XIII
EL DIABLO EN URGAIN
AL PACÍFICO, y más que pacífico, amodorrado pueblo, llegó el diablo cierto día del inconstante febrerillo, bajo la forma, esencialmente moderna, de una doble distribución postal de papelitos blancos, los cuales, de las manazas callosas de José Miguel Loipea, rostrituerto por tan extraordinaria faena, pasaron a las de los urgaineses, cuya inmensa mayoría, durante el año, no había tenido que habérselas con el cartero.
Eran los tales papelitos unas circulares impresas, donde el Comité liberal de Pamplona, y la Junta regional carlista, presentaban, respectivamente, valiéndose del argot de sus correspondientes partidos, las candidaturas a diputados forales y provinciales de los señores don Santiago Gastaminza e Irurzun y don Cosme de Barinaga y Aldasoro.
Si a estos papelitos, el viento reinante los hubiese arrancado de las callosas manazas de Loipea, con caprichosos revuelos de blancas mariposas se habrían esparcido por el ámbito de la villa, siendo recreo de los ojos. Pero en verdad, aquellos papeles blancos eran como la tercera plaga de Egipto; y a poco de repartidos, pudo repetirse el versículo de la Biblia: «Y Aarón, teniendo la vara, extendió la mano; e hirió el polvo de la tierra, y hubo cínifes[154] en los hombres y en las bestias: todo el polvo de la tierra se convirtió en cínifes por todo el territorio de Egipto».
Los cínifes electorales, con sus trompetillas sonoras, enloquecieron a los urgaineses. Levantándoles gruesos habones, les inocularon virus rábicos que transformaban los ánimos pacíficos e inertes en activos y pendencieros. Ardió la pasión política. Los corros obstruían las aceras al anochecer, y cuando estaba lluvioso el tiempo, los zaguanes. Al regreso del campo se agrupaban los labradores, no al azar, como antes, pues todos, ya que no amigos, eran compañeros, sino según las afinidades de la personal opinión. Agrupamiento que se extendió, pronto, a las tabernas, despojadas de su carácter neutral, con grave disgusto de los taberneros, obligados, también, a darse a bando, después de contar el número de parroquianos adscritos a cada partido, y perdiendo ipso facto los del contrario. Las mujeres, vehementes y parlanchinas, mientras la herrada, al caño de la fuente, rebosaba, eran prolijas comentadoras de las incidencias mil de la campaña electoral, haciendo cruel rechifla de las maniobras, a menudo indecorosas, de los adversarios y preludiando la victoria de la parcialidad simpática con picantes jactancias, cebo de chillonas disputas.
De cuando en cuando, por si la efervescencia se mitigaba, paquetes de diarios pamploneses, de La Trinchera Navarra, de El Centinela Liberal caían sobre Urgain, exacerbándose las rencillas y avivándose los entusiasmos con la vil prosa de ignaros e imprudentes periodistas, repleta de embustes, sofismas, patrañas y groserías, capaces de desacreditar, por sí solas, la causa más noble y santa y de encasillar en la masa neutra a toda persona decente desapasionada; prosa donde reptaban, como víboras, las calumnias y aullaban, como lobos, los insultos y una mota de razonamiento se diluía en océanos de improperios personales.
También trajo el correo, a deshora, cuando los trabajos electorales iban muy adelante, otra circular que ponderaba la Religión, la historia de Nabarra, la necesidad de unirse para conservar los fueros existentes y reconquistar los antiguos y las tachas y máculas de los partidos contendientes (con mayor franqueza que habilidad expuestas), escrita en vascuence, para que todo lo de ella fuese desusado y estrafalario. Pues aunque la tal circular decía cosas y pulsaba cuerdas que, dentro, muy hondo, y recubiertas por capas estratificadas de opiniones y sentimientos políticos al uso, bullían y sonaban, con todo, las notables circunstancias de repudiar la filiación liberal y la carlista el candidato don Enrique de Zubieta, y venir redactada en lengua éuskara, no totalmente inteligible a los rústicos, por sus términos de dialectos distintos del urgainés, y sus vocablos técnicos, científicamente compuestos sobre las aras del casticismo, antojóseles a muchos síntomas agudos de extravagante chifladura, sobre todo a las personas ilustradas de la villa. Mas apenas se divulgó la noticia de que don Mario miraba con buenos ojos al tercer candidato, ad cautelam adoptaron los partidos idéntica táctica: afirmar los carlistas que don Enrique de Zubieta era liberal, y los liberales que carlista: medio infalible de concitarle la animadversión común, o a lo menos, la indiferencia del mayor número.
