9

Anna acarició con suavidad la ornamentada superficie del brazo de su silla, mientras su mirada se perdía en la hermosa vista de los jardines que se alcanzaba desde su posición. Aunque en el pasado había acudido en ocasiones a la casa, era la primera vez que entraba en la biblioteca. Lady Lisle prefería recibir en la salita orientada al oeste que se hallaba junto a la sala de desayunos, decorada en un delicado tono rosado. La biblioteca, sin embargo, era un lugar mucho más adecuado al vizconde. Las altas estanterías llenas de libros, la mesa y las sillas eran de oscura madera labrada, y le sugerían una impresión de solidez y permanencia.

Sonrió con disimulo. Le resultaba sorprendente que su mente hubiera establecido una correlación entre John Sinclair y solidez. O al menos, le habría resultado sorprendente días atrás. Sin embargo, hacía un par de horas que se habían reunido para hablar de la escuela, y en ese tiempo había corroborado que aquel hombre era muy diferente de lo que siempre había creído. Parecía sinceramente interesado en que la escuela educara a los jóvenes de su propiedad, y estaba dispuesto a invertir tiempo y dinero en ello. Había abordado las ventajas e inconvenientes de su planteamiento de manera sistemática, solicitando al reverendo Edwards y a ella misma su opinión sobre los diferentes puntos. Quería saber de cuántos posibles alumnos hablaban, cómo conseguir que acudieran a la escuela, qué tipo de estudios deberían realizar, cómo habría de ser el profesor que pudiera llevar adelante aquella clase…

Estaba sorprendida. Y también algo decepcionada, suspiró. La implicación de John Sinclair en el proyecto no tenía nada que ver con ella. Tal vez había sido el medio a través del que se habían relacionado, pero desde luego que el esfuerzo que estaba dedicando al proyecto no tenía por objetivo impresionarla. Allí había auténtico convencimiento, y sabía que aquella conversación y aquellos planes se habrían dado incluso aunque ella no hubiera acudido esa tarde.

Observó la morena cabeza del vizconde inclinada sobre la mesa, mientras indicaba algo al reverendo sobre el plano de la iglesia que contemplaban. Estaba de pie junto a él, con la cadera derecha ligeramente apoyada en el escritorio, y algunos mechones de su cabello caían sobre la frente, proyectando sombras sobre sus ojos. Anna pensó distraída que a menudo lo había visto así, envuelto en las sombras. De repente sonrió ante algún comentario del reverendo, y por enésima vez desde el día que lo vio en los establos, sintió que aquella luminosa sonrisa le robaba la respiración. El negro riguroso que vestía solo hacía que fuera aún más impactante. Aún sonriendo, alzó la mirada por encima de la cabeza del reverendo para encontrar su rostro. Anna dio un respingo, sintiéndose pillada en falta. Por una décima de segundo, creyó que algo parecido al afecto se reflejaba en sus ojos oscuros, pero su voz neutra le hizo pensar que bien podía haberlo imaginado.

—¿Y usted, Anna, qué piensa?

Anna parpadeó, azorada. Aquella tarde se sentía completamente distraída, y muy poco brillante. Cuanto más entusiasmo demostraba el vizconde, más le costaba a ella dar su opinión o proponer cambios. En realidad, se daba cuenta de que el proyecto que el vizconde diseñaba no la necesitaba en absoluto, y había dedicado tanto tiempo a aquello en los últimos años que reconocerlo le producía una especie de abatimiento. Un cierto vacío.

—Creo que su opinión es lo más importante en esto, milord —contestó con tanta serenidad como pudo. Sabía que sentirse triste ahora era el colmo del absurdo—. Estoy segura de que tomará las decisiones adecuadas.

John Sinclair enarcó una ceja pero mantuvo su sonrisa impertérrita.

—A mí me gustaría conocer su opinión, de todas maneras. —Se volvió hacia el reverendo—. La de ambos.

Los dos hombres la observaron. Anna había comprendido desde el principio que el reverendo sentía afecto y respeto por el vizconde, y llegó a preguntarse si ella era la única persona que lo había considerado alguna vez indolente y egoísta. Aunque ahora le resultaba difícil conciliar aquella creencia con la imagen del hombre atractivo y sonriente que quería establecer un legado para su escuela.

—Sí, Anna, ¿qué opinas? —preguntó el reverendo con aire esperanzado.

Anna suspiró. No tenía ni idea de qué le estaban preguntando.

—Me temo que estaba un poco distraída…

La sonrisa de John se ensanchó.

—Hablábamos de la mejor manera de asegurarnos de que los niños vengan. El reverendo dice que tendríamos que servir un desayuno, pero no estoy seguro de que eso sea suficiente. Yo digo que habría que añadir algún otro tipo de incentivo, al menos de cara a los padres.

Anna le contempló perpleja, sin saber qué responder. Estaba claro que aquel hombre había tomado el tema en serio.

—¿No está de acuerdo conmigo?

La ligera inflexión de desafío contenida en la pregunta captó la atención de Anna. Le observó con atención. A pesar de su dominio de la situación y su demoledora seguridad sobre lo que había de hacerse, aquel hombre parecía esperar algo de ella. Había bajado la cabeza de nuevo hacia el plano, y sus dedos jugueteaban distraídamente con el sello que un día definió como muy valioso para él.

