23

—Sacadla de aquí, ¿me habéis escuchado? ¡Sacadla de aquí, antes de que cometa una barbaridad!

—Ya basta, Lisle —intervino William—. Ya es suficiente.

—No, maldita sea, no lo es. No sé cómo lo ha hecho, pero sé que esto es cosa suya. Siempre que sucede algo esa maldita loca está cerca. Si alguien le ha hecho daño a Anna por su culpa, acabaré con ella. ¿Me oyes, Julia? —gritó por encima del hombro de William.

Pero Julia no se amilanó, y sonrió con arrogancia.

—No sé de qué estás hablando, John. Fue ella quien mandó una nota a William para encontrarse aquí.

—¿Y tú cómo lo sabes, Julia? —la interrumpió William con el ceño fruncido—. ¿Cómo es posible que sepas algo así? Solo Sarah y yo sabíamos que recibí esa nota.

La sonrisa de suficiencia de Julia decayó. Sir Howard parecía incómodo. John avanzó un paso hacia ella, temblando de furia.

—Te juro que si vuelves a molestarnos a cualquiera de los dos me plantaré delante de tu marido y no me moveré hasta que te encierre. Y puedes estar segura de que cuando le cuente lo que estás haciendo comprenderá que es la única opción que tiene para salvar a sus hijos de la vergüenza de tener una madre perturbada.

Con un grito de furia, Julia alzó la mano y trató de abofetear a John, pero este agarró su muñeca y detuvo el ataque.

—¡Maldito hijo de perra! —gritó con el rostro congestionado—. Te crees demasiado bueno para mí, ¿no es cierto? Sois tal para cual, la zorra y tú.

—Ni una tontería más, Julia —la amenazó obligándola a bajar la mano. Luego la soltó—. A partir de ahora estás advertida. Si oigo una sola calumnia sobre Anna, si descubro que alguien la está siguiendo o si la molestas de cualquier otra manera, te juro por lo más sagrado que conseguiré que Holbrook te encierre. ¿Te ha quedado claro?

—Eres un bastardo —siseó con rabia, frotándose la muñeca dolorida, y mirando con odio a todos los presentes.

—Le sugiero que se la lleve, West. —Se dirigió al apabullado hombre, que pasaba un pañuelo por su frente—. Al menos ya sabe con quién se la juega, si es que es tan insensato como para liarse con ella.

El hombre tendió su brazo a Julia.

—Creo que será lo mejor. Vamos, Julia, salgamos de aquí.

Julia rechazó su brazo de un manotazo; elevó la barbilla y con una exclamación de furia salió delante de él.

John respiró hondo, y se volvió para atender a Anna, pero entonces se percató de que el banco se hallaba vacío. Fue Sarah quien habló tras él.

—Se ha ido.

—¿Cómo que se ha ido? ¿Adónde se ha ido?

—No lo sé. La vi salir después de que gritara a Julia. Salió corriendo.

—Maldita sea…

Con un juramento y sin esperar respuesta, John salió a grandes zancadas de la Gruta y se dirigió al claro donde había dejado a su grupo. Los fuegos ya habían terminado, y la gente se había dispersado. Lady Everley le recibió con gesto de preocupación.

—Ya era hora, ¿dónde os habíais metido? ¿Dónde está Anna?

—No tengo ni idea, pero conociéndola como la conozco se habrá ido.

—Pero ¿ido? ¿Adónde? ¿Con quién?

John ahogó un nuevo juramento, y lady Everley parpadeó, confundida por una respuesta tan poco satisfactoria.

—Sola. Su ahijada se ha ido sola. Supongo que habrá vuelto a casa, y casi es lo mejor, porque si pudiera alcanzarla en estos momentos creo que la estrangularía. No he conocido nadie más terco que ella.

Lady Everley dio un respingo al escuchar aquello. A pesar de que compartía plenamente con él la última apreciación, la parte del estrangulamiento le resultó algo cruda. Iba a reprender a Lisle, pero se detuvo al ver la maliciosa sonrisa que comenzó a dibujarse en su rostro, antes de hablar de nuevo.

