22

Los pronósticos se cumplieron. La lluvia comenzó aquel mismo día por la tarde, justo después de que Lucy acudiera a la sala donde Anna y lady Everley charlaban. Ruborizada y eufórica, la joven les transmitió que en aquel preciso momento Alvey se hallaba reunido con Gertrude, valorando si deberían esperar la bendición del barón para anunciar su compromiso o si el evidente placer con que la madre recibió aquella noticia sería suficiente para hacerlo público.

Anna se había levantado como un resorte para abrazarla y felicitarla; aquel compromiso hacía muy feliz a la joven y a toda su familia, y por la manera en que lady Alverston había contemplado a Lucy en el teatro, también agradaba a la familia del joven. Nada podía resultar más satisfactorio que un compromiso que generaba tanta felicidad en todos los implicados.

Así pues, la salida de aquella noche a Vauxhall Gardens era la primera aparición oficial de la pareja desde que se habían comprometido la víspera, y resultaba evidente que muchas personas se acercarían para felicitarles.

Anna miró hacia el cielo al descender del carruaje. Algunas estrellas comenzaban a asomar por entre las oscuras nubes, y el límpido aire de la noche no parecía presagiar más lluvia. En realidad, no había vuelto a llover desde la mañana; incluso el viento había girado hacia el sur, haciendo que las temperaturas recuperaran algo de calidez. De todas formas, alzó la falda de su vestido de seda roja unos centímetros, para evitar que algún charco inadvertido lo arruinara, y caminó junto a Gertrude hacia la entrada de los jardines. John llevaba del brazo a lady Everley, y Lucy y su prometido venían detrás, con lord y lady Alverston.

Eran poco menos de las nueve de la noche cuando el grupo atravesó el pasadizo arbolado que conducía hacia el gran espacio rectangular rodeado de árboles en cuyo centro se alzaba el edificio circular de la orquesta. Aunque no era la primera vez que Anna acudía a los jardines, no pudo evitar enmudecer ante la magnífica visión: miles de faroles y globos de cristal centelleaban en las ramas de enormes olmos, lanzando sus brillantes destellos sobre los edificios engalanados con banderas y festones de relucientes colores que delimitaban aquel espacio por el norte y el oeste. Hacia su derecha el espacio se ampliaba en dos semicírculos porticados que contenían los espacios reservados para cenar; y más allá aún se extendían las grandes avenidas arboladas por las que el público asistente solía pasear; y los estrechos y mucho peor iluminados senderos por los que preferían perderse algunas parejas.

La orquesta ya estaba tocando cuando se detuvieron para dejar sus capas y abrigos en el vestidor anexo al pabellón del Príncipe. Lord Alverston solicitó que les condujeran a su reservado, y el grupo se encaminó hacia allí. Anna caminaba sonriente, sintiendo que la infinidad de luces y la música vibrante dotaban a la noche de un aura de mágica irrealidad.

—Deberíamos perdernos por algún camino oscuro —susurró John junto a su oído.

Anna se estremeció. El aliento de John apenas había acariciado su cuello, pero fue suficiente para despertar todos sus sentidos.

—No sería correcto —contestó en el mismo tono bajo, aun cuando eso era exactamente lo que deseaba hacer.

—Salvo que les digamos que nos vamos a casar —sugirió con tono neutro.

Algo sorprendida, Anna elevó la mirada hacia él. John acercó aún más su boca a su oído.

—He comprado una licencia especial, y no haría falta que esperáramos a publicar las amonestaciones. Podríamos casarnos mañana si quieres, o el domingo; me da igual, siempre que sea pronto.

—Pero no podemos robarle el protagonismo a Lucy ahora —replicó casi sin aliento, lanzando una mirada furtiva a los demás que, por fortuna, caminaban sin prestarles atención.

—¡Al diablo con el protagonismo de Lucy! —susurró—. ¿Por qué habríamos de esperar? Podríamos hacerlo mañana mismo, y ni siquiera necesitamos decírselo hasta que esté hecho.

—Pero yo no quiero casarme a escondidas, como si estuviera haciendo algo vergonzoso. ¿Qué te pasa, John? —inquirió.

—No me pasa nada. —John retuvo su brazo un instante, conduciéndola a cierta distancia del grupo—. Pero ya se ha anunciado el compromiso de Lucy, y tú aún no me has dicho cuándo nos casaremos.

—¿Y hay que decidirlo ahora mismo…? —Una ligera sospecha cruzó la mente de Anna—. Esto no tendrá algo que ver con William, ¿verdad?

John le miró ceñudo, y al fin, un suspiro resignado dejó paso a una sonrisa de disculpa.

—No lo sé —dijo al fin—. Lo siento. Es solo que estoy celoso; esta noche estás tan hermosa que no hay ningún hombre en estos jardines que no te haya admirado, y quisiera poder gritarles que eres mía.

«Eres mía». Aquellas palabras… Con cautela, Anna escrutó su interior en busca de la señal de alarma que esa frase solía despertar en ella. Pero no la encontró. A diferencia de lo que sucedía con Phillip, la posesividad de John no desataba en ella miedo ni tensión.

—Estarán preguntándose dónde estamos —cambió de tema, porque a pesar de no sentir temor seguía sin gustarle sentirse presionada—. Será mejor que nos apresuremos, antes de que decidan volver a buscarnos.

John le ofreció el brazo y se dirigieron en busca del reservado donde se hallaba su grupo, tras la torre de música. Un buen número de camareros se movía con rapidez atendiendo a los asistentes que requerían lonchas de jamón y pollo para cenar, pasteles y dulces o tan solo unos vasos del famoso ponche de ron que allí se servía.

Su llegada al reservado solo fue advertida por lady Everley. Al parecer, los planes para la boda acaparaban la conversación. Un camarero se acercó con una botella de helado champaña rosado y otra de oporto. John retiró una de las sillas libres para que Anna se acomodara, y se sentó junto a ella. La estratégica colocación de su habitáculo favorecía que aquellas personas que conocían a los prometidos o a sus familias pudieran acercarse a felicitarles. Tras la cena, numerosos asistentes compartieron con ellos algunos minutos, y numerosas fueron también las invitaciones a bailar que Lucy y ella recibieron.