Parecía absorto en lo que contemplaba, pero Anna percibió la sutil tensión en sus hombros, mientras se hallaba vuelto hacia los planos; el proyecto del vizconde no la necesitaba, pero él sí parecía desear que ella lo contemplara favorablemente. Su corazón latió más ligero.

—Dependería del incentivo en que esté pensando, por supuesto. Pero en cuanto al desayuno, sí creo que debemos proporcionar algo a los chicos. Tal vez algo de té y galletas.

—Bien, yo esperaba ofrecer algo más consistente. Sé que después de las clases los chicos tendrán que ayudar a sus familias.

—Pero las instalaciones no son adecuadas… —comenzó a excusar Anna, aún sorprendida por las propuestas del vizconde.

—Lo sé —respondió con una rápida sonrisa de triunfo, mirándola a los ojos—. Eso haría necesario levantar una pequeña cocina, tal vez añadiendo un anexo en esta parte. —Señaló algún punto en el mapa.

Anna se levantó y se colocó junto a él para observar el plano. Se concentró en la zona señalada. Sí, por supuesto que podría añadirse un anexo si hubiera dinero. Alguna vez se había permitido soñar despierta con algo así. Con dinero, la escuela dispondría de una pizarra nueva, estufas que calentaran el espacio de manera conveniente, mesas, cartillas de lectura, tal vez un mapamundi y algunos libros de geografía… También podría añadir una zona de retretes, y algún banco en el exterior donde la lectura fuera un placer en los días cálidos. Ella sabía lo que había soñado para su escuela. Y podía defenderlo.

—Sí, es una buena idea. —Sintió que el vizconde se acercaba más a su cuerpo, y un ligero cosquilleo bajó desde su nuca hacia su espalda—. Pero si el anexo lo construyéramos haciendo ángulo con esta pared podríamos disponer de un pequeño jardín en esta otra parte.

Se inclinó para indicar la ubicación, al mismo tiempo que John Sinclair se giraba hacia ella. El contacto con su cuerpo la desequilibró, y estuvo a punto de golpearse con la mesa. Él la cogió con velocidad de ambos brazos y la mantuvo así unos momentos. Anna sintió el calor de aquellas manos a través de la tela del vestido, y la fuerza con que la sostenían. La barbilla de Anna quedaba a la altura de sus hombros, y su aroma, una mezcla de madera y cuero, pareció inundar todo el aire en derredor. Por un instante, imaginó que se reclinaba contra él, que apoyaba la cabeza en su pecho y escuchaba el latido de su corazón traspasando su propia piel. Un suspiro entrecortado se escapó de su boca antes de que pudiera evitarlo. Entonces John Sinclair la soltó con brusquedad y retrocedió un paso. Anna se sintió como si la hubieran arrojado de cabeza a un lago helado. El reverendo seguía contemplando el plano, ajeno a la tensión que de nuevo había surgido entre ellos. Su voz alegre obligó a Anna a intentar concentrar de nuevo toda su atención en el mapa, aunque la cabeza le daba vueltas.

—Creo que Anna tiene razón, aunque por supuesto acondicionar la zona será un gasto añadido. Sin embargo, sería magnífico disponer de un pequeño jardín para los días cálidos.

John seguía de pie frente a ella, con la vista fija en algún punto a su espalda y la mandíbula apretada. Se giró bruscamente hacia el reverendo, y Anna sintió un acceso de tristeza al pensar en cómo la había alejado de su cuerpo. Era lo que ella había pedido, y tendría que acostumbrarse.

—No se preocupe por el gasto —respondió John con dificultad, dando la espalda a Anna.

El tono forzado de su voz hizo que el reverendo le contemplara con preocupación.

—No quisiera que se sintiera obligado de ninguna manera por nuestras propuestas —contestó afligido, malinterpretando la tirantez de aquella respuesta.

—No me siento obligado. En realidad les estoy agradecido por la posibilidad que me han ofrecido de hacer algo útil en el pueblo.

—Hay otras muchas cosas de utilidad que podrían hacerse, si realmente le importara —interrumpió Anna en tono bajo, evitando la mirada asombrada del reverendo. Sabía que debía estar agradecida de que él evitara su contacto, pero se sentía dolida e irritada.

—Estoy seguro de que usted y yo podríamos hacer grandes cosas, Anna —replicó John sin mirarla, con un atisbo de sarcasmo—. Pero de momento centrémonos en la escuela. Si creen que un jardín es necesario, así se hará. La cocina entonces la colocaríamos en esta posición.

El reverendo se inclinó junto a él, mientras Anna se quedó contemplando a ambos, sintiéndose ridícula. Si John Sinclair mantenía su palabra y no volvía a tocarla, tendría que sentirse agradecida. Al fin y al cabo, es lo que ella le había pedido, ¿verdad? Pero no era lo que estaba sucediendo: se sentía triste y enfadada.

