12
Tras recibir el permiso del médico para volver a su casa, la señora Pratt había hecho que una doncella llevara a Anna su ropa y la ayudara a vestirse. A pesar del vendaje, Anna no había podido evitar una mueca de dolor al acomodar la tela del vestido sobre su hombro, y su intento de no lastimarlo más dotaba a sus movimientos de cierta rigidez.
Bajó las escaleras con precaución y se dirigió al vestíbulo, donde Decker le indicó que lord Lisle y sus invitados se hallaban reunidos en el salón. Suspiró hondo; era evidente que no podía pretender irse sin más, por mucho que prefiriera volver a su casa cuanto antes.
Procuró enderezar la espalda sin lastimarse el hombro, y entró en la estancia. Las cabezas de los presentes se volvieron hacia ella. Decidió quedarse cerca de la puerta; no pensaba permanecer más tiempo del necesario para agradecer al anfitrión su amabilidad y despedirse.
—Nos hemos alegrado mucho de saber que ya se encontraba recuperada, señora Hurst —la recibió Gareth Trent con amabilidad—. Espero que no sienta demasiado dolor.
—Gracias, señor Trent, me encuentro bien. Algo cansada, he de reconocerlo. —Sonrió a modo de disculpa—. Me temo que hoy no sería una compañía muy alegre, así que espero que me puedan excusar. Si no le importa —se giró hacia John, que la observaba con semblante serio—, me gustaría que alguien me llevara a casa.
—Por supuesto —aceptó John sin ninguna vacilación—. Ordenaré que preparen el coche, y yo mismo me ocuparé de que llegue cuanto antes a su casa.
—No es necesario que se moleste. El cochero puede llevarme perfectamente.
—Prefiero asegurarme de que llega en perfecto estado —contestó John. Tocó la campanilla para avisar a Decker de los preparativos que debían hacerse, y salió con él para asegurarse de que se hacían de manera inmediata.
Anna permaneció de pie, a pesar de las invitaciones a sentarse, alegando el estado de su hombro. Desde que había entrado, Julia la contemplaba con una especie de sonrisa malévola que encontraba más inquietante que su habitual altivez. Le recordaba a un gato relamiéndose, a punto de saltar sobre una presa. Intuía que el puesto del ratón le correspondía a ella, aunque no podía imaginar por qué.
Tras un rato que le pareció eterno, en que no fue capaz de prestar atención a la conversación que Julia mantenía con Rachel, y que en muy escasas ocasiones pretendió incluirla, por fin Decker anunció que el coche estaba preparado. Anna le acompañó y tras tomar su capa, salió al exterior. John estaba subido en la calesa, ocupado en disponer unas mantas sobre el asiento que hicieran el espacio más confortable. Un lacayo se dirigió a ayudarla, y cuando estaba subiendo, un susurro llegó a ella desde atrás.
—El pasado siempre nos alcanza, ¿verdad, Anna?
Sorprendida, Anna miró por encima de su hombro mientras acababa de ascender y se acomodaba en el asiento. Julia se había adelantado al grupo allí reunido, y la contemplaba con burlona satisfacción. Mientras el carruaje se ponía en marcha, un escalofrío de aprensión recorrió a Anna. Instintivamente, se arrebujó en su capa. Aquella mujer sabía algo, pero ¿qué? ¿Qué podía conocer que le hiciera sentirse tan complacida?
John observó de reojo el perfil de Anna, atento al menor signo de dolor o incomodidad. Había dado la precisa instrucción al cochero de conducir con suavidad, evitando movimientos bruscos que pudieran provocar cualquier golpe en el hombro lastimado. Recordaba una y otra vez el momento en que, al salir de la posada, la había visto lanzarse sobre Andrew. El látigo había surcado el aire en un siseo envenenado, y aquella décima de segundo en que había encontrado con violencia el cuerpo de Anna había hecho que algo cambiara en el interior de John. Algo que aún no era capaz de verbalizar o de describir, pero que hacía que su corazón latiera de un modo diferente, más ligero. Algo que le había impulsado a hablarle de su infancia y su matrimonio… Algo que le hacía desear irracionalmente tomarla entre sus brazos y besarla hasta dejarla sin aliento.
