17
Anna dio los últimos retoques a su atuendo sintiéndose extraña. Su ánimo estaba dividido entre la felicidad que le provocaba que John hubiera acudido a buscarla, y la incertidumbre ante lo que el futuro podría depararle. Una y otra vez había dicho que no se volvería a casar, pero tenía que reconocer que ahora su resolución flaqueaba un poco.
Había escogido su vestido verde de paseo porque, de alguna manera, había pensado que hacía juego con sus ojos. Alisó la falda, contemplando con ojo crítico la caída marcada por el amplio dobladillo, resaltado por una trenza de satén más oscuro. Luego colocó con cuidado la delicada esclavina de encaje que protegía su escote, y los puños en tonos dorados que ajustaban las mangas. Giró sobre sí misma, y aparentemente satisfecha, tomó su sombrero verde con cintas doradas, el parasol a juego y los guantes, y salió de su habitación para bajar a la salita de mañana.
En realidad, se había vestido mucho antes de lo necesario, ya que le había dicho a Jane que estuviera dispuesta a las doce y aún eran las once y media. Pero tras cabalgar muy temprano y desayunar, se había sentado a contestar a su amiga Arabella sin apenas ser capaz de hilar dos palabras. La inquietud y la impaciencia le hacían sentirse continuamente distraída; su mente había vagado una y otra vez a la idea de que John no era Phillip. Al fin, tras redactar dos cuartillas poco satisfactorias con un notable esfuerzo, se había rendido y había guardado la carta, hasta que se sintiera capaz de terminarla, decidiendo que dedicar su tiempo a vestirse con esmero le sería de mayor provecho.
Mientras descendía las escaleras ahora, pensó otra vez que John no era Phillip. Pero conquistar su actual libertad le había costado demasiadas lágrimas para arriesgarse de nuevo. Una vez que la mujer aceptaba el matrimonio, pasaba a convertirse en una unidad con su marido. Y a pesar de lo que dijeran las leyes sobre el comportamiento de los esposos, el hombre podía dilapidar lo que su esposa había aportado al matrimonio, emborracharse día tras día, retozar con cuantas fulanas pudiera pagar en la taberna y destrozar todas las esperanzas de la esposa sin que nadie ni nada le exigiera una compensación.
Así que no, no pensaba volver a casarse. No veía ninguna ventaja al hecho de ser de nuevo uno con alguien. Aunque cuando rememoraba la sonrisa deslumbrante de John, la bondad que había mostrado con los Alcott, la manera en que la había levantado del suelo en la posada y la había protegido entre sus brazos, tenía que hacer un supremo esfuerzo para obligarse a recordar que su decisión era firme.
Tomó el pomo de la puerta y entró en la estancia. Gertrude se hallaba leyendo en voz alta una carta, sentada en el sofá azul junto a su madre, mientras que Lucy, frente a ellas en una silla, las contemplaba con aire abstraído. Las tres mujeres elevaron las cabezas al unísono y la saludaron. Anna las correspondió y se dirigió hacia el escritorio situado bajo la ventana.
—¿Vas a salir? —preguntó su madrina apenas prestándole atención.
—Sí —afirmó, depositando la carta en la mesa. Ya que no estaba inspirada, se iba a limitar a añadir una despedida y enviársela a Arabella—. Sé que Lucy tiene las pruebas de su nuevo vestido de baile, y quiero cambiar el libro que tomé hace tres días en la librería de Bond Street. Jane me acompañará —añadió antes de que su madrina pudiera formular alguna objeción.
Pero lady Everley se limitó a asentir y volvió su atención a la carta de Gertrude. Anna las escuchó un momento, mientras tomaba el secante y la pluma y los colocaba ordenados ante ella. Al parecer, el barón Antwood seguía teniendo problemas en la propiedad de Jamaica y de nuevo había retrasado su vuelta. Por un momento, supuso que aquellas noticias sobre su padre explicaban la preocupación del rostro de Lucy. Pero cuando la joven se levantó con sigilo y se acercó hasta ella con aire vacilante, comprendió que sus desvelos tenían otra causa.
