VIII
INTIMACIÓN MATRIMONIAL
DOÑA GERTRUDIS, junto al balcón, puesta la jaula del canario sobre las rodillas, procuraba hacerle los mimos y caricias de costumbre, que el pajarillo solía agradecer con gorjeos y monadas. Pero aquella tarde columbrando, sin duda, la preocupación de su dueña, ni cantaba ni saltaba.
Calificábase la buena señora, allá, en su fuero interno y con relación a su familia, de cero a la izquierda. La sordera servía de pretexto para arrinconarla; pero la causa consistía en el carácter despótico del notario, esquivo a todas las influencias, y sobre todo a las que pudieran dimanar de la complexión sensible, dulzona y pacífica de doña Gertrudis. Los hijos se habituaron a no contar, nunca, con su voluntad. Ella hacía por disminuir su aislamiento, mediante perenne y espabilada observación de las caras, gestos, actitudes, idas y venidas. Notaba la más insignificante mudanza y alteración; mas para enterarse, forzosamente había de acudir al recurso de las preguntas, y con él obtenía las respuestas que le quisiesen dar y no otras.
Su curiosidad estaba excitadísima. Don Juan Miguel, que marchó a Pamplona con ánimo de permanecer unas cuantas horas, no regresó hasta pasados tres días, dejando por allí a Perico: primer extremo de la curiosidad, el porqué de la tardanza. Apenas llegó a casa, se encerró con Robustiana en su cuarto, de donde salieron ambos derramando júbilo por los ojos: segundo extremo de la curiosidad, el porqué de la alegría. Durante la comida, padre e hija se estuvieron hablando al oído y cambiando miradas: tercer extremo de la curiosidad, el porqué de aquellos misterios. Cansada de disparar indirectas ineficaces, doña Gertrudis se retiró a la sala, dispuesta a plantear la cuestión de frente con el primero que topase.
Agustina, trayendo un libro debajo del brazo y arrastrando las chancletas, tomó asiento en la butaca. Dejó doña Gertrudis el canario, y se fue al lado de su hija.
—Piñita, bien venida seas a donde está tu madre, lamentándose, sí, hija mía, lamentándose de ser torpe de oído, por lo que no se entera de nada. Pero mis ojuelos, oro molido valen: no se les escapa nada. ¡Uuy, qué hombre ése!, tu padre y tu hermana se han vuelto locos. ¡Jesús!, parecen dos enamorados. Se miran, como diciéndose: «Ya sabes». «Sí». «Aquello». «Justamente». «Está en buen camino». «¡Qué gusto!». Cuando ellos se alegran, ya valdrá la cosa, hija mía, que son de los que miden, pesan y cuentan: tan interesaditos como bondadosos. ¿Tú sabes lo que pasa, a buen seguro, y me lo dirás, nena?
Agustina alzó los ojos y respondió desabridamente:
—Embelecos de esa, noviajes, ganas de meterse donde los han de recibir como a perro en misa.
—¡Noviajes!, ¡pues ahí es nada lo que me cuentas! Tan callandito, a mis espaldas, cuando saben que yo aconsejaría, no con la cabeza, que se equivoca a menudo, sino con el alma, que ve lejos y claro. ¡Jesús!, no cabía otra cosa; esas caras de pandereta publicaban noticia gorda. No he entendido tus alusiones, ¿quién les ha de recibir mal, piñita?
Agustina arrimó su boca al oído de su madre, y con tono de zumba contestó:
—¡Mamá, picamos muy alto!, ¡vamos a emparentar con los de enfrente, con los Ugartes! No le quiero decir a usted más, para evitar que se enfaden conmigo, porque les tomo la delantera.
Doña Gertrudis, absorta, se santiguó varias veces. Rebajado el asombro, comenzó a reírse con los labios fruncidos y las mejillas turgentes; el esfuerzo de comprensión era tan violento que se le amorató la cara y lagrimaron sus ojos: por fin, dio libertad a la risa.
Don Juan Miguel y Robustiana entraron entonces.
—Dios te conserve el buen humor —exclamó Osambela, que no lo tenía malo.
—Sí, corazoncito, me río, me río mucho.
La risa sacudía las carnes de doña Gertrudis, asemejándose a un budín de gelatina recién extraído del molde.
—¿De qué te ríes, vamos a ver? Pido parte en el jolgorio.
—De nuestro emparentamiento con los Ugartes… de vosotros…
—¡Badajo!, ¡ya han destripado la noticia! Estas mujeres son incapaces de callar una cosa durante cinco minutos. No veo el motivo de semejantes extremos.