Escuchó a ambos hablar de la posibilidad de entregar a los niños una especie de salario por acudir, de forma que los padres pudieran permitirse prescindir de su trabajo en las granjas. De nuevo, era mucho más de lo que ella había soñado conseguir. Se dirigió hacia la ventana, preguntándose si no estaría celosa del vizconde. Anna había aportado mucho a la escuela, pero todo era insignificante al lado de lo que lord Lisle, con su dinero y su poder, podía hacer.

Una de las cristaleras de la terraza estaba entreabierta, y Anna decidió salir de la biblioteca. Aquellos hombres se las estaban arreglando realmente bien sin su participación, y aunque su parte racional sabía que sentirse desplazada era algo inmaduro e infantil, en aquel momento no podía evitarlo. Confiaba en que el aire fresco la ayudara a rehacerse. Observó aquellas figuras inclinadas sobre la mesa, absortas en algún punto del mapa, y con sigilo se deslizó por la puerta hacia el exterior. La intensa luz del sol la deslumbró unos instantes. Con paso inseguro, se acercó a la balaustrada de piedra y se apoyó en ella. Aquel lugar era tan hermoso…

—¿Ha terminado ya su reunión, señora Hurst?

Anna se volvió sobresaltada. Desde la sombra que proyectaba la balconada superior del edificio sobre la terraza, Julia Dunn la contemplaba, sosteniendo en su mano una delicada sombrilla en tonos azulados a juego con su vestido de seda celeste. Su cabello relucía como el fuego a pesar de hallarse en la sombra. Anna tuvo que reconocer que era una mujer muy bella, pero pensó que el frío brillo de sus ojos le restaba encanto. O eso le parecía a ella, aunque por supuesto el hecho de que aquella mujer tuviera una relación con John Sinclair podía influir en su parecer, reconoció con honestidad. Ni siquiera le gustaba verla allí de pie, como si fuera la dueña de todo aquello, pero eso no era de su incumbencia. Podría haberlo sido, reflexionó desapasionadamente, de haber aceptado la oferta del vizconde. Pero no lo era.

Intentó una sonrisa cortés mientras alejaba esos pensamientos, aunque temía que se quedara en una torpe mueca. Por la manera en que la condesa mantenía clavados sus fríos ojos en ella, parecía que sopesara cómo ocuparse de aquella adversaria, y demostrar hostilidad solo serviría para incentivar su agresividad.

—Buenas tardes, lady Holbrook. En realidad no, aún no ha acabado. El vizconde y el reverendo aún siguen revisando planos.

—Pero usted sí la ha dado por finalizada, ¿no es así?

A pesar del calor que aún proyectaba el sol, Anna se estremeció de manera involuntaria. El tono aburrido de la condesa no conseguía disfrazar del todo el desdén que se ocultaba en sus palabras.

—Quería respirar un poco de aire —repuso evasiva. Aquella mujer no le agradaba en absoluto.

—¡Oh! En tal caso le ruego que me acompañe a dar una vuelta por los jardines. —Tomó a Anna del brazo antes de que esta pudiera reaccionar—. La señorita Gall está escribiendo cartas, y el señor Trent está revisando algo sobre algún negocio. Sin embargo, el día es tan magnífico que no he podido resistirme a disfrutar del buen tiempo, pero comenzaba a aburrirme aquí sola en la terraza. Su llegada es una bendición para mí.

—Sería muy agradable, pero me temo que aún no hemos terminado y estarán esperando que vuelva… —intentó excusarse.

—No lo crea, querida. —Continuó andando hacia las escaleras del jardín, sonriendo fríamente mientras la arrastraba consigo—. Cuando los hombres deciden que tienen interés en un asunto, rara vez creen necesario discutirlo con mujeres.

Anna se quedó sin respuesta. No sentía ninguna gana de pasear con aquella mujer cuyo propósito para viajar hasta Halston le resultaba evidente, pero a regañadientes, tuvo que reconocer lo cierto de la frase cuando miró hacia atrás: nadie había salido tras ella.

—Comprobará que los jardines de Lisle son magníficos. Aunque tal vez ya los conozca. —La miró con las cejas alzadas, mientras descendían los escalones.

La aparente afabilidad de la condesa no engañó a Anna. No tenía ni idea de cuál era su propósito al planear aquel paseo, pero sí sabía sin duda que su intención no era la de ser buenas amigas.

—Estuve en el funeral de lady Everley —contestó con tono neutro, preparándose mentalmente para hacer frente a lo que quiera que aquella mujer estuviera intentando.

—Por supuesto. —Julia continuó sonriendo, pero su mirada, fija en el frente, se había endurecido—. Entonces supongo que estará de acuerdo conmigo. Aunque he de decirle que en mi caso, esta es la primera vez que los visito. Hasta ahora, John nunca había manifestado intención de pasar tiempo en Surrey. Sin embargo, parece que ahora encuentra la propiedad muy… absorbente.

Anna permaneció en silencio. No sabía qué podría decir sin alentar la conversación de aquella mujer. Por la forma en que había decidido utilizar el nombre de pila del vizconde ante ella, era evidente que no pensaba disimular nada sobre su relación.