—Lady Everley, es muy largo de explicar, pero me temo que esta vez tendré que tomar decisiones drásticas. Verá…

Anna entró en su habitación sintiéndose agotada y exhausta. Un frío atroz recorría su cuerpo, a pesar del fuego en la chimenea. Se dirigió al tocador y permaneció allí sentada, contemplando su propia imagen durante largos instantes sin verla. A lo lejos se escucharon dos campanadas, y aquel sonido pareció sacarla del trance; enfocó la mirada en su propio rostro, donde las huellas de las lágrimas eran palpables, y un acceso de autocompasión la alcanzó.

Se había dicho a sí misma que nunca jamás volvería a depender de un hombre, pero lo había hecho. Había entregado su corazón, y este era el resultado. Anna apoyó el rostro en las manos, acercándose al espejo: sus ojos estaban enrojecidos y su piel irritada por las lágrimas, pero era su corazón el que sangraba. Una pequeña vocecilla interior se burlaba de ella: «La culpa es tuya, debiste atraparlo cuando pudiste. ¿O acaso no sabías que acabaría arrepintiéndose de su oferta?». Una nueva lágrima se deslizó por su rostro: ella no quería atraparlo. Solo deseaba que estuviera a su lado. Solo deseaba que llegara a amarla de verdad.

«Claro que sí —continuó la vocecilla burlona—. Y esto es lo que has conseguido».

Mecánicamente, se quitó los guantes y luego alzó las manos para retirar las flores que Jane había entretejido en su recogido. Le aliviaba haberle dicho que no la esperara levantada, porque sentía que no habría soportado la compañía de nadie. Sostuvo uno de los pequeños capullos rojos en la palma de su mano, y comenzó a arrancar poco a poco los pétalos, dejándolos caer sobre la superficie de su tocador como una lluvia de sangre.

Lo peor de todo era que no se arrepentía de nada de cuanto había sucedido; amaba a John más que a su vida, y el recuerdo de la intimidad compartida con él, de sus confidencias, de sus caricias, de su generosidad, no iba a desaparecer por el hecho de que él ahora la odiara.

Continuó retirando las horquillas, y cuando finalizó soltó su cabello, pensando en cómo recibiría Arabella su repentina visita. En cuanto a su madrina, sabía que antes o después lo comprendería, y la distracción que supondrían los preparativos de la boda de Lucy le ayudaría a no pensar demasiado en lo que iba a ser la vida de Anna.

Porque esa tendría que ser a partir de ahora su principal ocupación: buscar un nuevo hogar, un sitio donde el recuerdo de John no se le apareciera en cada esquina. Empezar de nuevo, de cero. Volver a olvidar que había conseguido vivir otra vez.

A lo lejos escuchó el ruido de la puerta de la mansión, y comprendió que su madrina habría decidido regresar tan pronto como se había enterado de su marcha. El ánimo se le cayó a los pies; iba a ser difícil explicar lo que había sucedido, porque ¿qué podía decir, cuando se había encontrado en brazos de William sin saber siquiera cómo había llegado hasta allí? ¿Quién podría creerlo, salvo ellos dos?

Dejó el cepillo sobre el tocador y se puso en pie con estoicismo, pero para su desconcierto el lejano murmullo de conversaciones en el vestíbulo se transformó en un instante en un estrépito de enérgicos pasos. Su cerebro aún estaba intentando conciliar el sonido de aquellas pisadas con el paso dificultoso de su madrina cuando la puerta de su alcoba se abrió con brusquedad, golpeando contra la pared.

Sobresaltada, Anna dio un involuntario salto hacia atrás, chocando con la silla. Para su asombro, fue John Sinclair quien entró en la habitación.

—Te lo advertí, Anna —dijo John con un brillo peligroso en los ojos, dirigiéndose hacia ella.

Anna dejó escapar un grito de asombro al ver que John se acercaba con aspecto decidido. Miró hacia los lados frenéticamente; no había escapatoria, y retrocedió hasta colocarse tras la silla.

—No te acerques —dijo casi sin aliento, intentando ganar tiempo para comprender qué era lo que estaba sucediendo.

