13

—Bien, así pues aquí nos despedimos.

John asintió. Aún recelaba de la aparente resignación de Julia, pero al fin y al cabo era una mujer inteligente, y aún más orgullosa, se dijo. Era probable que hubiera comenzado a perder interés en el mismo momento que escuchó que su relación había terminado. También era evidente que podía aspirar a mantener una relación con hombres más poderosos e interesantes que él, y así debía haberlo comprendido al fin.

—John, lamento que el asunto de la libreta haya empañado de algún modo el final. Comprendo perfectamente lo incorrecto de mi proceder, y por mi parte puedo asegurarte que no queda el menor resquemor. Yo me vuelvo a Londres y tú te conviertes en un tranquilo caballero rural. —La ironía se reflejó en su voz—. Confieso que no estoy convencida de que vayas a amoldarte a esto, pero en fin, si deseas intentarlo… Lo único que sinceramente espero es que tu decisión no tenga que ver con cierto… influjo, al que temo puedas ser vulnerable en estos momentos.

John intentó armarse de paciencia; conocía demasiado bien a Julia como para haber esperado que se fuera dócilmente.

—Si te refieres a Anna Hurst, no estoy sometido a ningún influjo.

Oui, précisément —respondió con aparente desinterés, mientras pasaba la mano por el respaldo del sofá de manera distraída.

—Anna Hurst es una buena vecina y una persona importante en la comunidad. Y espero sinceramente que pueda ser una buena amiga mía.

—Una amiga que tal vez aspire a algo más… —Se detuvo y se volvió hacia él, levantando una ceja en un estudiado gesto de insinuación.

Pero el destinatario de su gesto no estaba de humor para juegos. John sabía que aceptar su provocación retrasaría su marcha, pero se sentía irritado.

—¿Eso crees? ¿Y si fuera yo quien aspirara a ello? —le retó con impaciencia.

—¿De veras? —inquirió con ironía y los ojos muy abiertos, simulando sorpresa—. ¿Y cuál es el tipo de relación a la que aspiras tú, habitualmente?

Sonrió con suficiencia, segura de que esta vez no era diferente a todas las veces anteriores en que se habían separado. Pero frente a ella, John permanecía con las piernas firmemente asentadas, las manos cruzadas a la espalda y la mandíbula tensa. Había en su postura un algo indefinible, como si la retara a… Lo contempló con detenimiento, mientras una desagradable sospecha comenzaba a abrirse paso en su mente.

—No es posible. —Su voz sonó más aguda de lo habitual al comprender lo que John parecía estar pensando—. No puedo creer que… No puedes estar hablando en serio. ¿Acaso me estás diciendo que pretendes que vuestra relación sea… seria?

—No descarto ninguna posibilidad.

—¡Oh! —Sus ojos se entrecerraron en un gesto de rabia contenida—. ¡Vaya con la señora Hurst! ¿Cómo ha conseguido embaucarte de esa manera? No puedo comprender qué has visto en ella, si no tiene clase, ni es hermosa. ¡Ni siquiera es joven!

—Eso no es asunto tuyo, Julia.

—¡Esa maldita mujer, siempre dándoselas de digna, y arrugando la nariz al mirar a los demás…! Pero ya lo entiendo, con esa actitud estirada ha conseguido convencerte de que ella es diferente, de que está por encima de todos nosotros… ¡cuando es tan solo una arribista!

—Ella no me ha convencido de nada, Julia —respondió con forzada calma, consciente de que empezaba a perder la paciencia—. ¿Crees de veras que Anna Hurst es una oportunista? No, ni siquiera tú lo crees. Puedes pensar que ella solo está interesada en buscar una posición, pero si eso fuera así, a estas alturas ya…

Se detuvo con brusquedad, pero ella comprendió rápidamente la situación.

—¡No puedo creerlo! ¿Qué has querido decir? ¿Acaso ya le has ofrecido…? —Pero la furia le impidió expresar las sospechas de su mente.

John se tensó visiblemente, pero se mantuvo en silencio. No pretendía entrar en ningún tipo de discusión con Julia sobre su relación con Anna. Iba a zanjar el asunto de forma definitiva cuando ella se le adelantó.

—Bien, ya veo hasta qué punto han avanzado las cosas. No sospeché que a estas alturas esa mosquita muerta… Pero en fin, ya está hecho. Y, sin embargo, tal como te conozco debo suponer que hay hechos que ignoras. Si ella ha conseguido engatusarte de esta manera ha de ser porque no te ha contado ciertos detalles de su pasado realmente interesantes.