Por aquellos días dio su vultecita de propaganda el fraile Aguinaga, el «Padre Trabuco Urnas», contra quien El Centinela Liberal disparó un artículo, llamándola «teja vana», «cucaracha conventual», «esqueleto rumiante», «toenia facciosa»[155], «avechucho tenebroso» y «gorrón sempiterno». Alojose en casa del organista Maiz, con asombro y admiración de todos, habituados a verle apearse siempre en Jauregiberri. El fraile removió cielo y tierra; recorrió las casas; exhortó a éstos, amenazó a aquéllos, increpó a los demás, arrojando leña a la hoguera carlista y logrando que se liase el manteo a la cabeza don Abdón, el teniente del Párroco, algo retraído por respeto al superior, que era hombre pacífico, bondadosísimo, ejemplar dentro de la iglesia, pero fuera de ella «blandengue y con vistas a la mesticería», según el férreo parecer del exclaustrado, cuya última y más sonada hazaña fue subirse al púlpito el domingo, y glosar, comentar y explanar, a su modo, sin las restricciones y salvedades del original, el capítulo cuarto de El Liberalismo es pecado[156], ponderando la gravedad liberal por encima de la de los blasfemos, ladrones, adúlteros y homicidas; tronando desaforadamente contra los liberales que rezan el rosario, confiesan y comulgan a menudo, y oyen misa diaria, peores, mil veces, que los monstruos de la Commune, y contra aquellos católicos, si por ventura los hubiese en la villa, que sin tacha, olor ni sabor aparentes de liberalismo, bajo frívolos, ridículos y aun estúpidos pretextos, se apartan del único partido capaz de derramar la sangre y vaciar la bolsa en defensa de la Iglesia y de España. «Os he de precaver y prevenir, hijos míos —voceó al terminar fray Ramón—, contra la treta novísima inventada por el enemigo del linaje humano, la cual, aún conserva el calor de los infiernos donde la amasaron los demonios. Me refiero a esas invocaciones a la paz, a la prudencia, que en todas partes resuenan, robustecidas, al parecer, con palabras evangélicas, desviadas de su recto sentido. No, mil veces no; Dios Nuestro Señor reprueba y abomina esa unión de los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, y quiere que vivan separados entre sí como lo estarán el día tremendo y vengador del universal juicio. Esa unión tan decantada, no es unión; es pestilente confusión, repugnante mezcla, nefanda Babel, sacrílego contubernio que clama al cielo.
»La Verdad vino a sembrar la desunión entre los hombres. ¡Rompan el padre con el hijo, el esposo con la esposa, los hermanos entre sí, por amor a la Verdad!, sea casa hogar un campo de batalla, cada familia un lugar de clamores, donde la Verdad se afirme y defienda. De esta suerte, y no de otra, seréis aceptos a los ojos de Dios».
Este sermón explotó como cartucho de dinamita. Exaltose, hasta el delirio, el entusiasmo carlista, y hasta el paroxismo del furor liberal. Don Juan Miguel se estimó aludido personalmente, y perdió los estribos. Cuidó de que su hijo dirigiese un comunicado a El Centinela Liberal, bajo el seudónimo de «Un amigo del sosiego público», refiriendo, con los más vivos colores, el sermón del Padre Aguinaga, a quien atribuyó, pérfidamente, palabras que no dijo contra el rey Alfonso, e incitó al cabo de la guardia civil a que denunciase el hecho al gobernador de la provincia. El comunicado y la denuncia produjeron efecto. Formose sumario, y a los pocos días se dictó contra el Padre Aguinaga mandamiento de prisión. Protestó el fraile con entereza, y al salir de casa del organista, exclamó: «¡Bendito sea Dios que me escoge para instrumento de tan grandes cosas! En mi persona humildísima huellan los liberales el sagrado carácter sacerdotal y la augusta representación del Rey. No necesita de otra espuela la gran comunión monárquico-católica; sobra, ya, la propaganda: segura es la victoria, como impidamos los chanchullos de los negros». Custodiado por la pareja marchó a la estación; medio pueblo le seguía, aclamándole. Al partir el tren hubo varios gritos de ¡Viva Carlos VII! Por la noche una cuadrilla de mozos apedreó los cristales del escribano.
También a don Juan Miguel le agradaba el feo cariz de las cosas. «¡Badajo!, a tuertas o a derechas, hemos de ganar la elección». Para usar medios violentos, convenía mucho que los contrarios se saliesen de las vías legales y de los procedimientos correctos; mientras se moviesen dentro del círculo estricto de las leyes, faltaría pretexto de violar éstas en provecho propio, imponiéndose cierta especie de pudor legal, favorable, más que a nadie, al mayor número, a los carlistas. La pedrea y los vivas sirvieron de pretexto para incoar numerosas causas criminales; ocasión de torcer voluntades con las ofertas de sobreseimientos y absoluciones.
Acreditó, una vez más, don Juan Miguel sus relevantes cualidades de elector y cacique, en todo linaje de marrullerías ducho. Dirigidos por él, los liberales de la comarca obtenían maravillosos resultados. Desahucios de inquilinos, reclamaciones de deudas, ofertas de préstamos en combinación con la anhelada o temida remoción de expedientes administrativos, gracias al compadrazgo de las autoridades centrales y provinciales, iban decentando[157], aquí y allí, la homogénea y maciza masa del cuerpo electoral carlista. El comité pamplonés apretaba, y su periódico propendía a enfurecer a los adversarios para que cometiesen imprudencias. Por fin pudo don Juan Miguel afirmar que en la comarca «tantos votos obtendrían ellos como los facciosos». Aspiraba a sobrepujarlos; ¿pero cómo? Promediarlos era hazaña insigne, puesto que respetaba su libertad, los más de los electores votarían al candidato carlista «tan naturalmente como el alcornoque produce bellotas: ¡así eran de brutos!».