Pero John no se detuvo, y Anna enarboló la silla ante ella, como si el delicado mueble fuera alguna terrible arma que estaba dispuesta a utilizar.

—Te he dicho que no te acerques —volvió a decir, pero toda la dignidad que quiso imprimir a su gesto cayó estrepitosamente al provocar las carcajadas de John.

—Maldita sea, Anna, qué carácter endemoniado tienes. Suelta eso.

—No. Vete.

Anna dirigió una mirada furtiva hacia la puerta. ¿Qué sucedía, por qué Gertrude o su madrina no acudían a ver qué pasaba?

—Te he dicho que lo sueltes, Anna —repitió con un filo de amenaza en su voz grave.

—No —volvió a negar tercamente, furiosa y enojada sin saber por qué.

Entonces, en un ágil movimiento que ella no fue capaz de anticipar, John se agachó y le quitó la silla. Anna emitió un gritito y retrocedió hasta la pared, pero entonces John se abalanzó sobre ella y antes de darse cuenta de lo que pretendía, Anna colgaba boca abajo sobre el hombro de John.

—¿Qué haces, es que te has vuelto loco? Suéltame.

El pelo le caía sobre el rostro, impidiéndole ver nada que no fuera la alfombra verde y ocre del suelo. Anna intentó liberarse golpeando con los puños la espalda de John, pero a pesar de que él emitió un gruñido de dolor, no aflojó en absoluto la presa que sus manos ejercían sobre los muslos de Anna.

—Para quieta, o harás que nos caigamos por las escaleras.

A pesar de la advertencia, Anna hubiera seguido golpeándole de buena gana, pero cada vez que John daba un paso el movimiento del hombro bajo su estómago la privaba de aliento. Además, la sangre se le estaba bajando a la cabeza y tuvo que concentrar todas sus fuerzas en no marearse.

—Bájame, animal —fue todo lo que pudo articular entre paso y paso.

Pero su petición no fue atendida hasta que llegaron al pie de las escaleras.

—Te lo advertí el día que cenaste en mi casa, Anna —dijo mientras la depositaba de nuevo sobre el suelo.

Anna dio un zapatazo de pura frustración, levantando ambas manos para retirarse el cabello de la cara. Entonces las expresiones mitad curiosas, mitad culpables, de lady Everley y Gertrude aparecieron ante su vista. Anna dejó escapar una exclamación ahogada de pura sorpresa; la mortificación tardó poco más en aparecer.

—Vamos. —John tomó la capa que Anna había dejado hacía apenas unos minutos y se la tendió.

—Yo no voy contigo a ningún sitio, Lisle —contestó rabiosa entre dientes, sin pensar siquiera qué estaba diciendo—. Te estás comportando como una bestia.

John dio un paso hacia ella, con los ojos brillando peligrosamente.

—Mira, Anna, ya me he hartado de salir corriendo tras de ti cada vez que hay alguna dificultad. Te lo advertí aquel día: si volvías a huir me encargaría de meterte en mi coche y no dejarte salir de mi cama hasta que dijeras «sí, quiero». Y eso es exactamente lo que voy a hacer ahora mismo. —Le arrojó la capa, y tomándola de la mano comenzó a andar hacia la puerta de entrada. Anna trató de resistirse, aún incapaz de entender qué le estaba diciendo, pero John no se detuvo, y tan solo volvió la cabeza para añadir—: Tú eliges si vienes andando o te llevo de nuevo al hombro.

Atónita, Anna sintió que no le trataban así desde que era una niña. Arrastrada por una fuerza insuperable se volvió para reclamar el apoyo de su madrina, pero lady Everley miró discretamente hacia el suelo, apenas ocultando la sonrisa; Gertrude ya había comenzado a ascender las escaleras.

—Pero… pero… ¡esto es escandaloso! —fue cuanto acertó a decir, mientras descendía los escalones de la entrada a trompicones.

—Sí, teniendo en cuenta que he manifestado públicamente ante tu madrina y su familia mi intención de comprometerte toda la noche —contestó él con sorna, abriendo la puerta del carruaje y obligándola a subir.

Anna se acomodó en la esquina más alejada del carruaje y cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Dónde vamos?

—A mi casa.

