IX
CHISPAZOS EN EL AGUA
CASILDO ZAZPE, alias Cuadrau, apoyado el trasero contra la pared de su casa, inclinado el busto hacia adelante y extendidas las piernas con abertura de compás, ocultas las manos en la faja y la boina echada sobre los ojos, recibía los pálidos rayos que con intermitencia bajaban desde el sol a la charcosa tierra, abriéndose penosamente camino por entre las grisientas nubes.
De todas las bocacalles iban saliendo a la plaza caballos y yeguas de inculto, espeso y cazcarriento pelaje, que, al cabo, formaron una gran manada y tomaron el camino de la sierra tras los guiones provistos de enormes cencerros: pausados y tardos los reducidos a trabajar, saltarines y galopadores, los aún indómitos potros.
Congregáronse, luego, las cabras, en torno del cachazudo y grave chivo, meneador de la esquila. Era de ver cómo, algunas, se encaramaban por las paredes, codiciosas de roer las plantas parásitas que las tapizaban y mordiscar las tiernas ramitas que asomaban por encima de los bardales; otras, después de gallear algunos instantes, arremetían a triscar sus cuernos, forcejeaban con la cabeza baja, y luego, de pronto, se alzaban sobre las patas traseras, manteniéndose, mutuamente, en equilibrio, para separarse, después de varias oscilaciones, dando brincos y balidos.
Resonó por las equinas el grito prolongado y a boca llena de «¡beyak![107]». El boyerizo, firme sobre sus piernas engrosadas por los mantarres de las abarcas que recubrían el pantalón hasta las rodillas, vestido de burdo capusay color chocolate, apoyándose en el largo y nudoso palo, se detenía algún espacio y lanzaba, de nuevo, su grito «beyak!», lenta y monótonamente ondulado. Acudían, mansamente, a través de los barrizales, los bueyes y vacas, mosqueándose el vientre con la cola; y sus mugidos obscurecían el metálico rumor del cencerro.
Cuadrau contemplaba con distraídos ojos la reunión y marcha de los ganados, propiedad de los vecinos. Tenía el ceño fruncido y la expresión del rostro acibarada.
—¿En qué piensas, mocé? —preguntó una voz femenina.
Y un revés de mano, por detrás, le lanzó la boina al arroyo.
—Celidonia, me chanfutro en tus gromas. May comido las tripas toda la noche, y tengo amarga la boca.
Celedonia, riyéndose, le tiró tres o cuatro pescozones.
—¡Tati quieta, o te rompo los morros duna guantada! Te repito que tengo mal temple.
Refunfuñando, recogió del suelo la boina, limpió el barro que la tiznaba con la manga de la blusa, y se secó las manos, restregándoselas con su espeso cabello, castaño y ensortijado.
—¡Pues eso es lo que me puede, cacho!, verte con esa cara de vinagre. ¡Si paices un apaga velas, aus!
—Que páizca; ¿y qué?
—¡Toma!, pues lo siento. Antes no eras lo mesmo: panderico de bodas.
—Antes, antes…
—Y aura el enterrador. ¡Lo qué puede una mueta, Casildico!
—¡Qué mueta ni qué melones, Celidonia!
—Négalo, condenau; ¿te páice que los demás semos tontos? Andas bebiendo a morro abierto, el aire, tras de la Josefa Antonia. Pero siempre te sopla bochorno.
—¿Tú qué sabes, otra?
—¡Toma a la vista está. El cierzo no atufa!
—¡La verdad!… ¡Me está dando cada desprecio! Si fuera hombre, paura ya lo había vulcau.
—La culpa us tenéis vosotros, ¡sonaja!
—¿Quiénes?
—Los mozos. ¡Cuando la veis, se us cae la baba, cacho! Josefa Antonia por aquí, Josefa Antonia por allá, que si fue que si vino. Y dale con lo de guapa, y dale con lo de resalada, y con sacala a bailar en toos los toques. ¡Claro, se le ha llenau daire la calabaza!, mentira páice lo tontos que sois.
—No maspes, Celidonia; lo de guapa y resalada naide se lo puede quital.
—¡Eso!… ¡Valiente pavota! Más sosa que un costal de patatas. Ni hablal castellano sabe.
—A que le tienes tú cachico de envidia, Celidonia, ¿cuánto te juegas?
—¡Yo invidia, yo! Pa eso se repeina la hija de mi madre —exclamó hecha una sierpe Celedonia—. ¡Invidia!,, ¿de qué? Tantos dineros tiene mi padre como el suyo, y si a ella le sobran, a mí tampoco me faltan mocés de lo bueno que me cortejen. ¡Porra, allá viene, plazo abajo, tras de los cutos, a escobazos! ¡Miála cómo se chapotea por el barro, descalza! ¡Aus, lo mesmo anda la Reina: qué maja!
Casildo dirigió sus ojillos grises hacia el punto indicado, y dijo:
—¡No es, ni con cien leguas, habladora! Es la Francisca, la criada del boticario.
—¡Vaya, caella se le cairían los anillos por hacer lo mesmo! Te digo una cosa.
—¿Cuála?
—Que pierdes el tiempo, sin remedio, y es lo pior. Me páice que no deja dabel en el pueblo quien se coma la cebada que buscas.
—¡Calla, mal pensada! José Martín, el de Goenaga, la pretende pa casarse, como yo, que tamién me casaría a gusto. Pero a él le luce el mesmo pelo camí. ¡Más le vale, que si no!…
—¡Claro!
—¿Qué ices?
—¡Lo que oyes: claro!
—No me vengas con retintines, tengamos la fiesta en paz. ¡Mira, hoy estoy de humor pa deslomal al mesmo lucerico del alba!
—¿Y si te escuece?
—Que me escuezga.
—A tú y a Martín os lucí el mesmo pelo porque sois del mesmo pelaje. Oléis a femo.
—¡Otra!, y ella, ¿a qué güele?