El coche se bamboleó al tomar un bache, y Anna miró por la ventana. Reconoció la pequeña cuesta que daba acceso a su casa, sintiendo que habían llegado demasiado rápido; hubiera querido continuar la conversación en el punto en que la llegada del doctor, aquella mañana, la había interrumpido, pero no se atrevía a hacerlo al alcance de los oídos del cochero. Suponía que la vista de su casa debería haberla llenado de alivio, pero solo se sentía reacia a despedirse de John. Dirigió una mirada furtiva a su perfil, y el recuerdo de la extraordinaria seguridad que había sentido entre sus brazos la llenó de tibieza.
El carruaje se detuvo con suavidad ante la verja de entrada. Él abrió la puerta, la tomó por la cintura con firmeza y la depositó con lentitud en el suelo. Con las manos aún sobre sus hombros, Anna se perdió en su mirada, demasiado cerca de su cuerpo para pensar con serenidad. La mirada de John se posó en su boca entreabierta por la sorpresa, y sus ojos parecieron oscurecerse como el cielo en un día de tormenta. Anna sentía la respiración agitada; su pecho subía y bajaba, y el calor de aquellas manos sobre su cintura pareció irradiarse a todo su ser. Se sentía a salvo, allí entre sus brazos, pero las escasas fibras de sensatez que parecían quedarle la obligaron a empujar ligeramente sus hombros, instándole a soltarla. Sabía que era el momento de despedirse de John, pero las palabras no se formaron en su boca. No quería despedirle aún. La conversación inacabada que habían mantenido pasaba una y otra vez por su cabeza, y la necesidad de saber más era superior a su sentido de la prudencia.
—¿Deseas entrar un momento?
John aceptó con una sonrisa agradecida; despidió al cochero, indicándole que volvería dando un paseo, y entró tras ella en la vivienda. Anna se detuvo en el umbral, indecisa por un momento. La visión de su sencillo hogar, tan alejado de la opulencia que había observado en Hertwood Manor, le hizo muy consciente de la gran distancia que separaba sus vidas. Pero en aquel momento no tenía sentido pensar en ello; se dirigió a la sala, donde se sentó en el diván, indicando a John que tomara asiento en la butaca frente a ella.
—Si deseas tomar algo… —comenzó, pero él la interrumpió.
—No quiero que te molestes. Si te he acompañado, ha sido para asegurarme de que descansas hasta que llegue Bess.
—Muchas gracias.
La sonrisa torcida de John pareció calentar el alma de Anna.
—¿Me has dado las gracias por algo? Debe ser la primera vez que lo haces.
—Tal vez es la primera vez que lo mereces —reprochó ella sin poder evitar reírse—. Reconozco que a veces he sido algo… suspicaz, pero no es caballeroso que me recuerdes mi comportamiento pasado.
—Bueno, a mí hay muchas cosas que me gustan de tu comportamiento pasado —contestó con un guiño.
El corazón de Anna dio un vuelco al recordar la noche de la granja de los Alcott y bajó la vista azorada. Al verla, John se echó a reír.
—No sé en qué estás pensando, pero me refería a lo que sucedió en la posada —dijo con picardía.
—¡Oh! —Rio aliviada, aun sabiendo que él le estaba tomando el pelo—. Ya te dije que no fue nada.
La expresión de John recobró la seriedad.
—Y yo te dije que fue asombroso, y que fuiste muy valiente. Y no me digas otra vez que cualquiera lo haría, porque ahora sabes que no es así. Hay poca gente que sea valiente de verdad.
Anna sonrió con indecisión. Era consciente de que él se había hecho una imagen distorsionada de ella, y en algún momento tendría que explicarle cuán diferente era de lo que creía.