El puercoespín erizaba ya sus púas, pero doña Gertrudis seguía compitiendo con los dioses de Homero.
—¡Rebadajo! —exclamó don Juan Miguel amostazándose— esa risa, mejor que signo de buen humor, es síntoma de majadería. Sepa usted, mi señora doña Gertrudis, que se trata de un negocio formal, de un asunto de la mayor importancia, de una negociación seria, muy bien imaginada y seguida, hasta la fecha: la cosa va tan de veras, que esta tarde, Dios mediante, pienso conferenciar con doña María.
—¿Tú, Osambela?
—Yo.
—¿Tú?
—Sí, yo, voto a mil demonios, yo en persona.
Doña Gertrudis tornó a reírse. Robustiana, pálida de ira le lanzó una mirada dura. Don Juan Miguel pegó una tremenda patada en el suelo.
—¡Jesús!, no enfadarse, queriditos míos, que mi risa es efecto de mi buen deseo y nada más. Vosotros sabéis lo que conviene. Yo oigo, obedezco y apruebo. Asimismo, pretendo arrimar mi piedrecita a la felicidad de mi amantísima familia. Tú, Osambela, habrás desempeñado con la pericia que cuadra a tu cariño de padre, el papel propio de los hombres; ahora les toca el suyo a las mujeres. Yo soy dulce, modosita y cariñosa, y conservo mi miajita de palique americano. ¡Uuy uy uy si lo conservo! Vosotros, los nabarros —¿sabes?— sois, así… un poco nabarrotes. ¡Cómo me acuerdo, si parece sucedía ayer! Yo era una flor de inocencia, casi lo mismo que hoy; mi buen padre me llamó a la ventana, y díjome, siguiendo su costumbre baskongada: «Chirtrudi, —así me llamaba—, ¿ves aquel joven tan airoso —porque sí lo era, y aún lo es, hijas mías, y de corazón de oro, además—, que entra en casa de don Prudencio? Pues aquel será tu marido, si Dios quiere y no lo rechazas». «Yo —le contesté con agrado y mucho respeto, como cumplía a mi educación y excelentes sentimientos—, estoy a lo que padrecito ordene». «Mírale, mírale bien; qué guapo es, ¿te gusta?». «¡Uuy uy!, qué cosas dice usted, papá», y me retiré roborosita. Pero yo te había observado con el rabillo del ojo, ¡no soy tonta, no!, y me pareciste cosa buena, así, así —y al decir esta palabra doña Gertrudis se besaba con fervor la punta de los dedos de la mano derecha—, airoso, resuelto, bien plantado, sano, de ojos enamoradizos y boca fresca, aunque brusco de ademanes y gestos. Me causaste un poquitín de miedo, ¿sabe?, ¡sin motivo!, pues eres modelo de padres y esposos, todo cariño y condescendencia, sin dejar, por eso, de hacer tu voluntad de amo siempre, como corresponde, y dije entre mí «me gusta ese moreno». A pesar de tus numerosas y relevantes cualidades, Osambela, no representarás papel que te cuadre en las presentes circunstancias. Una de estas tardes —cuando bien os parezca—, iré a casa de doña María; me pondré el traje de seda negra y mantilla de blonda, la de la boda, y con mi aire más melosito me presentaré a ella: «Buenas tardes, mi señora y dueña doña María, le diré, saludándola con el respeto que su alcurnia merece —aquí me tiene usted, siempre a su servicio». «¡Ay!, ¿qué le ocurre a usted, mi buena doña Gertrudis?» —pues acostumbra llamarme de este modo—. «Que las madres excelentes, como usted y yo, señora, siempre estamos pensando en la felicidad de nuestros amadísimos hijos». «Cierto, sin que nadie pueda negarlo, ni de usted, ni de mí». «Yo veo pasar todos los días por delante de mi balcón a su señor hijo don Mario, que basta verlo para comprender es tan gran caballero. Me gusta muchísimo; tiene la estatura majestuosa, los ojos grandes y de mirar suave, la barba hecha con hilo de oro y la boca recortada en una rosa; sé que es todo bondad y cariño, que dejó la vida de la corte y el trato de sus iguales, por venir a cuidar de su madrecita y de su hacienda, siendo modelo de hijos, muy apreciado en el pueblo, diestro cazador. Con estas prendas, ¿cómo no ha de causar estragos en el corazón de las púdicas doncellas? Yo, igualmente, mi respetable y querida doña María, —¿veis con cuánta dulzura me voy insinuando?— le debo infinitas gracias a Dios por los retoños que se ha servido darme, adorno de la casa, consuelo y amor míos. Muchísimas veces he pensado que don Mario es digno de hallar en el cariño de una mujer, la felicidad que por todos conceptos merece. Ya es hombre hecho y derecho —según mi cuenta, treinta años—, y no ha de parecer mal que perfeccione su estado, subiendo, de hijo cariñoso, a cariñoso marido. La simpatía que le profeso ha solido traer a mi imaginación, sin yo quererlo, los partidos que no serían, del todo, indignos de su persona y nombre, pues en cuanto a iguales, inútil es buscarlos por esta tierra, ni aun por Nabarra entera. Pero Dios aprieta y no ahoga —y aquí entra la parte dificultosa de mi empresa, donde he de sacar el bocado de entre las brasas a fuerza de monerías y mañas que yo tengo—; forma parte de esas prendas de mi corazón a que aludí antes, una hija idolatradísima, la mayorcita, llamada Robustiana…».