Don Santiago, según previsión del notario, abrió la bolsa y cerró los ojos al gato. Personalmente nada hacía como no fuese tener cantina abierta en el café de La Paz y firmar, sin leerlas, innumerables cartas. Al café entraba todo el que quería hablar de «las votaciones» y tomarse la molestia de consumir lo que le apeteciese. Los días de mercado, especialmente, el despilfarro y el abuso eran enormes. Don Santiago se dedicaba a pasarles la mano por el lomo a los aldeanos, hartándoles de café, licores y puros. Comprometíanse, algunos, a su favor; pero los más de los concurrentes eran adversarios que desempeñaban, sin remilgos el doble oficio de gorrones y espías. El notario, al oscurecer, daba su vuelta para enterarse y comunicar órdenes; pero entonces sólo constituían capítulo «los del puñadico», pues de estar presente persona sospechosa, él la echaba a la calle con brutales pullas y desvergonzadas interpelaciones.
«El puñadico», como llamaban los urgaineses a don Juan Miguel y sus correligionarios, con frase aprendida de cierto periódico de Pamplona, lo constituían el estanquero y representante de la Arrendataria, Goñi; el maestro; el celador de caminos Arteaga; el juez municipal Iriarte; su alguacil el tamborilero Simón; el boticario joven Pedro Sangüesa, o sea, el yerno del boticario antiguo Yaben; el pasiego Selaya, comerciante en telas; el panadero y tabernero, Antonio Belza, y el secretario del Ayuntamiento, Lucas Elizalde, montañés de cara boba, ancha como un pandero, pero ladino y agudo: el brazo derecho del notario.
Desde el punto de vista político, Elizalde era un tipo sumamente original. A todas horas recordaba su empleo de capitán del primero de Nabarra, y alardeaba de finísimo carlista, jugándoselas con cualquiera a serlo; pero opinaba que convenía «dar cuerda a los liberales», para que se desprestigiasen, y «mientras el trono no estuviese vacuo», conservar la tranquilidad moral del país y arrancar cuantas tiras de influencia y empleos se pudiese, al Gobierno. Los carlistas militantes le aborrecían de muerte, porque lograba siempre que correligionarios de ellos votasen por los liberales; y cuanto mayores servicios prestaba a éstos, tanto más a menudo Elizalde repetía la especie de que era encarnizado y mortal enemigo de los negros.
El notario, embozado hasta las narices, porque la llovizna era de nieve, entró en el café. Varias voces le dieron la bienvenida.
—Aquí tenemos un gallo, si duro de pelar, aún más duro de coser. En días de mi vida he visto terquedad que le gane: ni castellanos ni baskuenses valen un pito siquiera. Le hemos dicho pa tomar una copa; la copa ya ha tomau, pero el voto a mi favor no suelta.
Don Juan Miguel dirigió su mirada escrutadora al personaje que don Santiago le señalaba, y vio a un hombre enjuto, viejo, alto, barbilampiño, que se sonreía plácidamente, con una copa de ron en la mano.
—¡Hola, Ramón María! —exclamó—. ¿Es posible sea verdad lo que cuenta don Santiago? ¿Cómo es eso? Se presenta candidato un hijo del pueblo, un convecino, y usted, que es tan considerado, ¿ha de votar al forastero? Esto no cabe; don Santiago está de broma y quiso reírse de mí.
El aldeano se rascó la cabeza, echándose a un lado la boina. Su sonrisa era bondad pura, pero la expresión de la fisonomía revelaba firmeza.
—De contau, verda ya dice agora. Ya hay dicho a estos señores, malamente que andan conmigo. Cualquier cosa que me pidan, yo ya haré gustoso. Pero votar, señores, no puedo; mucho siento, pero.
El aldeano pasó su mirada, ni engañosa ni miedosa, por el rostro de los circunstantes.
—¡Ni Elizalde le convence!
—Ese, menos que nadie —replicó el aldeano riyéndose—; mucho palique tiene, pero no sabemos por qué anda.
Don Juan Miguel instó, de nuevo, valiéndose del tono más persuasivo y amable que supo. Ramón María contrariado por la insistencia, puso la cara seria, y sin inmutarse ni variar el timbre gangoso de la voz, replicó:
—Malamente andan conmigo, ya hay dicho. Yo carlista de toda la vida, carlista de la primera, con Zumalacárregui que serví, y agora ¿votar haría por los liberales? ¡No por cierto! Joven sin mudar, y ¿viejo sí?
—Ni el padre santo le quita de la boca el sempiterno «malamente» y le exprime de la masa encefálica razón que lo valga —dijo don Bernardino despreciativamente.
Don Juan Miguel iba amoscándose, pero refrenó el geniazo, y tomando asiento junto a Ramón María, y después de llenarle la segunda copa, que aceptó de buen talante, con un puro por añadidura, reanudó en voz baja la plática interrumpida, valiéndose del idioma éuskaro. Escuchaba el montañés, inmóvil la cabeza sobre el amplio y descotado cuello de la camisa, y las manos encima de la rodilla derecha. La expresión de su rostro era de hostilidad a las palabras que él sólo oía. Tanteose el bolsillo don Juan Miguel, mientras Ramón María, trocada la firmeza en asomos de zozobra, se quitaba la boina y guardaba el puro en el pliegue del orillo. De una cartera babosa de cuero salió una carta, y ambos interlocutores se aproximaron a los vidrios de la puerta, por donde penetraban los últimos resplandores del crepúsculo, las lívidas claridades de un cielo de nieve. Calose el notario las antiparras y leyole la carta a Ramón María, que la escuchaba como sentencia de muerte; y su cuerpo, en la penumbra, parecía más alto y enjuto, vestido de negra panilla, con chaqueta corta, chaleco mezquino que no llegaba a la cintura y a fuerza de tirones de la escatimada tela lograba abrocharse, pantalones anchos que dejaban al descubierto la piel lustrosa entre el tobillo y el pie, calzado de alpargata blanca. Leída la carta, el notario comenzó a gesticular y manotear airadamente, adusta la faz y coléricos los ojos. El montañés, cabizbajo, no contestaba a las preguntas que el otro, al parecer, de cuando en cuando, le dirigía; su labio inferior temblaba convulsivamente, y hasta hubiesen jurado los mirones que una lágrima, gruesa y lenta, rodó desde el ojo derecho por la curtida piel del campesino. Hinchó la voz don Juan Miguel; hizo un gesto de negación Ramón María, seguido de otro triste y desalentado, pronunció varias palabras y reiteró el anterior con mayor entereza. Luego levantó, a medias, la boina para saludar, y después de decir «Gabon, Jaunak[158]» con voz opaca, salió del café, titubeando como un hombre ebrio.