—¿Estás escribiendo una carta? —preguntó con indecisión.
Anna asintió, terminando su despedida a Arabella. Casi podía ver el rostro ceñudo de su amiga ante aquella misiva tan deslucida y falta de detalles, pero si no la enviaba ahora tardaría muchos días en ser capaz de contestarle.
—Quiero enviar hoy esta carta a lady Craven. Si no le contesto ya, es capaz de venir a buscarme.
—¿Es tu amiga Arabella, verdad? La que acaba de tener un bebé.
—Eso es. Me ha invitado a visitarla…
—Pero no te irás aún, ¿verdad? —la interrumpió apresuradamente, retorciéndose las manos.
Sorprendida, Anna dejó la pluma que estaba utilizando, y giró levemente el cuerpo hacia ella, apoyando el codo izquierdo en el respaldo de su silla.
—¿Te pasa algo, Lucy?
—No —contestó sin convicción. Luego miró en derredor y tomando la silla que había junto a la salida a la terraza, la acercó y se sentó—. Es solo… es que quería preguntarte algo.
«Dios mío», pensó Anna con desmayo, segura de que ninguna pregunta que le pudiera hacer una joven en su segunda temporada en Londres iba a tener fácil respuesta.
—Tal vez… —sugirió con un rápido vistazo hacia Gertrude, mientras doblaba y cerraba la hoja que reposaba ante ella.
—¡Oh, no, Anna! No… no quiero preguntar a mi madre. Ella va a intentar convencerme de lo conveniente que puede ser, pero no es eso lo que yo quiero…
Se interrumpió contemplándola con expresión suplicante. Anna suspiró con resignación; no se sentía preparada en absoluto para aconsejar a aquella muchacha, pero tampoco podía negarse.
—Tú dirás.
Lucy le dedicó una sonrisa de disculpa, y tras asegurarse de que su madre y su abuela no le prestaban atención, se inclinó hacia delante.
—Verás, Anna, yo quería saber, ¿cómo puedo estar segura de que una relación va a funcionar?
Anna parpadeó, sorprendida. Tomó de la mesa una palmatoria con un pequeño cabo de vela y se levantó para encenderla en la chimenea.
—¿De que una relación va a funcionar? ¿Qué quieres decir? —preguntó al volver a sentarse, más para ganar tiempo que porque no hubiera comprendido la cuestión.
—Pues eso, que cómo puedo saber si estoy tomando la decisión correcta. Y no me refiero a que sea conveniente. Quiero decir, ¿cómo puedo saber que si acepto una proposición no me estaré equivocando?
—No estoy segura —respondió con cautela mientras acercaba el cilindro de cera roja a la llama de la vela; si alguien podía dar una lección sobre cómo equivocarse al elegir marido, esa era ella. Pero aquello no era algo que pudiera decir a aquella muchacha. Intentó pensar en una respuesta útil que ofrecerle—. Supongo que lo primero sería tener claro lo que se espera de una relación.
—Bueno, se trata de matrimonio —exclamó sorprendida—. Supongo que todo el mundo espera lo mismo, ¿no es así?
Anna la contempló con vacilación. La pregunta podría ser superflua, pero lo cierto es que ella había esperado algo que nunca obtuvo.
Negó con la cabeza, dejando caer una gota de cera sobre el papel doblado con aire pensativo.
—No se trata de los demás, se trata de lo que tú esperas.
—¿Sí? No lo he pensado… —Pareció meditar, y tras varios segundos se dirigió a ella con timidez—. Tú estuviste casada, ¿sabías lo que deseabas antes de decidirte?
Un hondo suspiro escapó de Anna antes de poder evitarlo. La respuesta era «no» porque en su momento no había pensado nada. O si lo había hecho, sus razones para casarse no habían tenido nada que ver con lo que ella deseaba del matrimonio. En realidad, al recordarlo ahora, se daba cuenta de que se había dejado llevar, en parte para dar satisfacción a su madre, y en parte cegada por la vanidad que las atenciones de Phillip habían halagado. Pero no tuvo que pasar mucho tiempo antes de que comprendiera que sus sueños de vida no se iban a cumplir.