—Sé cuanto necesito saber.

—¿Eso crees? Yo estoy segura, sin embargo, de que ignoras hechos relevantes.

—Julia, déjalo ya —espetó con dureza—. Es inútil que intentes que desconfíe. A partir de ahora, mis decisiones no tienen nada que ver contigo, y espero que así lo recuerdes.

—Bien. Haz lo que quieras —escupió con rabia, dando un golpe con el pie en el suelo. Se dirigió a la puerta, pero antes de salir se dio la vuelta—. Acabas de echarme de tu vida sin miramientos, pero yo aún te voy a hacer un favor. Por los viejos tiempos. —Rio con sarcasmo, mientras sacaba una carta de su retículo que tendió a John—. Si no quieres creerme a mí, tal vez tengas que creer otras pruebas. Supongo que ella tendrá alguna explicación para esto.

John tomó el sobre que le ofrecía.

—¿Qué es esto, Julia?

—Una carta, evidentemente. Una carta de amor.

John se la tendió de nuevo.

—No me interesa.

—Eso es porque no conoces los detalles del asunto. —Sonrió con malevolencia, rechazando tomarla de nuevo—. Yo al principio tampoco la encontré interesante, hasta que los comprendí del todo. Pero si la abres, verás que es una carta dirigida a una tal Anna. Una carta escrita por un oficial en algún lugar cerca de Bruselas en mayo de 1815. Habla de rumores sobre la salida de Napoleón desde París. También se refiere al baile de la duquesa de Richmond en el que ambos se han encontrado. Me ahorraré los tiernos detalles que él recuerda del encuentro, ya que tú puedes leerlos si así lo deseas.

Muy a su pesar, John no pudo evitar sentir curiosidad. Sopesó la carta con indecisión.

—Anna Hurst estaba casada con un oficial del ejército. No veo cuál es el problema.

—No, ya imagino que no —replicó con una risita, mientras abría la puerta—. Tal vez las mujeres seamos más perspicaces. Simplemente, mira la firma y lee la carta. Y luego, cuando encuentres a la señora Hurst, puedes preguntarle cómo se tomó el señor Phillip Hurst la tierna intimidad entre su buen amigo William y su esposa. Apuesto a que tendrá una emotiva explicación que ofrecerte.

Anna acercó el banco hacia la estufa, y se sentó con las manos extendidas. Bess tenía razón; no debería haber acudido caminando a la escuela. La fina lluvia que había caído por la noche había embarrado los caminos, y a pesar de que la mañana había permanecido seca, finalmente había acabado por llover con fuerza, justo cuando Anna estaba a medio camino de la escuela. El paraguas no había podido evitar que el ruedo de su vestido, y también el de las enaguas bajo él, acabaran empapados. Notaba los pies mojados, y sentía la nariz húmeda y fría. Estaba segura de presentar un aspecto muy poco atractivo en aquellos momentos, y tampoco sus ánimos estaban mucho mejor.

En realidad, su malestar había comenzado al levantarse, y caminar bajo la lluvia desde luego no lo había mejorado. Al amanecer había comenzado a estornudar, pero había decidido no prestar atención a los escalofríos que la habían acompañado toda la mañana. En parte porque nunca estaba enferma, y en parte porque lo achacaba a la tensión de tener que explicar ante John su pasado. Así que se había negado a escuchar a su cuerpo, y había decidido caminar. En consecuencia, ahora sentía una languidez en los músculos que solo le hacía desear tumbarse en un sitio cálido y seco y dormir.

Pero no podía hacerlo, porque la víspera le había dicho a John que aquella tarde le contaría la verdad sobre ella misma. O al menos, que no le permitiría engañarse más sobre cómo era. Resultaba una verdadera lástima que sintiera tan pocos ánimos en aquellos momentos, porque después de pasar toda la mañana dando vueltas a qué le diría o cómo se justificaría, sin encontrar las palabras mágicas que le dieran ánimos, sabía que necesitaría todas sus fuerzas para hacerlo.

Decidió tumbarse un instante en el banco y descansar. Le ardían los ojos y la tentación de cerrarlos era tan fuerte… Llevaba años procurando no revivir el pasado, porque no se sentía orgullosa ni feliz de recordarlo.

Decisiones equivocadas que ya no tenían solución.