—Mamá, ¿qué está usted diciendo?, esto es jugar a los despropósitos —gritó su hija, cuyas mejillas cubrió vivo carmín.
Nunca don Juan Miguel había escuchado con paciencia tan larga relación a doña Gertrudis. El procedimiento que ordinariamente seguía, era, salir del cuarto, o tomar algún periódico o libro, y como ella, poseída de su relato y ocupada en la labor de exprimir su repleto memorión para puntualizarla, subrayándole, además, con prolija mímica, no tuviese tiempo de observar si se lo escuchaban o no, sucedía a menudo, que al fin de la plática carecía de auditorio. Pero aquella tarde, Osambela, por efecto de su buen humor, prestó atención desusada a su esposa, celebrando los ademanes, saludos, contoneos, ceremonias y fingidos diálogos de la imaginaria embajada. Adivinó, desde el principio, que iba descarriada, y al verla en el pantano, se le acercó riyéndose sin rebozo y le gritó al oído:
—¡Gertrudis!
—¿Qué quieres, loquillo?
—Cuando vaque una plaza de violón en el Teatro Real, no dejes de pretenderla; lo tocas a las mil maravillas. Quien se casa es Perico, con María Isabel. ¡Ja, ja, ja, buen petardo le ibas a disparar a la infanzona!
Riyéronse mucho don Juan Miguel y Agustina. Doña Gertrudis se repuso pronto de su sorpresa y confusión, y prosiguió, aunque algo requemada.
—Ya sabéis que tengo el oído un poco torpe. Si no anduvieseis con tapujos, nada de esto sucedería. ¡Jesús!, qué tontos; si, queridísimos míos, reírse sin motivo es de tontos. Me alegro que se trate de Perico: hay una base. He observado que él y María Isabel se hacen muchos cocos de balcón a balcón; a mí, nada se me escapa, aunque disimulo por conveniencia. María Isabel es la segundona; como mujer, pierde el apellido. Doña María acogerá mejor este enlace que el del varón, en quien se vincula el lustre de la familia. Pues bien, después de ponderar la hermosura y bondad de la novia, de María Isabel, seguiré diciendo: «¡Ay, señora doña María!, si usted ha de exigir que quien obtenga la nobilísima mano de su hija haya de competir con ella en esos timbres de nobleza que tan alta la colocan, me temo que durante muchos años habrá de diferirse el complemento de su anhelada felicidad. La mayor parte de las familias sacrifican razones de esta índole; rara es la que puede pesar en una balanza la procedencia de ambos cónyuges, sin que caiga de un lado alguno de los platillos. Yo que tengo el honor de hablarle, mi dignísima señora doña María, he disfrutado de una perfecta dicha matrimonial durante cuarenta años sin que haya sido obstáculo a ella la desigualdad de clase que el ojo menos experto descubriría, desde luego, entre mi familia y la de mi dignísimo esposo, padre de nuestros amadísimos hijos. Porque yo, señora, aunque casada con un notario de lugar, nací en la Habana, en casa propia, y negritos e institutriz inglesa me cuidaron y educaron, como correspondía a mi familia, que con mi hermano Eusebio ha dado magistrados al Tribunal Supremo, y con mi hermano Manuel diputados al Congreso. Y no tendría sino irme por Madrid para que él me presentase a lo principalito de la corte. Público y notorio es, señora, que tan ilustres personajes no los cuenta la familia, totalmente humilde, de mi amadísimo esposo…».
Don Juan Miguel se disparó. Con gritos estentóreos dijo:
—¡Tu familia y la mía!, vaya un par de alhajas… ¿Y cuentas domesticar a doña María con esas monsergas? ¡Mira el vivo retrato de tu abuela Martina, la de Kakategi: por ahí debajo pasa, para que te refociles!
