21
Cuando la campanilla de la puerta de entrada rompió el silencio de la salita de mañana, Anna dedicó a Lucy una mirada burlona. La joven se hallaba ante el espejo ajustando sobre sus cabellos un sombrero de copa adornado con una redecilla de tul turquesa que hacía que el tono azul de sus ojos pareciera más profundo. Su sonrisa se ensanchó y un delicado rubor se extendió por sus pómulos al captar la mirada de Anna en el espejo.
—Muchas gracias por acudir conmigo —dijo Lucy girando la cabeza para observar el efecto. Aparentemente satisfecha, tomó a Anna del brazo y se encaminaron a la puerta.
—En realidad no me dejaste muchas opciones…
—¿Acaso has cambiado de idea? —inquirió deteniéndose ante las escaleras con un rastro de decepción—. ¿Es que te sientes mal de nuevo? En ese caso, por supuesto será mejor que te quedes en casa. Solo que, como anoche me dijiste que no te importaba acompañarme…
«Anoche no podía pensar con claridad», pensó Anna para sus adentros, recordando la inesperada aparición de William. Pero se limitó a sonreír tranquilizadoramente ante la mirada ansiosa de la joven, y puso su atención en los escalones que descendían hasta el vestíbulo.
Al volver la víspera a la casa, tras recoger a las tres mujeres en el teatro, apenas había recibido ninguna pregunta, más allá de las relativas a su estado. Estaba segura de que todas tenían muchas preguntas que hacerle, pero parecían haberse conformado con las explicaciones que su madrina seguramente les había dado. Entonces, alentada por el estado aparentemente sereno de Anna, Lucy le había confesado, con ojos brillantes, que Alvey había solicitado el honor de acompañarla en un paseo por Hyde Park, y le había pedido que les acompañara; Gertrude insistiría en utilizar el carruaje, pero Lucy quería cabalgar, y sabía que a Anna no le importaría salir con sus monturas. Sin pensar mucho en lo que estaba haciendo, Anna había aceptado. En realidad no es que hacer de carabina de Lucy le importara; de hecho, estaba segura de que quedarse en casa dando vueltas a la sorprendente aparición de William era lo último que necesitaba. Simplemente, temía que en su estado de abstraída reflexión resultara una compañía aburrida.
Descendieron el último tramo de escalones, y al llegar a la entrada de la casa, la sorpresa de Anna fue enorme al percatarse de que junto a lord Alvey, otro hombre había entregado su tarjeta al mayordomo. Su pulso se aceleró al verlo.
William la contemplaba con una sonrisa insegura, y cierto aire de disculpa. Lucy la miró de reojo, con temor, y Anna hizo un esfuerzo por que su semblante no delatara la mezcla de emociones que verle de nuevo le producía.
—Lucy, creo que no conoces a mi buen amigo el mayor Moore. —Después de presentar a la joven, hizo lo propio con los dos hombres, que estrecharon sus manos con cortesía. El incómodo silencio que se hizo entonces fue roto por la joven.
—En estos momentos íbamos a dar un paseo por Hyde Park —dijo señalando hacia la puerta, aún abierta—. Nuestros caballos ya están preparados.
—En tal caso será mejor que vuelva en otro momento —respondió William con cierto embarazo, después de dirigir una vacilante mirada a Anna—. Al parecer mi idea no ha sido muy original, ya que esperaba que la señora Hurst quisiera cabalgar un rato conmigo.
—Pero entonces debe acompañarnos —se apresuró a intervenir la joven.
Anna se volvió hacia ella, y entrecerró los ojos en un gesto de disimulado reproche; pero aunque las intenciones de Lucy al incluir en la excursión a William carecieran de recato, lo cierto era que un paseo por el parque podía brindarle la oportunidad perfecta para hablar con él.
La sincera sonrisa y la franqueza de la voz de lord Alvey, instándole a aceptar la invitación de Lucy, hicieron muy difícil para William rechazar el ofrecimiento, y así al poco los cuatro jinetes se encontraron ascendiendo por Upper Brook Street hacia la entrada de Hyde Park.