Nunca volvería a depender de nuevo de nadie.

Se corrigió: nunca hasta ahora había pensado depender de nuevo de nadie.

Pero ahora, a veces, creía que, tal vez, con John…

El silencio, confortable y acogedor, había comenzado a envolverla cuando un relincho cercano le hizo abrir los ojos. Se incorporó sobresaltada y algo mareada. Comprendió que se había quedado dormida. Intentó comprobar si su cabello estaba en su sitio, pero no disponía de espejo en el que mirarse y, con impotencia, se conformó con alisar su falda. Escuchó sonidos de pisadas fuera, y al poco la puerta de la escuela se abrió. La figura alta y atlética de John se recortó contra la escasa claridad del exterior. De repente, Anna fue consciente de lo peligroso que sería estar a solas con él. No lo había pensado hasta entonces, pero es que hacía ya mucho tiempo que su sola presencia bastaba para borrar cualquier rastro de sensatez en ella, se dijo observándole cautivada.

John avanzó unos pasos dentro de la estancia y se detuvo, mirando a su alrededor en busca de algo. Anna tuvo que echar la cabeza ligeramente hacia atrás para poder contemplarlo. También él había ignorado la amenaza de la lluvia. De su elegante abrigo caían gotas de agua que habían comenzado a crear un pequeño cerco en el suelo. Anna fijó la vista en su rostro; era la segunda vez que lo veía así, con el negro pelo empapado cayendo sobre la frente, y pequeñas gotas de lluvia que resbalaban desde su cabello y trazaban un rastro brillante por sus pómulos y su aristocrática nariz, hacia aquella boca que solía contemplarla con su media sonrisa y cuyo sabor se le había grabado en el alma. Solo que esta vez no sonreía. Tampoco la miraba.

—Será mejor que te sientes ante la estufa —ofreció ella con calidez mientras escrutaba su expresión, desplazándose un poco sobre el banco para dejarle más espacio.

Pero él negó con la cabeza.

—Esto está muy oscuro. ¿Dónde tienes las velas?

Sorprendida por su tono seco, Anna se levantó con algo de esfuerzo y se dirigió a un pequeño aparador situado junto a su mesa, de donde extrajo una vela de sebo que le tendió para que la encendiera.

—¿No hay más? —preguntó con tirantez, cogiéndola con cierta brusquedad y sopesándola—. Creí que habías aceptado mi ayuda para la escuela.

Anna frunció el ceño, confundida por su tono airado. Sin decir nada, salió de la sala por la puerta lateral hacia el pequeño almacén donde se apilaba el carbón, y volvió trayendo tres velas de cera. Encendió dos y las introdujo sobre unas palmatorias que colocó sobre su mesa. La otra se la tendió a John. Hizo una señal hacia el farol que colgaba de la pared junto a la puerta, y se sentó de nuevo.

—Son las últimas. Aún no hemos recibido dinero para la escuela.

—Por Dios… —Con impaciencia, John se pasó la mano por el cabello y algunas gotas de agua cayeron sobre la falda de Anna, que se quedó contemplando las oscurecidas motas en silencio. Su instinto le avisaba de que algo no iba bien.

John permaneció tras ella. Anna escuchó sus pasos sobre el suelo, yendo y viniendo entre el banco y la puerta, pero no se giró. Un ligero resplandor le hizo comprender que había encendido el farol. No entendía a qué se debía el malhumor de John. Le habría gustado preguntarle qué sucedía, pero los bruscos sonidos que su llegada había introducido en la habitación habían hecho que todo su ser se sintiera paralizado salvo su corazón, que latía muy deprisa. Una vieja y detestada sensación se iba instalando en ella.

De pronto John se acercó y se sentó a horcajadas sobre el banco, enfrentado al perfil de Anna.

—¿Quién es William? —preguntó a bocajarro.

Aquel nombre le golpeó como una bofetada. Anna abrió la boca en un gesto de asombro, pero no fue capaz de articular palabra. Sintió que la sangre huía de su rostro y tuvo que cerrar y abrir los ojos para comprobar que no soñaba ni su imaginación le estaba jugando una mala pasada. ¿Le preguntaba por William? ¿Cómo podía haberlo averiguado?

—¿Por… por qué me preguntas eso? —inquirió a su vez con un hilo de voz, incapaz de enfrentar su mirada.

—¿Quién es, Anna? —volvió a insistir John, con impaciencia.