El notario, con la mano derecha, señaló a una boyeriza, mocetona de saya corta que, en piernas y descalza, delante de su carreta de fiemo, atravesaba el lodazal.
—¡Jesús!, ¡qué cosas tan informales tiene este hombre! —replicó doña Gertrudis haciendo un gesto infantil, entre amenazador y desdeñoso. Pero el notario no estaba ya para bromas.
—Tus zalamerías y chocheces no valen a real la pieza. Yo iré a ver a doña María. No se pretende conquistar a la bruja, sino meterle el resuello en el cuerpo.
—Bien, maridito mío, en ese caso, representarás a las mil maravillas tu papel. Pero…
—¿Pero qué?
—Te sabrá malo, acaso…
—No, no, di lo que te venga a las mientes… me es igual.
—Opino que doña María te ha de plantar de patitas en la calle.
—¡Porreta!, y yo también —murmuró entre diente don Juan Miguel—; pero si se propasan los hidalgüelos, los patearé sin misericordia.
Alzando la voz y restregándose las manos, añadió:
—Robus; sácame camisa bien planchada y la ropa negra; cepíllala cuidadosamente y mira a ver si queda algún par de guantes en buen uso. Las cosas, o hacerlas bien, o no hacerlas. En los negocios de Estado… primero la vía diplomática; después la plomática. Ofrezco el ramo de oliva; ¿no se acepta?, garrotazo limpio.
Media hora después, don Juan Miguel tomaba asiento en el gabinete de casa de Ugarte, donde aguardó breves instantes, con las piernas estiradas, —por no sacarle rodilleras al pantalón—, la presencia de doña María.
—¿Cómo va, Osambela? —le preguntó tendiéndole la mano afablemente.
Sin aguardar la respuesta, le hizo seña de que tomara asiento.
—Estamos ya tocando a la fiesta de la Purísima Concepción y me ocupaba en concluir el manto que vamos a vestir a su imagen. Esta casa es devotísima de Nuestra Señora; ¡como que todos llevamos su bendito nombre!
—¡Calle, pues es verdad!, doña María, doña María Isabel, don Mario… lo que es la costumbre de ver las cosas: no había dado en ello. Por lo demás, los del pueblo conocemos la piedad de usted, el muchísimo bien que a los pobres hace, los cuales la tienen por madre y amparo perpetuo. Así, así, se mantiene el rango de las familias antiguas, que son… ¡admirable, admirable!
Proponíase don Juan Miguel ponderar los actos de su interlocutora y la importancia de la casa de Ugarte; pero se le atragantaron los elogios, repulsivos a su genio áspero, e incompatibles, además, con sus antipatías. El fingimiento y disimulo no formaban parte del caudal de sus defectos.
Doña María le dirigió una mirada apacible en son de pregunta. Su actitud modesta denotaba que no le parecían merecedores de loa los actos que dimanan de la observancia del deber. El notario comprendió que había perdido el aplomo por la sola virtud de aquella actitud serena y afable, donde brillaba, en vez de la presunta altanería, la más perfecta naturalidad. Comenzó a atusarse los bigotes con mano trémula, y estiró, de nuevo, las piernas. No sabía cómo, ni por donde, empezar. Doña María, sin que se trasluciese su sorpresa por el embarazoso mutismo de don Juan Miguel, le puso en camino de tratar el asunto, diciéndole:
—Al anunciarme la visita de usted, me ha manifestado la muchacha que usted deseaba hablarme de negocios graves. En vano escudriño con ahínco mi memoria; no descubro ninguno pendiente entre usted y yo. Sáqueme, pues, Osambela, cuanto antes de esta incertidumbre que me inquieta algo, hablando con franqueza.
—Pues bien, señora —replicó don Juan Miguel, decidiéndose a saltar por encima de la zanja que le había detenido los pasos y a aprovechar la más pequeña expresión de sabor activo e impertinente para quitarle el bozal a su genio—, aunque usted no les descubra[102] en este momento, es, realmente, exacto, que hoy median asuntos pendientes entre los dos, por efecto de sucesos frescos que usted ignora, acaso, o en que no ha parado la atención. Negocios graves, realmente, como decía… y lo que es peor, desagradables, a lo menos unos, pues el otro, realmente, como digo, no debiera serlo. ¿Usted sabrá que don Juan Leoz murió?
—Sí; recibí la esquela.