Para cuando alcanzaron Cumberland Gate, Alvey y Lucy ya se habían adelantado a sus acompañantes. Anna no pudo evitar una sonrisa irónica; era evidente que la llegada de William les había parecido a ambos una oportunidad de oro para disfrutar de un rato de intimidad. Sabía bien que Lucy era una joven sensata, y de lord Alvey tenía la mejor de las impresiones. Que pudieran cabalgar el uno al lado del otro un tiempo no podía sino favorecer el desenlace por el que Gertrude suspiraba. Pero aun así, no pensaba perderles de vista mucho tiempo.
—¿Qué te divierte tanto? —le preguntó William, rompiendo el silencio que ambos habían mantenido desde que partieran.
El sonido de su familiar voz serena, después de tantos años, le provocó un escalofrío que trató de disimular, indicando hacia delante.
—Ellos. Aunque no es que me divierta, sino que me alegra.
William siguió la dirección de la mirada de Anna hacia los jóvenes que, delante de ellos, charlaban animadamente, sin apenas apartar la vista el uno del otro.
—Diría que le hacen sentir a uno viejo —comentó con gesto de pesar.
Sus palabras fueron acogidas por la risa suave de Anna.
—Estoy segura de que un hombre como tú no puede sentirse viejo en absoluto.
—Te sorprenderías.
Desde debajo de su sombrero de copa, Anna le dirigió una rápida mirada llena de curiosidad; la nota de amargura en su voz había sido tan leve como inconfundible. Como en un acuerdo no explicitado, ambos habían permanecido en silencio mientras se dirigían al parque, tal vez esperando el momento oportuno para hablar, o tal vez dudando cómo abordar el vacío de los últimos años. La idea de que en el fondo eran dos extraños pasó fugazmente por la cabeza de Anna, sorprendiéndola.
Mientras pensaba en cómo manejar esta desconcertante idea, llegaron a la altura del camino donde Lucy y Alvey habían detenido sus monturas, esperándolos. Los ojos de la muchacha relucían con alegría y el color de su tez delataba la emoción que trataba en vano de reprimir. Lord Alvey seguía sus movimientos con una media sonrisa en la que Anna vio con claridad que la adoración había reemplazado a la simple admiración.
—Jam… quiero decir, lord Alvey, ha propuesto que vayamos hasta el manantial de la zona norte. Dicen que es un lugar muy hermoso.
—Cuando el tiempo es cálido —intervino él ampliando la explicación—, la mujer que lo cuida suele sacar mesas y sillas bajo los árboles de la entrada, y podríamos descansar a la sombra tomando un vaso de agua del manantial. Dicen que tiene muchas propiedades curativas, y el aire allí es muy fresco.
Un malicioso deseo de replicar que aquellas eran demasiadas razones para algo tan simple cruzó por la mente de Anna; comprendía los verdaderos motivos por los que aquellos dos preferían el camino del oeste en vez del que descendía hacia Hyde Park Corner, mucho más concurrido a esas horas, pero se dio cuenta que también ella agradecería la intimidad de aquel paseo arbolado y estrecho.
—Está bien —aceptó reprimiendo la sonrisa.
Con una exclamación de triunfo, Lucy espoleó su montura y se lanzó al galope con una risa alegre.
—Vamos, Alvey, te reto a que me ganes.
El joven echó un rápido vistazo a Anna, por si emitía alguna objeción a aquella carrera, pero ella se limitó a encogerse de hombros, y con una sonrisa agradecida se lanzó en persecución de Lucy.
—Creo que tenías razón; le hacen a uno sentirse viejo —murmuró con un toque de ironía.
Esta vez quien rio fue él. Una ligera brisa agitó las hojas de las hayas que bordeaban el camino, refrescando el ambiente. Sus monturas mantenían un ritmo tranquilo, y Anna contuvo los deseos de lanzarse también al galope. Observó los destellos brillantes que los rayos de sol, filtrándose entre las ramas, arrancaban de los bordados de raso de su chaquetilla; su traje de montar de suave algodón azul resultaba perfectamente a la moda tras los arreglos hechos. La nostalgia instaló un repentino nudo en su garganta.
—En Bruselas habríamos sido nosotros quienes se lanzaran a la carrera. —Intentó sonar despreocupada mientras avistaba el horizonte, pero su voz sonó extrañamente ronca.
—Cierto —acordó William, volviendo la cabeza para contemplarla—. Y lo habríamos hecho aún mejor que ellos.
—Claro que sí —Anna se volvió hacia él—. Aunque yo no habría utilizado esta silla.
La ligera frustración escondida en su voz fue recibida por una carcajada de William.