—No soy ninguna heroína, John —explicó con reluctancia, con la vista fija en sus manos—. Simplemente, reaccioné sin pensar; créeme que soy la primera sorprendida por lo que sucedió.
—Fuiste valiente, pero tu honestidad es tan atractiva como tu valentía —contestó tomando su mano.
Aquellas palabras hicieron que Anna se sintiera aún más incómoda. Retiró la mano con suavidad.
—¿Qué te sucede? —se extrañó John.
La preocupación de su tono emocionó a Anna casi hasta el punto de echarse a llorar. ¿Cómo explicarle lo que sentía, si ella casi no lo entendía? Solo sabía que, cada día que pasaba, sentía más deseos de escuchar su voz apareciendo de improviso en su tranquila y rutinaria vida, de sentir su presencia junto a ella. Empezaba a permitirse soñar con realidades que antes nunca hubiera contemplado, a preguntarse si mantener una relación especial sería posible, y cómo sería ocultarse de todos y atesorar sus caricias en noches robadas a la prudencia y al sentido común. Conocer su cuerpo, el sabor y el olor de su piel, y fingir que lo ignoraba. Y aunque estaba convencida de que en algún momento él acabaría por destrozar su corazón, su prudencia empezaba a ser barrida por la cálida ternura que su presencia despertaba en ella, por la creciente curiosidad de saber cómo sería el tacto de sus manos sobre la piel, el rastro de besos que dibujaría bajando por su cuello, por su pecho… Un sensual anhelo explotó en ella; supo que si no hacia algo, estaba perdida.
—John, no soy como crees. —Se puso en pie sin saber bien cómo iba a explicarle la verdad—. Hay algo que tengo que decirte, pero…
De pronto, un grito infantil fuera de la casa rompió el silencio que se había instalado en la sala. Por instinto, Anna se giró hacia la ventana, de donde llegó la ininteligible réplica de Bess y Eliza. Descorazonada, comprendió que en unos momentos entrarían en la sala y la conversación pendiente sería imposible. Se volvió hacia John, sintiéndose impotente.
—John, tengo que contarte algo.
Pero el sonido de la puerta de la calle la hizo callar. John la contempló con extrañeza, alertado por la nota de urgencia que se filtraba en su voz. Anna le dirigió una suplicante mirada solicitándole paciencia, y con frustración se sentó de nuevo en el sofá.
Cuando al poco, los hermanos Alcott entraron en la sala, encontraron a Anna y John Sinclair sumidos en un extraño silencio. Eliza saludó con timidez y, con cierto recelo, tomó asiento junto a Anna, pero Andrew se quedó junto a la puerta, enfurruñado. Tras ellos entró Bess, quien tras mostrar su alegría por encontrar a Anna en casa, fue a la cocina a preparar un poco de té.
La interrupción hizo a Anna consciente de su propia confusión. Se había decidido a contar a John la verdad sobre ella, pero más allá de eso no tenía ni idea de qué explicarle. Había dedicado tantos esfuerzos a olvidar su pasado que intentar ahora traerlo a su memoria le generaba un sordo malestar. Pero no tenía alternativa: tenía que contarle cómo era ella realmente, antes de que lo descubriera por sí mismo. Sin embargo, era consciente de que el hecho de explicárselo no iba a cambiar el pasado, ni conseguir que John lo aceptara; con tristeza comprendió que tanto si hablaba como si callaba, corría el riesgo de perderle para siempre.
La afectuosa voz de Eliza la trajo de nuevo al presente.
—Gracias a Dios que está bien, señora Hurst. Estábamos tan preocupados… Andrew no ha querido comer nada desde que volvimos. —Se inclinó hacia ella y bajó la voz—. En realidad, tampoco ha hablado gran cosa desde entonces.