—No me harás creer que no deseas bailar —comentó John divertido, al ver cómo movía el pie rítmicamente a pesar de haber rechazado todas las invitaciones recibidas.

—No, claro que no. Pero tú no puedes bailar mientras sigas de luto —fue toda su respuesta.

—¿Y estás sufriendo mucho con este sacrificio?

—Bastante. —Rio con ganas—. Pero prefiero estar junto a ti.

—Entonces, tal vez la oferta del sendero oscuro sea más aceptable ahora. —Se inclinó hacia ella hasta que su voz fue apenas un susurro.

Anna rio. Nadie les prestaba atención, y la idea de dar un paseo le resultaba atractiva, aunque prefería los lugares iluminados. Aceptó la mano de John, y ambos salieron del reservado, bordeando la zona delimitada para bailar. Pero entonces, justo cuando se disponían a salir del camino porticado, la mirada de Anna recayó en uno de los grupos que ocupaba uno de los reservados opuesto al suyo: con su habitual aspecto sereno y confiable, William se inclinaba para comentar algo a una joven de pelo castaño y aspecto reposado.

No tuvo que volverse hacia John para saber que él también les había visto.

—Me dijo que iba a venir —explicó—. Con su prometida.

—Ya.

Anna no fue capaz de detectar en esa breve palabra ninguna emoción. Siguió mirando al reservado; William se había vuelto hacia el resto del grupo. Entonces, cuando él no podía verla, aquella joven dirigió a su figura una mirada cargada de tanta ansiedad que Anna se sintió impelida a hacer algo.

Se giró hacia John, pensando en cómo explicarle aquello, pero fue él quien rompió el silencio.

—Quieres ir a hablar con él, ¿no es cierto?

Anna asintió, enternecida por el tono resignado de su voz.

—Está con su prometida —explicó con calma—. Me gustaría mucho conocerla.

Clavó en él una mirada vacilante. John puso los ojos en blanco y suspiró, pero le ofreció el brazo para acompañarla, y Anna lo aceptó con gratitud.

—Pero no esperes que nos convirtamos en amigos íntimos —le advirtió ceñudo cuando se acercaron.

Su llegada al reservado causó un pequeño revuelo; una mujer mayor, que parecía ser la acompañante de la prometida de William, les miró presa de la confusión cuando William hizo las presentaciones. Pero se sobrepuso con rapidez, y les agradeció tantas veces la deferencia de su visita, y de manera tan lisonjera, que Anna comenzó a sentirse incómoda. Luego fueron presentados a Sarah y al resto de los ocupantes de la mesa: una linda joven morena que al parecer había acudido al internado con ella, su hermano y sus padres. Tras intercambiar saludos, Anna se sentó en la silla más cercana a Sarah, y la presencia de John fue reclamada junto al señor Roberts y William.

El estado de nerviosismo de la joven era evidente, y Anna se sintió apenada. Liberada de intervenir en la conversación por la charla imparable del señor Roberts, pudo dedicarse a intercambiar algunas breves frases con Sarah. Al comienzo, los escasos monosílabos que consiguió arrancarle se intercalaban con miradas reverenciales que rayaban el miedo, para incomodidad de Anna. Pero poco a poco se fue tranquilizando, y cuando la conversación llegó a un estado de normalidad, comprobó que aquella joven, si bien poco habladora y muy reservada, disponía de un aplastante sentido común; pero sobre todo constató, por la forma en que dirigía ansiosas miradas a William cuando creía que nadie la observaba, que por su parte aquel matrimonio era algo más que simple conveniencia.

William y John se hallaban atendiendo una complicada explicación que el señor Roberts dirigía a los hombres allí reunidos, y Sarah aprovechó que nadie les prestaba atención para dirigirse a Anna en voz baja.

—Señora Hurst —comenzó, sin poder evitar sonrojarse violentamente—, me gustaría hablar con usted de un tema, pero aquí no creo que… me temo que nos interrumpirían y…

Se calló abruptamente al sentir sobre ellas la mirada inquisitiva de la mujer mayor. Anna controló su perplejidad; la evidente timidez con que había pronunciado su petición hacía aún más sorprendente que Sarah quisiera hablar con ella. Pero viendo su expresión ansiosa, comprendió con una punzada de incertidumbre que aquella joven estaba al tanto de la relación que la había unido con William. Anna no deseaba hablar de aquello con su actual prometida, pero instintivamente comprendió cuánto le había costado a la joven reunir el valor para abordarla, y no se sintió con fuerzas de negarse.

—Señorita Johnson, aún no he visto la sala de los siete espejos. —Alzó la voz lo suficiente para ser oída por la señora mayor—. Me preguntaba si desearía acompañarme hasta allí. No creo que nos demoremos más de diez minutos…

Aún no había terminado la frase cuando Sarah ya se había puesto en pie, y antes de que nadie pudiera decir nada o unirse a su pequeña excursión, ellas ya estaban fuera. Anna evitó expresamente la mirada de John; estaba segura de que contendría un reproche por abandonarle en aquella compañía, pero reflexionó que él sabría encontrar la excusa perfecta para irse.

Aunque el paseo hacia el barroco edificio central, conocido como la Rotonda, estaba lleno de gente, Sarah pareció no prestar atención a nada de lo que las rodeaba. A pesar de su timidez, la joven estaba decidida a abordar la cuestión cuanto antes.

—Señora Hurst, muchas gracias por venir conmigo —comenzó sin levantar la vista de sus pasos—. Yo… quería hablar con usted. William me ha dicho… él me ha contado… quiero decir, sé que ustedes se conocieron en el pasado. —La joven enrojeció furiosamente, mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas.

—Llámeme Anna, por favor —ofreció con una serenidad que estaba lejos de sentir—. Sí, William era compañero de mi marido y nos conocimos hace un tiempo.