—Por si no lo recuerdas, ni siquiera en Bruselas estaba bien visto cabalgar a horcajadas.
—Lo recuerdo. Por eso salíamos al amanecer y volvíamos temprano. Y nunca nadie me dijo que me hubiera visto hacerlo.
—Salvo yo.
—Claro. Salvo tú.
Aquel recuerdo compartido hizo que ambos se contemplaran con comprensión, y cualquier rastro de frialdad que hubiera podido quedar entre ellos desapareció. Una oleada de emoción recorrió a Anna al recordar los ríos de lágrimas que había vertido por él; lo observó cabalgando, sobrio y tranquilo, y no pudo evitar una sensación de irrealidad. Aún no era capaz de abordar lo que había sucedido en el pasado.
—¿Qué tienes que ver con Julia Dunn? —preguntó volviéndose hacia él.
—La conocí por casualidad en la calle. Ella se había torcido el tobillo, y yo la ayudé a llegar a su coche. ¿Por qué, qué sucede con ella? —preguntó confuso, al observar cómo ella apretaba los dientes.
—¿Sois muy… amigos? —interpeló de nuevo. Necesitaba comprender qué terreno pisaba antes de explicar nada. Hacía un par de meses alguien le había robado las cartas de William, y al llegar a Londres encontraba a Julia de su brazo. Demasiada coincidencia.
Entonces William le explicó cómo había tenido que volver a casa tras el fallecimiento de su tío, la situación que se había encontrado y la manera en que Julia le había puesto en contacto con conocidos que le habían ayudado a planificar sus actuaciones.
—Ha sido muy amable y generosa conmigo —concluyó.
Anna decidió reprimir sus crudas reflexiones sobre la «amabilidad» de la que creía capaz a Julia. Habían llegado a la entrada del manantial; las monturas de Lucy y lord Alvey estaban atadas a la cerca que delimitaba el acceso al mismo, bajo un árbol, pero no había rastro de ellos. Anna y William desmontaron y condujeron su caballo junto a los otros. Luego se acercaron hasta una mesa colocada bajo un gran roble, junto a un macizo de flores, y una mujer mayor se acercó para ofrecerles una jarra de limonada.
La mirada de Anna vagó por la brillante superficie del Serpentine, hasta que divisó un pequeño bote que se deslizaba con lentitud. Anna sonrió: Lucy y Alvey habían decidido no compartir con ellos su pequeña excursión. Entonces se volvió hacia William; observó el antaño amado rostro con cariño y ternura, pero ninguna otra emoción más poderosa recorrió sus venas ni cortó su respiración. Una oleada de pura alegría la recorrió. Había venido para cerrar el pasado, y decidió abordar la cuestión directamente.
—Creí que habías muerto.
Las palabras brotaron abruptas de sus labios, y parecieron flotar entre ellos un largo instante.
—Las posibilidades eran muchas, por supuesto —concedió William con un atisbo de humor.
—No, me refiero a que creí… me dijeron que habías caído en un ataque, y luego supuse…
—Caí en un ataque en Quatre-Bras, cuando mi caballo fue alcanzado, y resulté herido en el brazo izquierdo. Estuve muchas horas bajo su cuerpo, hasta que por la noche me pudieron rescatar. Nada muy grave, para las carnicerías que allí se vieron.
Anna le observó dudosa.
—No lo entiendo… ¿qué sucedió con el soldado francés?
William la contempló con el ceño fruncido.
—¿Qué soldado francés?
—El que te hirió con la bayoneta.
—Nadie me hirió con una bayoneta.
—Pero eso no es posible —exclamó sorprendida—. Me dijeron que un soldado francés te había herido y que no había posibilidades de que hubieras sobrevivido.
—No sé quién pudo decirte eso, pero no fue así.
Entonces Anna recordó la seca frase de John: «volviste para cuidarle, ¿no es cierto?». Apretó la mandíbula, furiosa. Maldita fuera…
—Fue Phillip —dijo más para sí misma que para él.
—¿Cuándo?