Anna se volvió a contemplarlo. Andrew estaba recostado en la pared, con los labios fuertemente apretados y la barbilla alzada en gesto de desafío. Era evidente que el niño se sentía afectado por lo que había sucedido en Hillbury. Estaba dudando cómo abordar el tema, cuando John se levantó para dirigirse hacia él. Al pasar junto a ella, presionó levemente su brazo, en una breve señal que pretendía tranquilizarla.
El niño alzó orgullosamente la cabeza para contemplarlo, pero su barbilla tembló un poco.
—Creo que necesitamos una conversación de hombre a hombre —dijo John, indicándole la puerta—. Espero que puedan disculparnos unos instantes, señoras.
Andrew pareció a punto de echarse a llorar, pero cuando John abrió la puerta y salió al exterior, le siguió sin protestar.
Eliza esbozó una sonrisa insegura.
—Espero que lord Lisle pueda hablar con él. Creo que se siente culpable.
Anna asintió pensativa, mientras contemplaba las dos figuras que pasaron ante la ventana hacia el lado derecho del jardín, donde se hallaba el velador. John había colocado el brazo rodeando los hombros de Andrew, en un gesto protector, y el niño iba hablando con la cabeza vuelta hacia él. La visión le provocó un nudo en la garganta. Pensó que habría sido un padre estupendo, pero de inmediato se reprochó aquel tiempo verbal: algún día, se corrigió con dolor, sería un padre estupendo. Con un suspiro de pesar, volvió su atención hacia la joven.
—Él no tuvo culpa de nada, Eliza. Aún no comprendo cómo el señor Hubbard fue capaz de algo así.
Eliza bajó la vista hacia sus manos.
—Yo creo que sé por qué fue.
—¿Por qué dices eso?
—Verá… después de que usted se fuera del patio de la posada, Andrew me preguntó qué significaba incriminar. Yo no estaba muy segura, así que le pregunté por qué lo decía. Él me dijo que el señor Hubbard le gritó que nuestro padre buscaba pruebas para incriminarle. Entonces de pronto recordé el día que mi padre discutió con el desconocido. Este le gritó que aunque buscara pruebas para incriminarle no sería capaz de conseguirlas.
Eliza tomó aire y continuó.
—Recordé el tono, las palabras… Creo que fue él, señora Hurst. Creo que mi padre discutió con el administrador.
Anna meditó lo que había escuchado.
—Sí, es muy posible. Las anotaciones de la libreta demuestran que tu padre creía que alguien no estaba diciendo la verdad sobre las obras, aunque yo no las habría considerado pruebas de nada. No sé por qué Hubbard decidió pagarlo con Andrew, pero tal vez de alguna manera quiso vengarse. John… quiero decir, lord Lisle —se corrigió al momento pero no pudo evitar enrojecer—, me dijo que Hubbard había dimitido. Supongo que pensó que sería descubierto.
Eliza asintió, aparentemente ajena al desliz de Anna. La llegada de Bess con la bandeja de té le permitió recuperar la compostura. Eliza se levantó para servirlo. Después de preparar una taza, se la ofreció a Anna con sonrisa vacilante.
—¿Cree… cree usted que todavía nos admitiría en su casa?
—¿Has cambiado de opinión sobre él? —preguntó sin poder evitar sonreír.
—¡Claro! —aseguró con vehemencia, preparando una segunda taza para ella—. Fue muy amable al proponerlo, y Andrew le adora. Además, cuando el administrador… usted… Quiero decir, que en la posada, cuando lord Lisle la recogió del suelo y se ocupó de todo… ¿No le parece que fue muy…?
Se interrumpió avergonzada mientras se sentaba de nuevo en el sofá con su taza, y Anna la contempló sorprendida. La joven parecía la segunda Alcott que descubría un héroe en el vizconde.
—Estoy segura de que su ofrecimiento sigue en pie pero ¿por qué no se lo preguntas tú misma?
Al cabo de un rato, John y Andrew volvieron a entrar en la estancia. John tomó de nuevo asiento, y Andrew se colocó junto a él, mirándole con adoración.