—No —contestó al fin, aplastando con contundencia el sello contra la gota de cera roja—. Casarse era lo natural, y no me planteé cómo deseaba que fuera mi vida. Pero eso es una equivocación; hay que saber lo que se desea para intentar conseguirlo. Tal vez luego las cosas no salgan bien, pero intentar algo es el primer paso para conseguirlo.
—Pero se trata de matrimonio —repitió de nuevo, esta vez con la confusión reflejada en su semblante—. ¿Cómo podrías esperar cosas diferentes?
—Bueno, pues porque no es lo mismo desear una vida acomodada que amar a tu marido. Las premisas de partida son diferentes, y lo que debes valorar entonces también.
—¿Y si lo quieres todo? —preguntó con timidez, claramente incómoda ante la disyuntiva que Anna había establecido.
—Pues entonces tienes que intentar tener todo —respondió algo agobiada—. Verás, Lucy, me temo que no soy el mejor ejemplo de cómo conseguir un matrimonio feliz. —Observó que la joven abría los ojos sorprendida por su confesión, y decidió que no tenía sentido ahondar en el tema—. Si quisieras ser duquesa contra viento y marea, solo tendrías que buscar un duque disponible, y nada más. Pero a veces las mujeres buscamos algo más; queremos un matrimonio conveniente, sí, pero también queremos amar a nuestro marido, tener una familia unida… Creo que en el tema del matrimonio es esencial que puedas respetar a tu marido y que él te respete a ti. Puede que cuando él te mire sientas mariposas en el estómago, y ese tipo de cosas, pero asegúrate además de que te respeta y le respetas. Es lo que puedo decirte —concluyó con algo de brusquedad, al ver que Lucy parecía totalmente sorprendida.
Por un momento pareció que la conversación iba a terminar así, pero entonces Lucy pareció aprobar el consejo de Anna.
—Nunca había pensado en el respeto, pero supongo que tiene sentido. ¿Cómo puedo saber si me respeta?
—¿Hablamos de alguien en concreto? —Intentó distraer su atención, sofocada por la conversación—. ¿De lord Alvey, tal vez? Porque así me resultaría más fácil ponerme en situación.
Lucy, que había mantenido la cabeza baja, elevó una mirada sonriente hacia ella, sin protestar con afectación ni pretender disimular. Anna la contempló con afecto; supuso que, de haber tenido una hermana pequeña, esta era la conversación que habrían mantenido.
—¿Y bien? —insistió.
—¿Qué piensas de él?
—¿Yo? Eso no tiene ninguna importancia —contestó apartando la carta y los útiles de escritura que había utilizado—. ¿Qué piensas tú?
—James… lord Alvey, quiero decir, me agrada mucho. Cuando estoy con él me siento tranquila y contenta, como si supiera que estando él nada malo puede ocurrirme. Y ¡me parece tan guapo, Anna! Me encanta la forma en que cierra los ojos cuando se ríe, y tiene la sonrisa más bonita que he visto nunca. ¿Sabes que sus ojos son grises? Al principio pensé que eran azules, pero no, son grises. Y cuando bailamos juntos… ¿has visto alguien más elegante bailando, Anna? Y es muy cariñoso con sus hermanas pequeñas, aunque a veces sean un poco pesadas, pero él nunca pierde la paciencia y ellas le adoran. Y a los dos nos gusta más el campo que Londres, y cuando salimos a cabalgar siempre estamos hablando de cosas, y riéndonos…
—Y solo hay que mirarle cuando está contigo para comprender que él siente lo mismo. —La interrumpió con una sonrisa pícara, antes de que continuara explicando las, a todas luces, innumerables virtudes del conde—. ¿Crees que pronto vendrá a hablar con tu madre?
—No lo sé. James es tan correcto que quiere esperar a que mi padre vuelva para hacerlo, pero con las últimas noticias —hizo una mueca de disgusto en dirección a su madre—, me temo que tendrá que cambiar de idea, si… —Se interrumpió, y se inclinó hacia delante tomando la mano de Anna—. Oh, pero Anna, ¿cómo puedo saber si debo casarme con él? ¿Y si luego las cosas cambian? ¿Y si me equivoco?
