4

La adrenalina que aún corría por el cuerpo de Anna hizo que aquella voz gritándole enervara aún más sus sentidos. Había seguido con la vista la huida del caballo, y al volver los ojos hacia los dos hombres no pretendía gratitud, pero tampoco esperaba que la atosigara una sarta de improperios.

—¡Podía habernos dado a nosotros, maldita sea! ¡Podía habernos matado! ¿Es que está chalada o qué le pasa?

Anna, sorprendida, intentó controlarse, aspirando y soltando el aire lentamente. Echó una rápida ojeada al rostro del vizconde. Él seguía allí, impasible y callado. Cuanto más se alteraba el administrador, más tranquilo parecía él.

—¿Cómo se le ocurre disparar una pistola, maldita sea? ¡Deberían encerrarla!

Por un segundo, le pareció percibir un destello de burla en la oscura mirada del vizconde, pero supuso que lo había imaginado, ya que mantenía una expresión completamente neutra.

—¿No piensa decir nada? ¡Podía haber matado a lord Lisle! Usted es un peligro, siempre lo he dicho. ¿Quién le ha permitido tener una pistola? ¡Tírela antes de que se haga daño o nos lo haga a alguno de nosotros!

Anna apartó la mirada del rostro del vizconde para centrarse en la imagen de la cara del administrador, congestionada y enrojecida. Sus groseros gritos se le clavaban en el cerebro y aquella mezcla de ingratitud y estupidez la enfureció, despertando en ella su lado más temerario y echando por tierra sus intenciones de comportarse con decoro y precaución. Con fingida calma, volvió sobre sus pasos hacia el árbol, y se arrodilló sobre la hierba para preparar de nuevo la pistola.

—¿Qué está haciendo ahora? —El administrador acercó unos pasos la montura, que empezaba a reflejar el nerviosismo de su jinete—. ¿Y qué hacía con un arma en el bosque, santo Dios?

Con gran frialdad, Anna terminó la preparación y se levantó de nuevo, colocándose junto al árbol a la vista de los dos hombres. De un vistazo, comprobó la situación del señor Hubbard y el árbol bajo cuya sombra se había situado. Impasible, afianzó el peso sobre sus talones, y elevó de nuevo el brazo, apuntando hacia él.

—¿Pero qué hace, se ha vuelto loca? —El terror se reflejó en su voz. De reojo vio que el vizconde se había tensado y parecía preparado para echar su montura hacia delante—. ¿Qué está haciendo?

Elevó un poco más el punto de mira. Inspiró y dijo con sequedad.

—Rama.

La detonación fue seguida por la caída de una delgada rama, desgajada por el disparo, sobre la cabeza del administrador. Bajando el brazo y sin prestar atención a su rostro demudado, Anna se acercó con rapidez al vizconde, y sacando del bolsillo de su abrigo la carta que llevaba, la alzó hacia él. Enderezó los hombros y alzó la barbilla con altivez, mientras esperaba que la recogiera. Estaba preparada para encontrar disgusto y desprecio, y no pensaba ceder. Pero cuando aquellos ojos oscuros descendieron para encontrarse con los suyos, la emoción que se ocultaba tras ellos era diferente, pensó confundida. Algo que no era desdén ni rechazo aleteaba en su mirada. Algo menos brusco, menos descortés, menos áspero de lo que esperaba y que resbaló por su cuerpo provocándole un estremecimiento.

Avergonzada, fue consciente de haber sostenido su mirada algo más de lo necesario y soltó de golpe el papel que él ya agarraba, trastabillando hacia atrás. Hizo una torpe reverencia y se volvió con premura hacia el árbol. Metió la pistola y las demás pertenencias en la bolsa, se la echó a la espalda, y se dirigió a donde estaba Ned. Sin mirar ni un momento atrás, soltó las riendas y echó a andar con él, en busca de algún tocón o piedra que le sirviera de apoyo para montar.

