—Cuaje, o no cuaje el descabellado casorio —que no cuajará—, me hace cierta gracia —no quiero ser hipócrita contigo—, me hace mucha gracia la idea de patear a esa bruja de doña María. ¡Vaya con la muy remandilona de ella, badajo!, ¡si parece que nos da una onza de oro cada vez que nos mira a la cara! Lo que no se me cuece es que tú, tan carlistón, te apartes de los cánones de vuestra francmasonería negra, para tirarle a la tetilla[91] a una de las pocas personas de viso que están con vosotros. Aquí hay misterio; explícamelo, prescindiendo, por un momento, de tu jesuítica reserva.

Don Ignacio se riyó.

—Por ser vos quien sois, Juan Miguel, hago lo que hago. Hoy carezco de motivos generales para contemplar a Ugarte, y los particulares que duran, te los sacrifico.

—¡Justo!, por haber desaparecido los otros. ¿Qué es eso de motivos generales?

—Sencillamente los de partido. Don Mario de Ugarte se ha separado de la comunión carlista.

—¡Calla, que me cuentas!

Don Juan Miguel se santiguó asombrado.

—Lo que oyes.

—Calla, calla. Y ¿qué es ahora?

—¡Toma!, no siendo ya carlista, ¿qué ha ser?, liberal.

—Pues lo recibo bien en las filas. Parece cosa del mismísimo demonio.

—En las cosas liberales siempre anda metido el diablo. Vamos a lo que importa. Los papeles y la titulación están corrientes. Se inscribió la hipoteca a nombre de don Timoteo Leoz. La escritura está ya redactada, y por la tarde, a las cuatro, estáis citadas las partes en casa del notario señor Bergara.

—¡Qué sorpresa tan amarga les espera a los Ugartes, cuando sepan que yo, Juan Miguel Osambela, notario de Urgain he adquirido la hipoteca que grava los últimos bienes de ellos! Casi me dan lástima.

—No es esa la única sorpresa —ni acaso la más amarga, tampoco, para cierta persona—, que han de proporcionar los preliminares de esa boda.

—¿A ver, a ver eso?

—Conste, amigo mío, que lo que te descubro ahora, y se hubiese revelado por su virtud propia, más o menos tarde, llegó a mi conocimiento de una manera casual, independientemente del ejercicio de la profesión. Al romper mi absoluta reserva no falto a ningún deber profesional, y menos aún, a ninguna exigencia de la lealtad ni de la delicadeza más acrisolada. Mi hombría de bien reclama esta previa manifestación.

Don Ignacio se llevó la mano al pecho dos o tres veces, recostando su obeso cuerpo en la butaca que crujía, con aire solemne y majestuoso.

—Chico, el preámbulo aviva mi curiosidad.

Don Ignacio se sonrió, y cambiando de postura, se inclinó hacia don Juan Miguel como para hablarle al oído, y en voz baja le preguntó:

—¿Quién crees que es el dueño verdadero de los bienes de Urgain?

—Toma, ¿ahora salimos con eso?, ¿de suerte que yo no voy a dar el golpe a los Ugartes? —preguntó el notario, entre fosco y sorprendido.

—Pasa de la raya, Juan Miguel; no tanto, no tanto. Te repito mi pregunta.

—Hombre, yo hasta este momento, hubiera puesto la mano en el fuego, afirmando que la dueña absoluta de todo es doña María. Su marido la nombró heredera; era lo menos que podía hacer, después de haberle derrochado su cuantioso dote. Pero cuando me diriges esa inesperada pregunta, será por… porque no es así.

—El testamento existe; no se revocó.

—Entonces… —y don Juan Miguel, encogiéndose de hombros, extendió los brazos y no cambió de postura, aguardando la respuesta de don Ignacio.

—Este testamento está roto, ruptum, que decían los romanos, por la agnación de un heredero suyo que no fue instituido, ni desheredado.

Don Juan Miguel abrió los ojos desmesuradamente.

—No veo claro… no entiendo bien… —balbuceó.

—Óyeme. Don Fernando testó durante una grave enfermedad al regreso del viaje emprendido para presentar sus respetos a sus católicas majestades.

—¡Buh! —respingó don Juan Miguel.