Con una mueca de desazón, Anna se apoyó contra el respaldo de su silla. Si se equivocaba la cosa no tendría solución. De eso podía dar fe. Pero no le pareció justo decírselo.
—Nada cambia porque sí, Lucy. A veces habrá momentos mejores y otros peores, pero si la base es sólida, todo se puede arreglar. En cuanto a equivocarse, eso solo puede decirlo tu corazón. ¿Tú le quieres?
Por primera vez desde que había comenzado su charla, la joven enrojeció furiosamente, y asintió con la cabeza, mientras una sonrisa ilusionada animaba su semblante.
—Entonces te diré que a veces hay que arriesgarse, Lucy. La felicidad no va a venir a buscarte a tu puerta.
—¿Qué estáis cuchicheando? —las interrumpió su madrina.
—No cuchicheamos, abuela —respondió Lucy en voz alta, levantándose de la silla. Antes de dirigirse al asiento junto a las otras dos mujeres, guiñó un ojo a Anna y le susurró—: Muchas gracias, Anna. Me has sido de gran ayuda.
Anna también aprovechó la interrupción para levantarse y colocarse el sombrero. Se contempló en el espejo mientras ajustaba el lazo dorado bajo su barbilla. ¿Acababa de decir a aquella joven que la felicidad no vendría a buscarla, que debía arriesgarse? ¿En qué estaba pensando? Precisamente ella, que se negaba a arriesgar su confortable pero aburrida libertad a cambio de la incierta promesa de un nuevo amor. Confundida por sus propios razonamientos, tomó sus guantes, el libro, el parasol y la carta para Arabella y salió de la estancia con una apresurada despedida, antes de que Lucy o cualquier otra persona presente pudieran darse cuenta de las incongruencias que albergaba su corazón.
Anna abrió el libro que reposaba en la vitrina y lo hojeó con poco interés y mucho cuidado de no mancharse los guantes. El enérgico paseo que había dado hasta Hartfield’s no había tranquilizado su espíritu, pero le había hecho ganarse una muda mirada de reproche de Jane. Intentando congraciarse con ella, le había permitido que se quedara fuera, sentada a la sombra de un árbol, mientras ella entraba con poco entusiasmo en la librería. El día era bochornoso, y las cortinas que tras el escaparate pretendían cerrar el paso al sol no habían podido evitar que el aire en aquel establecimiento resultara sofocante.
O tal vez era ella quien encontraba aquel día todo sofocante. No podía creer que le hubiera aconsejado a Lucy que se arriesgara en busca de la felicidad. Eso era precisamente lo que llevaba años tratando de evitar. Intentaba encontrar explicaciones para aquella extraña contradicción cuando un saludo tras ella la sobresaltó, y se giró casi de un salto.
—Parece que te he dado un buen susto —dijo John Sinclair, agachándose a coger el libro que ella había golpeado con el brazo al volverse.
—No esperaba encontrarte aquí —explicó jadeante, molesta porque la hubiera pillado desprevenida de aquella manera.
—Eso parece. —El inicio de una irreprimible sonrisa hizo parpadear a Anna—. En realidad he venido a buscarte. Tu madrina me dijo que estabas aquí. Había ido a Grosvenor Square para invitarte a dar un paseo en carruaje por Hyde Park. Ya te dije que pensaba disfrutar de tu compañía. —Extendió su brazo derecho a modo de invitación—. ¿Vamos?
Anna contempló el brazo y luego aquel atractivo y sonriente rostro vuelto hacia ella, y antes de saber lo que hacía estaba apoyando la mano en él. A través de la tela de la chaqueta y la camisa podía notar la firmeza de los tendones del antebrazo, la indomable fuerza de aquel cuerpo. Una fuerza que podía enviar a una mujer contra la pared en un abrir y cerrar de ojos, antes de que ella supiera siquiera qué sucedía. Pero John no era Phillip, se dijo de nuevo, sumergiéndose en aquellos ojos oscuros a los que la alegría arrancaba destellos castaños. No lo era, y ella tampoco era la mujer que se casó con él, comprendió súbitamente mientras su mirada se deslizaba hacia la sensual boca cuyos extremos se curvaban de una manera que le resultaba irresistible. Miró hacia delante, hacia la puerta que ya alcanzaban, sorprendida por su descubrimiento; su corazón dio un salto, y de nuevo repitió para sí, fascinada y regocijada, «ya no soy ella».