—El diecisiete de junio. —Las fechas parecían grabadas en su cerebro a fuego—. El día siguiente de la batalla de Quatre-Bras. Un soldado del regimiento te había visto caer, y salí a buscarte por todo Bruselas, pero no había ni rastro de ti. Al final de la tarde, cuando ya estaba perdiendo las esperanzas, encontré a Phillip. —Un intenso malestar la recorrió al recordar el barracón, los lamentos de los heridos, el olor de la sangre por todos los rincones. Inconscientemente, apretó el vaso entre los dedos—. Él me dijo que estabas muerto. Me describió cómo un soldado francés te había rematado cuando estabas caído…
Calló bruscamente y se obligó a respirar con calma. Miró su vaso, haciendo que el líquido girara en círculos rítmicos y contenidos. Se sentía indignada y furiosa al darse cuenta de que Phillip había mentido para que ella se quedara con él. Y como siempre, se había salido con la suya. Pero aquella había sido la última vez que la manipulaba, se dijo con firmeza. No iba a permitir que su recuerdo envenenara su presente. No iba a conservar rencor ni dejar que el miedo mediatizara sus decisiones. Cerró los ojos y elevó el rostro hacia el rayo de sol que se filtraba entra las hojas. El recuerdo de la confesión que le había hecho a John la noche anterior la llenó de calidez. La voz de William, dubitativa, la arrancó de su evocación.
—Supe que volviste con él.
Anna asintió, y volvió de nuevo la atención hacia él. No había en su tono rastro de reproche o dolor, pero sí una extraña cautela.
—Si tú no estabas nada tenía ya sentido —explicó—. Él estaba muy malherido, ni siquiera sabía si iba a sobrevivir… Y creí que tú ya no estabas, así que… —dejó la frase en suspenso; la mirada de William pareció aceptar aquella pobre explicación, pero ella quiso dejarlo claro—. Cumplí con mi deber, William. Eso hice.
—¿Lo habrías hecho, de haber sabido que yo no estaba muerto?
Anna inspiró hondo, desviando la vista hacia el pequeño bote que poco a poco se acercaba a la orilla. Era la misma pregunta que había rondado su cabeza desde que había descubierto que William estaba vivo. La misma duda que había aleteado en su interior desde que había descubierto la mentira de Phillip.
—No lo sé, William —confesó tras meditarlo un largo instante. Aquella incertidumbre sobre lo que pudo haber sido le hizo sentir incómoda; decidió cambiar de tema—. ¿Qué fue de ti después de la batalla?
—Después de Quatre-Bras vino Waterloo, por supuesto —explicó con una media sonrisa y un extraño brillo en los ojos—. No creo que necesite explicarte lo que fue aquello, y solo puedo decir que fui muy afortunado de sobrevivir. Cuando todo acabó, te escribí una carta pero me dijeron que la casa estaba cerrada y habíais vuelto a Inglaterra. También te escribí a Folkestone, una vez. Más tarde supe que habías embarcado con Phillip desde Amberes, y al no obtener respuesta supuse que preferías que no lo hiciera más. Luego avanzamos hacia París y estuve con el ejército de ocupación hasta octubre de 1818. Cuando volvimos a Folkestone me enteré de que Phillip había fallecido, y aunque intenté visitarte, me dijeron que te habías ido sin dejar una dirección de contacto. Después el regimiento se trasladó a Gosport, y perdí todo contacto con Folkestone. Después de eso, he estado en Sudáfrica e India. Volví hace apenas unos meses, cuando mi tío falleció y me encontré de repente con una propiedad en Norfolk en la que nunca había pensado. Ahora estoy licenciado, e intentando adaptarme a mi nueva vida, como te he contado. —Se reclinó en el respaldo y cruzó los brazos sobre el pecho—. Y tú, ¿qué me cuentas de ti?
Anna tuvo que cerrar los ojos un instante para poner su mente en orden; le explicó lo que había sucedido desde el momento que encontró a Phillip herido, su vuelta a Inglaterra, el deterioro en que se había sumido su marido… William la escuchó con rostro serio, asintiendo de vez en cuando.
—Hace seis años, cuando falleció, me fui a vivir a Surrey, y allí continúo —concluyó con una sonrisa en la que la disculpa y la serenidad se entremezclaban.
—¿Y sigues siendo viuda?
—¿Por qué lo preguntas?
Para su sorpresa, William se inclinó hacia delante en la silla y tomó su mano. La gravedad de su tono borró toda sonrisa del rostro de Anna.