Era un amigo —contestó al cabo de unos segundos, sintiendo el corazón en la boca.

—¡Un amigo! —repitió John con amargura—. ¡Parece ser que tu concepto de la amistad es bastante flexible cuando quieres!

Anna bajó la cabeza y procuró concentrarse en controlar la respiración. El tono airado de John parecía conducir su cerebro a una espiral frenética sin ningún destino, pero debía intentar mantenerlo bajo control. Si se dejaba llevar por el pánico no sería capaz de razonar nada. Cuando le explicara todo, él comprendería. Solo necesitaba encontrar las palabras.

—¡Y yo que creí que la gitana se refería a tu marido! —continuó John con un tono burlón lleno de rabia—. ¡Tuviste que reírte mucho de mí en la feria, cuando no hacía más que alabar lo admirable de tu amor hacia él! Maldita sea, Anna. Ni siquiera murió en una batalla, ¿verdad? No hay ninguna memoria que honrar.

—Nunca dije que la hubiera —intentó protestar, dividida entre el asombro y la culpabilidad, pero las palabras parecían atascarse en su garganta.

—Y yo pensando que eras diferente… Defendiéndote, alabando tu honestidad, tu valentía, tu rectitud… —Pareció escupir las palabras con desprecio—. Has debido divertirte mucho a mi costa.

—Yo nunca quise que creyeras eso. —Trató de hablar con seguridad, pero su voz sonó extrañamente débil—. Intenté decírtelo.

—¿Ha habido alguna verdad en lo que he creído saber de ti, Anna?

—¡Intenté decírtelo! —gritó volviéndose hacia él, abrumada por la injusticia de lo que estaba sucediendo—. Te dije muchas veces que yo no era así. Hoy pensaba contártelo todo. Ayer te dije que teníamos que hablar, ¿recuerdas? Fui yo quien lo dijo.

—¡Qué casualidad! Lástima que yo lo haya averiguado antes, ¿no es cierto?

—¡Tú no sabes nada de mí! —gritó enfurecida, intentando contener las lágrimas—. Te sientes defraudado porque no soy el dechado de virtudes que creíste, pero yo nunca pretendí serlo. Yo nunca te he pedido nada. No te pedí que me admiraras, ni que intentaras ser mi amigo.

—Pero dejaste que me engañara. ¡Si incluso llegué a pedirte que nos casáramos!

—¡Sí, tú me lo pediste! ¡Y yo te dije que no! ¿Qué más querías que hiciera?

—¡Maldita sea! ¿Qué tal si me hubieras dicho alguna verdad desde el principio?

John se levantó atropelladamente, y al pasar la pierna sobre el banco tropezó con él. Lanzó un juramento y golpeó el banco. El sonido de la madera al chocar con la piedra resonó con estruendo en el silencio de la sala.

Comenzó de nuevo a dar furiosos paseos entre el banco y la puerta. El sonido de sus bruscas pisadas, continuamente de un lado a otro de su espalda, era demasiado familiar, pensó Anna con desmayo. Cada grito, cada juramento hacía que el pasado se volviera demasiado real. El sonido de su respiración se hizo inaudible.

—¡Qué bien has jugado a la mujer virtuosa!

Anna se llevó la mano al pecho, aturdida. El sonido de la sangre agolpándose en sus oídos hacía lejana la voz que había hablado con sarcasmo. Más rápido, más deprisa… Siempre pensaba en cuánto podría latir un corazón antes de pararse.

—¡Maldita sea!

Escuchó el sonido metálico de algo que se estrellaba contra el suelo, seguido por la conocida explosión del vidrio al estallar tras la caída. Desbocado, pensó. Su corazón se había desbocado y no alcanzaría más velocidad. Tenía los puños apretados, y sentía todo su cuerpo rígido. Entonces, con todos los sentidos alerta, advirtió que el cuerpo a su espalda se movía rápido, hacia ella. Era capaz de detectar la más mínima alteración del aire, y cuando sintió su levísima vibración, supo que una mano se dirigía con rapidez hacia ella. Entonces su aguzado instinto de supervivencia ordenó a su cuerpo aquel inútil gesto que tantas veces había hecho en el pasado: se encogió cuanto pudo, y sus brazos se alzaron para proteger su cabeza.

—¡No! —fue cuanto acertó a articular.