Un júbilo imprevisto se apoderó de ella. Se detuvo en el umbral de la tienda, parpadeando ante la luminosidad del día, y mientras abría su parasol elevó una mirada decidida hacia el hombre que la acompañaba.
—John, sobre el tema del matrimonio, hay algo… —inspiró hondo para armarse de coraje—. Me dijiste que no te he contado nada de mi vida, y es así. Pero quiero hacerlo, John. Quiero contarte mi pasado, para que entiendas por qué no quiero casarme de nuevo. Lo que sucede es que he pasado tanto años queriendo olvidarlo que me cuesta hacerlo. Pero no en el carruaje, donde el cochero nos puede oír. Si pudiéramos encontrar un sitio más íntimo…
Se detuvo, indecisa, dudando si su atrevimiento había sido demasiado. John la contemplaba con aire sorprendido. Jane ya se había acercado para acompañarla, y Anna no supo qué hacer. Pero entonces fue John quien decidió por ella: tomó su mano con resolución y la ayudó a subir a su carruaje mientras se dirigía a la criada.
—Dígale a lady Everley que la señora Hurst tiene un compromiso para cenar. —Luego se volvió hacia su cochero—. A casa, Matthew. Tan rápido como puedas.
Julia depositó una mirada apreciativa en la enorme estatua de bronce que dominaba el pequeño alto del parque.
—Impresionante, ¿no es cierto?
William miró la enorme estatua de Aquiles con cierto embarazo. Ella, consciente de su incomodidad, volvió la cabeza por encima del hombro y con una mirada provocativa aclaró:
—Me refería al hecho de que este bronce proceda de cañones utilizados en la guerra. —Resguardada por su parasol, se acercó más a la base de la estatua—. Salamanca, Vitoria, Toulouse y Waterloo —leyó con atención. Luego fijó la vista de nuevo en la estatua, y sin volverse preguntó con voz seductora—: ¿estuviste allí, William?
William tragó saliva, y cerró los ojos un breve instante, antes de contestar con evidente malestar:
—Sí.
Julia se acercó a él con un suave contoneo y tomó su brazo.
—Parece como si lo lamentaras. —Pero al ver que él permanecía inmóvil, con la mandíbula apretada, decidió mantener su tono ligero y volvió a mirar la estatua—. Me pregunto qué opinará Wellington de tener este hombre desnudo delante de su casa todos los días. Me parece que es un homenaje demasiado…
—¿Escandaloso?
Julia dejó brotar su risa musical, mientras acercaba su cuerpo al brazo de William.
—No. Iba a decir «favorecedor». No creo que él pueda presumir de un cuerpo así; tendré que preguntárselo a Harriette cuando vuelva de París. ¿Crees que debería escandalizarme yo también, como la buena sociedad de esta ciudad? —preguntó con fingida inocencia al captar el gesto adusto del mayor.
William se removió incómodo. Sabía cómo hablaba la sociedad del duque de Wellington, pero él le había conocido como Arthur Wellesley, comandante en jefe de todas las fuerzas británicas en la Península, y le respetaba demasiado para entretenerse en cotilleos sobre su vida privada. Por supuesto que sabía que sus amantes existían, pero no era quién para hablar sobre ello.
—Aún hace demasiado calor para pasear —continuó ella, sin prestar atención a su mutismo—. Vamos, acerquémonos a aquellos árboles.