A femo tamién, quió. Mas ya sa cansau, y aura busca la colonia; por eso se frota con el señorico.
—¡Repuño! ¿Qué señorico es ése?
—¡Toma! ¡Don Mario! ¿Quién ha de ser? No pasa una vez delante de la casa de Josefa Antonia, sin entral a vela. ¡Ya cudiau si pasa veces!, ¡que si voy de caza, que si voy de pesca, que si a pintal monas! ¡Aus!, ni los gorriones al trigo.
—Don Mario va de costumbre, porque es muy llano y le gusta hablal con los probes.
Celedonia lanzó una carcajada estridente, en la cual puso la mayor expresión que supo de burla e incredulidad.
—Entonces semos muy ricos nosotros, porcaqui no mete las patas. Qui agudo eres, Casildo: has nacido pa obispo. Creí que me dirías que iba por la agüela ciega.
—Y piensas…
—¡Pues no!, entre santa y santo, cal y canto. Por muy santurrón que sea don Mario, dejará de gustale. Ya más a más con éstas, capenas las rempujas, ya se están caendo. ¡Buenas son, buenas! —Tomando tono de zumba, continuó—: ¡Pero igo mal, porra! ¡Ca andará por casarse, como tú y José Martín: quiós, no sus ha salido mala parte contraria! Secano contra regadío.
Tornó a reírse con la misma expresión de antes.
—¡Callarás, lengua de víbora, mala perra! —gritó desde el fondo del tugurio Aquilino—. Más te valía sacar los cutos fuera, que es laura.
Celedonia se retiró, y Cuadrau, cabizbajo, salió a la carretera. La piara de los cerdos, inmensa y gruñidora, iba acudiendo a la plaza. Los pastorcillos, tres o cuatro mozalbetes desarrapados, corrían de aquí acullá, procurando formar el hato. Abríanse las puertas de las casas, y a puro empujones y latigazos, lograban las mujeres sacar los puercos, que luego se paraban, formando racimo, a hociquear la madera y gruñir destempladamente. Cuando perdían la esperanza de que les abrieran, se esparcían por calles y plazuelas, burlando, con quiebros y huidas, los esfuerzos de sus relanzadoras. Y era su pérfida habilidad rematada, para poner entre éstas y ellos, de por medio, los lodazales más profundos y negros, obligándoles a dar rodeos en busca de orillas y vados de piedras sueltas, so pena de enfangarse hasta las corvas. Y si la persecutora, salvando a tuertas o a derechas el obstáculo se les iba encima, agazapábanse, y después de dos o tres salidas falsas, arrancaban a escape al sesgo, pregonando sus cuitas con penetrantes gruñidos, mientras aquélla, harta de remangarse las sayas y hacer equilibrios, se lanzaba colérica lodo adentro, tirándoles piedras.
Reunida, por fin, la piara, salió a trote gorrinero, carretera abajo, hacia Aralar.
El mismo camino traía, es decir, el de la estación, Jose Miguel, con su cartera colgada del hombro, y tres o cuatro periódicos y otras tantas cartas en la mano.
—Saludáronse él y Cuadrau afectuosamente.
—Casildo, hazme el favor de subirle esta carta al Maistro; para llevar en seguida estos pliegos al Ayuntamiento me han dicido y no tengo tiempo que sobrar.
Tomó Casildo la carta y se encaminó a un caserón destartalado de la plaza. José Miguel prosiguió su recorrido con la más brava cachaza del mundo.
En medio de una sala vastísima, capaz de contener triple número de niños, fría y de mal repartidas luces, donde los bancos y mesas cojos sobrepujaban a las cabales, el maestro don Bernardino, embozado en su capa andaluza, pasaba lista y apuraba la colilla. Los chicos, repartido en secciones, junto a la pared cubierta de dislacerados mapas[108] y mugrientos cartones de silabarios, respondían «¡Presente!», divirtiéndose en gritar más de lo preciso y mudar el timbre natural de la voz.
El maestro dio tres palmadas, y los muchachos, rompiendo las secciones, se extendieron delante de él en hileras y de tres en fondo. Don Bernardino fue registrándoles los bolsillos, y cuando encontraba mendrugos de pan, los arrojaba a un rincón; pero si eran nueces, avellanas, castañas o manzanas, las retenía en las amplias faltriqueras de su americana.
—Os he prohibido cincuenta mil veces comer en las escuela: ésta no es la pocilga, granujas.
Cincuenta o sesenta pares de ojos estaban fijos en la cara verdi-negra del maestro, larga y escuálida, mal afeitada, de entrecano bigote, cara de sargento retirado de la guardia civil. Aquellos ojos azules, pardos, castaños, negros, de mirada viva e inteligente los más, y de expresión traviesa todos, decían: «Lo que tú quisieras es que nosotros trajésemos perniles; por si nos descuidamos en traer algo que valga, no nos registras más a menudo».
Sufrió una violenta tanda de tos don Bernardino, escupió a un pañuelo de hierbas tan arrugado y sucio que parecía un pingo, y con voz, aún anhelosa, dijo:
—Hasta ahora os he pedido el anillo una vez a la semana. Desde hoy, os lo pediré dos veces, y no a día fijo, porque ya sé lo que hacéis, bribones. Andáis ladrando vascuence seis días, y el séptimo aguzáis el oído para encajárselo al más descuidado. Es una vergüenza lo que pasa en este pueblo; nadie habla castellano, y ninguno de vosotros es capaz de enhebrar media docena de palabras sin un despropósito. Luego viene el señor Inspector y me abronca. Mirad, los chicos de Irurzun, a tres o cuatro leguas de aquí, han olvidado el guirigay[109]. Vosotros no podréis ir a ninguna parte civilizada, sin que se os ría la gente y os llame papanatas. ¿Quién tiene el anillo? Hoy hace frío y no le sentarán mal media docena de vergazos.
Los chicos rompieron filas y formaron corro alrededor del maestro.