Ambas continuaron paseando. Sarah parecía no encontrar la forma de abordar el tema, y Anna decidió ir directa al grano.

—¿Qué quiere preguntarme, Sarah?

Entonces la joven se detuvo, alzando hacia ella unos ojos ansiosos como los de un cachorro.

—Él me ha confesado que hubo un tiempo en que ambos estuvieron muy… unidos.

Dudando si la vacilante entonación final era una afirmación o una pregunta, Anna la observó con incomodidad.

—Supongo que podría decirse así. Pero como usted bien ha dicho, eso fue en el pasado.

—Oh, claro… —afirmó con poca convicción—. Pero ahora que han vuelto a encontrarse, supongo… No, no es que suponga nada, pero me pregunto…

Anna suspiró, sabiendo cuánto le costaría a la joven articular tanto lo que suponía como lo que se preguntaba. Intentó facilitarle las cosas.

—William y yo nos hemos alegrado de vernos. Especialmente yo, que suponía que había fallecido. Siempre le he recordado con afecto, y saber que ha heredado una propiedad y un título y que está prometido a usted me ha llenado de dicha.

La joven se encogió de hombros en un gesto infantil y continuaron el paseo llegando hasta la puerta del edificio. Anna supuso que por grandes que fueran sus temores no abordaría el tema de manera más directa. No pudo reprimir un suspiro de impaciencia.

—Sarah, créame, no hay nada que deba inquietarla. William es un hombre de honor.

—Lo sé. Sé que William nunca me haría daño a sabiendas. No se trata de eso.

—¿De qué se trata, entonces?

Franquearon la puerta, y Sarah frunció los labios, dudando. Pero había decidido atreverse, y ahora no podía echarse atrás.

—Es por él —explicó retorciéndose las manos y observándolas con renuencia—. Cuando se fijó nuestro compromiso las cosas eran diferentes, pero ahora… —Clavó en ella una mirada tan transparente como temerosa, y Anna tuvo que tragar saliva para sostenerla—. No quisiera que él se arrepintiera de nuestro compromiso. Si hay algo que aún él siente… si creyera por un momento…

Aquella conversación no era cómoda, pero Anna no pudo evitar identificarse con el dolor de una mujer enamorada que sentía que su afecto no era correspondido.

—Sarah, lo que sucedió en el pasado ya no tiene importancia. William y yo hemos hablado, puesto que ambos necesitábamos algunas respuestas. Y ahora que está hecho, puedo garantizarle que siento el más profundo afecto y respeto por William, y una gratitud más allá de lo que puedo expresar con palabras, pero eso es todo —manifestó con enérgica seguridad—. No hay nada más por mi parte. En cuanto a él, me atrevo a asegurarle que no hay en sus actuales sentimientos hacia mí nada que deba causarle la más mínima inquietud. Estoy segura de que el afecto que William siente por usted es mucho más profundo de lo que parece creer.

—¿Eso piensa? —preguntó con escepticismo, entrando delante de Anna en la espectacular sala donde una columna de forma heptagonal revestida de espejos ocupaba el centro del espacio. Las paredes, recubiertas de espejos de todas las formas y tamaños, reflejaban en todas direcciones la luz de las enormes lámparas de cristal que colgaban del techo. Sin embargo, Sarah permaneció ajena a aquella magnificencia de luz y movimiento—. Nuestro compromiso fue alentado por mi padre, que quería que yo ocupara una posición en la sociedad elegante a la que por mi origen no podría acceder de otra manera, y él nunca ha pretendido engañarme a este respecto: se casará conmigo porque necesita el dinero para Rosehill Abbey.

—No dudo de que ese aspecto haya tenido una gran importancia, inicialmente. Sin embargo, Sarah, debería confiar un poco más en ambos. William es muy capaz de apreciar la generosidad y el compañerismo que usted le ofrece.

—¡Pero yo no soy como usted! —exclamó impulsivamente, y de nuevo se obligó a bajar la voz al recibir la mirada curiosa de una pareja con la que se cruzaron—. Usted es tan hermosa, tan elegante, tan decidida…

Absolutamente descolocada por la imagen que Sarah parecía tener de ella, Anna apretó la boca con incomodidad.

—Por favor, no diga eso… Yo no soy así en absoluto.

—Oh, claro que lo es. Comprendo perfectamente por qué William la amó… —Entonces se calló abruptamente, consciente de haber cometido una imperdonable incorrección social, y enrojeció hasta la raíz del cabello—. Lo… lo siento, no debí decir…

—No se disculpe, Sarah —la interrumpió Anna con sequedad, más sorprendida que molesta por la manera en que la joven la veía—. No es necesario. Pero ya que usted ha sido tan directa, permita que yo también lo sea: no le conviene estar tan segura de que no merece el cariño de William. Es muy probable que él no se haya dado cuenta aún de cuánto la aprecia, y el tiempo y la convivencia harán que eso cambie. Pero si usted insiste en no creerse merecedora de su afecto es posible que también él lo llegue a creer así. Si usted misma no es capaz de entender y defender lo afortunado que es William por poder contar con su devoción, será difícil que él lo vea de otra manera.

La joven la miró con los ojos muy abiertos por la sorpresa, asintiendo lentamente.

—Creo que comprendo lo que quiere decir.

—Los hombres no siempre se enfrentan a lo que sienten, Sarah, créame. Ayúdele a William a entenderlo. Es mi consejo.

Una tímida sonrisa de agradecimiento apareció en el rostro de la joven.

—Comprendo. Muchas gracias, Anna. De veras. Me ha hecho tanto bien escucharla…

Anna emitió una risa aliviada, y palmeó la mano de la joven en un gesto confortador. De repente sintió un extraño cosquilleo en la nuca, como si alguien la estuviera observando. Se giró bruscamente: diferentes grupos y parejas paseaban por la sala, y las imágenes se repetían donde quiera que posara su vista, pero nadie la miraba, y nada de cuanto observó justificaba su inquietud.