—¡Boticario! —preguntó el maestro, aprovechando la remisión de su tos para reírse—, ¿de qué será la píldora que le ha metido en el gaznate don Juan Miguel a ese indígena «malamente»?
—De rejalgar o cosa parecida; ahora lo sabremos —replicó Perico Sangüesa volviendo hacia el notario la cara risueña y curiosa.
—Señores, he intentado conquistarle a buenas, untándole de mostillo el pan, como a un niño, a puro de zalamerías y morisquetas; ¡sermón perdido! Ramón María es faccioso, léase hebreo, inconvertible; ¡y tiene cinco votos en casa, entre hijos y yernos! Visto que las margaritas no han de echarse a los puercos, y la pena al loco hace cuerdo, y el palo dúctil al carlista, me lancé a la vía de apremio, refrotándole el mutur[159] con una carta de don Serapio Dorreandía, de Alsasua, ordenándome que incontinenti reclame al susodicho indígena la cantidad de catorce onzas de oro que es en deberle, con objeto de que, si no las paga, adopte él las providencias que yo le aconseje, vistas las prendas personales del sujeto y demás. ¡Badajo, ni por ésas! Le demostré que en mi mano está refrenar o espolear a Dorreandía, mi amigo particular y político, obtener larga espera de él y hasta alguna ayudilla metálica de la generosidad de don Santiago, ávido de favorecer a las gentes: ¡como si le sirvieran chocolate a un muerto! Plantó el testuz en la raya del no, saliendo por el siguiente registro: «ustedes, fácilmente, me echarán a la calle y al hospital, y caerá nieve del cielo sobre mis canas, pero nunca obtendrán mi voto: antes que la hacienda es Dios, que a todos ha de juzgarnos. Una cosa únicamente me apena; mi pobre mujer es piedra de otra cantera, y cuando vea el embargo encima y la miseria segura, me afeará la conducta, llamándome terco y achacándome la ruina de la casa: por tanto se juntarán, en uno, contra mí, pobreza y recriminaciones. Dios sabe que esto no es terquedad, sino conciencia y pundonor». Se marchó, dejándome colgado con estas razones; pero dichas: ¿qué se puede esperar de personas que ni siquiera son para sí?
La pasión política estalló como una granada de improperios, esparciendo insultos y palabrotas, aventajándoles a todos el pasiego Selaya.
El secretario Elizalde permanecía silencioso, sin que su cara de pasmarote denotara sus sentimientos internos.
—¡Diga usté algo! —le gritó Simón, harto de vomitar por su boca desportillada injurias rufianescas.
—Que los carlistas son los hombres más finos del mundo, los más decentes, desinteresados y constantes. Vean ustedes a ese pobre Udabe; yo, de contau, siempre me quitaré la boina delante de él con respeto. No hay partido en España, ni fuera, que sirva para descalzar al carlista: ¡lástima que ande siempre a destiempo, empeñau en vindimiar por mayo!
Estas palabras las pronunció Elizalde sin fuego, como quien trata de asuntos indiferentes, con sonrisa cuya sosez completaba la bobería de su cara; pero los ojillos, perdidos en la masa de la carota, chispeaban con luces de viva inteligencia.