Avanzaron por el sendero de grava en paralelo al ala derecha de la casa hacia el pequeño laberinto de setos recortados que existía un poco más allá de la fuente. Anna comprendió que Julia no deseaba que su conversación fuera escuchada, y eso hizo que sus deseos de regresar aumentaran.

—Lady Holbrook, tal vez deberíamos volver. No quisiera que el reverendo se inquietara por mi ausencia.

Julia la miró con dureza, sin rastro de la afabilidad que antes había fingido.

—No se preocupe, Anna. ¿Puedo llamarla así? Estoy segura de que aún continuarán mirando ese plano del que habló. Sé bien que cuando algo capta el interés de John es difícil que se aparte de ello. —Hizo una intencionada pausa y miró a Anna fijamente—. A pesar de que luego ese interés decaiga rápidamente.

Anna inspiró hondo intentando mantener su expresión inalterada. Así que para eso estaban allí. Si le decía abiertamente que era ella quien no tenía interés ni intención de mantener una relación con John Sinclair, conseguiría que aquella conversación fuera breve. Pero una pequeña mecha de rebeldía prendió en su interior al contemplar el arrogante perfil de aquella mujer. No quería ponérselo tan fácil.

—Y supongo que lo sabe porque usted conoce bien su desinterés. De ahí esta conversación —repuso con desapego, sin volverse hacia ella. La mano apoyada sobre su brazo se tensó repentinamente, asemejándose a una garra que sujetara a su presa con determinación, pero enseguida se aflojó.

Sin mirarla, Julia se separó de Anna y se dirigió hacia un pequeño banco en sombra, situado a la entraba del laberinto. Se sentó y esperó a que ella hiciera lo mismo.

—Lo sé porque hace muchos años que conozco a John Sinclair, desde su matrimonio con Caroline —comenzó a explicar con tono aburrido, como si esa historia la hubiera explicado un millar de veces antes de entonces—. Tal vez ahora usted se crea alguien especial, pero son muchas las mujeres que antes también lo han creído. Es un hombre atractivo, rico y encantador, y nunca ha tenido que estar solo. Recuerde eso cuando se sienta única.

A pesar de que le habría encantado reírse de aquello, la verdad de aquellas palabras la hizo contenerse. Julia Dunn había decidido marcar su territorio, y sabía bien lo que debía decir para ello.

—Lo recordaré, llegado el caso.

Aquello pareció irritar a Julia, que arrugó la nariz en una mueca poco elegante, como si la cercanía de Anna la repeliera.

—Usted no sabe nada sobre John, me doy perfecta cuenta. Bien, tal vez deba ilustrarla un poco. Debería saber algo sobre su pasado… Sabrá al menos que es viudo, ¿verdad? —prosiguió sin esperar la respuesta de Anna—. Estaba casado con una de mis amigas, Caroline Saint James. Lo cierto es que nunca he comprendido por qué, de entre todas las mujeres que le perseguían temporada a temporada, John eligió casarse con ella. Supongo que se creyó enamorado, o tal vez pensó que aquel era el momento adecuado para casarse. Al fin y al cabo, Caro era una mujer muy hermosa, decidida y alegre. Era el centro de atención en cualquier reunión a la que acudía. En cualquier caso, lo relevante no es por qué se casó, sino el hecho de que lo hizo. Yo conocí a Caro poco después de su matrimonio. Teníamos primos en común, de hecho éramos familia en algún grado lejano. Siempre pensé que lo mejor que aquella muchacha tenía era el marido. —Una sonrisa cínica dio un poso de amargura a su expresión—. Ella y yo nos hicimos amigas en cierto modo, pero eso no me impide reconocer que era una criatura tan bella como veleidosa y superficial. Aunque supongo que esas facetas no las conoció Lisle hasta que fue tarde.

—Creo que nada de esto es de mi incumbencia —la interrumpió Anna, poniéndose en pie.

La mano de Julia la obligó de nuevo a sentarse. La contempló con una sonrisa ligeramente desdeñosa.

—¿Es que no siente curiosidad siquiera? ¿O acaso tiene miedo de lo que pueda escuchar?

Anna apretó los labios, molesta. Sabía que no debería prestar oídos a nada de lo que aquella mujer le pudiera contar sobre el pasado del vizconde; pero tuvo que reconocer que una pequeña parte de sí deseaba averiguar cómo era realmente aquel hombre. Decidió mantener un discreto silencio.

Julia prosiguió su historia.

—No supe cuándo Caro empezó a engañar a John, pero sí le puedo asegurar que prácticamente no hubo un momento en su vida de casada en que no tuviera un amante. Él no lo supo hasta que fue tarde. En cualquier caso, y por lo que yo sé, él sí permaneció fiel a su mujer. Algo sorprendente, vista su posterior trayectoria. —Enarcó una ceja con ironía, mientras contemplaba sus manos enguantadas, pensativa. Luego las colocó de nuevo sobre su regazo y continuó—. No sé cuánto hubiera aguantado siendo fiel, de haber vivido Caroline. Pero aguantó hasta su muerte.

—Tal vez estaba enamorado de ella —apuntó Anna con sequedad, molesta por la evidente intimidad que había existido entre aquella mujer y John.

Una carcajada acogió su intervención.

—No sea absurda, querida.