—Pues si es así, es un gran resultado para un escaso mérito —respondió con una sonrisa forzada, intentando disipar aquel extraño malestar que había comenzado a sentir—. Y ahora, y salvo que usted esté deseando que pasemos más tiempo en esta sala, Sarah, debo confesar que preferiría regresar.

Si a la joven su cambio de humor le resultó raro, se lo guardó para ella, y ambas dieron la vuelta. Sin embargo, Anna no podía evitar la sensación de que alguien las seguía. De vez en cuando volvía la cabeza sobre su hombro, aunque no veía nada extraño. Un insidioso desasosiego se instaló en su estómago. Tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para mantener la conversación con Sarah a medida que volvían sobre sus pasos.

Aún seguía sintiendo aquella extraña desazón cuando la torre donde sonaba la orquesta apareció de nuevo ante su vista. No pudo evitar un suspiro de alivio al divisar el comienzo del semicírculo de reservados. Avanzaban a buen ritmo por el paseo cubierto de la columnata cuando uno de los camareros llegó hasta ellas, tendiendo una nota a Anna.

—¿Qué es esto? —preguntó con brusquedad, con todos sus sentidos a flor de piel.

—Discúlpeme, señora, pero un caballero me ha dicho que le entregue esto. —El camarero mantuvo la nota en el aire, pero Anna no hizo mención de cogerla.

—¿Qué caballero? —interpeló con rudeza; sabía que sus modales eran deplorables, pero un sexto sentido le avisaba de que algo sucedía.

El camarero giró sobre sus talones para indicar algo a sus espaldas, pero no fue capaz de encontrarlo.

—Un caballero… Estaba ahora mismo ahí, junto al bar. —Se volvió hacia ella, confuso, y de nuevo alargó la mano—. Me dijo que le entregara esta nota, y que usted ya sabría de qué se trataba.

Con el corazón golpeando fuertemente en el pecho, Anna casi arrebató aquella nota al camarero, que se fue mirándola con curiosidad. Echó una rápida ojeada a Sarah, pero la joven parecía muy interesada en la vista del suelo ante ella. Anna volvió a mirar la nota, molesta consigo misma por sugestionarse de aquella manera. La abrió. Una exclamación ahogada escapó de sus labios en cuanto vio las primeras palabras, y tuvo que leerla de nuevo para asegurarse de que había entendido bien. Era un chantaje. Un maldito y sucio chantaje. La nota la conminaba a acudir a la Gruta Submarina cuando comenzaran los fuegos, si quería recuperar las cartas de William. Sola y sin contárselo a nadie. En otro caso, la nota amenazaba con hacer públicas las cartas en los círculos elegantes, «ahora que tan ambiciosamente aspira a pertenecer a ellos», concluía.

Anna apretó los puños para contener la indignación que sentía. A aquellas alturas, le tenía sin cuidado que todo Londres supiera que en el pasado se había enamorado de William. Pero el problema no era ella, se dio cuenta. Ella no era nadie; pero el vizconde Lisle sí estaría en boca de todos, cuando se anunciara su compromiso. Y, sobre todo, William y Sarah.

Anna la miró; parecía haber centrado su atención en una piedrecilla que hacía girar con el empeine sobre la grava. Era poco más que una niña, se dio cuenta, y no soportaría que todo el mundo la mirara burlón tras leer las cartas que su marido había dedicado a alguien que no era ella. Daba igual que de aquello hiciera ocho años, y que por entonces ella y William ni siquiera se conocieran. Sarah no sabría cómo afrontar las maliciosas burlas ni las preguntas de doble sentido. Y aunque Anna sabía bien que tras un tiempo las aguas volverían a su cauce, y que dejarían de hablar de ello en cuanto algún otro escándalo reemplazara a este, también comprendía bien que el daño que aquello iba a causar a aquella tímida e insegura criatura se extendería a su matrimonio. A William. Eso era algo que ella no podía permitir.

Inspiró hondo, intentando tranquilizarse. Quedaba muy poco para que comenzaran los fuegos. Sarah elevó la mirada con timidez hacia Anna.

—¿Sucede algo grave?

—No, nada grave. —Intentó que su voz sonara convincente, a pesar de que sus manos continuaban temblando de furia mientras doblaba de nuevo la nota—. Es solo que a veces el pasado es más persistente que nosotros. Pero Sarah, debe confiar en mí. —La detuvo colocando la mano en su brazo, y Sarah dio un respingo. La violencia de su tono la sorprendió; Anna la miraba con tanta decisión que sintió que solo podía asentir con la cabeza—. Usted y yo no nos conocemos apenas, pero sé que usted hará feliz a William, y su felicidad me importa mucho. Crea en lo que le he dicho; usted se merece su afecto porque ya le ama con toda su alma. Y confíe en mí: yo haré lo que debo para ayudarles.

Sarah volvió a asentir, impresionada. No tenía ni idea de a qué se refería Anna, pero la mención del amor que sentía por William caló en su corazón. A punto de llegar al reservado, no pudo callarse por más tiempo la pregunta:

—¿Tan evidente es que lo amo? —preguntó con un hilo de voz, contemplando cómo William las había visto y las saludaba con la mano.

—No para él, estoy segura. Pero las mujeres solemos ver siempre más allá de las apariencias, cuando miramos con el corazón. Hágalo usted, Sarah, y descubrirá en él lo mismo que veo yo.

Entonces Sarah sonrió con inseguridad, y sorprendió a Anna con una pregunta totalmente inapropiada.

—Usted me comprende porque ama al vizconde, ¿no es cierto?

A pesar de su malestar y su inquietud, la sola mención de John hizo que los ojos de Anna brillaran con una intensidad sorprendente. Sarah sonrió; no necesitaba más respuesta.

Las luces de los primeros fuegos artificiales iluminaron los últimos pasos de Anna antes de localizar la entrada de la Gruta Submarina. Había tenido que conseguir que su grupo se desplazara a la explanada de los fuegos, separarse de ellos sin ser advertida y orientarse por el camino casi a oscuras. Apoyó la mano en el marco de madera que marcaba el comienzo del pasadizo, inspiró hondo para darse ánimos y penetró el angosto y húmedo espacio que llamaban la Gruta Submarina.