—¿Y la libre emisión del pensamiento, hombre?, ¡poco liberal eres, chico! ¡Nosotros te hemos de dar lecciones! En fin, como te decía, testó en Bayona. La poca práctica que en los testamentos nabarros tendrían los del consulado, indudablemente, fue causa de que no se previera el nacimiento de hijos, de los que estuvo privado muchos años el matrimonio. Nacieron, con posterioridad, don Mario y doña María Isabel, y es claro, estos hijos que habían sido preteridos rompieron el testamento de su padre. De este hecho trascendentalísimo nadie se ha dado cuenta, probablemente, ni aun el mismo hijo, que es abogado; ¡tanta es la fuerza de una idea preconcebida! Como que ahí no ha habido cuestiones, ni repartos, el testamento que instituyó heredera a la madre, habrá permanecido en el cajón del secretaire sin que nadie lo vea, y aunque lo haya vista alguna persona, sin que haya notado la carencia de esa solemnidad interna. Los bienes continúan inscritos a nombre del cónyuge premortuo por razones de economía, y la madre, ante sí misma y ante sus hijos y los del mundo entero, goza de carácter de dueña.

—¡Badajo!, esto me abre nuevos horizontes.

—Lisardo[92], en el mundo hay más.

—¿Más?

—Más. Doña María, por lo que al disfrute de los bienes mira, depende de sus hijos; no tiene un real suyo. Está, materialmente hablando, en la calle.

—¡Hombre, eso es imposible!, ennegreces el cuadro. ¿Quién es capaz de privarle del usufructo foral?

—La Ley. Doña María, creyéndose heredera, dejó de formalizar el oportuno inventario. Las consecuencias de esa omisión, ya las conoces: son ineludibles.

—¡Jesús!, pobre mujer, feo nublado se le viene encima.

Don Juan Miguel metió las manos en los bolsillos, estiró las piernas, inclinó el cuerpo hacia atrás y se puso a meditar hondamente. Don Ignacio, apoyando las manos sobre las rodillas, le contempló largo rato y en silencio. Alboreó por su fisonomía cierta expresión, muy velada, de malignidad satisfecha.

—En fin, querido, ya te he enterado de todo, descubriéndote cosas, hasta el día, recónditas. Ahora, a ti te toca aprovecharlas con prudencia y… sin saña.

—Sin saña, ¿eh? Pues te saldrá el tiro por la culata.

—Hombre, una cosa es enterar al amigo íntimo de lo que le conviene saber, y otra hacerse solidario del mal uso de esos datos.

—Tú y los tuyos no olvidáis ni perdonáis nada. Ahora lo aprenderá a su costa don Mario, que idolatra a su madre.

—Confiesa, amigo Osambela, que la Providencia gobierna el curso de las cosas a las mil maravillas: castiga al liberal por mano del liberal.

—Cuando le da asco la pata del carlista, ¡badajo! —exclamó el notario, amoscándose.

Después de un intervalo de silencio, dijo don Ignacio:

—¡Tanto tiempo sin vernos! No te suelto; hemos de gozar de nuestra mutua compañía. Caminamos a Villavieja[93], y ocasiones como la presente se han de ver pocas. Luego te prepararán el gabinete.

Y agarró el cordón de la campanilla.

—¡Imposible!, he venido con el héroe de la empresa, con Perico, que se fue a corretear por la ciudad. ¡Es increíble lo poco que le tira el pueblo! Tu habitación es chica para dos huéspedes.

—No tanto, hombre.

—Lo bastante para causar molestia. Además, mañana, en el tren de la madrugada me vuelvo a Urgain. Esos alborotos a deshora, son más propios de una fonda.

—Comerás con nosotros.

—Estaba descontado el convite; Perico vendrá al café.

—Hoy me encuentro desfallecido, con el estómago débil.

—Efectivamente, estás pálido y con la cara así… como cansada.

—El gusanillo del hambre, chico; hay que matarlo. Ya verás con cuánto apetito como.

Los dos amigos pasaron a la sala. Anita, Teresa y su madre doña Sotera les aguardaban. Era ésta la caricatura de aquéllas, la fase de su evolución futura. La amorosa naturaleza exhibía a los yernos contingentes lo por venir, bajo la forma de una vejiga de grasa y de una carota risueña y boba, sobre cuya estrecha frente una descomunal peluca colgaba su fleco de laberínticos rizos.