William la siguió con poco entusiasmo, en dirección opuesta al sendero bordeado de nogales por el que habían llegado. Se sentía confundido; Julia Dunn era una mujer asombrosa, atractiva y elegante, y el interés que demostraba en él le resultaba muy halagador. Por otra parte, él era un hombre; cuando ella lo contemplaba entrecerrando los ojos, agitando las tupidas pestañas y humedeciéndose los labios con sensualidad, como había hecho ante la colosal estatua de aquel Aquiles desnudo, no podía evitar sentirse excitado. Deseaba su cuerpo, deseaba probar aquella piel fragante, y perder entre sus brazos la conciencia de sí mismo.
Pero eso era lo malo: tenía conciencia. Y en ella se le aparecía el rostro tímido y sencillo de Sarah, sus ojos confiados que lo contemplaban como si él fuera el salvador de todo su mundo. Pasó la mano libre por la nuca, en un gesto de desazón. No amaba a Julia aunque la deseara, pero tampoco amaba a Sarah. Aún no la amaba, se corrigió casi con desesperación. Aprendería a hacerlo. Pero lo que sí podía hacer era respetarla; le había prometido que no se arrepentiría de su elección; y a pesar de que nunca hubieran mencionado que la fidelidad fuera parte de su trato —que incluía por parte de William un título antiguo y una ostentosa propiedad señorial que se caía a trozos, y por parte de ella una fabulosa cantidad de dinero—, él sabía que aquello la heriría. No podía hacerlo.
Se dio cuenta que habían caminado hasta una zona umbría, donde un tronco caído permanecía casi oculto del camino. Julia se soltó de su brazo y se acomodó en él, invitándole con un elegante gesto a hacer lo mismo. William dudó un segundo, pero acudió; Julia había sido muy generosa ofreciéndole su ayuda, y ni siquiera estaba seguro de que ella pretendiera ninguna relación con él. A veces lo creía, cuando se inclinaba hacia delante con despreocupación, mostrándole la tersa blancura del nacimiento de sus pechos, o cuando deslizaba la mano con ligereza por su muslo. Pero en muchas otras ocasiones lo contemplaba como contemplaría a un infeliz admirador. No sabía qué pensar, pero en esa ocasión se sentó junto a ella sintiéndose incómodo.
Permanecieron así en silencio, escuchando el ruido de algunos pájaros que revoloteaban cerca de ellos. Finalmente fue Julia quien se decidió a hablar.
—No te gusta mucho hablar de la guerra, ¿verdad?
—Las guerras no son un tema agradable, Julia. Nunca lo son.
—Pero tú adoras el ejército.
—Eso es diferente. El ejército es algo más que las guerras: el honor, defender tu patria, los compañeros, la emoción… Y si la guerra llega, bueno, simplemente hay que sobrevivir a ella.
Julia colocó la mano sobre el muslo de William, acariciándolo con gesto comprensivo. William cerró los ojos. A pesar de sus intenciones, notaba el calor de la mano de Julia allá donde la había posado, y supo que el esfuerzo de evitar una erección era inútil.
—¿Perdiste a alguien en la guerra?
Una gota de sudor descendió por su sien. Permaneció con los ojos cerrados, intentando controlar su deseo. La mano de Julia había subido hacia su ingle, y se hallaba al borde de perder el control. Abrió los ojos de golpe y, con cierta brusquedad, agarró su muñeca. Su voz sonó ronca y agitada al responder:
—Fue un baño de sangre, Julia. Claro que perdí a alguien: compañeros, soldados a mis órdenes… Las bajas de mi regimiento fueron atroces.
—¿Pero alguien más, algún civil?
William se tensó perceptiblemente. Julia se había soltado y jugueteaba con la empuñadura de su sombrilla sin mirarlo, pero la suavidad de su voz no consiguió ocultar una ávida determinación que a William le resultó inquietante.
—¿Por qué preguntas eso?
—No lo sé —rio levantándose del tronco. William le vio rodearlo y colocarse tras él. Las manos de Julia se hundieron en su cabello, alborotándolo, y bajaron por sus hombros, deslizándose con lentitud hacia su pecho—. Tal vez sea por la sombra de melancolía que te rodea cuando lo recuerdas. Los soldados estáis acostumbrados a sufrir bajas en los combates, pero rara vez recordáis las batallas con el abatimiento que encuentro en ti. Pensé que tal vez habías perdido a alguien más, alguna mujer que conociste en Bruselas…
Con un ronco jadeo, William agarró sus manos y las detuvo, apartándolas de su cuerpo. Respiraba de manera agitada, y le costó pronunciar sus siguientes palabras.