Una luz fantasmagórica y vacilante iluminaba un lago entre colinas arboladas, con una torre fortificada a la derecha, y un puente de múltiples ojos al fondo del lago. Anna parpadeó, sorprendida, y retrocedió hasta tocar la pared. El contraste entre la tenue luz que fluctuaba sobre la escena y la total oscuridad donde se hallaba consiguió desconcertarla. Su vista se fue acostumbrando a la penumbra, y su primer pensamiento coherente fue que se hallaba sola. Todo el mundo parecía querer disfrutar del nuevo espectáculo de los fuegos artificiales, cuando Mr. Blackmore ascendería por una cuerda hasta lo más alto de la Torre Morisca.

Con el pulso latiendo en sus oídos, deslizó la mano por la pared para avanzar con precaución; distinguía los contornos de un banco al fondo de la sala, pero buscaba un lugar desde el que dominar toda la zona y que nadie la pillara desprevenida. Una húmeda corriente erizó la desnuda piel de sus brazos al dar un paso, pero el aviso de su sexto sentido no llegó a tiempo, y un cuerpo se abalanzó sobre ella desde una oquedad situada a su espalda.

Durante un segundo sintió que el pánico la dominaba; una mano tapaba su nariz y su boca, impidiéndole respirar. Pero entonces recordó que a pesar de la soledad de aquella sala, estaba en un lugar donde había cientos de personas, y solo tendría que correr unos pasos para buscar ayuda. Concentrando todas sus fuerzas, dio un codazo hacia atrás que alcanzó su objetivo, y la mano se aflojó. Anna dio una bocanada, pero el alivio fue breve: la mano se aferró de nuevo a su rostro con violencia, y notó un fuerte brazo apretándole las costillas.

—Quieta o te ahogo, arpía —siseó una voz venenosamente.

El cuerpo de aquel hombre le impedía moverse. A pesar del miedo, Anna intentó controlar la respiración y serenarse. La voz, aunque susurrada, le había resultado familiar. Decidió permanecer muy quieta, para que él revelara cuanto antes lo que pretendía. Pero el hombre no dijo nada durante un rato que a ella se le hizo eterno.

—¿Qué quiere a cambio de las cartas? —preguntó al fin ahogadamente, conteniendo el desagrado que la pesada respiración junto a su oído le provocaba.

Una risa acogió su pregunta. El siseo volvió, enviando una ráfaga de aliento junto a su mejilla.

—Yo ya no tengo las cartas pero estoy pensando que sí voy a tomar algo, después de todo. A cambio de las muchas molestias que me has ocasionado.

La confusión de Anna al oír aquella respuesta fue reemplazada súbitamente por el horror: la mano de aquel hombre ascendió por sus costillas y apresó uno de sus senos. Forcejeó para liberarse, pero la fuerza de aquel cuerpo era muy superior a la suya. Anna se vio obligada a colocar las manos contra la roca para no golpearse, y él aprovechó para intentar introducir una mano por el escote del vestido. Entonces Anna abrió la boca cuanto pudo, y mordió la mano que se aferraba a su cara.

Sintió el sabor metálico en sus labios al mismo tiempo que la mano se retiraba y una fuerza brutal la lanzaba contra la roca. A pesar de lo rápido que todo sucedió, Anna tuvo tiempo de escupir la sangre y esbozar una malévola sonrisa de satisfacción, antes de notar el impacto contra su cabeza y hundirse lentamente en una oscuridad más tenebrosa que la de la Gruta.

William dirigió un vistazo furtivo a Sarah y desdobló de nuevo la nota de Anna. Frunció el ceño, intentando pensar de nuevo qué motivos podría tener Anna para citarle a solas en aquel lugar. La nota hablaba de que debía confesarle algo antes de despedirse, y solicitaba que acudiera solo y no se lo dijera a nadie. Un camarero la había traído hacía apenas un par de minutos, diciendo que una dama se la había entregado, pero de la escasa descripción que hizo William no fue capaz de deducir si había sido la propia Anna quien la había entregado o no.

En cualquier caso, le resultaba extraño. Anna y Sarah habían salido a dar un paseo juntas y ambas habían vuelto en aparentes buenos términos, a pesar de que Anna sí parecía preocupada. Pero cuando había preguntado a su prometida qué opinaba de Anna, Sarah le dijo que la apreciaba enormemente, y que se sentiría orgullosa de contarla entre sus amistades, si a él le parecía bien.

No se le ocurría qué podría tener que confesarle Anna que no se hubieran dicho ya.

Continuó con el ceño fruncido, contemplando el edificio donde la orquesta descansaba. Los fuegos artificiales estaban a punto de comenzar, y resultaría extraño que se ausentara. Pero en la nota Anna le rogaba por favor que acudiera, y no se sentía capaz de defraudarla.

Aunque tampoco a Sarah…

Elevó la mirada hacia la joven sentada enfrente de él, y se sobresaltó. Su prometida le observaba con atención. William comprendió que había visto cómo le traían la nota.

Los fuegos estaban a punto de comenzar. Debía tomar una decisión.

Con un suspiro de resignación, se levantó y fue junto a Sarah. Se colocó en cuclillas junto a ella, y el dulce aroma de su piel le resultó tranquilizador. Ella ladeó la cabeza para observarlo mejor, y le tendió la mano, dispuesta a escucharle. William apretó sus dedos con suavidad.

—He recibido una nota de Anna. Quiere que me reúna con ella en la Gruta. Dice que debe confesarme algo. Pero si tú consideras que no debo acudir, Sarah, no lo haré.

Sarah abrió mucho sus redondos ojos castaños, y bajó la cabeza para disimular su confusión. El hecho de que su prometido le explicara aquello con tanta sinceridad, solicitando su permiso, la llenó de gratitud; pero no podía evitar sentir que aquello era extraño. No se le ocurría por qué Anna querría encontrarse con William, después de la conversación que ambas habían mantenido. Entonces recordó que ella también había recibido una nota, e instintivamente supo que todo ello estaba relacionado. Aquello no le gustaba en absoluto, pero Anna le había dicho que confiara en ella, recordó.