Su corazón dio un vuelco al aceptar por fin que John no estaba bromeando. Su protesta sonó desprovista de convicción:

—Ni siquiera tengo mi camisón.

—¿Es que acaso crees que esta noche podrías necesitarlo?

La entonación irónica y sensual de aquella pregunta envió una ráfaga de súbito calor por el cuerpo de Anna. Los ojos de John brillaban en la oscuridad con apasionada determinación. Anna tragó saliva, consciente de que no había escapatoria.

—Mañana a primera hora tu madrina te hará llegar tu bolso de mano —continuó él con tono categórico—, y enviará el resto del equipaje a Hertwood Manor. Jane vendrá temprano para ayudarte a vestirte, y lady Everley vendrá a las diez para acompañarte a la iglesia de St. Andrew, donde nos casaremos a las diez y media. Después de la ceremonia partiremos hacia Halston. No nos quedaremos para ninguna celebración, ya que estoy de luto. Pero te compensaré, y en cuanto pase agosto daremos una gran fiesta para celebrarlo.

Anna lo observó con seriedad, y después volvió la mirada hacia la ventana del carruaje.

—Me tiene sin cuidado la celebración, John.

—Perfecto, entonces. A mí tampoco me importa nada. Mi única preocupación ahora es conseguir que no vuelvas a huir de mí hasta mañana a las diez y media.

Pasaron unos momentos en silencio, hasta que de nuevo John comenzó a hablar.

—¿Por qué te fuiste, Anna? ¿Por qué saliste corriendo?

La velada incertidumbre latente bajo la aparente despreocupación de su voz alcanzó el corazón de Anna con verdadera eficacia. Por fin, apartó la mirada del paisaje que en realidad no veía, para centrarse en aquellos ojos oscuros que parecían haber poseído su alma.

—Te oí gritar —replicó con sencillez—. Estabas furioso.

—Claro que lo estaba, preocupado y furioso. Y a ti solo se te ocurrió que tenía que ser contigo, ¿verdad? Sí, Sarah me dijo que así habría sido. —Suspiró con cansancio—. Puede que yo a veces sea un animal, pero tú has tomado la molesta costumbre de huir de mí, y eso es algo que pienso corregir.

Anna estaba a punto de responder cuando el carruaje se detuvo ante la casa de John. Ambos se apearon, pero a diferencia de la ocasión anterior, ningún mayordomo impertérrito y perfectamente entrenado salió a recibirles. John tomó uno de los faroles que permanecían encendidos en el vestíbulo, la tomó de la mano y se dirigió hacia el despacho, subiendo en silencio las escaleras.

—No me gusta que mis empleados me esperen despiertos cuando salgo por la noche —se excusó mientras abría la puerta de la estancia y hacía que ella pasara—. No me parece justo.

—Sobre todo si ni siquiera apareces en toda la noche, ¿no es así?

John dejó escapar una risa y añadió un poco de yesca y unas cuñas de madera al fuego que casi se había extinguido.

—Eso era antes, Anna. —Removió las brasas, que empezaron a prender la madera, y dejó el atizador para volverse hacia ella—. Antes de conocerte y que me volvieras loco.

Se colocó tras ella para retirar su capa, rozando con las manos sus hombros desnudos al hacerlo. El latigazo en el vientre de Anna fue instantáneo. Espléndidamente ajeno al torbellino que, como siempre, desataba en ella, John tomó la capa y la depositó sobre una butaca. Luego deslizó su propia chaqueta por los brazos y la tiró encima de la capa. Le siguieron el chaleco y la corbata. Anna, consciente del calor que emanaba de la chimenea a pesar de la ligereza de su vestido de noche, se sintió repentinamente sofocada.

John tomó una botella que reposaba sobre una mesa de marquetería en el espacio situado entre los ventanales de la sala, y vertió una pequeña cantidad en dos vasos. Los ojos de Anna se clavaron en sus antebrazos morenos, fuertes y poderosos, resaltando contra la inmaculada blancura de la camisa, remangada hasta los codos. Aquel día había prescindido de la habitual camisa negra, y hasta su sonrisa parecía más luminosa, incluso en aquella penumbra. Anna siguió el movimiento de sus brazos como hipnotizada. Le tendió uno de los vasos. Ella lo tomó.