—¡Badajo!, las bromas de usted son reventantes. Los carlistas no merecen otros calificativos que el de grandísimos brutos y redomados hipócritas. Desde que han descubierto esa monserga de que el liberalismo es pecado, son absolutamente imposibles e insoportables. Antes propalaban el mismo embuste, pero el caso requería largos discursos, sartas de palabras… ahora, la maldita formuleja corre y vuela, pasa de mano en mano, como una perra chica, y hasta el más romo la entiende y el más desmemoriado la recuerda, sin despintársele jamás. Esta formuleja ahorra argumentos, pruebas y polémicas. El liberalismo es pecado, le erupta a usted el último de los palurdos, y sanseacabó: ¡apele usted a Burgos! Digo que los facciosos son unos hipocritones, porque no creen semejante paparrucha, ni se hacen ropa de ese género catalán, y están convencidos de que los liberales, supuestos herejes, somos tan buenos católicos como ellos. La prueba, ¿quieren ustedes la prueba? A raíz de la guerra ocupó un batallón de cazadores la villa, donde permaneció un año entero. ¿Pues sabéis cuál fue la conducta de esos facciosos y facciosas, a pesar de que la sangre vertida estaba fresca y la corajina de la deshecha[160] coleaba como una culebra venenosa? Casar a hijas y hermanas con los guiris fomentando la natural querencia que a los pantalones coloraus[161] demostraron las mozas, facciosas, asimismo, a machamartillo. Sobre el ejército liberal cayeron enjambre de mozas casaderas, chupándose los dedos por emparentar con herejes. Y no hubo señorita, ni señorita-kasik[162], ni criada, ni boyeriza que, a serle posible, no se resellase de sargenta, tenienta o comandanta. ¿Quieren ustedes que se las ennumere una por una? La primerita de todas, la Mamertita Maíz, la hija de ese energúmeno de don Cayo, que no se contenta con menos que el restablecimiento del Santo Oficio, la cual se comió la más exquisita breva, el teniente coronel Rojas Pando; la Liboria Zubeldía, casó con el segundo comandante; la Eleuteria Irurita, con el capitán Rodero; la Paca Senosiain, la Josepachu Nuin, la Bernarda Echezarra con los tenientes Bardales, Garijo y Carvajal; la Trebucia Alzueta, con el sargento Limón, y la hija de Inocencia Dorrez y la de Ambrosio Isturiz y la de Juan Altube y la de Nemesio Garacoechea y la de… doscientos más, sin contar, claro es, las mozallonas de trenzas colgando y piernas al aire, que por no poder pasar de la raya de «cabas»[163], se iban por esos trigos y maizales de Dios a cometer pecado de liberalismo, o cualquiera otro, más primitivo y sabroso. El ejército vencedor cayó, materialmente, prisionero de las nabarras, pues el cuento de Urgain fue el cuento de la provincia entera, y según tengo oído a persona competente, cuatro o cinco mil mujeres se calaron el ros[164] entonces. ¡Aquello fue el delirio castrense! Buena limpia, señores, pero buena; colada fenomenal: que no hubo pieza ni arrapieza que los guiris no se llevasen de los pueblos en los morrales. Y no fueron pocas, tampoco, las que comieron el rancho de ambos ejércitos. Aquí en la villa, el único padre que se opuso al matrimonio de su hija con militar, fui yo, Juan Miguel Osambela, sectario del liberalismo, peor, mil veces, que los ladrones, blasfemos y asesinos. ¡Puah!, ¡hipocritones, farsantes, fariseos!
El notario, fiera en jaula, se paseaba a lo largo del café, lanzando a pulmón herido los trabucazos de sus frases, que el «puñadico» aplaudía. Y hubiese proseguido indefinidamente, a no cortarle los vuelos el estanquero Goñi con una pregunta del orden práctico, inspirada por sus deseos de irse a cenar.
—A todo esto, ¿qué noticias hay del distrito?
—Hombre, la lucha será horrorosa. La facciosina aprieta desesperadamente, porque mira el triunfo de un diputado provincial suyo como preliminar indispensable del triunfo futuro de un diputado a Cortes. Las fuerzas se promedian, y a no ser que esos chiflados en vascuence retiren, a última hora, la candidatura de Zubieta y se unan a los carcas, de quienes son, por más que digan, flamantísimo retoño, el triunfo es nuestro, pues de algo sirve tener la sartén del mango y propósito firme de vencer, legal o ilegalmente. Los liberales de Baztán preparan un golpe, y aquí daremos otro nosotros; golpe de maña o de fuerza, según caigan las pesas, ¿verdad, Elizalde?
La sonrisa del secretario era más boba que nunca; sus ojillos, en cambio, parecían dos diablos. Hablaba el castellano con la dificultad de construcción y elocución propia de quien no lo cursa, y por consiguiente, muy despacio.
—Yo, lo que ustedes manden: igual me da. He pensau una trampa muy bonita. Dos cosas necesito: agua de goma pa escribir, y buena comida pa los de la mesa, con botellas finas de licores, particularmente ron de Jamaica, que envíe don Santiago. ¡No falte gorrín tostau! Haremos trampi-legal muy chula; escribiremos acta antes de comer, y firmaremos y todo, dejando blancos pa números y nombres, con achaque de estarse en la comida descansaus. Al último haremos escrutinio cuando los mesantes vean turbio; yo escribiré la verdá con goma, echando polvos de salvadera encima, pa poner negras las letras. Después me quedaré solo, y con la manga de la chaqueta borraré aquello, y apuntaré la mayoría de votos a don Santiago, dejando unos poquitos al otro. Bizcos, de contau, se volverán los mesantes; pero firmas son triunfos.
«¡Bravo!». «¡Vale un Potosí!». «¡Ni Romero Robledo!». «¡Usted debía estar en el ministerio de la Gobernación!». Estas y otros frases, y apretones de mano y golpecitos en la espalda, denotaron el entusiasmo del «puñadico».
—Yo, la verdá, ojalá, si ustedes querían a la fuerza: tirar la urna por la ventana, o así. ¡Antes se desacreditarían los liberales!
Sonó una general carcajada, y don Santiago, llevándose la mano al bolsillo sacó la navajita y con andares de pato se aproximó a Elizalde, le tiró tres o cutro cuchilladas de mentirijillas, y entre risas y crepitaciones de labios, exclamó:
—¡Indino, que te mato, que te mato!