Y para su sorpresa, se dio cuenta de que confiaba en Anna Hurst. Sarah nunca se había considerado una buena observadora, pero la intensidad de los sentimientos que el rostro de aquella mujer había traslucido al hablar del vizconde había sido evidente y arrolladora. Ella no pensaba en William, así que la explicación debía ser otra.

—Ve con ella —se escuchó decir a sí misma, intentando recordar los detalles de la conversación con Anna—. Debe haber una buena explicación para esto. Ve…

Una fugaz expresión de alivio cruzó la mirada de William al incorporarse. Sarah le vio dirigirse hacia la amplia avenida arbolada que comenzaba más allá de la fuente, hasta que se perdió de vista. Se sentía extrañamente inquieta. La expresión de Anna al recibir su nota había sido tan desolada… La forma en que había dicho «yo haré lo que debo para ayudarles» no se le iba de la cabeza. Sabía que debería hacer algo, pero una vocecita interior parecía burlarse de ella: «no te atreves».

No, no se atrevía a recorrer sola el oscuro camino que conducía a la Gruta. Pero Anna Hurst sí lo haría, se dijo. Cuando William le había explicado lo sucedido aquella noche en el teatro, pudo hacerse una idea muy ajustada de lo que había supuesto ella en su vida, a pesar de la cautela que él empleó. Y aunque agradeció la sinceridad de William, el dolor de saber que aquella mujer existía se clavó en su corazón.

Pero al final Anna no había resultado ser como Sarah había creído; no se trataba de alguien a quien temer, sino una mujer a la que querría parecerse. Y gracias a su charla, Sarah había llegado a creer que sus esperanzas de que William llegara a amarla no eran en vano.

Anna Hurst lo haría, se dijo con decisión. Se levantaría y vencería el miedo para ayudarles, si fuera necesario.

El primer estallido tronó sobre sus cabezas. Todos los ocupantes de su reservado se hallaban inclinados hacia la derecha lanzando exclamaciones de admiración cada vez que el cielo se llenaba de una explosión de colores.

Se levantó con brusquedad, y el ruido de su silla fue amortiguado por una nueva detonación. Antes de que nadie de su grupo pudiera reaccionar, abandonó el reservado y comenzó a andar apresuradamente hacia el lugar por donde había visto desaparecer a William, y cuando la oscuridad del camino la rodeó, echó a correr como si el diablo la persiguiera.

John giró sobre sus talones, pero no vio ni rastro de Anna. Había caminado con el grupo hasta la pequeña explanada que se extendía ante la Torre Morisca, a pesar de que los fuegos se habrían contemplado perfectamente desde su reservado, porque Anna había insistido en ver el espectáculo de Mr. Blackmore. Y ahora no estaba allí.

Cómo se había escabullido le preocupaba menos que el por qué. No conseguía imaginar dónde había ido y mucho menos sus motivos para desaparecer a medianoche en aquella zona tan escasamente iluminada de los jardines.

El primer cohete ascendió hacia el cielo desatando un incontenible murmullo en la concurrencia reunida. La ruidosa explosión pareció decidirle; comprobó que nadie en el grupo le prestaba atención, y retrocedió hacia el lugar donde arrancaban varios senderos oscuros que atravesaban los grandes paseos del parque. Una sensación de temor le invadió; desde que había vuelto del paseo con la prometida de William Moore, Anna había estado extraña, como ausente. Algo sucedía, estaba seguro.

Había decidido adentrarse en uno de los senderos cuando una voz burlona que comenzaba a detestar con toda su alma le hizo volverse.

—¿Has perdido a alguien?

John apretó los dientes. Maldita Julia… ¿Es que le seguía?

—Es evidente que sí —continuó la mujer con una carcajada—. Incluso adivinaría a quién. ¿Recuerdas la mujer que hemos visto hace un instante entrando en la Gruta Submarina, Howard? Diría que se trata de ella.

John conocía a sir Howard West desde hacía tiempo; ambos habían jugado muchas veces a las cartas en White’s, y sabía que era un hombre bonachón, sencillo y honesto. Lamentaba por él que hubiera caído en las garras de Julia, pero en aquel momento le tenía sin cuidado. Solo el hecho de que asintiera a la pregunta de Julia y bajara la mirada avergonzado le impidió alejarse sin más.

—Julia, creo que no deberíamos entrometernos… —intervino sir Howard con desazón.

—Oh, pero el vizconde y yo somos viejos conocidos, Howard, y es mi deber ponerle sobre aviso. Claro que es probable que a mí no me escuchara, pero tú también les has visto, ¿no es así?

El hombre se rascó la cabeza, incómodo.

—Julia, no creo…

—Suelta de una maldita vez lo que quieras decir, Julia —cortó John con impaciencia.

—Oiga, Lisle, no tiene derecho a hablarle así… —comenzó a interponer West, pero su ayuda fue rechazada por Julia sin miramientos.

—Quiero decir que al final la cabra tira al monte. Tu preciosa Anna Hurst acaba de entrar en la gruta seguida de William. Howard también les ha visto. Aunque supongo que habrá alguna explicación perfectamente natural para su cita… Oh, oh. —Su rostro adoptó una burlona mueca de conmiseración al percatarse de la expresión de John—. ¿Es que tal vez no estabas al tanto de este encuentro? ¿Es posible que tu estupenda Anna no te haya dicho nada de esto?

La risa de Julia rebotó en los árboles cuando John se dio la vuelta y penetró a grandes pasos en el sendero oscuro que conducía a la Gruta, apenas iluminado por el reflejo de los fuegos artificiales sobre su cabeza. El estruendo de las explosiones hizo inaudible la letanía de juramentos que fue profiriendo. Tenía un mal presentimiento. Un muy mal presentimiento.

—¿Hay alguien aquí?