—¿Y por qué no había de estarlo? —preguntó a la defensiva, sintiéndose enrojecer.

—¡Qué pintoresca es usted! Tal ingenuidad, y ninguna pretensión de distinción… Casi comprendo por qué ha cautivado a John de esa manera.

—No soy en absoluto ingenua ni he cautivado a nadie —rechazó Anna de manera desabrida, cada vez más incómoda. Se sentía indignada, y deseaba decirle a aquella mujer lo que pensaba de su chismorreo, pero consiguió controlarse—. Usted conoce hechos, pero ni usted ni nadie pueden conocer lo que se esconde en el corazón del vizconde. Usted no ha visto su alma, aunque así me lo quiera hacer creer.

—Bueno, pues eso será lo único de él que no he visto, querida —respondió con una sonrisa irónica, mientras se daba unos golpecitos pensativos en el labio con el abanico—. Pero a pesar de lo que usted piense, puedo asegurarle que John no estaba enamorado de Caroline. Aquel matrimonio era una cárcel para él. Y para ella también, claro. Así que supongo que finalmente John hubiera hecho lo mismo que todos, de haber continuado casado. Pero por suerte el fallecimiento de Caroline lo arregló todo.

—¡Qué curiosa forma de referirse a la muerte de una amiga! —interpuso con mordacidad, aun sin saber qué le molestaba más de toda aquella situación.

Julia continuó como si no la hubiera escuchado.

—Después de eso, John decidió que había dos cosas que no pensaba volver a soportar: la mentira y el matrimonio. Que para él, en el fondo, son una misma cosa. Y eso nos lleva a la situación actual, en la que ambos mantenemos una relación libre y especial.

—Lo que suceda entre usted y el vizconde no es de mi incumbencia. Voy a regresar a la casa, usted puede quedarse si así lo desea. —Anna se incorporó con brusquedad, y comenzó a andar por el sendero con rapidez, antes de que aquella mujer pudiera detenerla de nuevo.

Julia la siguió, riendo, y se colocó a su altura, manteniendo el mismo paso rápido.

—¡Qué insolencia! Es evidente que no necesito su permiso para hacer lo que me venga en gana en esta casa. Pero aún hay algo más que necesita saber. Nuestra relación es libre, y ambos nos permitimos otras aventuras cuando así lo deseamos. No soy celosa, ¿sabe? Cuando las historias que mantenemos acaban, siempre volvemos a encontrarnos. Ahora él desea convertirla a usted en su amante.

Anna se detuvo de golpe, con la boca abierta ante aquella afirmación, más indignada de lo que habría creído posible. Julia dejó escapar una carcajada ante su desconcierto.

—Sí, querida, ya le he dicho que lo conozco muy bien. Nada que no haya sucedido antes. Y yo lo admito, de momento. Pero quiero que sepa que después de un par de meses, tres a lo sumo, John volverá a mí. No se haga ilusiones de ninguna otra cosa. John Sinclair ha jurado que jamás se volverá a casar, y en cuanto a relaciones de otro tipo, la oferta de Londres es tan abundante que ninguna dura mucho. Usted pasará muy rápido, y nosotros nos volveremos a encontrar.

Anna sentía el corazón palpitando con violencia en su pecho. Estaban cerca del sendero que conducía a los jardines delanteros de Hertwood Manor. No veía el momento de perder de vista a aquella mujer, y comenzó a andar de nuevo a tal velocidad que le costaba no echar a correr.

—¿Nunca se casará? Olvida usted que el vizconde necesita un heredero —espetó por encima de su hombro, sin detenerse.

La risa de Julia resonó desde atrás en los oídos de Anna. Comenzaba a resultarle desagradablemente familiar.

—John jamás quiso esta propiedad, y le tiene sin cuidado quién la herede cuando él no esté. Alguna vez ha hablado de un primo lejano… Nada que perturbe su sueño, créame.

Llegaron ante las escaleras que ascendían a la terraza, y Anna se paró en seco, encarándose con Julia.

—Pues ahora sí parece que tiene interés en ella, milady. Tal vez no lo sepa todo sobre él —le desafió, con los ojos brillantes de furia.

Julia sonrió con amplitud, como si aquella situación le resultara realmente divertida.

—¿Cuántos años tiene, Anna? —Su mirada la recorrió de arriba abajo, observándola con fingida compasión. Anna sintió que enrojecía al comprender la insinuación.

—Mi edad no importa —replicó acalorada y molesta.

—Depende de lo que aspire a obtener, Anna. Yo diría que ambas somos de la misma edad. Suficientemente mayores para saber que cuando un hombre necesita un heredero busca a alguien que se lo pueda dar. Alguna jovencita de veinte años sumisa y callada que cumpla con ese deber y le deje continuar con su vida tal como a él le gusta. Y si eso llega alguna vez a suceder, por remoto que me parezca, yo estaré allí para ofrecer mi cama en cuanto se aburra de la novedad.

Anna no supo qué replicar. Las insinuaciones de Julia habían sido tan explícitas desde el principio que ya no le escandalizaban, pero se encontró sin respuesta.