John detuvo la mano en el aire, paralizado por el estupor. En su furioso estado de ánimo había colgado mal el farol, que había resbalado y se había estrellado contra el suelo, rompiéndose en pedazos. Su descuido le había enfurecido aún más. Había visto saltar uno de los cristales a la espalda de Anna, y lo había querido retirar antes de que se lastimara, pero entonces ella se había inclinado hacia delante y había levantado los brazos para protegerse. Aún los mantenía sobre su cabeza.

Estaba de pie tras ella, con la mano aún en alto, tan atónito que no había podido moverse. La sorpresa había hecho que su furia se diluyera como un azucarillo en café hirviendo. ¿Anna había gritado e intentado protegerse… de él? ¿Es que acaso pensaba que iba a golpearla? Por Dios bendito…

Tras unos momentos en los que el asombro le mantuvo inmóvil, John reaccionó. Rodeó el banco y se agachó frente a Anna. Cogió sus brazos y se los intentó apartar de la cabeza con suavidad, pero ella ofreció resistencia.

—Anna, por favor, deja que te vea —le rogó en voz baja—. No voy a hacerte daño.

—No. —Su voz sonó ahogada—. No.

Aquel sonido como un sollozo retumbó en los oídos de John como la más terrible de las acusaciones. Cierto que había acudido a la escuela con un ánimo turbulento. Después de la partida de Julia, había sostenido la carta y la había vuelto a guardar infinidad de veces. Se decía que no era cosa suya, pero la necesidad de saber, o tal vez la curiosidad, había acabado pesando más. Él no había pretendido más que tener un pequeño atisbo de su pasado, pero la carta descubría la intimidad de su relación con el tal William, y a pesar de su intento de racionalizar la situación, se había sentido furioso y engañado. Anna le había rechazado, pero la carta demostraba que en el pasado no se había mostrado tan remilgada con su situación personal, y eso había herido su orgullo.

A pesar de todo, se había propuesto escucharla, pero al oír cómo admitía su amistad con ese William, algo primitivo había reaccionado dentro de él, escapando a su control.

Tal vez una parte de sí mismo esperaba que aquello fuera falso; que ella lo negara todo. Que le dijera que ese tal William nunca había existido. Que no había disfrutado de su beso en el jardín de la duquesa de Richmond el día de su baile como decía la carta. Suponía que esperaba que Anna fuera como él la creía, y no había soportado la idea de haberse engañado.

Pero tal vez ella tenía razón, y la había idealizado. Para ser justo, ella había proferido numerosas negativas cuando él alababa su franqueza, su honestidad… Él había preferido interpretarlas como expresiones de falsa modestia, pero en conciencia no podía acusarla de haber intentado engañarlo, al menos no más de lo que él se había engañado a sí mismo. Le había visto ser valiente y decidida, pero también muy reservada; en realidad, como Anna le había dicho y él admitía ahora asombrado, no sabía nada de ella.

Y esto lo demostraba.

Por fin, poco a poco, Anna bajó los brazos, pero permaneció muy quieta en el asiento, con la cabeza baja y sin mirarle.

—¿Estás bien? —preguntó sintiéndose estúpido; era evidente que no lo estaba, pero no sabía cómo abordar la situación.

Anna colocó las manos extendidas sobre las piernas. John comprobó que le temblaban ligeramente y colocó las suyas sobre ellas, pero Anna las retiró con suavidad.

—Estoy bien —musitó.

Aquel rechazo le dolió, pero aceptó que se lo merecía. Había perdido el control de sí mismo, algo que no era habitual y que le asqueaba: le recordaba demasiado a su padre. John se incorporó y se apoyó en la pared frente a Anna. Continuaba con la cabeza agachada. Se maldijo por lo bajo. Había acudido a la escuela lleno de incertidumbres pero con la esperanza de que ella negara todo, y al ver cómo su rostro se demudaba ante la mención de William, se había enfurecido como no creía posible. Era como si con esa tácita admisión, ella le hubiera arrancado algo que le pertenecía. Se había sentido lleno de una furia irracional, como la tarde en que Caro murió. Pero la reacción aterrorizada de Anna le había hecho sentir un monstruo, y había desvanecido por completo cualquier atisbo de resentimiento.

—¿De verdad creíste que yo… que sería capaz de pegarte? —fue cuanto acertó a decir, dividido entre la incredulidad y el dolor de que ella creyera aquello posible.

De repente, Anna alzó la cabeza y clavó en él una mirada llena de amargura. Tenía la boca apretada y tensa, y oscuras sombras bajo los ojos enrojecidos.