—Si la hubo ya no importa —dijo al fin de manera entrecortada—. Creo que deberíamos volver a Park Lane. El cochero estará aguardándonos.
El rechazo de aquel hombre provocó en Julia un ramalazo de furia, pero se recordó que su objetivo final al frecuentar a William era otro. Se encogió de hombros con evidente malhumor, y echó a andar delante de él. Ambos permanecieron en silencio durante el camino de vuelta. En términos generales Julia estaba satisfecha de la forma en que las cosas se desarrollaban, pero no le habría importado que aquel hombre fuera un poco más… complaciente. No estaba acostumbrada a que los hombres se le resistieran; la mayoría al menos, reflexionó al recordar a Lisle. El recuerdo de su anterior amante empañó su satisfacción, y la sonrisa que acompañó los saludos que desde ese momento dedicó a los conocidos que encontraron en su camino fue tensa y artificial.
Justo cuando habían alcanzado el camino paralelo a Park Lane, Julia divisó una conocida figura que se acercaba. Soltó una maldición interna cuando Gareth Trent detuvo su caballo ante ellos, apeándose con torpeza.
—Buenas tardes, Julia —saludó Gareth con una sonrisa alegre, quitándose el sombrero.
Con indisimulado fastidio, Julia hizo las presentaciones pertinentes. Y aunque sus cortantes respuestas hubieran desanimado a cualquiera a proseguir aquella charla, pensó enrabietada, Gareth era demasiado obtuso para advertirlo. Comenzó a despedirse de él, alegando un compromiso repentinamente recordado, cuando Gareth la detuvo en seco con una única frase.
—Lisle ha vuelto a la ciudad.
—¿De veras? —preguntó con frialdad, apenas vuelta hacia él.
—Me lo he encontrado hace un par de horas en el club —afirmó con satisfacción.
—Era de esperar que tarde o temprano se aburriera de la vida del campo —comentó con aparente indiferencia—. Y ahora, si me…
Pero Gareth volvió a cortar su pretendida retirada, con esa sonrisa confiada que tanto irritaba a Julia.
—No creo que se trate de eso. Yo más bien diría que ha venido detrás de la seño…
—Trent, por favor —cortó con una voz gélida como el hielo, percatándose de que con su locuacidad era capaz de echar a perder sus planes—. ¿Sería mucho pedir un poco de discreción? Te sugiero que contemples este asunto con un poco más de delicadeza y evites nombres. A estas alturas ya deberías saber cuánto odia Lisle que sus asuntos personales sean de dominio público —continuó con una breve inclinación de cabeza hacia el hombre que la acompañaba.
—Pero yo… —El joven se detuvo, mirando a William como si hasta entonces no hubiera advertido su presencia. Enrojeció hasta la raíz del cabello—. No creo que a él le importe, realmente —replicó a la defensiva—. Lady Ev… quiero decir, ha estado en la casa donde se aloja. El sábado va a acompañarlas a una velada, así que imagino que no cree que sea necesario ocultar nada.
Julia aprovechó que la llegada de su carruaje había distraído la atención de William un momento para inclinarse hacia Gareth, bajando la voz.
—¿Sí? No me digas. Imagino que alguna velada privada en casa de amigos.
—King’s Theatre. —Negó con la cabeza—. Bastante público, ¿no crees?
Julia inspiró hondo, ocultando su satisfacción, y aceptando la mano de William para subir a su carruaje se despidió de Gareth. Bien, así que ambos se encontraban en Londres, recapacitó dando golpecitos pensativos en el mango de su parasol. Parecía que el tema era más serio de lo que había pensado; afortunadamente ella no se había quedado cruzada de brazos, y el hecho de que hubieran vuelto le facilitaría las cosas. Sonrió complacida mientras el carruaje se ponía en marcha; el día había mejorado ostensiblemente.