—Igualmente sabrá usted que su difunto esposo, a consecuencia de sus opiniones políticas, que tantos compromisos personales le acarrearon, se vio en el caso, realmente sensible, de pedir a préstamo la cantidad de quince mil duros a dicho señor Leoz, hipotecándole sus bienes de Urgain, entre los que figura este soberbio palacio.
Don Juan Miguel tendió la vista, con satisfacción plebeya, por el gabinete, desde los artesones del techo a la ataracea del suelo. Doña María experimentó cierto presentimiento que le llenó de angustia el pecho; su rostro, empero, permaneció impasible.
—Don Timoteo, hermano y heredero del difunto don Juan, es persona que se halla necesitada de fondos. Por intervención de un amigo común, me buscó a mí; resultado, que yo suministré los quince mil duros de capital y los dos mil doscientos cincuenta de intereses vencidos, y don Timoteo me subrogó en todos sus derechos y acciones sobre los bienes de la casa de Ugarte sitos en esta villa. Ya se le notificará a usted en debida forma, pero me ha parecido más propio… más cortés, sin aguardar a ello, dar este paso de atención, con objeto de que por manera extraoficial tenga usted conocimiento de las novedades acaecidas.
Doña María inclinó levemente la cabeza; los ojos de don Juan Miguel no se apartaban un punto de ella, y creyeron advertir que parpadeaba con más frecuencia y se acentuaba su palidez.
—Un verdadero compromiso, señora; a mí este negocio no me convenía: deseos de servir a mi difunto amigo, el pobre Ignacio Ostiz. He tenido que distraer fondos de otra parte. La devolución del capital venció hace años; tácitamente se ha ido prorrogando la obligación. Acerca de este punto delicado, nada puedo resolver; por ahora; dependerá de las circunstancias; acaso me convenga continuar como hasta aquí, o exigir el pago, o formalizar nuevo contrato. ¡Dios dirá! Pero hay un punto sobre el cual, siento decirlo, no cabe condescendencia: el pago puntual de intereses. Las mensualidades en descubierto, van aumentando. Don Juan Leoz era persona unida a ustedes por lazos personales que, hoy por hoy, no existen entre nosotros, y dejaba correr las cosas. Esto concluyó, señora; ya se hará usted cargo de…
Doña María le interrumpió con un gesto de su blanquísima mano, que temblaba casi imperceptiblemente.
—Hablaré a Mario, que corre con la administración de mis bienes, acerca de este negocio. Ignoro las particularidades de ella, pero le aseguro, señor Osambela, que no le pondré en el caso molesto de negarse a proseguir tradiciones de condescendencia, fenecidas a una con don Juan. Las cosas, el tiempo naturalmente las muda. ¡Infinitas gracias le debemos a Dios porque permitió, durante muchos años, que nuestro acreedor fuese un amigo! Me hago cargo de la advertencia de usted, que se compone, a maravilla, con mis propios sentimientos. Suplicar sin título me pareció, siempre, indecoroso. Usted reclama su estricto derecho: mi deber, y mi gusto son, satisfacer, a posta, su reclamación.
Don Juan Miguel, se inclinó profundamente, encogiéndose de hombros, estaba cumplido el primer objeto de su visita. Y de la manera más sosa, sin ningún episodio donde lucir su genio, voceándole cuatro verdades a la bruja. ¡Ya se le alcanzaba que en las palabras últimas coleaba cierta insolencia hipócrita: insolencia de beata!
Repugnaba doña María suplicarle a él, a Osambela, el nieto de Chaparro; con circunloquios y rodeos, esto, y no otra cosa, le había indicado. Pero… ¿acaso era él amigo de la familia Ugarte? ¿No acababa de dar por muertos los miramientos antiguos? Verdad; la réplica de doña María se ajustó a los términos que él mismo le sugiriera, y no cabía otra. Anduvo torpe, y la infanzona aprovechó la torpeza. ¡Oh, si se hubiese reducido a alegar escuetamente sus reclamaciones, aparejándolas con amenaza curialesca! La cortesía de las palabras de su interlocutora y hasta la afabilidad de la voz y los gestos, fueron perfectos. ¡Ay, sí! Le habían herido con un puñal de oro. Pero iba a tomar su desquite.