Por nada del mundo se volvería a contemplar a los dos hombres que continuaban en el claro. Sus encuentros con el vizconde estaban resultando muy perturbadores, pensó mortificada, y no le estaban sirviendo de nada. No le extrañaría que en verdad la tomara por una chalada sin solución. Pero ¡que el señor Hubbard cuestionara su decisión la había indignado tanto! Había salvado aquel sello, que suponía alguna valiosa reliquia familiar, y nadie se había dignado agradecérselo. No solo eso, la habían ofendido y tratado como si fuera una demente. Y aquello desataba todos sus demonios interiores, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo. Los gritos, los insultos, la tensión que volvía denso el ambiente hasta que le costaba respirar, el miedo que paralizaba sus miembros… Solo recordando, su corazón palpitaba acelerado. Un día se juró que no volvería a soportarlo, y ahora parecía ser que sus reacciones le iban a meter siempre en problemas, se burló de sí misma. Porque tenía que reconocer que había sentido una perversa satisfacción al demostrar su pericia ante el rostro aterrado del señor Hubbard. Claro que él no tenía modo de saber que ella era una excelente tiradora. El recuerdo le hizo reír por lo bajo; en el fondo, sabía que tendría que ofrecerle una disculpa, pero eso sería cuando ella pudiera disculpar su ingratitud de aquel día. Se paró junto a un pequeño talud y con las riendas sujetas, se alzó sobre él para montar en Ned.

Estaba mal burlarse de la reacción del administrador, admitió para sí misma pero con escaso arrepentimiento. La mirada horrorizada que le había dirigido… Volvió a reír. Pero entonces recordó la expresión impertérrita del vizconde, y se sintió dudosa. La había contemplado de manera extraña, pero no había dado muestras de que le repeliera su impulsiva demostración. No había pronunciado ni una palabra, ni había realizado ningún gesto que le diera alguna pista para saber qué había pensado de ella. Salvo aquel segundo en que su mirada cercana se había clavado en ella con esa expresión indescifrable que todavía le hacía estremecer… Pero eso no debía importarle, se reconvino con cierta acritud. Le había entregado la carta que la vizcondesa escribió al reverendo hacía algunos meses, y ahora el vizconde podría decidir si respetaba la voluntad de su madre o no. De eso se trataba. Confortada en menor grado del que le hubiera gustado, dio una palmadita a su montura en el cuello, como pidiéndole que acelerara el paso y la alejara cuanto antes de aquella presencia que tan turbadora le resultaba.

En el pequeño claro del bosque, el administrador había descabalgado y se secaba el sudor de la frente con un pañuelo. Lord Lisle, inclinado hacia delante sobre la silla, le contemplaba con un atisbo de sonrisa en el rostro. La indignación y el miedo hacían que su administrador respirara con dificultad.

—Bueno, Hubbard —comentó en tono indolente, con los ojos brillantes—, puede que esa mujer esté chalada, pero hay que reconocer que su representación ha sido espectacular.

El administrador le dirigió una mirada indignada.

—Tenemos suerte de estar de una pieza, milord. Podía habernos dado a cualquiera de nosotros.

—¿Eso cree? —preguntó divertido—. A mí me ha dado la impresión de que sabía muy bien lo que se hacía.

—Milord —bufó incrédulo—, las mujeres no van solas y armadas por ahí, y me sorprende ver que su señoría no valora el grado de impropiedad de la conducta de esta mujer en su justa medida.

—Debe ser entonces que mi aburrimiento es mayor de lo que yo pensaba —concedió mientras hacía girar su montura—. Regresemos de una vez, no sea que el ladrón decida volver para acabar su trabajo. Por mi parte, he perdido las ganas de recorrer hoy el resto de la propiedad, y solo quiero volver a casa.

El administrador subió de nuevo al caballo, tras un par de intentos, y ambos echaron a andar de vuelta hacia la casa.

Tras unos instantes de silencio, el vizconde se volvió hacia su administrador con voz ya más seria.

—Hubbard, no sabía que hubiera problemas de bandolerismo en esta zona.

—No los hay, milord… es decir, no los había hasta ahora, al menos. Hace años sí que se escuchaban cosas, y en el camino de Reigate asaltaron algún que otro carruaje, pero hace ya mucho que todo está tranquilo.

—Pues ahora parece que las cosas han cambiado. Tendremos que acudir al magistrado. Al menos no ha conseguido nada de valor. —Miró a su acompañante con expresión de disculpa—. Salvo su bolsa, claro. Espero que no llevara nada importante.

—Llevaba unos pocos chelines, mi cuaderno, el libro de anotaciones de la propiedad y un lápiz. No se trata de nada valioso en sí, pero me temo que tendré que rehacer mucho del trabajo. Lo que había apuntado hoy podré recordarlo con facilidad, pero en cuanto a anotaciones anteriores —negó con la cabeza—, me temo que no será tan sencillo. Guardo copia de muchas de las hojas que luego transcribo a los cuadernos, pero me llevará un tiempo reunir y ordenar todo de nuevo.