Disolviose el «puñadico». Don Juan Miguel y Perico Sangüesa recorrieron juntos, hasta la casa del segundo, un trecho de camino. Sobre el amplio impermeable gris del boticario rebotaban, con ruido seco, copos menudos de nieve congelada. Mientras se despedían, pasó junto a ellos un curita joven, terciado el manteo y remangada la sotana, brincando para salvar lodazales y charcos.
—Buenas noches, señores —dijo con voz meliflua.
Y desapareció a paso largo, por una callejuela.
—Acabamos nosotros y empiezan ellos, a su hora, a la hora de las lechuzas. ¡Pero no os saldrá la cuenta, mandilones!
Don Abdón, el teniente de la parroquia, entraba momentos después en la sala del organista, amplísima y de alto techo, fría a pesar del brasero, embaldosada, cuyas sombras a duras penas en breve circuito las disipaban los resplandores del quinqué del petróleo con pantalla de cartón y de la vela del tresillo a que jugaban el amo de la casa, el beneficiado don Tomás, el cerero y don Rafael el guardia de corps, que lo fue de Fernando VII y de don Carlos María Isidro. Otras personas, alrededor del brasero, fumaban y departían. Sobre el sofá de paja, un gigantón de broncas y canas cabellera y barba dormitaba.
La fisonomía vivaracha e inteligente de don Abdón expresaba el ansia de comunicar noticias a los tresillistas, y comentarlas. Don Tomás, subidas las antiparras a la frente y el gorro de terciopelo caído sobre la oreja izquierda, chupando una tagarnina de las que consumen una caja de cerillas y convierten su extremo encendido en boca de trabuco naranjero, echaba al tapete verde, con acompañamiento de sonoras puñadas, triunfos y más triunfos, diciéndole, cada vez, a don Rafael en son jactancioso: «Y ésta, y ésta».
—¡Demonche del cura! ¡Su suerte es de tiñoso! —exclamó don Rafael, levantando la malhumorada cabeza, de correctas facciones, ojos azules clarísimos, y luengos bigotes de plata que le comunicaban el aspecto de un guerrero galo, compañero de Vercingetorix.
—¡A cualquier cosa llama usted suerte, conde! ¡Habilidad, destreza, arte del naipe!
—¡Chamba, purísima chamba, polaina! Los triunfos parecen moscas y usted un cacho de queso. Pues si no fuera por la suerte, en los días de su vida me da usted, el codillo de marras.
—¡Le faltaron a usted narices para oler la zancadilla, y cayó usted como un pipiolo, conde! Luego dicen que es usted veterano: cadete y contento.
—¿Y las volteretas de esta noche, sin descrismarse? ¡Lástima de volatinero! ¿Y ese robar a mano llena? ¡Váyase usted a la Bardena[165], polaina!
—Di lo que quieras; mías son las puestas. Don Tomás, riyéndose y guiñando el ojo, volcó el platillo encima de sus fichas, se levantó, y encarándose con el recién venido, le dijo:
—Ahora, don Abdón, somos todo orejas: habla. Las cuentas, luego.
—Las cuentas, ahora —replicó don Rafael—: que yo me he de ir a casa de doña María. De lo contrario habría revancha.
—¿Por qué se va usted, bocarrón de mis pecados? ¿Quién le llama a la tertulia del mestizo?
—Mi lealtad, ¡polaina! No dejo a mis amigos por nada del mundo; sobre todo cuando les aflige la desgracia.
El veterano irguió el busto que los años encorvaban y en sus ojos de franco y firme mirar se traslucieron la hidalguía de sus afectos y la bondadosa condición de su alma, la convicción arraigada de que la consecuencia y la fidelidad son las virtudes cardinales del caballero.
—Hagamos, pues, las cuentas —añadió don Tomás, encogiéndose de hombros—. ¡Conde!, sesenta y tres realitos: sabroso jornal.
—Cuarenta, a mal contar, salen del apolillado bolsillo de este indigno brigadier de los reales ejércitos, con más bigotes que rentas, y más créditos por pagas vencidas que años. Si el lancetazo a mi flaquísimo caudal engordara la exhausta faltriquera de usted; si con el fruto de sus rapiñas se comprase una sotana nueva, echando al femoral esa mugrienta y sebosa, luciente espetera de manchas y tiznes, que lleva usted encima, fuera tolerable el saqueo. ¡Pero es usted un manirroto, polaina! Su hacienda entera —¡ay, y la mía!—, va a manos de los piojosos de esta villa, sin corte. Señor teólogo; un casus constientiæ: ¿aprovechan las limosnas con dinero ajeno?
—Cuando doy de lo que gano, digo siempre: «de parte de don Rafael». Por eso le quieren a usted tanto en el pueblo.
Don Tomás se reía al decir estas palabras. Su risa suavizaba la expresión enérgica y terca de su rostro de campesino cerril. Y era su rostro, al reírse, trasunto fiel de su carácter, curiosa amalgama de genio batallador e inquieto, preocupaciones intratables, apasionamientos vehementísimos y espléndida generosidad de corazón, incapaz, no obstante las apariencias de rencores y odios. Siendo el hombre que se expresaba con mayor acritud, era el que procedía con más blandura, y así lo acreditó durante la guerra, batiéndose como un león contra los liberales en el campo, y protegiéndoles como un padre en el pueblo.
Don Abdón hablaba en voz baja al organista, cuya cara, cuadrada como su cuerpo, adusta de suyo, se aturbonaba más y más con las palabras del curita, puro garabato de gestos y manoteos.