Carraspeó breves instantes, y después de colocar en su sitio el lazo, algo ladeado, de la corbata, prosiguió:
—Ahora entro en la segunda parte de… a lo que he venido, vamos. Por su índole debiera de ser materia de viva satisfacción, de alegría completa… Y en cuanto a mí toca, señora, le aseguro que, realmente, lo es. Usted sabrá, sin duda, que mi hijo Perico, desde hace bastante tiempo, tiene el honor de… sostener relaciones amorosas con su señora hija doña María Isabel. Yo, atento a mi deber paterno, y a las dificultades que se habrían de oponer al éxito favorable de dichas relaciones, por efecto, realmente, de ranciedades sociales o… como se les quiera llamar, procuré disuadir a mi hijo… Inútil señora; las cosas entre ambos jóvenes han llegado a un punto que, realmente, sería cruel hacer la vista gorda. Pues bien, después de obtenida la aquiescencia de la señorita, en nombre de mi hijo don Pedro Osambela y Erdozain, licenciado en Medicina y Cirugía, tengo el alto honor de pedir a usted la mano de su hija doña María Isabel de Ugarte y Axpe-Salazar. Realmente, señora, hay aquí algo de providencial. Muere don Juan Leoz que, por simpatías políticas y amistad particular, trataba a ustedes con la consideración que hemos visto, y vienen a pasar sus derechos a manos de quien ha de trabar lazos de familia con ustedes, y no desea otra cosa, desde el primer instante, sino evitar inútiles cuanto perjudiciales rozamientos.
Esta vez no cabía duda. Don Juan Miguel que, bajo la espesa mata de sus fruncidas y erizadas cejas, cuidó de enfocar perfectamente el rostro de doña María, notó cómo un levísimo vaho de carmín se extendía por él primeramente y cómo luego le reemplazó cadavérica palidez que hasta los labios mismos dejó blancos, cual si la sangre toda de las venas se hubiese sumido en el corazón. ¡Cuán grande fue la alegría que experimentó entonces Osambela!
Ella guardó silencio el tiempo que le fue necesario para refrenar la manifestación de sus afectos. A costa de inauditos esfuerzos de encauzamiento, pretendía conservar incólume el pudor de la pena, impidiendo su aparición ante quien se había de gozar en ella. ¡Aquel hombre que acababa de anunciarle el deslustre de su familia y descubrirle la irreverencia de una hija y amenazarle con la implacabilidad del acreedor, brindándole, a renglón vuelto, la sombra de bochornoso parentesco, no contaría, no, el número de sus lágrimas!
—Efectivamente —contestó—, he notado, repetidas veces, los coqueteos de María Isabel con su hijo de usted Pedro, reprobándoselos otras tantas: que semejantes pasatiempos son impropios de buen educadas señoritas. Mas ignoraba las relaciones; y que éstas llegar pudieran a ser ocasión de matrimonio, nunca lo imaginé. Gratuitamente me era imposible suponer que mis hijos se apartasen de la crianza que tienen recibida. Admito la veracidad de usted, señor Osambela; pero como nada me hacía presentir este suceso, y mi hija, todavía no me ha insinuado siquiera los propósitos que usted me anuncia, no llevará a mal que de los propios labios de ella reciba la confirmación de lo dicho por los de usted.
Doña María se levantó de su asiento, al parecer, serena, y tiró del cordón de la campanilla con golpe tan seco, que, después de sonar, se le quedó en la mano.
Don Juan Miguel se puso, igualmente, de pie.
—Vaya, señora —dijo—, yo me retiro. Estas cuestiones de familia no son para delante de los extraños. Poco importa que se tome usted dos o tres días de dar la respuesta, la cual, realmente, de antemano está descontada…
—Las cosas que se me piden y dependen de mi exclusiva voluntad, acostumbro concederlas o rehusarlas, sobre la marcha. Aguarde usted… haga el favor de esperar —añadió, rectificando su imperativa frase.
Volvió a sentarse don Juan Miguel, y entró Joaquina.
—Que baje la señorita.
—María Isabel entró saltando y riendo locamente. Al ver al notario, se puso colorada, y le saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa afable.
—¡Si vieras, mamá —exclamó—, cuán precioso ha quedado el rosetón! Las luces del altar le arrancarán maravillosos reflejos. ¡Dará gusto ver a la Virgen con su cara tan bonita y un manto tan elegante!
Con verbosidad grande y aspavientos muchos de admiración, describió el traje de la purísima, su peinado, los pliegues que formaría el manto, las alhajas que le habían de prender, los juegos de luz sobre la pedrería, el dibujo y calidad de las blondas y puntillas, el color y número de las plumas, frívola como una chiquilla que pondera el vestido de la muñeca, sin que su atolondramiento le consintiera notar la rigidez y gravedad de su madre.
—Cualquiera pensaría —dijo ésta con tono irónico— que tus anhelos se cifran en vestir imágenes. Acabo de saber que otros propósitos, menos inocentes y laudables, te entretienen también.