—Todo resuelto —se limitó a decir con un guiño.
Anna sonrió.
—Cuánto me alegro. Por cierto, Eliza quiere preguntar algo.
Un poco más tarde, después de que Andrew hubiera dado buena cuenta de las pastas, y John hubiera terminado su taza de té, Anna le acompañó hasta la verja. Andrew se sentía culpable de lo sucedido, le explicó a Anna con una medio sonrisa en los labios, pero estaba seguro de haberle hecho comprender que la responsabilidad era del señor Hubbard y de nadie más. Desde luego, el niño había vuelto animado, parlanchín y con su habitual buen apetito. Anna volvió a pensar con melancolía que algún día sería un gran padre.
Intentó reunir las fuerzas para hablarle de su pasado, pero no conseguía encontrar las palabras. John había despedido al cochero y ahora le tocaba volver paseando. Se colocó el sombrero y los guantes; Anna se dio cuenta de que debía comenzar ya, de cualquier manera, antes de que él se fuera, pero entonces se percató de la extraña expresión de John: alrededor de los ojos y de la boca aparecían signos de tensión, y la observaba de una manera fija que comenzó a inquietarla.
Su corazón dio un vuelco: no era posible que él supiera nada… ¿o sí? ¿Habría comprendido de qué quería antes hablarle, incluso sin que ella pronunciara una palabra? ¿La condenaba ya, antes de escuchar nada?
—John, tengo que explicarte…
—No, Anna, déjame a mí primero. —La interrumpió alzando la mano, con semblante serio—. Ahora que el tema de los Alcott está resuelto, hay un tema importante del que deberíamos hablar. Respecto a lo que te propuse el otro día… tenías toda la razón, no creo que funcionara.
La sonrisa de disculpa de Anna se congeló en sus labios; sintió como si un golpe en el estómago la hubiera privado de respiración. Tal vez había entendido mal.
—¿Qué… qué quieres decir? —preguntó sin poder evitar un delatador temblor en la voz.
John había bajado la vista al suelo. Sin embargo, su voz sonó mucho más firme que la de ella.
—He estado pensando mucho en lo que ha pasado en este último mes, Anna. En cómo es mi vida en Londres y lo que he encontrado en Hertwood Manor. Jamás lo habría creído posible hace un mes, pero deseo afrontar la responsabilidad que tengo con los arrendatarios. A pesar de mi indolencia respecto a la propiedad, la gente me ha recibido con respeto, y no quiero defraudarles. Reconozco que jamás pensé en volver a Halston, pero ahora que estoy aquí no puedo comportarme de cualquier manera. Mi prioridad ahora es contratar un nuevo administrador, y después de eso hay muchas cosas que mejorar en la propiedad, si quiero que sea rentable.
Con la sangre zumbando en los oídos, todos los esfuerzos de Anna se concentraron en no delatar sus tumultuosas emociones. Incapaz de encontrar su mirada, bajó la cabeza y asintió con algo de torpeza.
—Por supuesto —continuó John ajeno a la conmoción desatada en ella—, las obras de la escuela también requerirán mi supervisión durante un tiempo. Pienso pasar todas las horas que haga falta recorriendo la propiedad, vigilando al nuevo administrador… No estoy dispuesto a equivocarme en esto. Estoy decidido a ser un propietario responsable, como una vez me exigiste. —Sonrió con gesto de disculpa, y Anna tuvo que contenerse para no gritar—. Y tampoco deseo escandalizar a nadie. En esas condiciones comprendo perfectamente que lo que te propuse en la granja es imposible. Así que tenemos que tomar una decisión.
A pesar de permanecer firme, Anna tuvo que parpadear varias veces para que ninguna lágrima delatara su dolor. No pudo evitar apreciar la fina ironía de que la posible aventura clandestina con el vizconde que tantas dudas le había generado fuera a terminar antes de haber comenzado, y todo gracias a sus propios consejos.