—Se deberá conformar con ser su amante por un breve espacio, Anna. Pero usted no es así, no quiere solo eso, ¿verdad? Conozco su estilo. Y no podrá fingir que se conforma con ello si aspira a más. Si algo no soporta John es que le engañen. ¿Será usted capaz de compartir su cama hasta que él la cambie por otra? No, yo no lo creo.

La cara de Julia mostraba tal expresión de diversión que, por un momento, Anna dudó si estaba en sus cabales. Aturdida, no supo qué responder, y se limitó a girar y subir las escaleras. Justo en el momento en que llegó a la terraza, los dos hombres salieron de la biblioteca por la cristalera abierta. El reverendo Edwards se dirigió a ella con los brazos extendidos y una sonrisa radiante.

—¡Ah, Anna, estás aquí! ¿Dónde te habías metido? Hemos progresado de manera asombrosa. Lord Lisle está siendo extremadamente generoso y en dos semanas quiere comenzar ya las obras de mejora de la escuela. Déjame que te explique lo que hemos pensado…

El reverendo la tomó del brazo sin percatarse de su agitación, y se dirigió con ella hacia la parte delantera de la mansión, donde les aguardaba su coche para regresar a casa. Anna se volvió sobre su hombro un momento, advirtiendo que el vizconde les seguía. La sonrisa de John quedó suspendida al advertir la expresión turbada de Anna, pero no dijo nada. Cuando llegaron a la puerta principal, el reverendo subió al carruaje. John se adelantó para ayudar a Anna y cuando ella le tendió la mano, la retuvo un instante, interrogándole con la mirada.

Ella se sentía extrañamente afectada por la conversación, pero no quería que él lo comprendiera. Entonces recordó que llevaba consigo la libreta de Eliza, y con un suspiro de alivio la sacó del bolsillo de su abrigo y se la tendió.

—Casi olvido darle esto. —Sonrió con gesto de disculpa—. Es la libreta de la que le hablé.

John la contempló con gravedad un instante. Sabía que algo había sucedido, y desde luego no tenía que ver con aquel pequeño cuaderno. Aunque no debería haber esperado otra cosa, estando Julia de por medio.

El reverendo agitó las riendas, y el carro se puso en marcha. Anna se giró para verle. Unos pasos tras él, Julia le dedicó un burlón gesto de despedida con la mano. Luego tomó del brazo a John, haciéndole entrar a la casa. Anna los vio desaparecer en el interior. Aquella mujer la había considerado un peligro y se había tomado muchas molestias para advertirle que se alejara, estaba claro. Pero de todas las cosas que había dicho, de todos los avisos y burlas, tan solo una frase había alcanzado su corazón, clavándose en él como una daga: John no soportaba que lo engañaran. Y Anna sabía que ella era una impostora de pies a cabeza.

La cortina de la ventana que iluminaba el corredor sobre la puerta de entrada se agitó ligeramente cuando la figura que contemplaba la escena se retiró, temblando de furia. ¡Maldita fuera aquella mujer! Solo era cuestión de tiempo que todo se descubriera. Su situación empezaba a ser muy incómoda y tendría que pensar una salida con rapidez. De momento, intentaría recuperar aquella maldita libreta, pero tendrían que asegurarse de que aquella arpía no guardaba ningún otro documento que los pudiera implicar. Iban a tener que encargarse de otro trabajito.

Se mantuvo inmóvil unos segundos, alerta. El ruido de la puerta de la biblioteca le hizo suponer que el destino de aquella libreta sería la mesa del vizconde. Comenzó a descender las escaleras con sigilo hacia la planta baja. De nuevo escuchó el ruido de la puerta, y las voces de dos hombres se fueron alejando por el pasillo. Bien, la mullida alfombra amortiguaría sus pasos, y nadie podría averiguar quién había tomado aquella libreta. Pero cuando se detuvo ante la puerta de la biblioteca, unas voces que se acercaban le sobresaltaron. Entró con rapidez en la estancia y echó un vistazo desesperado a su alrededor. La amplia cortina de terciopelo recogida junto a la puerta de la terraza tendría que servirle. Justo se había colocado tras ella, con el corazón desbocado, cuando la puerta se abrió y las voces llegaron más nítidas.

—A mí me ha parecido agradable —dijo una voz femenina.

—¡Menuda estupidez! —contestó la otra voz, que reconoció como la condesa Holbrook, mientras el rítmico ruido producido por pequeños golpes de madera le hizo comprender con irritación que estaba abriendo y cerrando cajones—. ¿Acaso no has visto que se trata de una mujer vulgar?

—Yo no la he encontrado vulgar en absoluto. Puede que su situación no sea desahogada, desde luego, pero se comporta con perfecta propiedad —replicó con calma.

—No seas ingenua, Rachel, yo diría que si de algo está lejos es de observar un comportamiento propio.

—Es la mujer que estaba con Lisle el día que llegamos, ¿no es así? ¿Es por eso por lo que te enfadas tanto? —preguntó, sin inmutarse por la acritud con que su prima le respondió.

—¡Otra tontería! —Esta vez el cajón cerró con más fuerza—. ¿Qué tiene que ver John con esto? Sabes perfectamente que no me gusta confraternizar con esta clase de gente, y eso es todo.