El eco de sus palabras resonó en aquel fantástico paisaje subterráneo. William echó un vistazo, frunciendo el ceño. Tal vez Anna aún no había llegado.

Había escuchado la ovación proveniente de la Torre al entrar. En cuanto terminara aquel espectáculo se reanudaría el baile, y su ausencia resultaría demasiado llamativa. Solo podía esperar unos instantes hasta que Anna llegara.

Se acercó al paisaje que destellaba en la oscuridad. Apoyadas en las rocas que enmarcaban la pintura había multitud de lámparas, recubiertas en su parte trasera por papeles verdes y azules, que lanzaban extraños fulgores sobre su entorno.

Comenzaba a impacientarse.

Entonces escuchó un tenue sonido, casi como un silbido. Primero supuso que venía del exterior, tal vez la reverberación de los cohetes entre las falsas paredes de la gruta. Pero luego se dio cuenta de que provenía del fondo de la estancia. Avanzó unos pasos, guiado por aquel extraño susurro. Al fondo vio un banco que le había pasado desapercibido, y se dio cuenta que sobre él había una forma imprecisa que parecía moverse.

El corazón le dio un vuelco, y en cuatro pasos se arrodilló junto a Anna. Estaba recuperando la consciencia y respiraba con dificultad. El vestido parecía haber resbalado por sus hombros, al punto de que sus senos apenas permanecían cubiertos. Con una queda maldición, William se sentó en el banco y tomándola por los brazos la depositó en su regazo, intentando colocar la tela sobre sus hombros. Una esquina de la misma colgaba abierta, como si varios botones hubieran sido arrancados.

—Anna, despierta, por favor. ¿Qué ha sucedido?

Un gemido de dolor escapó de sus labios. El estado de su vestido hizo que William frunciera el ceño. Al menos, parecía que comenzaba a reaccionar.

—No sé qué ha pasado, pero tienes el vestido aflojado. Déjame ayudarte.

Hizo que girara el cuerpo hacia él para acceder a los botones de la espalda. Anna protestó ligeramente y se llevó la mano a la cabeza, palpando la zona situada sobre su sien. Luego se recostó contra el hombro de William.

—Estate quieta, por favor. Enseguida termino.

Las pequeñas cuentas de nácar no estaban arrancadas, salvo la primera, y William comenzó a abotonarlas, pero no había acabado de hacerlo cuando el eco de unos pasos apresurados le hizo alzar la cabeza, y una maldición rasgó el silencio de la caverna.

John dudó antes de entrar en la Gruta. Confiaba en Anna, pero temía entrar, porque temía tanto lo que pudiera estar sucediendo como lo que no. Si Anna y William estaban juntos, ella le habría engañado y él sentiría que la tierra se abría a sus pies. Pero si no, si la explicación era otra, Anna le reprocharía de nuevo su desconfianza, y no estaba seguro de qué camino podría tomar ella después de eso.

Contempló la entrada con incertidumbre. No se escuchaban más ruidos que las explosiones de los fuegos, y de pronto sintió que el silencio de aquel oscuro sendero era opresivo.

No lo iba a hacer.

No iba a entrar.

Confiaba en ella.

Giró bruscamente para regresar, y entonces su cuerpo chocó contra algo. Un chillido alcanzó sus oídos; extendió los brazos para apartar a la mujer que había gritado, y a la luz de los pocos faroles que alumbraban la entrada reconoció su rostro tímido.

—¿Qué hace aquí, señorita Johnson? —increpó molesto, soltando sus hombros.

Sarah lo miró ruborizada, intentando recuperar la respiración. Prácticamente había corrido todo el camino desde la arboleda. Sin atreverse aún a mirarle, estiró las mangas sobre sus brazos.

—¿Está aquí su prometido? —preguntó con la misma dureza de antes.

Sarah parpadeó, algo acobardada por la rudeza de aquel hombre que la miraba como si deseara que la tierra la tragara. No comprendía cómo Anna Hurst podía estar loca por aquel hombre tan intimidante. Inspiró hondo y apretó sus manos para darse valor.

—Sí. Ha venido aquí.

—Comprendo —contestó apretando la mandíbula. Pero Sarah pensó que no tenía aspecto de estar comprendiendo nada—. ¿Por qué está él aquí, y por qué le sigue usted?

—No estoy segura. Recibió una nota —vaciló antes de continuar—, aparentemente de Anna. Pero sé que no se han citado —se apresuró a explicar al ver cómo sus palabras parecían haber golpeado a aquel hombre—, eso sí lo sé. Lord Lisle, hay una explicación, estoy convencida, para todo esto.

John se apoyó en la roca tras él. A pesar del choque inicial en los establos, el primer día que se había percatado de lo verdes que eran sus ojos, pronto se dio cuenta de que Anna era una persona honesta, una persona en quien él podría confiar. Si ahora estaba con William…

—Las mujeres miramos con el corazón —ofreció Sarah, recordando las palabras de Anna—. Yo voy a entrar, lord Lisle, porque tengo una horrible sensación de que algo no va bien, pero sea lo que sea lo que esté sucediendo ahí dentro, intente observarlo con el corazón.

John arqueó las cejas cuando la menuda joven, ruborizada, pasó a su lado con decisión, esquivándole. Sabía que no debería dejarla sola. Escuchó unos pasos acercándose por el sendero y reconoció a la perfección la risa que los acompañó. Maldijo por lo bajo; si Julia seguía rondando es que algo pasaba, así que dio la vuelta y siguió los pasos de Sarah.

Cuando entró en la gruta estuvo a punto de chocar de nuevo con ella; se había detenido en el centro del espacio, muy quieta. John siguió la dirección de su mirada hacia el fondo de la caverna, donde una pareja se abrazaba en un banco.

La mujer estaba de espaldas a ellos, y distinguió en la penumbra su vestido rojizo. La mano del hombre se movía por su espalda, donde un trozo de piel quedaba al descubierto.

Fue vagamente consciente de una risita a sus espaldas y un ligero carraspeo.

Entonces, con una maldición, se abalanzó hacia ellos.