—Por supuesto —contestó, mientras su mano izquierda tocaba el sello en una caricia inconsciente—. Supongo que debemos agradecer a la señora Hurst que no haya pasado nada más grave.

—Si quiere verlo así… —murmuró a regañadientes—. En cualquier caso, siempre que ella aparece hay problemas.

—No creo que se la pueda culpar de lo que hoy ha sucedido.

—No —admitió con recelo—. Aunque no me negará que ver una mujer armada es algo antinatural.

—En Inglaterra puede que lo sea —sonrió divertido—. En las colonias, sin embargo, no es inusual.

—No puedo opinar de aquello que desconozco —apretó los labios en un ademán hosco—, pero sí sé que en nuestro mundo, una dama no empuña una pistola.

—Y menos con esa precisión. —La mirada furibunda del administrador provocó una carcajada en el vizconde—. Vamos, hombre, reconozca al menos que lo ha hecho con maestría.

—Si usted lo dice… —contestó reticente.

Abandonaron el camino paralelo al bosque para tomar la senda que conducía a la mansión rodeando un pequeño lago, cuyas orillas aparecían salpicadas de lirios.

—Pero tiene razón en algo, es una mujer realmente extraña —repuso al cabo de un rato, mientras colocaba la mano sobre el bolsillo del chaleco, donde había guardado la carta.

—Y exasperante.

—Sí —concedió pensativo—. Supongo que también puede ser exasperante. Pero si algo no puede decirse de ella es que sea aburrida, ¿no cree?

El administrador le miró asombrado y un poco molesto.

—No sé qué importancia puede tener que una mujer como ella sea más o menos entretenida.

—Yo tampoco, Hubbard, yo tampoco. —Su caballo enfiló el sendero que conducía a los establos, seguido por el administrador—. Aunque empiezo a pensar que no me importaría descubrirlo.

Esa noche Anna durmió mal, con extraños e inquietos sueños sobre batallas que la hicieron levantarse temprano y sentirse agotada. Bajó a desayunar antes de que amaneciera y decidió que su estómago solo aguantaría un poco de té. Había llenado un recipiente con agua para ponerlo a calentar cuando Bess llegó, y con aire malhumorado le quitó de las manos la yesca que había recogido para encender el fuego. Por un momento pensó responderle que ella podía hacerlo, pero se sentía aún demasiado adormilada y cansada, y se sintió aliviada al verla tomar el mando de la cocina con su acostumbrada eficacia.

Un rato después, arrebujada en su chal y con la humeante taza de té entre sus manos, ya se sentía mejor. Bess le contó historias sobre algunas de las personas del pueblo, pero no hubo ningún comentario sobre lo acontecido la víspera. Anna supuso que su encuentro en el bosque había sido silenciado por los dos hombres. Eso la hizo sentir aliviada. Había hecho lo que creyó su deber, pero no necesitaba que nadie más en la buena sociedad de Halston la mirara por encima del hombro.

Ahogó un bostezo mientras Bess le servía una nueva taza. Se lo agradeció con una sonrisa, y echó un vistazo por la ventana de la cocina hacia el jardín; ya que no parecía que el señor Hubbard fuera a retrasar sus planes de incorporar a la nueva familia en cuanto pudiera, tendría que pasar a su plan alternativo de encargarse ella misma del alojamiento de los hermanos.

Confortada por el té y por el brillo del sol que se reflejaba en los pequeños brotes verdes de los manzanos, decidió acercarse a la cabaña de la señora Child, quien se había hecho cargo de los hermanos hasta entonces. Era una mujer mayor que no tenía hijos, y se había ofrecido generosamente a ocuparse de ellos, pero Anna sabía que su avanzada edad y sus escasos recursos le colocarían pronto en una difícil situación. Admiraba y agradecía su gesto, pero era consciente de que debía aliviar su carga en cuanto pudiera.

Llegó hasta la cabaña y fue saludada con calidez por la mujer, que le explicó que Eliza estaba en su casa, como solía hacer todas las mañanas. Anna había llevado veinte chelines para pagar la manutención de los hermanos, que la señora Child rehusó varias veces antes de que Anna lograra convencerle de que aceptara.

Cuando llegó a la pequeña granja de los Alcott, Eliza estaba en la parte trasera, inclinada sobre una gran tina que había llenado de agua. Al ver a Anna, dejó la tarea y se acercó a la recién llegada con una amplia sonrisa que le fue devuelta con afecto.