—¡Venga usté, hombre! —gritó, impaciente, el organista increpando a don Tomás, que no ponía punto a sus bromas con don Rafael.
—¿Qué es ello?, algo malo, según la cara de don Cayo.
—Es imposible la lucha. El santuario lo llenan hombres del siglo. Los perros mudos dejan que el lobo entre al redil e hinque los dientes a los inocentes corderillos. Faltan Matatías[166] y sobran… Figúrate, don Tomás, que la llamada del señor Abad a Pamplona fue para ponerle de ropa de pascua porque no evitó el sermón del Padre Aguinaga. Y le dijo que muchos curas hablan de lo que no entienden y perturban las conciencias de sus feligreses con declamaciones extemporáneas acerca del liberalismo, censurando de liberales a los que disienten de ellos en materias puramente civiles… ¡en fin, la mar! ¡Más le valiera haber protestado, pública y solemnemente, contra la perversa violación de la inmunidad eclesiástica! Da grima; estómagos agradecidos, y otra cosa peor. ¡Ah!, cuánta razón le asistía al insigne Obispo de Daulia, cuando le preguntaba al Obispo de Barcelona: ¿qué calificativo merecen los Obispos que combaten al único partido católico de España?
Por los ojos del curita, negros y ardientes, salían chispas. Don Tomás, impávido, se sonreía:
—Conde, ¿quién hace caso? Adelante, y diga lo que quiera. Con nosotros no va nada, ¿verdad, don Rafael?
—Soy militar y repruebo la indisciplina. Quien manda, tiene razón. ¡Polaina!, ustedes, los curas, se las entiendan. Me voy a casa de doña María.
El veterano, atusándose los canos y larguísimos bigotes, salió de la sala despidiéndose afectuosamente de cuantos hallaba al paso. Las palabras de don Abdón corrieron con la rapidez de la centella, reavivando los adormecidos corros, que prorrumpían en exclamaciones de sorpresa y acres censuras. Al cabo de un rato, los tertulianos, sin previo acuerdo, desarrollaban el tema de que los enemigos francos eran preferibles a los solapados, los ateos a los católico-liberales, y personalizando la cuestión, por vía de ejemplo, el escribano Chaparro a don Mario de Ugarte; tema que mediante la reprobación de los «términos medios», «medias tintas», «componendas», «transigencias» y «blandenguerías anémicas» puso sobre el tapete, insensiblemente, este problema: ¿cuál especie de pecadores da mayor número de condenados? Cada cual tiraba por el camino de sus antipatías personales, sirviendo de norte las antipatías políticas. Don Tomás, que era bromista, después de recorrer los grupos, impuso silencio a los discutidores con un gesto picaresco, y arrimándose al sofá, dio varias sacudidas al amodorrado gigantón:
—¡Don José Juaquín! ¡Don José Juaquín!
Incorporose el gigantón, echó al suelo las piernas y se restregó los ojos, y se atusó las barbazas, exhibiendo una faz noblota y ruda, que sin valerse de palabras preguntaba.
—Queremos saber y aquí se disputa sobre el punto, ¿de qué están llenos los infiernos?
—¡De beatos! —replicó don José Joaquín con voz de obús, que hizo crujir los cristales y retemblar las paredes de la habitación.
Apuntaron la salida en el capítulo de las «cosas de don José Joaquín» y riyéndose, de mejor o peor gana, los contertulios, sobresaliendo don Tomás, que se apretaba los ijares con las manos. El organista no admitía bromas de este saborete, y hecho un erizo, replicó:
—¡Ah, don José Joaquín! Si no supiéramos quién es usted, oleríamos a resabiado de maldito liberalismo. Siempre están manando de esa boca cuchufletas a la moderna. Lo horrendo es que ideas análogas corren, de veras, por nuestro partido, con aprobación y simpatías de arriba.
Don José Joaquín, que se disponía a tenderse sobre el sofá, suspendió su acción y se puso de pie, rebasando el nivel de los demás, como la torre de la iglesia se alza sobre las casas del pueblo.