—No eras tú —aclaró con la voz enronquecida.

John se sentía demasiado sorprendido por la situación como para pensar con claridad. «¿No era él?».

—¿Y quién era, Anna? ¿De qué me estás hablando?

Anna permaneció unos instantes contemplándolo. John pensó que algo muy cercano a la desesperanza se asomaba a sus ojos, y se sintió aún más arrepentido de su estallido de antes. Fuera lo que fuese lo que hubiera pasado entre aquel oficial y ella, debería haberle dado la posibilidad de explicarse.

Entonces Anna pareció tomar una decisión. Se levantó y tomó su abrigo.

—Lo siento, John —se disculpó con inseguridad, mientras se colocaba una manga del abrigo—. De verdad. Siento mucho que te hayas sentido engañado, porque en ningún momento fue mi intención. Nunca pretendí que me creyeras diferente a lo que soy, y en mi defensa debo decir que intenté advertirte. Tampoco busqué que me ofrecieras matrimonio. Tal vez, si te hubiera explicado antes parte de mi pasado, comprenderías que no tengo intención de casarme jamás de nuevo.

—Nunca has querido hablar conmigo de tu pasado —respondió, consciente de que se había puesto a la defensiva. La resignada serenidad contenida en la voz de Anna le hacía sentir aún más culpable.

—No… hasta hoy. Hoy pretendía hacerlo, aunque solo tienes mi palabra de que iba a contarte todo. Y realmente, sé que no he hecho nada para ganarme tu confianza

Quiero confiar, Anna. Pero tal vez esa sea una vía de dos sentidos. Puede que para confiar en ti necesite que tú también lo hagas en mí. Y hasta ahora no has demostrado que confíes en mí en absoluto.

—¿Eso crees? —preguntó con tristeza, terminando de colocar la otra manga del abrigo—. Quizá no haya sabido transmitirte hasta qué punto he llegado a confiar en ti, lo dispuesta que estaba a ponerme en tus manos. Pero no tiene sentido discutir. Tal vez esto demuestre que el camino por el que nos habíamos aventurado no era posible.

Se abotonó el abrigo, y comenzó a apagar las velas.

—Por un motivo o por otro, no hay nada de ti que me hayas contado, Anna —le reprochó colocándose ante ella—. Yo diría que estás huyendo.

Anna elevó la mirada hacia su rostro sombrío. Había dolor en el fondo de aquellos ojos profundos y oscuros. Él le había dejado entreverlo, y en su ingenuidad Anna había llegado a creer que ella podría curarlo. Lo contempló con intensidad, como si pretendiera grabar su imagen en el corazón. Luego bajó la vista, lo rodeó y apagó la última vela, y John se vio forzado a salir tras ella.

—Entonces, ¿esto es todo? ¿Así piensas dejar que termine esto? ¿Ni una palabra, ni una explicación?

Anna cerró la puerta y guardó la llave. Luego alzó el cuello de su abrigo. Había dejado de llover, pero el ambiente era frío y el camino estaría embarrado. Suspiró con pesar.

John observó el cielo y luego a ella.

—Al menos me dejarás que te lleve a tu casa.

—Por supuesto que no. Has venido cabalgando. Y yo quiero caminar.

Anna tomó los guantes y se mantuvo concentrada en ellos mientras se los colocaba. Luego bajó los escalones, y comenzó a andar. Entonces, como si lo hubiera pensado de golpe, se detuvo y se volvió hacia John, que estaba apoyado en Thor con aspecto perdido.

—John, quieres una explicación, pero las cosas son más sencillas de lo que parece. Amé a otro hombre mientras estuve casada, y nunca se lo dije a mi marido. No hay nada más que saber. Eso es todo, así de simple.

Recogió con decisión el largo de su abrigo y comenzó a caminar a grandes pasos. John la vio alejarse por el sendero, andando cada vez más rápido. Dudó si seguirla, pero algo en la determinación de su paso le dijo que echaría a correr si se acercaba a ella.

De un salto montó en Thor, pero lo mantuvo quieto, acariciándole el cuello, mientras la veía desaparecer tras los árboles del recodo. Anna podría haberse ahorrado esa confesión; que tuvo un amante era evidente por la carta. Pero su última y escueta frase contenía dos errores palmarios; en primer lugar, John había comprendido que las cosas no habían sido tan simples como ella decía, y la reacción de hacía unos momentos lo demostraba. Y en segundo lugar, si Anna pensaba que eso era todo, y que él se resignaría a este final, era que no le conocía en absoluto. Y él se iba a encargar de demostrarle lo equivocada que estaba.