De repente, una suave exclamación de placer detuvo los demás sonidos. El susurro de unas hojas se interrumpió bruscamente cuando la otra voz se acercó.

—Ese no es tu libro de salmos, Julia.

—No, eso parece.

—Estás hurgando en las cosas de Lisle.

—¡Qué perspicaz es mi primita! —El libro se cerró, y la mujer dejó escapar una risita—. Bueno, esto no es lo que yo pensaba. Y tú ni una palabra a John. Como abras la boca ya puedes ir olvidándote de quedarte en mi casa en Londres este año.

La figura escondida tras la cortina esperó un largo minuto tras oír el ruido de la puerta al cerrarse. Con cautela, se decidió a salir por fin, para dirigirse al escritorio. Tomó la libreta, pero su semblante no delataba ninguna satisfacción: su situación se estaba volviendo insostenible, y tenía que buscar una salida airosa antes de que ya no tuviera solución.

—Qué extraño…

John Lisle frunció el ceño mientras abría y cerraba de nuevo los cajones de su escritorio. Sabía que la noche anterior había guardado la libreta allí.

Aún tenía fija la mirada en el mueble cuando Rachel Gall asomó a la misma.

—¿Puedo pasar, Lisle? Decker me ha dicho que estabas aquí, pero si tienes trabajo…

—No te preocupes, Rachel. ¿Necesitas algo?

—En realidad no. —La joven recogió con delicadeza la falda verde oscuro de su vestido de amazona y se sentó en el diván situado junto a la puerta, sonriendo—. Más bien diría que eres tú quien necesita un descanso, a juzgar por tu expresión. ¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. Un poco preocupado, eso es todo. Parece que en una propiedad como esta nunca hay un momento relajado. —Se pasó la mano por el cabello saliendo de detrás de la mesa. Tomó una silla, que acercó al diván, y se sentó en ella—. Bueno, dime qué has estado haciendo esta mañana. ¿Has estado cabalgando?

—Sí, he salido a dar un paseo con Julia y Gareth mientras tú te quedabas aquí, trabajando. Hemos ido hasta las ruinas de una abadía que está en una loma cerca de Hillbury, siguiendo el camino del río. Una vista estupenda. Es una lástima que se incendiara, ¿no crees?

—Supongo que sí, aunque no estoy seguro de que las cuatro piedras que quedan fueran realmente una abadía. Siempre he oído que allí había una iglesia, y no demasiado grande.

—Gareth dijo que era una abadía —razonó Rachel.

—Ya, pero Gareth no es de esta zona, y dudo mucho que sus conocimientos de arqueología le permitan deducir eso de las piedras que habéis encontrado.

—Bien, en realidad me da igual lo que haya sido. —Se encogió de hombros—. Las vistas eran muy bonitas.

John sonrió, observando su rostro animado.

—Cuéntame, ¿qué más planes habéis hecho en mi ausencia?

—De eso he venido a hablarte. —Se inclinó hacia él, con los ojos brillantes de emoción—. Por el camino nos hemos encontrado con el doctor Payne, y nos ha explicado que mañana comienza la feria de primavera de Hillbury. Dice que habrá acróbatas, equilibristas, un gigante irlandés y unos hermanos que están unidos por una pierna, una mujer a la que llaman la mujer oso, y también una exhibición de figuras de cera y otra de animales salvajes, y espectáculos de ilusionismo, números musicales…

—¡Para un momento, Rachel, por favor! —le interrumpió John riendo—. Vas a ahogarte si no respiras, y entonces no podrás ir a la feria. Porque supongo que es eso lo que has venido a contarme, que vais a ir, ¿verdad?

—¡Pues no! —Hizo un mohín de frustración—. Julia no quiere ir, dice que una feria es algo vulgar, y Gareth irá donde ella diga. ¡Pero yo quiero ir, John! —Se inclinó hacia delante, suplicante—. Ya sé que puede haber cosas vulgares, y desde luego no pretendo participar en el baile que habrá el jueves, pero no creo que haya nada de malo en divertirse con los acróbatas, o en comprar unas galletas de jengibre o ver las figuras de cera. Me gustaría tanto acudir…

Le miró con aspecto suplicante, y John no pudo evitar que una sonrisa de comprensión asomara a su rostro.

—Y como te gustaría acudir, crees que soy la única persona a la que puedes pedir que vaya contigo, ¿es así?

—Claro. —Rachel asintió con la cabeza, esperanzada—. Si tú vienes, me da igual lo que hagan los demás. Aunque sé lo ocupado que estás con la propiedad, solo serán unas horas, y seguro que te vendrá bien distraerte. Pareces demasiado preocupado últimamente.

John denegó con la cabeza, mientras suspiraba de forma audible.

—En realidad yo he vivido de forma despreocupada toda mi vida, y supongo que ya era hora de que tuviera que ocuparme de algo. ¿Cuándo querías que fuéramos?

—La feria empieza mañana.

—Pues entonces, mañana mismo. Iremos temprano y comeremos en el propio Hillbury, si quieres. Y nos quedaremos al baile, aunque no sea suficientemente elegante para que puedas bailar en él.