—¡Cojos y mancos, don Cayo! Hablo con formalidad, y como yo hablaban los antiguos. De labios de su señor padre habría usted aprendido, como yo de los del mío, el rancio adagio: «Otoitzlearen atean, ez utzi garia kalean», que los castellanos expresan diciendo: «A las puertas del rezador, no pongas tu trigo al sol». Dos horas y media hace que estamos juntos, y durante ellas, aunque hemos comenzado por rezar el rosario, con pretexto de las votaciones no se ha hecho otra cosa si no es morder, fustigar, despellejar y escarnecer al prójimo. Miserias mamantonas y miserias ochentonas salen en rebaño a la vergüenza pública. ¡Cojos y mancos! Vaya unas lenguas: tijeras, navajas, leznas, barrenos y formones, manejadas por el mismísimo demonio. Estamos estropeando la más hermosa de las causas con intempestivas, monomaniáticas y continuas alegaciones de religión. La religión, señores, es cosa hermosísima, y la política, aun siendo buena, es fea, y braman de verse juntas. Nada de lo que hacemos y hemos de hacer para salir victoriosos, lo quiere, ni aun lo permite la religión que, a destiempo, invocamos. Ella procura la paz, y nosotros la guerra; ella perdona, y nosotros odiamos; ella busca mártires, y nosotros voluntarios que metan la bayoneta hasta el cubo. Nos ponemos en ridículo y nos llaman fariseos los liberales. Hay ilusos, o bribones, que quieren convertir al partido en una cofradía piadosa. Y este sacar las cosas de quicio y meter al burro en misa, produce ¡y cómo no!, sus naturales consecuencias. El partido hoy es una babilonia de confusas voces, distintas lenguas, ensordecedor vocerío, insultos ebrios, donde a cualquiera, sin más ni menos, le llaman liberal, mestizo o arriano y lo echan al desprecio de los leales. Nadie se entiende, y atizan la zambra bochornosa esos granujas, esos hambrones de periodistas que buscan, no el reinado social de Jesucristo, como dicen, sino el reinado metálico y judaico de la suscripción pesetera. Mancos y cojos ¡señores!, soy yo realista a la antigua y aunque el Rey fuese Juliano el Apóstata, le seguiría, claro es, sin obedecerle cuando me mandara algo contra la fe y las buenas costumbres, porque a la vez soy cristiano viejo, y mis primogenitores ensartaron más moros que canas blanquean mi cabeza: pero sin contrariarle, desobedecerle ni desacatarle a diario, a cada triquitraque, por fútiles motivos, por celos de mujerzuelas, por ruines envidias, por quien ha de ser representante suyo y mandar y humillar a los demás. Quieren algunos que el rey sea un santo, un San Luis, un San Fernando: bueno fuera, pero de éstos caen pocos en libra. Se enfurecen porque el Rey baila: estúpidos, los reyes bailarán siempre. Esto concluirá cuando el Rey se harte: ¡ojalá fuese mañana! Y aunque el palo caiga sobre mí, o sobre mis más íntimos amigos, le aplaudiré: porque el Rey es el Rey.
De esta manera hablaba, con voz resonante y áspera franqueza nabarra, don José Joaquín de Lezea, hidalgo burundés y propietario arruinado por las guerras civiles, individuo de la Diputación carlista y diputado a Cortes dos veces, el año 54 y el 69, célebre en el Congreso por su corpulencia, desaliño de traje, voz estentórea, y cierta natural elocuencia, silvestre y cruda, que brotaba de un corazón sano, de un alma recta, al protestar briosamente contra las iniquidades y atropellos septembrinos[167].
Don Abdón, durante la perorata de don José Joaquín, hecho un azogue, la cara color cresta de gallo, acechaba el punto final, ya que su vocecilla melíflua y atiplada no le consentía interrumpirle con éxito. Don Tomás le tiraba de la sotana: «Déjale, don Abdón; son cosas suyas; no la armemos, por Dios: al grano». Pero don Abdón le habría desatendido, a no resonar como un cañonazo la pregunta palpitante:
—¿Es cierto, señores, según me avisan de Pamplona, que perderemos la elección?
El organista salió disparado, exhibiendo cartas de la Junta regional.
—La situación es grave, pero no desesperada. Alguna ventaja numérica llevamos, la cual conservaremos siempre que, a última hora, la nueva ralea mestiza, los del vascuence, fueristas a secas, según ellos, y liberales enmascarados, según yo, porque son liberales todos los que hablan de libertad, aunque la apelliden foral, retiren la candidatura de Zubieta y voten al candidato del infierno. Los negros se valen de todas sus malas armas: dinero a tutiplén e influencia oficial sin escrúpulos; pero nuestra gente, ¡ah!, nuestra gente es honrada y no se doblega. Aquí en el pueblo, les llevaremos doscientos votos de ventaja.
—¡Son pocos, cojos y mancos!
—¡Son muchos, cuerno! Hay numerosos individuos débiles de carácter, enemigos de cuestiones y compromisos, que adoptan la cómoda postura de don Mario, de no meterse en nada. Ahí está, sin ir más lejos, el bueno de Oyarbide, el de Ermitaldea, que siempre fue de los nuestros y arrastra a una porción de labradores; ahora se abstiene y sirve de pretexto a los cobardes. Da asco. ¡Ah! ¡Cuánto daño nos está causando el de Jaunena!
—Al que no se mete, precisamente por eso, porque es egoísta y flaco, ¡guerra sin cuartel, conde! El que no está conmigo, está contra mí.
—Bien dicho —añadió don Abdón—, guerra de exterminio. O con Dios o con el demonio. Y no andarse por las ramas, ¿eh, señores? Acordaos del áureo, del maravilloso opúsculo, que siempre llevo conmigo y me sé de memoria: luz, guía y aun casi diré evangelio del católico verdadero, intransigente contra todo y todos, ¡íntegro!
Don Abdón exhibía un librito que, al salir de la faltriquera, apestaba a tabaco y olía a incienso, gritando entusiasmado:
—¡Señores, los tiros al artillero!
Retiráronse los dos curas y quedó la tertulia rumiando y glosando consigna tan de su gusto, mientras don José Joaquín roncaba sin cuidarse de la efervescencia reinante.
La blanquísima nieve de San Donato, a la luz discontinua de la luna, chispeaba como un diamante. De las pardas nubes, impelidas por el sudeste, escapábanse argentados copos que, con vuelos de mariposa, sumíanse dentro de las chimeneas, extendíanse sobre los tejados y torbellineaban en las fangosas callejuelas, semejantes a las papeletas electorales que invadieron a Urgain, escapándose, no de las callosas manazas de Loipea, sino, realmente, de las negrísimas garras del demonio de la política[168].