—Comprendo —dijo al fin con esfuerzo y tanta serenidad como fue capaz de reunir—. Me alegra que al fin hayas decidido atender la propiedad.
John entornó los ojos, como si la viera borrosa.
—Pues no lo parece. Pensé que eso era lo que creías mi deber.
—Y así es —afirmó con la mirada fija en sus manos, cruzadas ante su falda—. Es tu deber, y solo puedo felicitarte porque hayas decidido cumplir con él.
—Pues nadie que te escuche diría que es eso lo que crees. ¿Sucede algo? Antes no estabas… —Se interrumpió, frunciendo el ceño; una sospecha pareció abrirse paso en su mente—. ¿Es por lo que te he dicho sobre Caroline?
Anna le miró sin poder disimular su desconcierto.
—¿Si es por qué?
—Por lo que te he contado. Sobre el día que murió.
Anna parpadeó de nuevo y se quedó observándolo confusa, mientras intentaba arroparse con su chal. Aunque el día aún era soleado, en esos momentos un frío viento procedente del norte soplaba con fuerza, arrastrando desde las montañas densas nubes que comenzaban a ocultar el sol.
—De veras que no comprendo a qué te refieres.
—Es evidente, ¿no? —Con mal disimulada impaciencia, John golpeó el suelo—. La idea de que sea capaz de odiar a mi esposa el día de su fallecimiento te ha horrorizado hasta tal punto… Es igual. —Hizo un brusco gesto de despedida y se caló bien el sombrero—. Lo comprendo.
La inicial desolación de Anna se había transformado en confusión, estupor y ahora llevaba camino de transformarse en indignación.
—¿Se puede saber a qué estás jugando? Primero me dices que lo que ofreciste el otro día ya no es posible, y ahora te enfadas conmigo… —Se detuvo furiosa, sintiendo que le faltaban palabras.
Tras unos instantes de silencio, la voz de John sonó suave y cautelosa.
—Yo no estoy jugando a nada, Anna. Eres tú la que ha comenzado a tratarme con frialdad. ¿Qué es lo que quieres?
—¿Yo? ¿Que qué quiero yo? —preguntó estupefacta, apartando una guedeja de pelo que el viento hacía caer sobre sus ojos—. ¿Qué te parecería que no jugaras conmigo? Primero decides que no podemos vernos y luego pretendes…
—Pero yo no he dicho que no podamos vernos —le cortó sorprendido—. Solo he dicho que lo que el otro día te propuse no es posible.
—¿Y cuál es la diferencia? —espetó con rabia, colocando las manos en las caderas.
Sorprendido por su reacción, John tomó su barbilla con la mano e hizo que elevara el rostro hasta encontrar sus ojos. Para total desconcierto de Anna, una amplia sonrisa apareció en el rostro de John.
—Soy un completo idiota. Está claro que esto no se me da bien. Veamos. —Dejó libre su rostro, y se quitó el sombrero, pasando una mano por su cabello—. Intentaré comenzar de nuevo.
Inspiró hondo el frío aire, y comenzó a hablar despacio, separando las frases, como si de esa manera le resultara más sencillo ordenar sus pensamientos. La presencia de Anna, con los brazos en jarras, en actitud belicosa, no le ayudaba a encontrar las palabras adecuadas.
—Vamos allá: quiero ser el propietario responsable que tú me has exigido que sea; eso hará que mi tiempo libre sea menor de lo que acostumbro tener. Por ello es probable que no podamos encontrar muchas ocasiones para vernos. Por otro lado, debo reconocer que las cosas en el campo y en Londres son diferentes, y lo que allí no llamaría apenas la atención aquí será observado por multitud de ojos. Quiero que esta sociedad me acepte y no deseo escandalizarla. Así que, en cuanto a lo que el otro día te dije, tenías razón; ser amantes no es buena idea. Así que solo queda una solución.