—Mientras estuve en Francia no dejé de pensar en ti, Anna. Durante años recordé a diario tu rostro, tu risa, la manera en que me mirabas cuando decía algo que te parecía extraño… Me costó aceptar que habías vuelto con él, pero poco a poco me fui reconciliando con la idea de que lo nuestro solo había sido un sueño de verano… un sueño hermoso y magnífico, pero imposible. Y, sin embargo, ahora descubro al cabo del tiempo que tú no elegiste salvar tu matrimonio, y no puedo evitar pensar que si te hubiera buscado con más determinación, ahora a estas alturas…
Meneó la cabeza con melancolía, dejando la reflexión en el aire.
Anna volvió la cabeza hacia el lago con el corazón latiendo apresuradamente. Pensó en todo lo que habría dado por poder escuchar algo así hace unos años, incluso unos meses. Pero ahora no. Ya no.
—William, es cierto que sigo siendo viuda —reconoció Anna con suavidad—. Pero en estos momentos mi corazón está ocupado…
Él se reclinó en la silla con lentitud; un rastro de decepción cruzó su semblante un solo segundo.
—Comprendo —contestó con aplomo—. Supongo que es el hombre que te recogió en el teatro, por supuesto.
—¿Por qué crees eso? —replicó sin poder evitar que una amplia sonrisa ocupara el lugar de su inicial sorpresa.
—Fue muy posesivo —respondió secamente.
La risa de Anna, a medio camino entre la incredulidad y la satisfacción, acogió su comentario.
—No es posesivo en absoluto. De serlo yo no estaría hoy aquí. —Captó el desconcierto en la expresión de William, y cambió de tema—. Y tú, ¿no te has casado?
—No —negó con la cabeza, contemplándola aún con extrañeza—. No, aunque estoy prometido.
Su admisión consiguió sorprender a Anna; estuvo a punto de hacer un comentario irónico sobre su previo interés en su estado civil, pero un sexto sentido le avisó de que las cosas tal vez no fueran como parecían.
—Cuéntame algo sobre ella.
—Su nombre es Sarah. Sarah Johnson —explicó tras unos segundos de silencio en los que Anna comprendió que algo de aquella historia no le hacía sentir especialmente orgulloso—. Es la hija de un comerciante de Norfolk. Una gran heredera —añadió con un toque de ironía.
Anna lo observó pensativa. Su reticencia era evidente, pero ni por un momento creyó que el origen de su prometida tuviera algo que ver con el desagrado que parecía sentir.
—Deduzco por tu tono que el compromiso es reciente.
—¿Eso es lo que deduces? —No pudo evitar una sonrisa irónica—. ¿No deduces también que se trata de un matrimonio de conveniencia?
—No —repuso con tranquilidad—. ¿Se trata de un matrimonio de conveniencia?
William dio un trago a su vaso antes de contestar, e hizo una mueca al notar el dulzor de la bebida. Era indudable que en aquel momento habría pagado porque contuviera algo de alcohol.
—Sí.
—¿Acaso estás arrepentido de tu compromiso?
—No —contestó con contundencia—. Es mi deber para con Sarah, mi tía y mis primas. Asumí unas obligaciones y no tiene ningún sentido pensar si las cosas debieron ser de otra manera. Tú misma lo has dicho antes. Además, si hay alguien que podría arrepentirse es ella. Sarah es bondadosa, serena y comprensiva. A pesar de ser tímida, tiene una voluntad de hierro; es solo que prefiere pasar desapercibida y comprender a los demás antes que ser el centro de atención. —Sonrió al recordar algo, y luego se puso repentinamente serio—. Podría aspirar a alguien mucho mejor que yo.
—¿De veras? —Anna le observó con disimulada curiosidad—. ¿Y por qué se ha conformado con este matrimonio, entonces?
—Su padre lo concertó; él deseaba que su hija adquiriera un título, y su dote ha sido muy generosa. Pero ella no quería alejarse demasiado de él, y Rosehill Abbey está a menos de una hora de la finca de su padre. A ambos nos ha resultado conveniente el compromiso.
—Y eso, a pesar de su voluntad de hierro… —comentó con tono casual, ocultando la sonrisa—. En fin, más que un matrimonio de conveniencia, yo diría que se trata de un matrimonio conveniente, pero supongo que tú sabrás.
Aquel comentario desconcertó a William. Anna vio su rostro confuso, y tuvo ganas de reír. Por Dios, qué torpes podían ser los hombres a veces. Él se encogió de hombros y cambió de tema.