Este repitió la pregunta. Un cuchicheo recorrió susurrando los grupos de los muchachuelos, y cierta sonrisa burlona, acentuada por la expresión de crueldad inconsciente propia de los pocos años, animó aquellas infantiles caras de atezados cutis, mocosas narices y broncas e incultas cabelleras. Don Bernardino siguió la dirección de las miradas y dio con Martinico.
Este, ocultas las manos dentro de los bolsillos, tiritando, pálido, encajonada su cabeza entre la doble joroba y restregándose los pies manchados de lodo, levantaba sus ojos descoloridos y tristes, cuyo párpado inferior henchían las lágrimas próximas a correr. Sus labios abiertos temblaban, y la distancia de la boca a la nariz, por la actitud suplicante de la cabeza, parecía mayor y redondeaba la expresión lela de su rostro.
¡Cuán amarga bullía la hiel de don Bernardino! Contemplábase, a sí propio, enfermo de una lesión pulmonar incurable, atribuida por él mismo al clima húmedo y frío. ¡Ah!, la suerte no le había sido amable. Hijo de pobrísimos labradores, desde su mísero villorrio del Pirineo, de once años, pasó a Pamplona a servir de mancebo o aprendiz de comercio. Un pariente cura que en la capital vivía, notando su despejo, lo tomó a cama y mesa y se comprometió a sufragarle los estudios de gramática. Muerto el sacerdote, Bernardino colgó los manteos, siguiendo la carrera de maestro, a costa de infinitas privaciones. Después cayó quinto. En el ejército hubiese tenido porvenir si su carácter atrabiliario y altivo no le perjudicara. Con los inferiores era duro, con los superiores tieso: defecto el segundo insubsanable y peligroso el primero, porque los subalternos ascienden. Dominábale la pasión de la lectura, incubada por la ebullición de ideas que produjo la septembrina[110]. Convínose la semi-ignorancia del dómine, con la semi-ciencia del lector atropellado de obras medianas y heterogéneas.
Como nunca tomó libro que le hablase de su tierra, disipose el sabor de la patria nativa. La patria de sus amores era la patria política, la que él halló enaltecida y celebrada por sus autores favoritos. Era la suya la de las almas modeladas por la guerra de la Independencia, madre verdadera del unitarismo español. Profesaba al regionalismo odio de jacobino[111], y entre todas las manifestaciones de la vida local ganaban la palma de sus antipatías los idiomas. Singularmente detestaba el vascuence, recordando, acaso, las burlas que le valió cuando comenzaba a chapurrar el castellano que hoy, con su criterio de maestro de escuela, estimaba ser la lengua más sonora, majestuosa, rica y perfecta del orbe. Su execración al vascuence fermentaba con el furor del renegado, del parricida. Aunque montañés, por sugestión literaria le entusiasmaban los horizontes despejados, las llanuras inmensas, el cielo azul, el sol radiante y los demás lugares comunes de las bellezas de España. Tras de mucho rodar, gracias a las recomendaciones del general en jefe de quien había sido asistente, a falta de cosa mejor, logró obtener el cargo de maestro municipal de Urgain, donde vegetaba con sueldo mezquino, echando pestes del paisaje, del paisanaje y del celaje, agriado su carácter desapacible y vidrioso, ulcerado su corazón, poco sensible, de suyo, por decepciones de carrera, desventuras de familia y dolencias físicas. De los chicos entregados a su férula, no veía sino los defectos. Ellos y él servíanse de mutuo tormento.
Don Bernardino miró torvamente a Martinico, sin que la compasión le oprimiese el pecho ante aquel ser deforme, triplemente herido por la escrófula, el raquitismo y la miseria. La debilidad del niño, el desamparo del mendigo, la fealdad del contrahecho que la mano torturadora de la desdicha le ponía debajo de las plantas, era cebo a la ruindad de sus sentimientos, a la cobardía de su ánimo, a la amargura de sus afectos y a la dureza de sus entrañas.
Con acento irónico, exclamó:
—¡Continúas abonado al anillo, don Tortuga, señor Sapo! Tres semanas hace que acudes a la escuela, no por amor a las letras, sino a la ración de la alcaldía, y otras tantas lo ganaste. ¡Ya te quitaré las ganas de reincidir, bribonzuelo, ratero! A ver, dámelo; vamos, pronto, que no hay tiempo de sobra.
Martinico, lívido, tendió la mano con el anillo; dos lagrimones resbalaron por sus macilentas mejillas.
—Como tú hacen los perros; antes de que les toque la piedra, ladran y cojean. No malgastes las lágrimas: te han de hacer falta pronto.
Martinico, maquinalmente, se había quedado en la misma postura. El maestro le sacudió un palmetazo con la regla, que le hizo retirar la mano y esconderla.
Levantó don Bernardino el anillo a lo alto, y dijo:
—He aquí la joya que guarda la boca de este lagarto.
Los chicos se riyeron pateando de gusto.
—Silencio, canalla; de lo contrario, os reparto leña también. Me llamo Balda y… baldo[112]. Vamos a ver, señor don Martín Zurikalday —¡vaya un apellido, señores!— ¿quién te entregó ese anillo?
—Aanterooo.
La emoción le trababa más la lengua; con dificultad podía articular.
—¿Quieres un vaso de agua con azucarillo? La cosa tiene doble chiste: ¡ser tartamudo y hablar vascuence! Antero, Antero, ¿y que más?
—Zuu… Zuuubel… Zuubeldíía.
—Antero Zubeldía; ¡valiente pieza! ¿Cuándo?
—Aayer.
De modo que, como de costumbre, contra mis órdenes reiteradas, ¿hablaste vascuence en la calle?
—No señor, no señor. Hablar casteellaanoo yo; di… didicir yo orma een vez dee paared; ¡zas!, me ha dadoo aanillo.
—¡Antero Zubeldía!
—¡Señor!
—¿Es cierto lo que dice Zurikalday?