María Isabel miró a su madre con fingida sorpresa, y le contestó frescamente:
—A mi modo de ver, ninguno de los propósitos que acaricio merece censura, razonablemente hablando.
—Mal puede hablar de lo que es razonable, quien da muestras de obrar contra la razón. El señor Osambela acaba de pedirme tu mano para su hijo, asegurándome que ésta, por tus fingimientos y reserva, para mí inesperada pretensión, se concertó contigo. Dime ¿es cierto?
La tez blanquísima de María Isabel se había cubierto de manchas encarnadas. Titubearon sus labios, y al cabo, rompieron a hablar a borbotones.
—Mamá, hace más de ocho meses que Perico y yo nos queremos muchísimo; ni un solo día hemos dejado de vernos o escribirnos. Innumerables veces me has sorprendido haciéndole señas, y solías reprenderme y darme sofiones[103], cual si estuviera cometiendo un delito. No se cómo explicarlo; pero la verdad es que, después de cada riña, le quería más. ¿Te quejas porque nada te he dicho? ¿Cómo te lo había de decir? ¿Cuándo me has facilitado una confidencia? Hubiera deseado acercarme a ti; vaciarte mi pecho. Me tratabas con cariño, con mucho cariño, sí; pero haciéndome comprender siempre que eres la madre, en el sentido de persona puesta sobre los hijos. Tu voluntad era la soberana; la mía, ¡ah, la mía!… Demostrabas repugnancia a mis relaciones. Significarte que iban de veras, y encender el infierno en esta casa, todo uno. Pasaban y pasaban los días; yo, encaprichándome cada vez más, queriéndole…
—María Isabel —interrumpió su madre con voz firme—, no te pregunto por qué obras mal. ¿Estás conforme con la pretensión del señor Osambela?
—¡Las cosas han llegado a un punto!… Sí.
Doña María se llevó la mano al pecho, y sus dedos hicieron crujir la seda del vestido. Don Juan Miguel le dirigió una mirada que, con el vivo comentario del gesto de hombros y brazos, decía: «Ahí lo tiene usted». Ella irguió la cabeza, y mostrando por primera vez entonces altivez en la postura, modales y entonación de voz, dijo:
—Yo no quiero que mi hija doña María Isabel de Ugarte contraiga matrimonio con Pedro Osambela.
Parecióle a don Juan Miguel que acababa de recibir un latigazo en la cara. Brincando se puso de pie, y haciendo añicos toda su compostura, gritó con voz áspera:
—No basta, señora mía, que usted no quiera. Vivimos en la España del siglo XIX, donde existen leyes protectoras de la dignidad del hombre y de los derechos del ciudadano. Los hijos no son ya esclavos de sus padres, ni juguete de sus preocupaciones, ni víctimas de su orgullo injustificable. Sepa usted que mi hijo don Pedro Osambela y Erdozain, licenciado en Medicina y Cirugía tiene capacidad jurídica para casarse con la mismísima duquesa de Osuna. Ya no hay castas, ni más jerarquía que la de la honradez. En cuanto a esta señorita, es de edad competente y para nada necesita del consentimiento de usted. Le basta solicitar su consejo, y una vez efectuada esta pamema legal, se casará, si gusta, con mi hijo, aunque se desmayen de asco usted y los doce caballeros de la Tabla Redonda. ¡Y en el seno de una honrada y modesta familia, que por su laboriosidad, inteligencia y hombría de bien se ha ido elevando, a la par que otras encopetadas y orgullosas se hundían, será tan feliz y tan señora como si la rodearan escudos y blasones! ¡Rechaza usted a mi hijo, a un hombre de carrera que podría aspirar a brillantes enlaces y habrá de contentarse con las prendas personales, que son muchas, de la señorita elegida por sólo los impulsos del corazón! ¡Lo rechaza usted desdeñosamente! ¡Ah! ¡Yo le reto a que me aduzca un motivo que no se derive de huecas pretensiones!