William sonreía.

Anna no. Miraba hacia abajo y el río arrastraba su vestido hacia delante. William le tendía la mano pero ella no podía tomarla; antes debía encontrar aquello que había perdido.

Giraba sus propias manos. Sabía que faltaba algo. Estaba allí, sumergida hasta las rodillas en la corriente, porque faltaba algo que debía recuperar. Pero no sabía qué.

Junto a ella aparecía la maleta. Daba un paso sobre la hierba para cogerla. La mano seguía tendida y esta vez la tomaba. Comenzaba a andar con decisión; andaba y andaba, pero Anna seguía quieta, descalza sobre la hierba.

Entonces recordó que buscaba su alianza. Y los caballos se alejaban…

Anna se incorporó de un salto, empapada en sudor. La penumbra de la habitación revelaba la familiar forma de un tocador y un armario, pero en su desorientación aún le costó un momento darse cuenta de que todo era un sueño, salvo el sonido de los cascos de un caballo en el camino. Estaba en su habitación, en su cama, pero su cerebro lo había confundido con el sonido de los caballos que les sacaron de Bruselas, hacía casi ocho años.

Si el sueño hubiera continuado, se habría enterado de que William estaba muerto.

Otra vez.

Se levantó con rapidez de la cama y tomó el chal que reposaba en la silla. No soportaba soñar con aquello. Demasiadas veces se había despertado de madrugada, siempre empapada en lágrimas, con la angustia instalada en el pecho y ningún consuelo al que aferrarse.

Aunque curiosamente, hoy no había llorado…

Abrió la puerta de su habitación, pero Bess ya subía la escalera con algo en la mano, y frunció el ceño reprobadoramente al verla de pie en el pasillo.

—¿Qué haces levantada? El médico aún no te ha dado permiso para salir de tu cuarto.

Llegó hasta ella y se detuvo, con los brazos en jarras, esperando que volviera a su habitación. Anna supuso que para bajar tendría que saltarle por encima, y se sentía demasiado débil y cansada para intentarlo, así que giró y entró de nuevo en el cuarto, pero en vez de dirigirse a la cama se sentó ante el tocador. Sonrió para sí como una niña realizando una travesura, antes de darse cuenta de lo ridículo que resultaba que una mujer de su edad necesitara rebelarse así.

—Ya no tengo fiebre —explicó con algo de jactancia, retando a Bess a contradecirla.

Pero la mujer se limitó a encogerse de hombros, y comenzó a ahuecar las almohadas de la cama.

—Bueno, pues me alegro mucho. Pero el médico dijo que aún deberías estar otra semana en casa.

—¡Otra semana! —bufó molesta—. No creo que vaya a hacerle caso.

Bess se giró hacia ella, apuntándola con un dedo acusatorio.

—¡Vaya ocurrencia tuviste, caminar bajo la lluvia! Puedes dar gracias a Dios de no haber sufrido una pulmonía. —Retiró las mantas hacia los pies de la cama, y estiró las sábanas. Cuando acabó, se volvió hacia ella—. Pero bueno, si ya te encuentras mejor, te prepararé algo para desayunar.

—Algo que no sean gachas, por favor. Voy a tener pesadillas con las gachas.

—Si no querías gachas debiste pensarlo antes de caminar por ahí como una gitana. Pero ya veo que te encuentras mejor. Entonces supongo que no hay problema en que te dé esto. —Alargó la mano y le entregó una carta—. Acaba de llegar.

Anna contempló expectante la elegante letra del sobre, mientras un sentimiento de inquietud le cosquilleaba en el estómago.

—Es la respuesta de lady Everley.

—Eso parece. Así pues, por lo que veo, estás decidida —respondió con tono seco. Luego, tras dudar un momento, le preguntó en voz baja—. Sabes que él ha venido a preguntar por ti, ¿verdad?