Doña Sotera se agitaba y movía mucho. Sonriente siempre, la sonrisa no le iluminaba el rostro, a causa de los negros huecos que los años habían abierto en su dentadura.

A la una se sentaron a la mesa. Don Juan Miguel, satisfecho y contento, comunicó su buen humor a todos, incluso don Ignacio, poco dado a desnudarse de su gravedad aparatosa. Fueron saliendo platos y más platos, con nabarra prolijidad.

—A fin de que no eche usted de menos, en lo que cabe, la montaña —dijo doña Sotera—, he mandado poner un plato de hongos; yo misma los compré en el mercado. No sé si serán tan exquisitos como los que nos envió usted hace unos días; ahora lo veremos. Somos muy aficionados; nunca tememos que puedan ser venenosos.

—A mí también me gustan, ¡porreta!

Los hongos tuvieron el mismo éxito que los platos anteriores. Una botella de champagne elevó al punto más alto la expansión de los comensales.

—Badajo, ya no estás pálido, Ignacio. Por el contrario, tienes la cara roya, con cada rosetón… Esta rata de sacristía sabe hacer las cosas en regla: champán y todo. Lo vengo observando; para comer bien, a casa de los facciosos ricos. ¡Como es el único vicio que os permitís saciar coram populo[94]! Venga otra copa, doña Sotera; brindo por la expedición que hagan ustedes a la montaña: que sea durante la primavera, cuando verdea el campo y se cubren de hoja los bosques. Procuraré devolverles esta excelente comida, salva la diferencia de villorrio a ciudad y los primores de la guisandera.

—¿Te propones obsequiarnos con hierba? —preguntó, riyéndose, don Ignacio.

—Siempre malévolo, pimpollo retrógrado.

—Y usted siempre con su cáscara amarga —dijo doña Sotera, que no quiso desperdiciar la ocasión de ingerir un chiste.

—¡Las dos y media y ese demonio de chico no viene! ¡De fijo, estará barbarizando en La Estrella de Navarra!

—¿Quién te corre[95], hasta las cuatro? Aguardaremos para tomar el café juntos.

—No tal; llegará a lo que llegue. Si lo toma frío, peor para él.

—Voy a obsequiarte con algo selecto. Hace ocho días, cierto cliente, dueño de varios ingenios en Cuba, me regaló una caja de tabacos que son maravilla de aroma y elaboración. ¡Cosa rica, Miguelcho! Guardo la caja como verdadero tesoro.

Don Ignacio se fue a levantar de la silla. Casi estaba de pie cuando lanzó un grito agudo, angustioso; se llevó la mano a la región del estómago, y doblándose repentinamente, cayó sobre el asiento. Tenía la cara sumamente pálida, y la frente cubierta de frío sudor.

Todos corrieron hacia él, mostrando vivísima alarma. Doña Sotera pegó un empellón a la mesa, rodando por el suelo dos tazas de café y una copa, medio llena de coñac. Resonaron varios gritos: «¡Papá, papá!», «¡Ay mi Ignacio!», «¡Dios mío!», «¿Qué demonios es eso?», gritos que vinieron a resolverse en una pregunta única, formulada por voces temblonas, compungidas y sollozantes: «¿Qué tienes?».

—Aquí… aquí… se me desgarra… me taladran… me muero, ¡oh Dios!

Lanzaba hondos quejidos y su postura denotaba completo abatimiento.

Don Juan Miguel y Anita, asiendo al enfermo, impedían que cayese a tierra; doña Sotera corrió a pedir una taza de té; recorría la habitación Teresa, apretándose las manos y tropezando con los muebles. Al fin predominó la idea de acostar a don Ignacio y llamar al médico.

—El que viva más cerca —previno don Juan Miguel—, sin perjuicio del de casa: esto urge.

Cada movimiento arrancaba a don Ignacio alaridos, gritos e insultos.