A medida que don Juan Miguel, perdiendo la serenidad, se desbocaba por el campo de las inconveniencias y de la grosería, afianzábase más y más su interlocutora en la momentánea represión de sus penas, hasta el punto de que, cuando aquél pronunció las últimas palabras de su arrebatada embestida, la impasibilidad de ella era absoluta y pudo replicarle sosegadamente:
—Repórtese, señor mío; estoy en mi casa, pero no he de propasarme a disputar con usted. No acostumbro alternar con personas que faltan a los respetos que yo les guardo; desde hoy en adelante me comunicaré con usted por escrito. Me valí de la frase «no quiero», para marcar mi absoluta oposición a ese matrimonio. Que hay medios legales de desatenderla… ni lo niego, ni pretendo, locamente, abolirlos; servirán para que se haga más patente mi oposición. En cuanto a los motivos…
—Dígalos usted, señora, dígalos sin miramientos. Sáquenos a plaza el pasmo, el asombro de sus ascendientes al…
—Mayor fuera, cien veces, el que experimentarían los de usted al tener noticia de la boda. Iba a decir que ninguna obligación me apremia a declararlos. Con todo, media alguno muy principal, cuya enunciación no puede usted atribuir a propósitos de humillarle. Soy madre católica; mi deber no me consiente entregar mi hija a un liberal, a un hombre que en materia de religión alardea de las más infames ideas, las cuales propaga en los periódicos, valiéndose de seudónimos que no le ocultan. Esas ideas, de público se sabe, han sido causa de disgustos entre ustedes. ¿Cómo ha de rechazar usted un motivo que se ajusta a su propio sentir?
—¡Calumnias, embustes de viejas que de Padrenuestro a Avemaría le arrancan una tira de pellejo al prójimo! Teníamos ya obispos de levita, ¡ahora los vamos a tener de miriñaque y papalina[104]! He aquí declarado hereje a mi hijo por quien ni siquiera es sacristán de la parroquia. ¡Lástima que no vivamos en aquellos felices tiempos! ¡Qué bien vendría la Inquisición para desembarazarse de novios importunos! ¡Ha cambiado usted de táctica; oculta usted los verdaderos motivos que son un escarnio al común de los mártires y pone otros delante, con ánimo de soliviantar contra nosotros a toda la facciosina! Mal recurso, mal recurso: el gran partido liberal, en masa, se pondrá de nuestra parte.
Al decir estas palabras don Juan Miguel se sintió reconfortado por un sentimiento de inmenso orgullo: del orgullo de la dominación. Sonaban en sus oídos los rotos eslabones de la esclavitud y veía a los antiguos siervos penetrar en los palacios de los vencidos señores, y a su vez, por justa venganza, escarnecerlos. Otorgábase el título de héroe de la emancipación social, detenida, momentáneamente, por el monstruo del orgullo nobiliario: fantasma dificultoso de herir. Mas, nuevo Jacob[105], lo asía y soterraba, bañando su frente húmeda de sudor plebeyo, en los resplandores de aquella grandiosa visión progresista.
Doña María notó ciertos signos externos de cómico endiosamiento, y a su pesar, lacia sonrisa le entreabrió los labios.
—Es muy enojoso prolongar esta entrevista. Usted sabe mi resolución. Use de cuantos medios le conceda la ley.
Volviéndose hacia María Isabel, añadió:
—Yo también usaré de los derechos que me corresponden.
¡Sus derechos! ¿Acaso tenía alguno? Don Juan Miguel estuvo tentado a cantarle que ni aun la camisa que llevaba puesta era suya. ¡Iba a verla caer revolcándose en el polvo de la miseria! Su mala voluntad, empero, venció a su cólera; esa puñalada la reservaba para otras manos que herirían más hondamente. Tomó el sombrero y se encaminó a la puerta, exclamando con tono amenazador:
—¡Acaso el que sale despedido como criado, volverá con las ínfulas de dueño! Mis propósitos eran pacíficos, conciliadores: sólo han servido para aumentar la soberbia de quien la derrama por todos sus poros como un veneno. ¿Queréis guerra?, pues la habrá sin cuartel. Chocarán el puchero y la olla[106]: el puchero se hará pedazos, que yo, soy de hierro, ¡badajo!
Y salió bufando por la antesala.
Las piernas de doña María flaqueaban, y hubo de apoyarse en una butaca. María Isabel acudió a sostenerla, pero ella se irguió altivamente y señalando la puerta con mano sacudida por convulsión nerviosa, gritó:
—¡Mala hija! Vete; ese hombre que acaba de salir será tu castigo.
María Isabel, acobardada por tan imperiosa intimación, se retiró sin volver la espalda, cabizbaja. Entonces entró Mario; su rostro denotaba inquieta curiosidad. El corazón de doña María se agitó con tumultuosos movimientos; casi exánime cayó sobre el pecho de su hijo. Intenso hipo contrajo su garganta con tamaña violencia, que parecía como que su respiración iba a paralizarse. Sobrevino la espiración después de larga pausa, ruidosa y anhelante, y a la vez profundos sollozos y raudales de lágrimas.