—Sí, señor. En la fuente le di el anillo. Nos estaba diciendo que fuésemos a la huerta de Gortari a robar nueces; que él ya subiría por encima de la orma. Yo entonces le dije: Martinico, hablar en vascuence has hecho: y le di anillo.
—Bien, bien; Martinico se encontró con la horma de su zapato, aunque no los usa. Cuida de que a ti no te suceda lo propio. Desde hoy, el último y el penúltimo que tenga el anillo serán castigados. Martín, saca las manos, junta los dedos.
—Yo queerer sooolo aandar; ¿pa qué veenir esoos coonmigo? Yo soolo mejor; sieempree detraas de mí, queriiendo daar aanillo andaan. Yo no saaber orma casteellaano oo demoniiios si ser. Yo caastellanoo hablar hiice.
—Para que aprendas lo que es castellano y lo que es gringo, voy a activarte la circulación de la sangre. Tu lengua de estropajo y tu idioma corren parejas. Lo dicho, dicho; saca las manos y junta los dedos.
Obedeció contra toda su voluntad, Martinico, y el maestro comenzó a descargarle secos golpes con la regla de cuadradillo. Gritaba el muchacho y retiraba las manos; entonces el maestro le daba fuertes tirones de las orejas y del pelo, levantándose a pulso por el asidero de aquéllas. Goteaban ya sangre las uñas, y no hubo medio de que sacase, nuevamente, las manos de los bolsillos.
—¡Granuja!, ¡tunante!, ¡desobediente!, ¡terco! ¿Piensas que tus gritos disminuirán la ración? ¡Vaya que es lindo el hocico que pones! Tuerces la boca de un lado solo. ¡Toma!, ¡para que la tuerzas del otro y haya simetría!
Le pegó un terrible bofetón en la mejilla izquierda, que le volvió la cara. En seguida descolgó las correas y blandiéndolas un momento, le tiró el primer azote; silbaron aquéllas y se enroscaron alrededor de las flacas pantorrillas del muchacho e imprimieron lívidas huellas en la amoratada piel; luego, cayeron sobre sus muslos, trasero y espalda. Martinico lanzaba gritos desaforados, atronadores berridos. Los demás chicos se reían.
—¡Calla, condenado!, parece que están matando un puerco. ¡Calla, te digo!, cuanto más grites, peor. Si recibes media docena sin chistar, se acaba la fiesta. Uno, dos; ¡graznido al canto!, cuenta nueva. Uno, dos, tres… imposible. ¡Toma!, éste y éste; hasta que se te raje la campanilla.
Enfurecido por los lloros y gritos, don Bernardino se fue encarnizando y menudeó sus golpes con bárbara insistencia: tiró la correa y comenzó a puñadas, pescozones y puntapiés, asestados en todas las partes del cuerpo de Martinico, a quien acorraló contra la pared. El infeliz ya no lloraba, gemía; sus quejidos convulsivos hacían trepidar su deforme tronco; la respiración, perturbada por los golpes que habían caído sobre su pecho y espalda, era estertorosa; sangre de los dientes y narices enrojecía la pechera de su harapienta camisa, y en la piel de su cabeza y piernas aparecían rasguños y cardenales. Los chicos, atemorizados y ya compasivos, se formaron en secciones, guardando el más profundo silencio. La escuela parecía un gallinero rondado por el gavilán.
Cuadrau, impensadamente espectador del final de la escena, se adelantó con la carta, desde la puerta donde estuvo recostado y mirando. Al oír los pasos, volvió don Bernardino la cara, sin lograr reprimir un movimiento de contrariedad y sobresalto.
—¿Qué es eso?, ¿quién es?, ¿qué le ocurre?
—Señor maistro, aquí subo una carta pa usté.
—Bueno, gracias. Otra vez llame usted en la puerta antes de entrar.
Cuadrau clavó sus ojillos grises, burlones y atrevidos, en la cara fosca del maestro, y dijo:
—Usté ispense; yo no estoy acostumbrau a estas fatadas[113].
E hizo como que se marchaba; pero deteniéndose, añadió:
—¿Por hablal baskuenz le ha pegau usté la tocata a Martinico? ¡Pobre crío!
—Le pegué por desobediencia contumaz, y para que aprenda lo que le conviene y está mandado: —replicó secamente don Bernardino.
Cuadrau alzó los hombros con desdén, y se acercó al rincón donde Martinico, tendido por el suelo, dobladas las piernas y vuelta la cara a la pared que le servía de apoyo, gemía convulsivamente.
—Toma, probico; toma esta ochena; no llores.
La compasión ennoblecía a sus ojos, de ordinario, procaces, y en su voz ruda vibraba la nota tierna de la piedad. El jorobadito recompensó con triste mirada de agradecimiento, la limosna. Pero removidas sus penas por aquel inesperado rasgo de conmiseración, rompió a llorar estrepitosamente; pegado el cuerpo a la pared, sacudido por nerviosos estremecimientos, ya no tuvo ánimo ni gusto para abrir su mano de mendigo.
Cuadrau le metió la moneda en el bolsillo del desgarrado chaleco. Vio las manchas de sangre, y al incorporarse, exclamó con voz que llenó la silenciosa escuela:
—¡Rediós!, ¡a un hermanico mío habían de venir a pegale porque hablaba la lengua que Dios le puso en la boca[114]! ¡La suya se la habían de comel los perros al máistro!
Y encarándose con los niños, prosiguió:
—¿Pa esto vus traen a la escuela vuestros padres? ¡Montañeses habían de ser! ¡Falsos, más de falsos[115]! ¡Mandrias, sangre de limaco!
Y salió del local luciendo en los ojos el fuego que le dictó aquella acusación de cobardía, y atestiguando su indignación con tremendo portazo.
Cuando llegó a casa, Celedonia estaba con un gran cesto de ropa sobre la cabeza.
—¿Aunque vas, quia, al río?
—No; que trai el agua muy puerca, por las lluvias. Ma voy más lejos, a ise regacho que no se cómo demonio le llaman, Bergieta o Turgieta…
—Ya sé onde es.