—¡Animal, no me sacudas tanto! ¡Ay, ay, que torpe, mujer, no sabes ni soltar los botones! ¡Ay Dios mío, ay! ¡Esto es horrible! ¡Jesús, me muero!, ¿qué haces con esa cara tan espantada, estúpida? Tírame del pantalón por debajo. Pronto, que me muero, ¡ay, Virgen mía, Virgen Santísima!, ¿qué demonios me pasa? ¡Ay, ay, ay!

Cuando le hubieron acostado, le sobrevino gran postración; se quejaba sin cesar, pero débilmente. Estaba cansadísimo. Don Juan Miguel y las niñas volvieron al comedor. En aquel instante entró Perico, atildadamente vestido, con guantes flamantes; grave, pero afable, con cierto aire de condescendencia.

—Muy buenas, señores. Aquí también reinan costumbres patriarcales; la puerta de la habitación de par en par, sin que nadie salga a echar el «¡Quién vive!».

Mas al advertir el desorden del comedor: las sillas revueltas, las tazas rotas, el café derramado y las caras afligidas se quedó hecho una pieza.

—La llegada de usted es providencial —gritó Teresita.

—Venga usted, Perico. ¡Ay, pobre papá!

Y rompió a llorar convulsivamente.

—Por aquí, Perico —dijo don Juan Miguel, guiándole a la alcoba.

Don Ignacio al ver una cara desconocida, mostro sorpresa y disgusto.

—Es mi hijo Perico, a quien no has visto desde que comenzó la carrera; se halla de médico de Urgain; ¿lo recuerdas, eh?

Quiso don Ignacio sonreírse afectuosamente; pero el dolor mató la sonrisa, sustituyéndola con una mueca.

Perico, más tieso y solemne que nunca, revestido de todo su empaque profesional, se aproximó al enfermo y le preguntó reposadamente:

—¿Qué es eso, don Ignacio, vamos a ver, qué es eso?

—Aquí un dolor horrible —y el paciente señalaba el hueco epigástrico—; ahora comienza a correrse el dolor por el vientre; náuseas, malestar indefinible, sensación de frío… ¡oh!, yo estoy muy malo.

Perico fue formulando preguntas acerca del carácter del dolor y su localización, sin perdonar término técnico.

—Por Dios, Perico, pregúntame de manera que te entienda. No estoy para descifrar logogrifos; soy ajeno al arte.

El diálogo prosiguió entre quejidos y suspiros.

—¿Ha experimentado usted alguna vez dolores de estómago?

—Nunca.

—¿Pirosis… quiero decir, ardor de estómago, sensación de quemadura a lo largo del esófago, que llega hasta la garganta, sobre la cual parece como que se imprime un hierro candente?

—No, no.

—¿Digería usted con facilidad los alimentos?

—Sí.

—¿Y flatulencia?

—Tampoco.

—¿E indigestiones frecuentes?

—De tarde en tarde, cuando cargaba mucho la escopeta[96].

—¿Notaba usted pastosidad en la boca, por las mañanas, al despertar?, ¿lengua saburrosa?

—Nada de eso.

Sobrevinieron náuseas angustiosísimas, que le obligaban al enfermo a lanzar alaridos, y luego vómitos abundantes de materias alimenticias. La postración aumentaba.

—Bueno, bueno. Vamos a los antecedentes familiares. Su padre de usted, ¿sería hombre robusto?

—Mucho; jamás estuvo enfermo, y murió a los ochenta y ocho; en peor cama que la mía, por cierto.

—¿Hizo excesos en la comida?

—Lo ignoro.

—¿Estaba predispuesto a los cólicos?

—Creo que no.

—¿Digería con facilidad?

—Con mucha; el pobre tuvo pocas ocasiones de hartarse —añadió don Ignacio con amargura que resultó cómica.

—Habrá que completar los antecedentes…

—¡Por Dios, Perico!, no me hagas hablar. Deja que me muera; cada movimiento es una puñalada. ¡Jesús, Jesús mío!

—Veamos el pulso; saque usted el brazo.