—En realidad era a Julia a quien hubiera estrangulado en la cueva —comenzó a explicar John, dando un trago a su vaso—. En cuanto la vi allí supe que había tramado alguna de sus maldades. Nunca dudé de ti, Anna. Créeme.

La contempló a la luz chispeante de la chimenea; los destellos rojizos que las llamas arrancaban de su cabello, su piel clara y luminosa, sus ojos ligeramente rasgados, verdes solo de muy cerca. La certeza de que la había esperado toda la vida se había grabado a fuego en su corazón.

John le tendió la mano, y en aquel gesto ofreció mucho más que el deseo de acercarla a sí y convencerla de que se rindiera, aceptándolo. Ofreció su desconfianza, su recelo, su determinación de que ninguna mujer lo volviera vulnerable de nuevo. Deseaba que el amor de Anna los destruyera y jamás volvieran a él.

Anna miró la mano, y luego lo miró a él; a los ojos, pero más allá de ellos, al fondo de su alma, donde vio el reflejo de su propio miedo, su indecisión, su terror a perderse de nuevo en otra persona que no la quisiera. Entonces bajó los párpados para asomarse al dolor del pasado que aún quedara en su interior, pero no lo encontró. Inspiró hondo, rebuscando en su alma, pero solo fue capaz de encontrar una ráfaga de calidez, una oleada de emoción, la certeza de una íntima comunión con aquel hombre imperfecto pero sublime, único, incomparable.

Volvió a mirar su mano, y la tomó, y en aquel gesto aceptó mucho más que un matrimonio conveniente, seguro, prometedor. Aceptó la incertidumbre de la dependencia, de la entrega, de la vulnerabilidad contra la que había luchado durante años. Deseaba que el amor de John los desterrara y jamás la arrasaran de nuevo.

John apretó su mano con gratitud, y la atrajo hacia sí para conducirla hasta la cálida alfombra de piel que se extendía delante de la chimenea. Se sentó en la mullida cubierta con las piernas cruzadas, y tiró de ella. Con un crujido de sedas, Anna se arrodilló. John le hizo tumbarse en la alfombra, con la cabeza apoyada en sus piernas cruzadas. Extendió su cabello sobre ellas, y le maravilló que un acto tan simple le provocara un escalofrío de deseo. Ella había cerrado los ojos, y sus labios estaban entreabiertos. John fue demasiado consciente de la cercanía y tibieza de su piel, pero se limitó a hundir las manos en su cabellera oscura.

Ella dejó escapar un gemido de placer, y la tensión del pantalón de John comenzó a resultarle insoportable. Cerró los ojos; sus dedos, colocados en las sienes de Anna, comenzaron a trazar pequeños círculos.

—Recibí una nota. —La voz queda y adormecida de Anna sonó por encima del crepitar del fuego. John bajó la mirada hacia su rostro; permanecía con los ojos cerrados, como si de esa manera le resultara más fácil explicar lo que había sucedido en la Gruta, o tal vez porque no deseaba perder ninguna de las caricias que los dedos trazaban por su frente, sus pómulos, su cuello. Ella prosiguió—: Decía que tenía las cartas y que me presentara en la cueva. Cuando entré me atacó. Sé que fue Hubbard; reconocí la voz, aunque no le vi la cara. Pero entonces me dijo que él ya no tenía las cartas, y trató de tocarme… Le mordí en la mano y me empujó; supongo que me golpeé en la cabeza. Lo siguiente que recuerdo es que William me tenía en los brazos, diciendo algo del vestido… Y cuando gritaste con tanto odio… no pude soportarlo, John.

Las manos de John se deslizaron desde la garganta de Anna hacia sus costados, y sus pulgares trazaron un camino de fuego por las costillas, el ombligo, el vientre. Anna arqueó su espalda involuntariamente.

—De veras que me maravilla lo valiente que eres para todo, salvo para afrontar tus sentimientos —manifestó con su irreverente sonrisa—. ¿Cómo pudiste creer que te odiaría?