—¿Quieres venil?, te divertirás con las mozas que están lavando… Anda, salau.
Celedonia recalcó estas palabras con una mirada muy cariñosa.
—Ya te ije que no estoy pa gromas. Vete sola. Adiós.
Los dos hermanos se separaron. Celedonia salió del pueblo, y junto al calvario tomó la senda que va por medio de las heredades y luego, torciendo repentinamente, se encarama cuesta arriba. Las suaves ondulaciones del terreno, vestidas de corpulentos robles, gradualmente se alzan a mansas colinas, cuyas faldas trazan sinuosa y angosta torrentera, donde discurren, salvando islotes de cimbreantes juncos y desmayados sauces, clarísimas aguas, que aquí prenden tocados de brillantes por las sueltas guedejas de las plantas acuáticas, y allá bordan con espumosa plata las playuelas de guijas azuladas.
Celedonia caminaba senda arriba. A la derecha ahondábase la encañada. El ambiente, frío y sereño[116], cuantas resonancias le enviaban los ecos, devolvía: acampanilleo de rebaños, murmurios de agua, gotear de rocío. Por entre las ramas filtraba el sol, a punto ya de enseñorearse del cielo, sus áureos resplandores. Los vahos de la empapada tierra, tendidos como pardo celaje sobre el bosque, disolvíanse en tenues gasas, cuyos toques de fuego, al remontarse, palidecían, concluyendo la viva coloración azul del firmamento por absorber los matices pajizos de los ligeros copos.
Al pisar de Celedonia crujían las bellotas caídas. Caminaba con mucho garbo, apartándose, según podía, de los baches del suelo, removido por las carretas y el ganado. Sobre la colina más alta, se bifurcaba la senda. Celedonia tomó la agria pendiente del ramal derecho, cuesta abajo. Era el suelo pedregoso, y a causa de la humedad, resbaladizo. Celedonia, guardando dificultosamente el equilibrio, agarrándose a las matas que le pinchaban las manos, descendía lentamente. A cada paso se le iba el pie por el corrimiento de alguna piedra. Paralelamente, pero por el centro del riachuelo, con agua hasta la rodilla, avanzaba otra moza, llevando una gran canasta de ropa blanca sobre la cabeza.
—¡Sonaja! —murmuró Celedonia—, ¡esas descalzotas donde quiera se meten! Estará rica lagua dimpués de lo ca nevau. Así todo, ella viene guapamente, y yo aquí me voy a deslomar. ¡Peseta!, ¡si es la Josefa Antonia! ¡Ojalá hubiese venido Casildo! ¡Osús!, por poco me escuaderno; mai manchau de lodo hasta la chaqueta. La Josefa Antonia se ríe de velme pegar la morrada. Aguarte, no irás por penitencia a Roma…
La torrentera, en aquella parte, se ensanchaba hasta formar un diminuto vallecito. A derecha e izquierda, las laderas de las colinas ostentaban la opulencia de sus robledales, cuyo extendido ramaje tendía umbrosa bóveda sobre el agua, tachonada de lentejuelas de oro por el sol, y tan diáfana, que hasta las menudísimas piedrecitas blancas del fondo se distinguían. Tapiaba el valle el gris acantilado de una peña, a la que ceñían mural corona los puntiagudos peñascos que colgaban sobre el abismo oscuros festones de hiedra. Detrás recortaban el puro azul del cielo las crestas nevadas de la sierra, resplandeciendo con irisados centelleos. Tres o cuatro arroyos caían desde la peña sobre las musgosas rocas a granel tendidas por el llano, quebrándose en chorros saltadores, diluyéndose en sutilísima pulverización, a modo de neblina, donde la luz, juguetona, cuajaba reflejos de plata mate, nacarados orientes de perlas y vivas chispas de oro; luego se aquietaban en las amplias copas que les tendía el granito, y al rebasar sus bordes, perdida la braveza, proseguían entre guijarros, hasta que otros arroyos confluentes, hijos de las numerosas colinas les abrían el sosegado pecho.
De aquel paraje de Iturbegieta, tan propiamente así denominado, no consistía la preclara hermosura, ni en su apacible reconditez, ni en el contraste entre las áridas peñas y las verdes lomas con sus rígidos ángulos y suaves curvas, ni en la sombra misteriosa de la selva centenaria, aun cuando la primavera, al esconder piadores nidos entre los árboles, dejase caer de su canastillo perfumadas violetas, presumidas margaritas y ruborosas fresas; pues a estos rasgos y primores aventajaba el agua que de todas partes fluía, durmiéndose aquí como un lago, borbollando ahí como un torrente, ensanchándose, más lejos, como desceñida cabellera, variando constantemente sus matices, verdoso en los remansos, acerados junto a las peñas, negros sobre las losas, opacos bajo los árboles, vivos bajo el limpio cielo, con todos los fulgores del zafiro y del oro. Los timbres del agua estrepitosa eran infinitos. Sonaba la caída de los arroyos sobre los peñascales como el sordo estruendo de lejano cañoneo, seguido de tumultuante hervir; las aguas profundas mugían monótonamente, sin oscurecer el chapoteo de las orillas, donde al cuchichear de las ondas replicaban susurrantes risas, cuya impresión alegre venían a desvanecer otros sones gimientes y melancólicos que parecían ecos de violas, flautas y oboes. Tintineaba el goteo de las rocas, escarchando con argentinas salpicaduras las llenas y graves vibraciones de cristal exhaladas por la bullidora corriente.
No eran ondinas los seres que encontró Celedonia y turbaban con su parlería la canción mágica de Loreley[117], sino lavanderas locuaces. Mejor que el vestir y el hablar, denotaba la oriundez de ellas su esquivez al agua; pues las hijas de tierra adentro, nabarras o forasteras, mostraban la castiza repugnancia a la mojadura que todo español de secano experimenta, limitándose a hundir la muñeca en la fría corriente, mientras las montañesas baskongadas, hechas a la perpetua humedad de sus valles, no se encogían por darles largo remojo a las piernas.