—¿Volverás a Surrey tras la temporada?
—Seguramente. Tengo responsabilidades allí.
Entonces Anna le explicó cómo se había involucrado en la escuela de Halston, los planes que tenía para cuando volviera, la generosa colaboración de John…
—Eres feliz —exclamó él con algo de sorpresa cuando ella terminó de explicarle sus intenciones.
Anna se ruborizó al darse cuenta de que aquello era cierto. Era así como se sentía. Disimulando su desconcierto, agitó la mano para saludar a Lucy y Alvey, que en aquel momento estaban bajando del bote.
—No sabía que se me notara tanto —respondió con gesto de disculpa, y se levantó para recibir a los jóvenes, que avanzaban por el camino entre risas. Antes de que llegaran, se volvió impulsivamente hacia William—. Todo ha salido bien al final, William. Yo soy feliz, y tú también lo serás. Al menos, en cuanto te sacudas ese escepticismo que no te favorece nada. Estoy deseando conocer a tu prometida, y espero que puedas presentármela pronto. —Recordó sus planes para el día siguiente, y su semblante se iluminó—. Mañana es la fiesta del Agua en Vauxhall Gardens. Parece que todo Londres va a acudir, y tal vez a Sarah le agraden los jardines, si no los conoce. ¿Crees que querríais acudir?
William la contempló asombrado. Desde luego que todo Londres pensaba acudir; primero la acompañante de Sarah les había insistido en que acudieran, porque alguien le había dicho que sería uno de los acontecimientos de la Temporada y sería una pena que Sarah se lo perdiera. Luego fue Julia quien insinuó que deberían acudir, aunque al decir William que iba a acompañar a su prometida, lejos de enojarse había reído complacida —para alivio de William, a quien la imprevisibilidad de Julia ocasionaba en ocasiones cierto temor—. Y ahora era Anna quien hablaba de aquello.
—Voy a llevar a Sarah y unos amigos a los jardines —reconoció.
—Eso es estupendo —aprobó Anna con calidez—. Entonces me encantará conocerla. Estoy segura de que es una joven encantadora, y tengo la esperanza de que podamos ser amigas. Y ahora —se volvió hacia el camino, y la risa en su voz desmintió su aparente seriedad—, veamos qué excusa nos dan estos dos para su bochornoso comportamiento.
John detuvo su montura a regañadientes junto al faetón de Julia. Si Gareth hubiera sido más perspicaz, habría comprendido que llamarle insistentemente hasta que no le quedó más remedio que acercarse a ellos no era una buena idea.
—Ya pensaba que no me oirías —le recibió su amigo.
—Absolutamente imposible, ten la certeza. Te ha escuchado todo Hyde Park —contestó con acritud—. Supongo que tienes un buen motivo para llamarme a gritos de esta manera.
—¿Motivo? —El joven parpadeó confuso—. Solo quería saludarte. ¿Te pasa algo, Lisle?
—Creo que el malestar de Lisle no tiene nada que ver contigo —intervino Julia con sarcasmo, sosteniendo aún las riendas en la mano—. Aunque tampoco comprendo qué tiene que ver conmigo.
—Basta ya, Julia. No voy a discutir contigo. Sabes perfectamente lo que me sucede.
—En absoluto. Es más, yo habría pensado que me estarías agradecido.
—¿Agradecido? ¿Por qué motivo habría de estarlo?
—Bueno, diría que el hecho de que aparte al mayor Moore de tu señora Hurst debería ser motivo de agradecimiento.
—¿Así que era eso lo que hacías el otro día en el teatro? —preguntó con un brillo peligroso en los ojos—. Yo hubiera dicho que estabas haciendo exactamente lo contrario. En cualquier caso, no necesito que apartes a nadie de ningún sitio, así que tu sacrificio era innecesario.
Julia entornó los ojos con resentimiento.
—Bien, entonces supongo que no te importará enterarte de que en este mismo instante ambos están disfrutando de una entrañable charla junto al lago.
—¿Otra vez, Julia? Creo que ya te he dicho que confío en Anna.
—¡Qué hermoso! —Rio con malevolencia—. Me pregunto si seguirás diciendo lo mismo cuando la encuentres en un baile en brazos de William, como le pasó a su marido.