Anna continuó mirándolo en silencio. El corazón le latía apresuradamente y sentía que su paciencia se había agotado hacía unas cuantas palabras. La pregunta de cuántas frases necesitaba para romper con ella daba vueltas en su cabeza una y otra vez, hasta que se dio cuenta con ironía que, en realidad, aún no había nada que romper.
—Tú dirás cuál es esa solución, ya que pareces tener todo claro —replicó con mordacidad, ante la mirada divertida de John, que la contemplaba con aquella media sonrisa torcida suya que ya le era tan familiar.
—Qué carácter, Anna —sonrió burlón—. La única solución posible es que nos casemos, por supuesto.
—¿Qué? —gritó Anna, llevándose las manos al pecho. Dio un paso atrás, y estuvo a punto de tropezar y caerse de la conmoción.
Respiraba agitadamente. De todas las cosas que John podía haber dicho —y el mundo estaba lleno de temas, ¿verdad?—, no creía que nada pudiera haberle sorprendido tanto como aquello.
Casarse…
Lo que siempre supo que jamás volvería a hacer.
Lo que jamás imaginó que el vizconde pudiera pedirle.
Casarse…
Entonces sería lady Lisle y viviría en Halston Manor. Tendría doncella personal, ama de llaves, cocinera, cochero, mayordomo… No tendría que volver a pensar en cómo remendar el vestido azul ni cómo ajustar la ventana del desván por la que se colaba el frío. Sus preocupaciones serían tan diferentes…
Y, sobre todo, lo tendría a él. Despertaría con él, bailaría con él, contemplaría el mundo con él. Podría descubrir a qué sabía su piel y dejar que sus manos le arrancaran escalofríos de placer con solo acariciarla, sin tener que fingir que lo ignoraba. Dormiría con él, velando sus sueños y protegiéndolo de los fantasmas que le acosaban y ahora apenas entreveía. Le ayudaría a vencerlos, como él le ayudaría a ella a confiar. Podrían amarse sin preocupaciones…
Pero era una estúpida si lo creía. ¿En qué estaba pensando?
Lo cierto era que no podrían.
Anna sacudió la cabeza, como para salir de la esperanza que la había invadido. John Sinclair creía que ella era una mujer diferente, fuerte, valiente y sincera, pero no la conocía. No la conocía en absoluto.
—John, me siento halagada —contestó tras varios segundos, cuando fue capaz de recuperarse de la impresión—. No, no es la palabra —se corrigió—. Me siento honrada, agradecida, maravillada por tu ofrecimiento. No tengo palabras para describir todo lo que siento, pero no me conoces… Solo hace un mes que nos conocemos…
—Claro que te conozco —respondió lentamente, observándola con suspicacia al comprender que aquello no era el sí que esperaba—. Te conozco tanto como necesito para querer vivir a tu lado.
Apenada, Anna se llevó las manos a las mejillas, mientras trataba de poner orden en el caos que había invadido su mente.
—No esperaba esto. Yo… —Lo miró con los ojos muy abiertos, amargamente consciente de que estaba rechazando al hombre del que se había enamorado—. Podemos ser amantes, pero esto…
John sostenía en la mano el sombrero. Su frente estaba oculta por mechones de pelo que el viento agitaba, y sus ojos resultaban más oscuros que nunca. La línea de su mandíbula parecía tensa y tirante.
—Pero ya te he explicado que eso no es posible, Anna. Si mi afecto no es correspondido, creo que sería más honesto que me lo dijeras cuanto antes.
—No se trata de eso, John —intentó justificarse en medio de su agitación.
—Pues entonces, espero que puedas explicarme de qué se trata.
—Se trata de que tú no puedes casarte conmigo. Tú y yo no somos iguales, ¿es que no lo ves? Tú necesitas casarte con otra mujer, John; una joven de buena familia que pueda darte un heredero.
—Eso debo decidirlo yo, ¿no te parece? Creo que ya te he explicado que nunca he querido ser padre. Además, no consigo comprender por qué insistes… ¿O acaso se trata de eso? ¿Quieres hijos y crees que yo no querré dártelos?