Celedonia se encaminó a la orilla donde lavaban varias mujeres, esposas e hijas de guardias civiles, carabineros y empleados subalternos del ferrocarril. Josefa Antonia se quedó en medio del río, con sus paisanas, remangadas hasta encima de la rodilla unas, y otras modestamente cubiertas hasta los pies por las sayas.
Josefa Antonia dejó la canasta sobre una de las grandes piedras que para golpear la ropa y escorrerla había por allí diseminadas, y saludó a sus conocidas, entre las que se contaba Mari-Cruch, la criada del café. Esta interrumpió su faena, y restregándose la mejilla con el anverso de la muñeca, por estar empapadas de jabón sus manos, dijo en vascuence:
—Bien venida, Josepantoñi: traes mucha ropa. Yo estoy desde el amanecer, pero acabaré pronto la tarea. ¡Qué fresca estaba la mañana! Allá veo a la Chelidoni.
—¡Déjala!, si supieras cuánto me molesta su hermano; me persigue de continuo.
—Le voy a tentar un poco. Nos harán reír sus descaros.
—Más vale no meterse con ella; ya sabes la lengua que tiene.
—Pues por eso, mujer.
Y sin hacer caso a su compañera, Mari-Cruch interpeló a Celedonia valiéndose del idioma castellano.
—¡Chica, vente por aquí! Te haremos sitio; verás que bien te errefrescas[118].
—No necesito refrescarme. Nenguna parte del cuerpo se me abrasa. No toas pueden icir lo mesmo, cay quienes están echando chispas como el fogón y sarriman a ellas las gentes pa calentarsen.
Las «carabineras» y «civilas» se hicieron cargo de la malicia al momento, aunque ignorando el sobrescrito de ella, y la celebraron. Las baskongadas, por su parte, riyeron la materialidad de las expresiones, el desgaire del gesto y la suelta articulación de las palabras.
—Qué lengua tan lista tiene —decían—; parece un rayo; jamás se quedará sin contestar. Da gusto oír lo deprisa que habla.
—Vente, pues, aquí, mujer —prosiguió Mari-Cruch—, si no necesitas pa calor, nunca venir mal pa limpiesa.
—Esu es pa las que tienen mugre; que la hija de mi madre es tacica de plata que no va a la gambella[119] de las cazuelas —replicó Celedonia, llena del legítimo orgullo de quien se lava la cara de ocho a ocho, las manos al fregar y los pies cuando el médico receta pediluvios.
El contraste entre la ruda entonación aragonesa de la una y el meloso ceceo guipuzcoano de la otra, era tan marcado como el timbre de la voz, grave en la garganta de Mari-Cruch, agudo en la de Celedonia.
—Yo no me pensaría que eras tú, clase de tasa de plata, sino de gata, por el miedo que tienes al agua.
—¡Baraja!, ¿te páice a tú ca mí me da la rial gana de enseñal esas piernazas de morcillas que lucís ahí con tan poca vergüenza? Lo pior es que no hay dengún pez de calzones que muerda el anzuelo. ¡Aus, quiá!, ya puedes bajal el telón, que está el treato sin gente.
Las pullas de Celedonia obtuvieron carcajadas y chillidos aprobatorios. Una pobre «carabinera» que lavaba dos o tres camisas de hombre, vestida con el amarillo refajo de las castellanas y que había traído consigo una criatura de pecho, la cual, acostada en el suelo, no cesaba de gimotear y mover los brazos por entre el mantón que le servía de cama y abrigo, exclamó:
—Para salada, la Celedonia: ¡cómo se conoce que es hija de otra tierra! A todas las que están ahí encharchadas como las ranas, las envuelve y apabulla.
Celedonia, haldas en cinta, volcó sobre la orilla la canasta y se arrodilló, en disposición de comenzar la faena.
Mari-Cruch, aunque algo le escoció la salida de la moza, iba a continuar sus provocaciones. Josefa Antonia, sumamente azorada, le dijo a media voz:
—Por la Virgen Santísima, Mari-Cruch, déjala en paz. Nos dirá mil picardías, y aquellas mujeres bailarán sobre nuestras espaldas.
Mari-Cruch, que tenía sangre sardinera en las venas, y que, a poder valerse del vascuence, no habría cedido sin bizarra defensa el campo a su competidora, hizo un gesto de resignada condescendencia. Pescó el ojo avizor de Celedonia la intervención de Josefa Antonia y la actitud disgustada de su amiga; pero equivocándose acerca de los ocurrido, gritó:
—¡Vaya!, no haiga miedo que marrime. Sería lástima que por velme cerca, se le caesen a alguna los anillos.
Comenzó a palear un mantel con la maza de madera, y a grito herido, taladrando los oídos con el falsete, lanzó al aire una copia de jota:
Aunque cudias de los cutos
Y vas al campo con ciemo
Dícenme que no te cumple
Nengún mozo jornalero.
Mas el hijo de mi madre
Nunca llorará por eso
Ca anteayer un campanario
Se cayó largo en el suelo.
Siempre ha sobrau el orgullo
A quien cobra pocos censos;
No olvide la fantasiosa
Que Dios nos hizo de menos.
La puerta de tu corral
Abriste anoche corriendo;
Pensé que entrabas el buey…
El que entró fue un caballero.
Tú que desprecias a un probe
Buscas de un rico el requiebro,
Y el rico, por divertirse,
De tu pajar come el pienso.
Celedonia, vuelta la cara al grupo de las montañesas, como quien a alguna de ellas se dirige, después de cada copla, levantaba y movía la cabeza, en son de reto. Su voz aguda, de gaita pamplonesa, vibraba con agrios dejos de ironía y escarnio. Sus gritos de plazuela difamadora, obtenían el eco servil, idéntica repetición que el sublime polifonismo de las corrientes y cascadas.