—¿No vas a dejar de ponerte en evidencia, Julia? —Acercó su montura un paso más y se inclinó sobre el coche—. Sé que tú tienes las cartas, y pienso recuperarlas.
La furia hizo que el rostro de Julia enrojeciera.
—Te crees muy especial, ¿no es cierto? Pues bien, acabamos de verles cabalgando juntos. —Echó un vistazo hacia su espalda, y se volvió con una sonrisa maligna—. En pocos momentos tú mismo podrás comprobarlo. Veremos entonces si sigues defendiendo a esa zorra.
Gareth, que a esas alturas de la conversación se había quedado blanco como el papel, dio un respingo al oír el insulto, y con gesto espantado comenzó a balbucear una disculpa en su nombre, pero un ruido de cascos acercándose por el camino captó la atención del grupo. Una fría sonrisa apareció en el rostro de Julia; hizo un gesto despreciativo indicando el camino.
—Ahí la tienes, junto a él. Crees saberlo todo, pero han estado a solas mucho tiempo. Suficiente para que se haya metido bajo sus faldas dos y tres veces. Claro que a ti no te lo diría, ¿verdad? —Y diciendo eso, dio una sacudida a las riendas y puso el coche en marcha, conduciendo a un Gareth al que la estupefacción parecía haber dejado sin habla.
John apretó la mandíbula, e intentó controlar su respiración. Los enfrentamientos con Julia siempre le alteraban, y aunque confiaba en Anna, el hecho de que efectivamente apareciera cabalgando junto a William como Julia había dicho reavivó la punzada de celos que experimentaba al oír su nombre. Se obligó a recordar que Anna ya le había advertido que iba a verle. No había nada oculto en aquello.
—¡John! —saludó ella asombrada al llegar a su altura, y su rostro se iluminó con una amplia sonrisa—. ¿Qué haces aquí?
—Pasear —contestó lacónico, intentando controlar su ánimo. La inconfundible alegría que había aparecido en los ojos de Anna al verlo contribuyó en gran manera a aplacarlo—. Me dijeron en Grosvenor Square que habías salido con Lucy y unos amigos.
—Sí, así es. Lucy y Alvey vienen detrás, y William… el mayor Moore nos ha acompañado. Él es el vizconde Lisle —le indicó a William.
—Lo recuerdo del teatro —asintió John, saludando con la cabeza—. Una coincidencia portentosa, según tengo entendido ¿Cómo está usted, mayor?
—Encantado de conocerle, lord Lisle —contestó William con prevención, preparado para enfrentar el antagonismo de aquel hombre.
Sin embargo, la expresión de John permaneció perfectamente tranquila mientras giraba su montura para acompañarlos. Anna le dedicó una mirada agradecida y él le devolvió una sonrisa de complicidad que hizo que William les mirara receloso.
Emprendieron la marcha de vuelta; Lucy se adelantó con William, haciéndole preguntas sobre la vida en España y Francia. Parecía a la vez exultante y distraída, y para Anna resultó evidente que evitaba quedarse de nuevo a solas con Alvey; comprendió que no faltaba mucho para que recibieran una estupenda noticia. Y cuando eso estuviera resuelto…
Miró a John; cabalgaba majestuoso junto a ella, y Anna sintió un nudo en la garganta. Aún ahora la idea de que aquel hombre quisiera casarse con ella la maravillaba y la llenaba de emoción. Pero lo más asombroso de todo era que, a pesar de la diferencia de sus posiciones, de su status y del pasado, Anna intuía que él la necesitaba incluso más que ella a él. Y eso la llenaba de gratitud.
Llegaron a Grosvenor Square. William se despidió de ellos, diciendo a Anna que esperaba poder presentarle a su prometida en Vauxhall Gardens. Entonces lord Alvey recordó de repente que su padre, que había alquilado un palco para cenar en los jardines para la noche siguiente, le había encomendado que presentara su invitación a lady Everley y su familia, lo que Lucy hizo extensivo a John, sonrojándose ligeramente al darse cuenta de que al hacer suya la invitación de Alvey acababa de delatar el grado de compromiso al que ya habían llegado. Anna rio en silencio, y sus ojos brillaron con ilusión cuando John, sonriendo, aceptó la invitación. Todos entraron en la casa para poner a los demás al corriente de sus planes, en una atmósfera de felicidad y dicha que el pronóstico de lluvias para el día siguiente no consiguió rebajar en absoluto.