Aquellas caricias parecían arrancar de Anna toda posibilidad de pensar con lógica.

—Tú mismo… me… dijiste —un suspiro de satisfacción escapó de sus labios entreabiertos— cuánto odiabas a Caroline… te mintió…

—Y pensaste que también te odiaría a ti. Dios mío, Anna, ¿en qué concepto me tienes?

Anna se sintió incapaz de abrir los ojos. Un tronco resbaló en la chimenea, rasgando el silencio que se había creado. Su voz tembló al hablar.

—Tuve miedo, John. Te has metido bajo mi piel, dentro de mí, te siento correr por mis venas incluso cuando no estás. No habría soportado ver tu desprecio.

Una extraña sonrisa, dolida y a la vez llena de esperanza, se dibujó en el rostro de John.

—¿Cómo podría hacer que comprendieras hasta qué punto yo te necesito a ti? Cuando apareció William, el hombre al que habías amado, me sentí aterrorizado como jamás lo había estado antes en mi vida. Estaba seguro de que te irías con él, y comprendí que no podría soportarlo. Me habías llamado irresponsable, egoísta, libertino… Te habías burlado de mí, me habías insultado, pero me habías dejado quedarme junto a ti, trabajar en tu escuela, cuidar de tus protegidos. Eres generosa, además de valiente y leal. Me has dado paz, serenidad, me has ayudado a perdonar. Soy negligente, inconstante y me enfado a menudo, pero desde que te conozco soy mejor persona de lo que nunca fui. ¿Crees que podría arrojar todo eso por la borda, solo porque te encontrara en brazos de otro hombre?

—Nadie te habría censurado por eso —musitó con el corazón encogido.

—Yo lo habría hecho. Y te lo advierto desde ahora, no me importa a quién conozcas, con quién sueñes o a quién desees, porque no voy a permitir que ningún otro hombre crea que tiene la más mínima posibilidad de estar contigo. Esto es una advertencia, futura lady Lisle: si alguna vez te vas de nuevo de mi lado, te seguiré hasta el fin del mundo, y no dejaré una piedra sin remover hasta que te encuentre y te convenza de que tu sitio en esta vida está junto a mí. Por grande que sea la tierra y por lejos que puedas llegar, no habrá jamás ningún lugar donde puedas hacer que me olvide de ti, así que ni lo intentes, ¿está claro?

Anna dejó escapar una pequeña risa insegura, y se volvió sobre sí misma para observarle.

—Eso halaga mi vanidad en exceso, John. Tal vez no sea bueno que digas esas cosas.

—Me arriesgaré. —Se inclinó para besarla, sonriendo—. Pero hoy no: hoy me aseguraré de que no te escapas de mi cama hasta que Jane venga por la mañana. Así que ahora, señora Hurst, me permitirá que le ayude a ponerse cómoda.

Sus manos comenzaron a desabrochar los corchetes del vestido de Anna; ella le ayudó, impaciente, tironeando de la tela para quitársela cuanto antes. John hizo que girara de nuevo boca arriba para colocarse entre sus piernas. Con ambas manos asió la fina tela y la arrastró hacia abajo, hasta que su piel desnuda refulgió a la luz del fuego. Entonces él se deshizo de la camisa y del pantalón, ayudado por las manos ansiosas de ella, que acariciaron su piel recién descubierta con avidez y fruición. John se colocó entre sus muslos abiertos, con las manos apoyadas junto a los hombros de Anna. Ella se apoyó en los antebrazos para contemplarle más de cerca, para no perderse nada de cuanto John quisiera hacerle; deseaba ver la manera en que sus ojos se oscurecían y su semblante se tensaba al penetrarla, la forma en que sus caderas arremetían contra su sexo con sensual cadencia, el olor y el tacto de su deseo por ella, el dulce abandono de su orgasmo, cuando se vaciara dentro de ella. Deseaba capturarlo todo y grabarlo a fuego en cada centímetro de su piel, dando sentido a todos aquellos años que había pasado esperando algo diferente, algo nuevo, algo inesperado que le hiciera reconciliarse con la vida.

Esperando algo como aquella especie de milagro que era su amor.