Todas las conversaciones habían cesado. Afilaban las lavanderas el oído para no perder ni una siquiera de las ponzoñosas alusiones. A medida que éstas tomaban cuerpo y más derechamente se enderezaban al blanco, sucedían las carcajadas de aprobación da las sonrisas hipócritas. Las almas ruines se complacían en la pública afrenta del prójimo, y aun las que no lo eran, se substraían a la virtud de encerrar con llave esa malévola curiosidad, hociqueadora de ajenas flaquezas, que es rasgo de la condición humana. Lo que a nadie, por chismoso y mal pensado que fuera, se le había ocurrido hasta entonces, sugeríanselo las coplas, que en ciertos ánimos sólo dejaron prendida la sospecha, pero en otros, más temerarios, lograron que sospechar y creer fuesen una misma cosa.
Rosita, la hija del casillero[120] Chíes, mozuela desenvuelta, nacida y criada en el arroyo de Madrid, por tirarle de la lengua a Celedonia, y reír el escándalo, le gritó desde su puesto, ocho o diez metros más abajo:
—Qué bonitas canciones canta usted hoy, Celedonia. Sabe usted lo mucho que he corrío; pues se lo aseguro a usted, en ninguna provincia oí esas coplas. Tienen remuchísima gracia. Les he de aprender cuando haya espacio. ¿Serán canciones nabarras, verdá usted?
—Lo que cantan en Nabarra, nabarro es —replicó Celedonia, volviéndose hacia Rosita con cara satisfecha, para indicarle cuánto se hallaba dispuesta a tomar las varas que le brindase.
Rosita al tanto, añadió:
—Hija, ya me supongo. No es eso lo que deseaba decir, sino que serían canciones de su pueblo, ¿sabe usted?
—La tonada, por de contau, es dallí, y aun parte de las coplas, pero cuando estoy de buen humor como hoy, pongo por caso, me salen nuevos versos de la boca con sólo abrila.
—¡Jesús, hija!, ¿es usted poetisa y todo? Pues eso tiene mucho mérito, ¿sabe usted? ¡Si digo yo que esta Celedonia es la gracia andando! La verdad, no sé cómo hace usted para componer versos; ¿de dónde saca esas ocurrencias, hija?
Rosita tendió el cuello, en actitud del que espera ver saltar el chorro de cieno.
—Ni yo mesma lo entiendo, tampoco. La tonada ayuda, y basta tener ojos en la cara y dicir lo cuna ve y lo que siente.
—Pues hija, ¿sabe usted? En el pueblo habito, por mi desgracia, va para tres años, y no he visto las cosas que usted canta.
Introducida la mecha ardiendo dentro de la mina, la explosión se produjo inmediatamente, Celedonia, como gato a su presa, se abalanzó sobre las últimas palabras de la relamida y taimada Rosita.
—¡Cacho! ¡Si paice que la gente vive papando aire! Aunque les metan por los morros pan, tampoco saben morderlo. Andan por la mesma calle y toos los días han de tropezal en la mesma piedra. ¡Porra, la cebada se había de vendel a onza! Pero hay quien tien el ojo abierto y narices de perdiguero, y distingue y güele, de lejos; otros, hasta que están dientro del común no icen ¡cómo apesta! ¡No falta moza del pueblo, no, de las que estripan terrones y echan el regaño en la pieza, a duna con los bueyes, la cual, digo, no tiniendo más dote cun par de cutos en la sierra, tuerce el hocico a quien es menos probe que ella, y le suelta un bufido cual si fuese un adifesio! Es que a las tales las auga la fantesía, por que alguno les hincha de viento mollera. ¡Anda, ya será con su cuenta y razón! Que tampoco faltan señorones, más tiesos quel pino, aficionaus a buscal gallinas mansas por los corrales. ¡Y donde haiga agüelas ciegas, digo! Empués saldrán las resultas; que esas cargas se llevan pancia fuera. ¡Bien impliau us estará, bien impliau; este rato us tengo lástima! Cáuna mastuerza comemaices[121] la embobe un zorro viejo cansau de correr Madrí, mal me paice; pero todavía es más pior que los padres can de cudiar della, acordándosen del dicho «las hijas, de chicas se caen, de mozas se tienden», vayan de badaje[122] y pongan la cubertera y tangan la vela. A sabelo de onde saldrán los doblones pa comprar yuntas y otras cosas. ¡Puah! Sinvergüenzas, indecentes…
Celedonia se había ido exaltando con sus propias palabras, como el bebedor se embriaga, apurando vasos, con el vino que a sí mismo se sirve. Las sospechas que su malicia le ofreciera, a título de armas ofensivas, pesaban ahora sobre su inteligencia con la firmeza de la convicción. Capaz era de dejarse descuartizar por sostener la corporalidad de aquel fantasma. El noble amor fraterno, el despecho y algo de inconsciente envidia, echaban fuego a sus venas y enronquecían su garganta, constreñida por la cólera; sus manos temblaban sobre la ropa blanca, de la cual se escurría azulada agua de jabón.
Josepantoñi, aunque entendía poco el castellano, por estar en escena Celedonia y ser tan expresivos sus gestos, notó, desde las primeras palabras de las coplas, la intención de su cantora. Roja de vergüenza, aguantó la primera andanada, bajando los suyos, llenos de lágrimas, ante los ojos maliciosos, burlones o compasivos de las lavanderas impresionadas por distintos afectos.
—¡Ah Mari-Cruch!, mira lo que me traen tus bromas —murmuró en tono de reproche.
—¿Quieres que la haga callas?, verás cuán pronto.
—De ninguna manera; resultará el grave escándalo que ella busca. Me haré la desentendida.
—No podrás; sus descaros subirán de punto, y concluirá por nombrarte. Es mejor tapiarle la boca desde luego.