Anna entreabrió los ojos apenas un instante, y un gemido de dolor escapó de sus labios. Cerró los ojos de nuevo; mantenerlos abiertos era un esfuerzo ímprobo. Una voz llegó a ella desde algún lugar lejano.

—No sé qué ha pasado, pero tienes el vestido aflojado. Déjame ayudarte.

Sintió que alguien la hacía cambiar de postura. Una aguda punzada martilleaba su sien. Protestó ligeramente e intentó palpar la zona, segura de que tendría sangre, pero el movimiento solo acentuó el dolor. Se recostó hacia delante, intentando aspirar hondo para calmarse.

—Estate quieta, por favor. Enseguida termino.

Sintió que su mejilla rozaba contra algo duro y suave a la vez, y abrió de nuevo los ojos. Parpadeó confundida, al darse cuenta de que estaba en brazos de un hombre. Las manos se movían a su espalda, tironeando del vestido. Recordó una mano sobre su boca y el sabor de la sangre en sus labios. Un acceso de pánico la recorrió, e intentó empujar con las manos aquel cuerpo duro y tenso. Pero entonces un grito de cólera recorrió el aire, y sintió que las manos a su espalda se aflojaban.

Aturdida, se apartó del hombre y se sentó en el banco, con la mano apoyada en su sien. Le costaba enfocar la escena, y estaba demasiado oscuro, pero vio el paisaje marino a su derecha, y de pronto recordó…

Estaba en la gruta. Alguien iba a darle las cartas, pero entonces la atacó.

Un tremendo escalofrío la recorrió de la cabeza a los pies al acordarse de todo. Recorrió la sala con la mirada en busca de su agresor. Había reconocido la voz de Hubbard, pero ya no estaba allí, a pesar de que la caverna parecía llena de gente.

William se había puesto en pie junto a ella. Aún confusa, Anna miró al lugar de donde había surgido el grito; John avanzaba por aquel espacio con grandes pasos y los puños apretados a los lados del cuerpo. Antes de que Anna pudiera reaccionar, William se adelantó y Sarah corrió hacia ellos. El pulso latía con tanta fuerza en sus oídos que no era capaz de escuchar lo que decían, pero su mente iba aclarándose poco a poco, y cuando su mirada reparó en el rostro burlón de Julia, situada junto a la puerta, por fin lo comprendió todo.

John la había encontrado en brazos de William.

A pesar de la distancia y la penumbra, el brillo malicioso de los ojos de Julia la alcanzó. Comprendió que todo aquello lo había urdido ella, y ahora sonreía burlonamente, apoyada contra la pared de falsa roca.

Pero John confiaría en ella… ¿o no?

Echó un vistazo al vestido que resbalaba de un hombro y trató de acomodarlo, pero volvía a caer, dejando al descubierto casi parte de un pecho. William había tratado de abotonárselo, estaba segura, pero ¿qué habría parecido aquello a John?

Observó a Sarah; parecía angustiada, rogando algo a John, o a William, o fuera Dios a saber a quién. Había otro hombre corpulento al que no conocía de nada en aquella discusión.

Pero John la creería. Debía hacerlo. Anna comprendió de golpe cuán desesperadamente necesitaba que él la creyera. Se levantó del banco, arrimándose a la pared. Tenía que acercarse y explicarle…

Se sentía mareada, pero se deslizó apoyándose contra la pared. Necesitaba estar más cerca de John, mirarle a los ojos y saber que la creía. Pero entonces la voz arrogante de John llegó clara y nítida a sus oídos desde el centro de la estancia donde forcejeaba con los demás.

—¡Maldita sea, sacadla de mi vista!

Anna no le veía, tapado por el hombre desconocido, pero el desprecio soterrado en su voz le arrancó el aire de los pulmones con mayor eficacia que un golpe físico. Las lágrimas anegaron sus ojos y sintió que un abismo se abría a sus pies.

John no la creía.

Con el corazón desgarrado, supo que no sería capaz de superar la humillación de que Sarah, William y hasta Julia fueran testigos del desprecio de John, pero sobre todo no podría afrontar cara a cara su repulsa.

No podía mirar a los ojos a John y ver en ellos reflejado el odio que sentía. Sencillamente, no podía.

A través de las lágrimas contempló la boca de la gruta. Aún dudó un instante, pero entonces la fría cólera de la voz de John la alcanzó una vez más.

—Sacadla de aquí, ¿me habéis escuchado? ¡Sacadla de aquí, antes de que cometa una barbaridad!

No quiso quedarse a averiguar qué aspecto tenían sus ojos cuando odiaba de aquella manera.

Retirando las lágrimas de sus mejillas con decisión, echó a correr y salió de la gruta. Avanzó por el sendero poco iluminado sin importarle dónde pisaba, y luego tomó otro sendero oscuro, y luego otro. A pesar de las lágrimas, pudo orientarse entre caminos, y cuando vio las tiendas que cerraban la zona trasera de la Rotonda supo que conseguiría salir de los jardines sin tener que enfrentar la mirada compasiva de nadie. Alcanzó el vestíbulo, solicitó su capa y salió a las calles de Vauxhall. Un cochero se acercó tan pronto como se detuvo en la acera; observó sus ojos enrojecidos con escasa curiosidad, y ofreció sus servicios para trasladarle a Londres. Solo entonces Anna recordó que había acudido con más gente, pero supuso que en cuanto John les explicara todo su madrina comprendería que se había ido a casa. Subió al coche, dejando tras de sí aquella maldita noche. Ya no podía quedarse en Londres, pero tampoco podía volver a Halston. El recuerdo de la invitación de Arabella acudió en su rescate, y con un suspiro de amargura decidió recoger todas sus cosas inmediatamente, y partir tan pronto amaneciera para visitar a su amiga.

Y después, cuando el recuerdo de John no hiciera doloroso hasta el simple hecho de respirar, buscaría otra casa en otro lugar, lejos de él, e intentaría olvidar para siempre que una vez había tocado la felicidad con los dedos.