Perico pulsó al enfermo; su fisonomía revelaba inquietud. Con la mano izquierda se estiraba los pelos de la patilla. Iba perdiendo el aplomo por momentos; le parecía que le habían puesto una venda gris sobre los ojos. Los zumbidos de la cabeza no le permitían oír, ni coordinar ideas. Llevaba, apenas, un año de práctica: un caso de viruela, dos o tres pulmonías, otros tantos ataques de reumatismo articular agudo y varias indigestiones durante la época de la matanza del cerdo, dolencias, todas ellas, francas, sin complicaciones y curadas, constituyeron la clínica de Urgain desde su toma de posesión. Pero aquella gravedad súbita, aquel repentino hundimiento de un estado de salud, al parecer, perfecto, le azoraban: era primerizo.

Se volvió hacia las personas de la familia, pendientes de sus labios, y dijo titubeando:

—Aquí no hay una causa próxima, inmediata. ¿Han comido ustedes algo que pueda ser nocivo?

—No —replicaron, a unas todos.

De pronto Teresita lanzó un grito:

—¡Ay de mí! Los hongos…

—Pues tiene razón —replicaron los demás.

Perico respiró y se asió de aquel clavo ardiendo: con voz grave y firme, dijo:

—Se trata, indudablemente, de una intoxicación por medio de la bulbosina, veneno muscular o mioparalítico, contenido en ciertos hongos.

—¡Santo Dios, qué chandrío[97]! —gimió doña Sotera—. ¡Y yo soy quien los ha comprado!

Repentinamente, se llevó las manos a la cabeza; el pavor se pintó en su rostro, y dio un grito.

—¿De suerte que todos estamos envenenados? ¡Cinco víctimas, Virgen del Camino! Hace ya rato que me estoy sintiendo enferma, sin atinar por qué. ¡Socorro, Perico, hijas mías!

Estas palabras cayeron como chispas en un polvorín.

—Mamá, mamá, yo me pongo mala —exclamó Teresita.

Ana cayó desfallecida sobre el sofá, llevándose las manos al vientre y gritando:

—¡Mis tripas, mis tripas!

Reprodújose el anterior desorden, aún más estrepitoso. Aquí lloraba una de las niñas, allá sufría ataques de nervios la otra, más lejos gimoteaba la madre. Las tres experimentaban idénticos síntomas; los que Perico con sus preguntas iba sugiriendo. Don Ignacio, desatendido completamente, se retorcía de dolor en su cama. Con la mano derecha sostenía la jofaina apoyada al colchón de la cama, y fuera de las sábanas el busto, inclinada hacia el suelo la cabeza, evacuaba trabajosamente nuevos vómitos. Don Juan Miguel y las dos criadas corrían de un lado a otro, queriendo repartir su asistencia. Perico, sentado al velador, procuraba coordinar una receta.

—Y usted, papá, ¿no se siente enfermo?

—Sí —replicó brutalmente—, de ver y oír tantísima majadería. Recétales una mordaza a esas mujeres, por de pronto, y luego atenderemos a todo. Señoras, tengan ustedes calma, o me voy a buscar la guardia del Principal. Yo, que les estoy hablando, me envenené una vez con setas y todavía vivo. Cada año se envenenan en Urgain cuatro o cinco personas, pero nadie se muere. Es cosa de tomarlo a tiempo.

Se acercó a su hijo, y en voz baja añadió:

—Chico, sigue otra pista. He comido más hongos que nadie y reviento de salud.

Los alaridos de don Ignacio eran tan penetrantes, que padre e hijo se volvieron a la alcoba. Perico examinó los vómitos. Predominaban los líquidos negruzcos, como de hollín diluido. Repitieron los dolores, y luego reaparecieron los vómitos, cada vez más francamente sanguinolentos, hasta que constituyeron una verdadera hemorragia. Hundíanse los ojos del enfermo y las facciones del rostro perdían su relieve.

Perico, lívido, salió de la alcoba y del cuarto: todos le siguieron, presagiando una importante revelación.

—Urge una consulta inmediata; que llamen al médico de la familia. Existe una lesión interna, alguna ruptura visceral cuya localización aún ignoro, de todas suertes, gravísima. Mientras, recetaré calmantes.

Oír estas palabras doña Sotera y caer en brazos de Perico, todo fue uno; y al caer rozó con tanta fuerza el hombro del notario, que se le descompuso la peluca, la cual vino a tierra. Hubiérase dicho que la cara de la pobre señora se había dilatado súbitamente. En medio de la amarillenta y reluciente bola desnuda, varios mechoncitos de pelo cano se movían a impulso de la corriente de aire establecida entre la chimenea y la puerta.