Anna se sintió como si le hubieran dado un golpe en el pecho. A duras penas consiguió hablar, habida cuenta del nudo en la garganta que se le había hecho, y cuando lo hizo utilizó el tono paciente que empleaba con sus alumnos más torpes.
—John, tengo treinta y cuatro años. La maternidad es algo a lo que renuncié hace mucho tiempo.
—Igual que yo, entonces. Deja esa excusa.
—No es excusa, John. Algún día serás un magnífico padre. Con la mujer adecuada.
—Tal vez me conforme con ser un hombre en vez de un padre. ¿Y si yo sé que la mujer adecuada eres tú?
Al borde de la desesperación, Anna se dio cuenta de que ella no podría resistir mucho tiempo, si él insistía; y aquello sería desastroso para ambos.
—Pero es que no me conoces, John. Tú crees saber cómo soy, pero hay muchas cosas que ignoras. Créeme, si lo supieras nunca me habrías ofrecido matrimonio.
—Te agradezco el intento de no herir mis sentimientos, pero preferiría la verdad.
Anna meneó la cabeza con incredulidad. La frialdad de John dejaba bien a las claras lo herido que se sentía. Aquello era algo ridículo; ella, Anna Hurst, una mujer normal y corriente, que ya no era joven, ni rica, ni elegante, estaba hiriendo con su rechazo a un hombre inteligente, atractivo, divertido… Aquello era el mundo al revés.
—Es la pura verdad, John. No sabes nada de mi pasado.
—Pues cuéntamelo. Explícame que es eso tan terrible que sucedió en tu pasado, aunque te advierto desde ahora que, sea lo que sea, no podrás convencerme de que no debemos casarnos.
—Pero es la realidad. No puedes casarte conmigo, John, no soy suficiente para ti. ¿Es que acaso no lo ves?
—No, no lo veo. Si vas a rechazar mi oferta, creo que al menos merezco una explicación sincera. Supongo que no es pedir mucho.
Anna suspiró, rindiéndose ante la insistencia de John. Su cuerpo temblaba como una hoja, la cabeza le daba vueltas como una peonza y el hombro le dolía endemoniadamente.
—De acuerdo. Es lo que quería explicarte antes… Pero no aquí ni ahora. Necesito algo más de tiempo.
—¿Entonces, cuándo, Anna? Yo hoy te he hablado de mi pasado, de Caroline… Pero tú, ¿cuándo vas a poder confiar en mí siquiera un poco?
—No se trata de eso, John. Confío en ti.
—Pero me dices que no eres como creo, y no me das ninguna otra explicación. ¿Cómo crees que debo tomarme eso? ¿Cuándo vas a contármelo?
Anna se colocó el chal que había resbalado sobre su hombro.
—Necesito tiempo, John. No me resulta fácil hablar de mi pasado.
—¿Cuándo, Anna?
Anna apretó más el chal en torno a sí, como si necesitara aquella protección. Cerró los ojos un momento, intentando reunir coraje, y finalmente se rindió a su insistencia.
—Ven mañana por la tarde a la escuela. Intentaré explicártelo.
John la miró a los ojos con expresión neutra, pero solo contestó:
—De acuerdo, Anna. Allí estaré.
Agradecida porque hubiera aceptado tendió la mano, y John se inclinó sobre ella en un breve gesto de despedida. Anna le siguió con la mirada hasta que desapareció de la vista, y solo entonces se decidió a entrar en la casa, a pesar del frío. Con semblante pensativo, se dirigió de nuevo al salón y con la excusa de escribir a lady Everley, se sentó ante el escritorio. Andrew ya se había ido y Eliza, tras echarle una mirada de reojo, alegó que Bess necesitaba ayuda y salió, dejándola sola. Anna sintió que no podía estar más agradecida por la soledad. Necesitaba todas y cada una de las horas que había ganado para pensar sobre su pasado y encontrar la manera de explicárselo a John sin perderle para siempre.