Rosita y Celedonia comenzaban, entonces, a tender la malla de su diálogo en torno de Josefa Antonia, perturbada, al mismo tiempo, por el deseo y el temor de escuchar sus palabras. ¡Con cuánta crudeza la grosera procacidad respondía a la insinuación ladina! ¡Cuán violento rompió el estallido de la difamación franca! Porque las señas equivalían al nombre; ¿quién, si no ella, era nieta de una ciega? Por encima de su cabeza volaban las palabras injuriosas, chorreando cieno, que salpicaban a toda su familia; las manchas le quemaron, como si fuesen gotas de metal candente. Fácil era anonadar a la embustera; fácil… si valiesen la razón y la verdad. Mas esto requería expresarlas; atajar, con el tartamudeo de un idioma extraño, la locuacidad de quien se sirve del propio. Prefería callarse, sí; la prudencia lo aconsejaba. Tampoco era grato a su modestia entablar inmunda pelea y grita escandalosa. Pero su honra y la de los suyos caía al suelo, como un guiñapo, revuelto con la ropa sucia de una mozuela insolente. Su genio se encabritó al sentir las espuelas de las últimas injurias; en las venas de la montañesa pacífica hirvió la añeja y pura sangre baskona, arrastrando en sus caldeadas ondas la suavidad ordinaria de su carácter. Comprendió que Celedonia se disponía, ya, a denostarle directamente; y dando cuatro brincos de cabra, saltó del centro del río a la orilla.
—¿Qué andas, mala mujer, tanta imbusterías diciendo? Ya veras, si no callas…
Quiso proseguir; le faltaron palabras, y se quedó con la boca abierta, articulando sílabas sueltas, alzado el blanco y fornido brazo, turgente el seno y crispados los dedos de los pies sobre los puntiagudos guijarros.
Celedonia se puso derecha instantáneamente. Apoyó las manos en las caderas, y con el tono más irónicamente insultante que pudo, replicó:
—¡Miren la gatamusa[123], cómo se sacude el baste[124]! ¡Cadía apriende algo nuevo, una! La verdá, Josefa Antonia, hastáura pensé que eras una chica honrada. El que no es cofrade, que no tome vela. Y haz el favor de no miralme a la cara dende hoy hasta que eches el último resuello, y sobre todo, de no llamalme mala mujer, por cas de saber ca honrada naide me gana, pues yo no tengo alcagüetes en casa, ni meto en mi cuadra a nengún señorito. Probe de ti si güelves a prenunciar esa palabra ¡tai darrancar de raíz el moño!
—¿Tú errancar moño a mí? Fácil decir es… mala mujer, mentirosa, falsa[125]…
—¿Yo falsa, yo? ¡Cascajo! Es cuanto me quedaba coír. No el moño, sino los ojos, los hígados te voy a sacar.
Celedonia, pálida de ira, trémulos los labios, prietos los dientes con tal violencia que, las abultadas mandíbulas como que iban a desgarrar la estirada piel de las mejillas parecía, hinchadas las venas del cuello, se tiró, con la agilidad del gato, al rostro de Josepantoñi, la cual le hizo errar el golpe con una bofetada. Pero Celedonia, cuya condición bravía le impulsaba a causar el mayor daño posible, arremetió de nuevo, y aunque no logró tocar los ojos de su adversaria, le clavó las uñas en mitad del rostro. Gritó, de dolor, Josepantoñi, y como era mucho más alta y forzuda que la otra, la agarró por los hombros y, con ímpetu incontrastable, la lanzó al suelo como una pelota. Cayó Celedonia de bruces, lastimándose la cara y manos con los cantos. Quiso incorporarse, y aun a tientas anduvo buscando piedras que arrojar; sobrábale valor para no retroceder ni ante una bayoneta. Pero Josepantoñi que observó sus movimientos, la aprisionó por las muñecas, y como al forcejar Celedonia cayese de espaldas, la metió, a la rastra, en el río, sin hacer caso de sus chillidos, y le dio chapuz varias veces gritando en vascuence:
—El perro rabioso huye del agua.
Y dejándola medio atontada y transida de frío, se reunió a sus paisanas, que la recibieron con vítores y risas de enhorabuena. Josepantoñi no se estimaba merecedora de aplausos, sino digna de lástima: que aquella pelea pública, le repugnaba y avergonzaba sobremanera, como acción indecorosa, que la ponía al nivel de cierta gentuza soez y pendenciera, que no se estilaba ni en su casa ni en su pueblo. Sentose sobre una piedra, y comenzó a llorar copiosamente, tiñéndose sus lágrimas en la abundante sangre que manaba de sus dislaceradas mejillas, donde sentía impreso un sello de envilecimiento.
Mientras, Celedonia, a quien circuían Rosita y otras forasteras, cansaba los oídos con sus roncos improperios y amenazas. El toque ridículo de su derrota la sacaba de quicio. Hubiera preferido, ¡mil veces!, una navajada[126] en la ingle, de las que los mozos de su lugar se asestan en riñas sin motivo, a la befa de verse remojada como un trapo. En cuanto a reanudar la pelea, ni por mientes; el baño, y baño de agua que manaba de las nevosas cumbres, produjo efecto sedante. El frío ambiente de diciembre sobre la ropa empapada, le hacía tiritar. Deseaba mudarse cuanto antes, quitarse la camisa chorreante que se le pegaba al cuerpo, las medias encharcadas dentro de las botinas. No faltaría ocasión, sabiéndola aprovechar, de obtener cumplida venganza.
Josepantoñi, temerosa de que se reprodujese la riña, viendo terminado el quehacer de Mari-Cruch, resolvió retirarse y dejar interrumpido el suyo, hasta otra día más bonancible. Cuando las dos amigas iban subiendo el repecho, cargadas con sus canastas, Celedonia que las divisó, y a la sazón estaba bebiendo, contra su costumbre, un trago de vino que para reconfortarla le ofrecieron las «civilas», exclamó meneando el puño:
—¡Cúrtite[127], ladrona!, en to el pueblo se irá esta noche que estás apañada con don Mario, y esto es lo que yo quería.