Don Juan Miguel sin parar la atención en la catástrofe —que por tal la tuvieron Anita y Teresa, deplorándola con gritos y apresurándose a imitar la conducta de los hijos buenos de Noé[98]—, refunfuñaba a media voz:

—¡Badajo! Consulta; de un solo médico escapan con bien algunos enfermos, pero de dos…

Media hora después llegó el médico de la familia, don Ruperto Olasagasti. Saludó con voz sorda, echó el abrigo forrado y guarnecido de piel de nutria sobre una silla, y a paso largo, sin prestar atención a los incoherentes informes que los circunstantes le iban suministrando, se acercó al enfermo.

Perico efectuó su propia presentación, y Olasagasti le tendió la mano, sin cerrarla, como si estuviese ofreciendo agua bendita.

—¡Ah!, es usted el hijo de don Juan Miguel; tengo el gusto de conocer a su padre hace años; ya le he saludado ahí fuera.

El enfermo gemía sin cesar; estaba inmóvil, con inmovilidad forzada, violenta, refrenando la respiración y con las piernas recogidas sobre el vientre. La fiebre se delataba en la rubicundez del rostro y brillo de los ojos. Perico enteró rápidamente a su compañero del curso y síntomas de la enfermedad. Don Juan Miguel se acercó con una palmatoria encendida. Olasagasti clavó en el rostro de don Ignacio una mirada fría, sagaz, escrutadora, una de esas miradas que atraviesan como el escalpelo y llegan al fondo de las vísceras: la mirada del observador impasible que examina y estudia un fenómeno, sin emoción de ningún género ni otro deseo inmediato que el de enterarse. La luz de la bujía bañaba el rostro enjuto y amarillento del médico, sus mejillas modeladas sobre los pómulos salientes, su barba entrecana y corta que no disimulaba el relieve rígido de las mandíbulas, su ojo izquierdo inmóvil, centelleante, de contraída pupila, su ojo derecho inerte, opaco, velado por una nube. Sacó el termómetro y lo aplicó al sobaco del enfermo; le tomó el pulso, le palpó el vientre meteorizado y examinó, muy por encima, los vómitos. En seguida movió imperceptiblemente los hombros y miró a don Juan Miguel. Era tal la expresión tétrica e inapelable de la mirada, que Osambela, avezado a escenas semejantes, y poco sensible, de suyo, se estremeció. Salió Olasagasti de la alcoba, y una tristeza profunda se pintó en su rostro. Dentro del médico vibraba el hombre bondadoso, lleno de simpatía y compasión a los enfermos, vencidos por la omnipotencia de la muerte.

Los tres se encerraron en el despacho y tomaron asiento.

—¿Usted representa aquí a la familia? —preguntó Olasagasti a don Juan Miguel.

—Sí señor, por no haber otra persona de quién echar mano actualmente.

Olasagasti cruzó las piernas y volvió la cara hacia Perico, indicándole con un gesto de cabeza, que estaba dispuesto a oírle. Perico comenzó la historia clínica con insegura voz; los dedos de sus manos, apoyados sobre las rodillas, temblaban. Era modesta su actitud, y su habitual locuacidad se enredaba, ahora, en cierta dificultad de expresión; hablaba lentamente buscando términos y palabras. Consignó el estallido repentino de la dolencia; expuso, con claridad y método, la aparición e intensidad de los síntomas; insistió acerca de la dificultad de formular con ellos, en los primeros instantes, un diagnóstico; recordó, someramente y a título de hipótesis inverosímil, desde luego desechada, el envenenamiento, y manifestó cómo la gravedad galopante le había revelado la existencia de una ruptura visceral, de una lesión interna. Enumeró las que pueden producirse para llegar, por eliminación, previa la comparación de los síntomas observados con los característicos de las lesiones posibles, al conocimiento de la que padeciese don Ignacio. Mas como realmente carecía de criterio fijo, y andaba, aún, a tientas, en torno del problema, se le confundieron las especias, quebrose el hilo del discurso y se engolfó en un fárrago de palabras, dejando las hipótesis a medio eliminar, y por de contado, sin diagnóstico la dolencia. Volvió a sentar las plantas sobre tierra firme al calificar de grave el pronóstico.