—Buenos días, señora Hurst. —Se secó las manos en el delantal—. Estaba acabando la colada pero si me acompaña dentro, puedo prepararle un té. He traído conmigo un poco del pan que ayer preparó la señora Child.

Anna negó con la cabeza.

—No quiero interrumpir tu labor y además hace un día demasiado estupendo para encerrarse en casa. Prefiero sacar una silla y esperar a que acabes.

—Bueno, se lo agradezco, ya que solo me queda una sábana —respondió desde el umbral de la casa, sacando una silla para Anna que colocó bajo un árbol—. He pensado que me gustaría empaquetar algunas de las cosas de mi madre, aunque solo tenemos un baúl para transportar todo.

—Pero aún os quedan diez días antes de dejar la casa.

—Sí, pero ya que no voy a encender el fuego, hay que aprovechar que el sol ha salido por fin. Si no vuelve a llover y tiendo hoy todo, en un par de días puedo realizar la plancha y comenzar a empaquetar.

—¿Sigues con esa idea, entonces?

Eliza se inclinó sobre la tina y continuó restregando la sábana sobre la tabla de piedra.

—Creo que es la única opción.

—Yo no, Eliza. Hoy he venido porque tengo una propuesta que hacerte. —Se levantó y tomó el extremo de la sábana que Eliza estaba ya sacando, para ayudarle a retorcerla—. Verás, le he dado muchas vueltas y creo que lo mejor sería que os instalarais en mi casa. Voy a viajar a Londres dentro de un mes y Bess va a aprovechar para limpiar las tapicerías, y ya sabes lo difícil que es hacer algo así sola. Podrías ayudarla y además, de esta manera, la casa no se quedará vacía todo ese tiempo. Y luego, cuando vuelva, podríamos prepararte para trabajar en el servicio doméstico de alguna de las familias de Halston.

—Oh, no, señora, no puedo aceptar eso —protestó azorada—. No podría permitir que usted nos mantuviera.

Ambas se dirigieron hacia una cuerda atada entre dos árboles, donde extendieron la sábana.

—Yo no hablo de manteneros, sino de que te ganes el sueldo. Por supuesto, del jornal os descontaría la parte de vuestra manutención.

Cuando Eliza se volvió hacia ella con expresión cauta, Anna comprendió que se había creado una brecha en su firme determinación.

—¿Y Andrew? Él no puede trabajar en la casa.

—Tal vez pueda ayudar al señor Dibbles con el trabajo del campo y los establos e ir aprendiendo. Más adelante, ya pensaremos qué hacer. Lo importante es que tú puedes prepararte mientras nos ayudas, y si después y a pesar de todo, crees que debes irte a Manchester, entonces no diré ni una palabra.

Los ojos de Eliza brillaron con algo parecido a la esperanza.

—¿Está segura de que es algo que quiera hacer, señora Hurst? Dos bocas más en una casa no son una tontería.

—Estoy segura de que es exactamente lo que quiero, y no aceptaré un no por respuesta —afirmó con determinación y una sonrisa segura—. Y ahora, vayamos dentro y veamos qué es lo que habrá que llevar a mi casa. La semana que viene podemos pedir el carro al reverendo para transportar todo.

Y entraron en la casa haciendo planes, sin que Anna dudara ni por un segundo su decisión. Porque la expresión de felicidad que reflejó el rostro de la joven le resultaba lo suficientemente valiosa como para no cuestionarse cómo y con qué medios iba a afrontar el gasto que aquella decisión supondría.

El buen tiempo continuó esa semana. Anna y Eliza aprovecharon para lavar, planchar y doblar la ropa que los Alcott iban a llevarse, y acordaron que el sábado, una semana antes de que venciera el plazo, se trasladarían a casa de Anna.

Aquel miércoles se sentía relajada y en paz, contenta de haber solucionado el tema y confiada de poder hacer que Eliza fuera aceptada en el servicio de alguna familia de los alrededores. La agradable temperatura le animó a colocarse su vestido y su delantal más viejos para trabajar en el jardín.