Anna eludió su mirada y no respondió. Abrió el sobre y extrajo la carta. Cuando el sábado anterior había llegado a casa después de la escena con John, la fiebre no le había impedido correr al cajón donde guardaba las cartas de William, para descubrir que habían desaparecido. Atontada, no fue capaz de saber qué hacer; alguien se las había quitado, aquellas cartas, la única prueba que tenía de que él había existido. Entonces, temblando de pies a cabeza por la fiebre y la conmoción, se había sentado ante el escritorio para aceptar la invitación de su madrina. Sin embargo, los tres días siguientes los había pasado en cama, dormitando la mayor parte del tiempo a causa de la alta temperatura, confundiendo en ocasiones la realidad con los recuerdos. Luego, la fiebre había ido bajando poco a poco, y Anna había podido comenzar a reflexionar sobre lo sucedido en la escuela.

Siempre había tratado de evitar que nadie supiera la realidad de su matrimonio con Phillip. Y muy pocos lo habían averiguado: William, su madrina, Bess… Poder mantener una apariencia de dignidad era lo único que había hecho que su sufrimiento fuera soportable. Pero en la escuela la fiebre le había jugado una mala pasada; había debilitado su férreo autocontrol y permitido que sus sentidos volvieran al pasado por unos instantes, apenas unos pocos segundos, pero suficientes para que de nuevo sintiera la impotencia y el terror… ¡Dios mío, se había sentido tan humillada delante de John!

En aquel momento solo pensó en salir de allí, en no tener que enfrentar su mirada. Ni siquiera sabía si iba a encontrar en ella compasión o desprecio. Pero no le importaba: no habría soportado ninguna de ambas.

Luego, en el camino de vuelta, con los ojos enrojecidos por el llanto y el dolor martilleando sus sienes, recordó que todo había sido porque había descubierto la existencia de William. Evocar de nuevo lo sucedido fue como un golpe real que le arrancó nuevas lágrimas. Porque, como Anna bien se temía e imprudentemente había querido olvidar, John Sinclair no estaba interesado en la mujer que era realmente; por alguna causa que ella desconocía, se había empeñado en verla como un ejemplo de rectitud y honestidad, y había declarado un interés tan apasionado como repentino. Desde el principio Anna había comprendido que para él no era sino una rara extrañeza con la que entretenerse un tiempo. Pero se había permitido olvidarlo, envuelta en estúpidas fantasías en las que él aparecería como su príncipe encantado, que la salvaría de la terrible inmovilidad en que se había convertido su vida.

Ilusa. Se daría golpes con la pared, si así pudiera aprender de una vez por todas que eso no era posible.

—Mandará el carruaje el próximo jueves —explicó aplacando su emoción, con la vista fija en la carta.

Claro que sabía que él había acudido a verla mientras ardía en fiebre. Había escuchado su voz el primer día, rasgando el brumoso delirio que la envolvía, y su corazón había latido con alegría un instante, antes de recordar que no iba a verlo nunca más. Comprendía por qué había acudido: él quería saber. Se había sentido burlado y quería saber qué, quién, cómo, por qué. Pero aquello no serviría de nada. Antes de llegar a casa el sábado, ya había comprendido que debía irse de Halston tan pronto como le fuera posible. Debía poner distancia entre ella y John. Había estado segura de que nunca volvería a perder el corazón por nadie. Pero había sido una incauta, y desgraciadamente para ella, se había enamorado como una tonta sin remedio, echando por la borda toda la prudencia que le había permitido sobrevivir aquellos años. Y ahora pensar en afrontar su desprecio desgarraba su corazón. Todos los sueños que imprudentemente se había permitido se habían vuelto amargos, y habían estallado ante ella con una simple pregunta: «¿Quién es William?».

Le había pedido a Bess que no lo dejara entrar. Caminando bajo la lluvia en su regreso a casa le había dado vueltas una y otra vez a la pregunta de cómo habría llegado él a conocer la existencia de William. Ahora comprendía que aquello no tenía importancia: si ella hubiera llegado a explicárselo, a contarle cómo le conoció, lo que significó para ella, lo que sintió cuando murió, nada habría cambiado. Porque al final, todo se resumía en la frase que le dijo al irse: tuvo un amante, y eso era todo.

Nada de cuanto él pudiera decir iba a aumentar la tremenda carga de culpabilidad que Anna soportaba, ni tampoco iba a aliviarla. El pasado estaba cerrado y era inamovible. Y ahora ella no podía quedarse en Halston, porque no era capaz de afrontar el desprecio en los ojos oscuros de John Sinclair, aquellos mismos ojos oscuros que la habían contemplado con admiración en el patio de la posada, haciéndole creer que ser amada era, de nuevo, posible.