Olasagasti estuvo prestando atención de pura cortesía a la exposición desigual y larga, de Perico, quien, al hacer punto final, le miró con inquieta curiosidad.

—Hállome completamente conforme con la opinión de mi ilustrado y digno compañero. Tenemos, efectivamente, una lesión interna, una úlcera simple del estómago, de marcha fulminante, seguida de perforación, causa de una peritonitis agudísima. El pronóstico es fatal. Las fuerzas están muy deprimidas, y es posible que antes de treinta y seis horas sobrevenga el colapso. El tratamiento, por desgracia, ha de ser puramente sintomático: bebidas acidulosas heladas para contener las hemorragias y evitar los vómitos; le propinaremos, también, contra los dolores, inyecciones subcutáneas de morfina. Espero lograr la tolerancia del estómago durante algunas horas. Por consecuencia, urge preparar al enfermo a recibir los Santos Sacramentos; después le administraremos, aunque sin esperanzas de éxito, por deberes de conciencia profesional, el opio a altas dosis.

La fatal sentencia cayó sobre las atribuladas mujeres como techo que se desploma. En la pena de doña Sotera vinieron, además, a desaguar, las cavilaciones de la lucha por la vida y cierto sentimiento de irritada decepción que el imprevisto desvanecimiento de una salud floreciente le producía.

—¿Ha visto usted qué novedad la de ese hombre? —gimoteaba—. Irse a morir, así, sin más ni más, cuando estaba lleno de salud, en lo mejor de su vida. ¡Virgen del Camino!, más trabajador que él, ni más amante de su familia, es imposible que haya otro. ¿Y su pico de oro?, todos los abogaus de Nabarra juntos no le llegaban al tobillo. ¡Así ganaba!, de cuatro a cinco mil duros anuales. ¿Cómo quedaremos nosotras, una viuda y dos huérfanas, en este valle de lágrimas? ¡Jesús, Jesús, qué petardo[99]!

La casa se había ido llenando de gente: amigos, parientes, correligionarios. Atraídos por el rumor, pronto esparcido, de la enfermedad, o por recados directos, acudían. Grupos de personas hablando quedo, llenaban la habitación. En la sala, el grupo más compacto rodeaba a un señor alto, de luengos bigotes canos y espaldas encorvadas: era el Presidente de la Junta regional carlista.

Del cuarto del enfermo salió, majestuosamente, un canónigo; su bondadosa fisonomía denotaba pena.

—¿Y el enfermo?

—Muy mal, señores, decayendo por momentos; se va a posta[100]. Felizmente, han cesado los vómitos y se le podrá administrar la sagrada Comunión. Sufre mucho, y no restan para el pobre don Ignacio otros lenitivos que los de nuestra Religión sacrosanta.

El Presidente de la Junta se aproximó.

—Efectivamente, don Eustaquio, la ciencia ha pronunciado su última palabra. Abundando en las ideas de usted, ¿le parece que será indiscreto solicitar de su Santidad la Bendición apostólica para el moribundo? Además del consuelo que al pobre enfermo ha de proporcionarle distinción tan alta y gracia tan exquisita, esos señores y yo opinamos que causará muy buen efecto en la opinión, cuando lo haga público nuestro órgano La Trinchera Navarra. ¡Al fin y al cabo se trata de hombre que siempre sirvió con fina lealtad la causa, tres veces santa, de Dios, Patria y Rey!

—El propósito de usted, don Javier, es digno de loa, y si ustedes lo permiten, yo me encargo del asunto.

La noche iba cayendo; una claridad lívida de crepúsculo ennubarrado, penetraba por los cristales. El desconcierto de la casa tenía la culpa de que las personas de la familia no se acordasen de encender luces, y nadie se atrevía a pedirlas.

Don Juan Miguel, desde el rincón donde permanecía retraído, hizo señas a su hijo.