—¡Oh, eso sería estupendo! —Aplaudió entusiasmada, riendo, mientras se levantaba para salir—. Muchas gracias, John ¿Te he dicho alguna vez que quisiera que mis hermanos se parecieran a ti?

—Alguna, pero eso me hace sentir demasiado viejo. —Sonrió distraídamente.

Se había dirigido de nuevo hacia su escritorio, y se hallaba parado delante del mismo, contemplando pensativo el cajón. Rachel tomó el pomo de la puerta, y antes de salir se volvió para despedirse. La vista de John Sinclair, parado ante la mesa frunciendo el ceño, le provocó un presentimiento.

—John, ¿va todo bien?

—Sí, Rachel, gracias. Es solo algo que debía estar aquí y no encuentro.

Rachel ya había abierto la puerta, pero vaciló al escuchar aquello.

—¿Qué tipo de… algo?

John captó la duda en su voz y la sospecha empezó a instalarse en su cabeza.

—Una libreta. —Se limitó a contestar, sin dejar de observar fijamente a la joven.

Rachel bajó la vista, y permaneció unos segundos aparentemente absorta en la visión de sus zapatillas de seda. Luego volvió a mirar a John, con la culpabilidad claramente reflejada en su semblante.

—¿La libreta que trajo la señora Hurst? —preguntó con un hilo de voz.

—¿Qué sabes de esa libreta, Rachel? —la interrogó a su vez con más dureza de la que pretendía.

—Sé que la trajo, nada más —respondió a la defensiva.

—Si eso fuera todo no tendrías esa expresión de duda. ¿Qué tienes que ver con esa libreta, Rachel?

—¡Oh, John, no te enfades conmigo! —le suplicó, pesarosa—. Yo no sé dónde está tu libreta. Es solo que…

—Continúa, Rachel.

—Pero antes prométeme que no le dirás a Julia que yo te he contado esto. Se enfadará, y si no me deja alojarme con ella cuando vayamos a Londres tendré que volverme a Kent.

—¿Qué ha hecho Julia? —preguntó con verdadera impaciencia.

—Prométemelo —insistió ella con terquedad.

Ambos se observaron en silencio, y el temor que Rachel mostraba ante la posibilidad de que su prima se enfadara con ella hizo que John reprimiera las ganas de ir a buscar a Julia y obligarle a confesar. Suspiró con cierto cansancio.

—De acuerdo, no le diré nada a Julia. ¿Se llevó ella la libreta?

—¡Oh, no, Lisle, ella no haría eso! Pero anoche, después de que la dejaras aquí, vino y la cogió para leerla.

—¿Julia se atrevió a abrir mi escritorio para husmear en mis cosas?

—Pero no se la llevó, te lo prometo. Cuando nos fuimos la dejó exactamente en el mismo lugar donde la encontró.

John reclinó la cabeza sobre el respaldo de la silla, furioso. No creía que la libreta en sí fuera muy importante —al menos él comenzaba a tener una idea ajustada de lo que podía contener—, pero la osadía de Julia al rebuscar entre sus cosas era más de lo que estaba dispuesto a permitir. Respiró varias veces para tranquilizarse, y con toda la calma que pudo volvió a mirar a Rachel. Al fin de cuentas, ella no tenía la culpa de nada.

—Espero que comprendas que esto me coloca en una posición muy delicada respecto a ella.

—Lo comprendo —asintió compungida.

—También comprenderás que en estas circunstancias será difícil que vuestra visita se pueda prolongar más tiempo. Por supuesto, Gareth y tú seguiréis siendo bienvenidos en esta casa cuando queráis, pero en el presente no creo que resulte respetable que tú permanezcas bajo mi techo cuando Julia se vaya. No quiero que sientas que te echo…

La joven asintió de nuevo.

—Claro que no. Además creo que Julia me necesitará cuando nos vayamos. Lisle —vaciló con cierta indecisión—, ¿cuándo vas a hablar con ella? No creo que se lo tome muy bien…

John se pasó la mano por los cabellos con impaciencia. Él también creía que Julia no se lo iba a tomar bien, pero la situación era insostenible. Los grandes ojos de Rachel mostraban pesar y desilusión, y a pesar de su enfado, John no pudo evitar una sonrisa; aunque ya había sido presentada en sociedad hacía un par de años, Rachel aún parecía a veces la niña que había conocido, y estaba seguro de que la perspectiva de perderse la feria le resultaba dolorosa.

—Bien, supongo que puedo esperar al jueves.

—¡Oh! —Lo miró con los ojos abiertos por la sorpresa—. ¿Significa eso que nuestra excursión sigue en pie?

—Siempre que no te parezca aburrido ir conmigo.

Rachel palmoteó con alegría.

—¡Por supuesto que no! No se me ocurre nadie mejor con quien acudir.

John rio involuntariamente ante su entusiasmo.

—¿Nadie? ¿Ningún joven apuesto y romántico que haya captado tu atención?

La joven, que se había levantado del asiento para dirigirse a la puerta, se detuvo con la mano en el pomo, fingiendo pensar seriamente en el tema. Luego se volvió hacia él con expresión risueña.

—Nadie mejor que el mejor hermano postizo del mundo.