—Chico, esta atmósfera carcunda[101] se va volviendo irrespirable. Me voy a la iglesia y volveré con el Viático. Después, a casa de Bergara por ver si consigo enderezar pronto el aparejo, torcido con esta novedad; hasta firmar la escritura, no descanso. Tú, haz lo que te dé la gana.

—Me voy a casino; tengo concertada una partida de chapó.

—¡Vaya una plancha que te has tirado con lo de los hongos!

Perico avinagró el gesto, y salieron juntos, ambos malhumorados, aunque por distintos motivos.

Cuando ya la calle estaba, casi del todo, sumida en las sombras, las paredes de las casas vecinas se iluminaron con rojizos resplandores. Dos filas interminables de hachas avanzaban lentamente; las gentes, al pasar, se descubrían con respeto y se arrodillaban; el viento dispersaba las grises cenizas de los pábilos entre torbellinos de humo negro; el tintineo de la campanilla cortaba el solemne silencio. Acercábase, por momentos, la argentina vocecita, lanzando sus claras notas acompasadas, las cuales, al resonar a la puerta del gabinete, proyectaron sobre la imaginación del enfermo la nebulosa de la eternidad tremenda. Hincáronse de rodillas los circunstantes; oyéronse ahogados y convulsivos sollozos, a la par de cuchicheos de oraciones, y el señor Vicario de la parroquia penetró en la alcoba, llevando sus manos al Rey de los reyes que, amorosamente, descendía desde su empíreo Trono, a la morada sórdida del pecador…

Veinticuatro horas después doña Sotera, sus hijas y don Juan Miguel se hallaban a la cabecera del enfermo; Olasagasti acababa de salir de la alcoba, no sin prevenirles la inminencia del peligro. El vientre de don Ignacio, enormemente distendido, levantaba con redondeados relieves, las sábanas de la cama. El rostro fruncido de arrugas, enjuto, cianótico, tenía una expresión marcada de estupor. En el gabinete conversaban don Eustaquio y el presidente, a quienes, al salir, saludó el médico, comunicándoles noticias pesimistas.

—Pasará la noche, pero sin llegar al mediodía.

El presidente hizo un gesto, y don Eustaquio se fue a la alcoba, con un papel azul en la mano.

—¡Don Ignacio, amigo don Ignacio! —le gritó al oído—; ¿cómo se encuentra usted?

Abrió los ojos el enfermo, dirigiendo una mirada absorta a su interlocutor. Este repitió la pregunta.

—¡Ah, muy mal!; ahora sufro algo menos, desde que cesó aquel hipo espantoso. Se acaba el aceite.

—¡Confianza en Dios, don Ignacio, que todo lo puede! Tengo el gusto de comunicarle una buena, una excelente noticia; la mejor, la única que le infundirá consuelo y ánimo.

El pobre enfermo hizo un esfuerzo y se incorporó ligeramente. Encendiose la inteligencia en sus ojos y alentó la esperanza en su pecho. Próximo a ser tragado por los abismos de la muerte, parecíale más hermosa y amable la vida. Acrecentábase el cariño a los suyos con la inminencia de la separación inevitable. Pesábale irse del mundo sin haber descansado de sus ímprobos trabajos forenses, ni gozado de las altas posiciones con que le brindaban sus servicios al partido. Redondear su fortuna, y en seguida la diputación a Cortes, constituían los dos números más sabrosos del programa para lo futuro. La horrenda sima, abierta repentinamente bajo sus plantas, cuando lleno de confianza caminaba, ¿no se podía salvar con alguna industria? ¡Vivir, deseaba vivir!, prolongar el goce y posesión de los elementos de ventura que le rodeaban. Pensó que le tendían un cable, una rama, siquiera, para asirse y subir a la luz y al aire puro. Una sonrisa de confianza asomó a sus labios crispados por el sufrimiento. Aguzó los oídos, ávido de consoladoras nuevas.

—Su Santidad —continuó don Eustaquio— se digna enviarle su apostólica Bendición. Aquí está el augusto telegrama. Voy a leérselo.

La noticia no encajaba dentro del orden de ideas mundanales que entonces acariciaba don Ignacio. Movió los hombros, obscureciéndose de nuevo, sus ojos, y cayó su cabeza sobre la almohada, del todo vencido y postrado por la postrera decepción, sin escuchar el telegrama pontificio.