Salió por la puerta trasera de la casa, y avanzó por el camino de piedra que la rodeaba, llevando su bolsa de herramientas. Su jardín era pequeño e irregular, pero también soleado, y la tierra era fértil. Tenía espacio suficiente para cultivar todo lo que necesitaba. Había guisantes, zanahorias, nabos y cebollas en la parte más cercana a la cocina, y salvia, tomillo y caléndula a la derecha del camino empedrado. Al fondo del mismo, varios manzanos y perales se alzaban ante la vieja cerca de madera que cerraba el acceso al terreno. Y luego estaban las flores, que se mezclaban en un alegre desorden cuando la primavera se asentaba. Sí, agachada sobre la tierra y rodeada por el silencio solo roto de vez en cuando por el aleteo de algún pájaro en los árboles, se sentía en paz.

Pero aquella tarde no fue un pájaro quien la distrajo de sus pensamientos, sino el sonido de unos cascos de caballo acercándose por el camino. Estaba inclinada revisando un rosal cuando escuchó aquel sonido tan poco habitual ante su casa. Aunque no hacía demasiado calor, el sol le daba de frente y hacía que mechones sueltos de cabello se le pegaran a las sienes y a las mejillas. Se incorporó sobre las rodillas, retirándose el pelo con la manga del vestido y esperó unos segundos. Suponía que solo se trataría de algún viajero ocasional que continuaría adelante, pero el sonido no se reanudó. Sorprendida, ya que no esperaba ninguna visita, se levantó limpiándose las manos en el delantal. Rodeó la casa, y al llegar a la esquina delantera la vista que obtuvo le dejó paralizada: lord Lisle había bajado de su montura, que estaba atando a la verja principal. Inclinado sobre la misma, no la había visto.

Anna se ocultó con rapidez tras la esquina, apoyando la espalda contra la casa. Respiraba agitada, y la visión de sus guantes y su delantal llenos de tierra le arrancó un silencioso quejido. Se los quitó con rapidez, y echando un vistazo a su alrededor, corrió para dejarlos sobre el velador arrimado a la pared. Sabía que presentaba un aspecto lamentable en aquellos momentos, pero a ella no le importaba lo que el vizconde pensara de su aspecto, se dijo. Por desgracia, su intento de autoconvencerse no tuvo demasiado éxito, y cuando los golpes sobre la puerta sonaron de nuevo, respiró hondo y, enfadada consigo misma por su falta de indiferencia, giró la esquina para recibir a su visita.

La imagen de lord Lisle ante su puerta, erguido y poderoso, vestido con sobriedad pero de manera soberbia generó en ella un extraño anhelo que no supo, o no quiso, identificar. Vestía botas altas de montar, ceñidos pantalones de color oscuro, una chaqueta negra que se ajustaba a la perfección a sus anchos hombros y bajo la cual se veía el chaleco de brocado gris, y una corbata negra que cerraba los altos cuellos de su camisa de lino en un nudo sencillo. Al verla, se quitó el sombrero y el guante derecho, y dio un paso en su dirección mientras la saludaba con la cabeza. Anna correspondió con una ligera reverencia. Su voz era suave y grave, y desprovista de su habitual mordacidad, en los oídos de ella sonó muy diferente a como la había escuchado hasta entonces.

—Espero que sepa disculpar que acuda a su casa sin que hayamos sido debidamente presentados, pero dadas las circunstancias de nuestros encuentros, he creído que podríamos prescindir de esa formalidad.

Para sorpresa de Anna, acompañó su intervención con una cálida sonrisa, que a ella le resultó deslumbrante y le hizo contener la respiración. Se obligó a bajar la vista, pues estaba segura de que de nuevo se quedaría mirándole como una estúpida. No era capaz de encontrar sentido a sus reacciones, lo que la molestaba profundamente, y eso la hizo hablar de forma más cortante de lo que pretendía.

—En ningún momento se ha tratado de encuentros que yo haya buscado, milord. Solo han sido desafortunadas circunstancias.

Se hizo un incómodo silencio. Él la contemplaba aún sonriente, pero con una atención que Anna encontró muy perturbadora. Le costó varios segundos ser consciente de que él esperaba algún tipo de invitación para entrar en la casa. Aunque no era una persona convencional, la arrogante seguridad con que él había acudido a su casa, después del comportamiento que tuvo en los establos, le provocó un malicioso deseo de atenerse al más estricto decoro.

—Espero que pueda disculparme, milord, pero en estos momentos mi acompañante no está en casa, y me temo que no estoy en disposición de atenderle de forma conveniente. —La frase sonó mojigata en sus propios oídos.

—Lo comprendo —replicó él sin perder su aire de afabilidad—, aunque tan solo quería expresarle mi agradecimiento por su intervención del otro día. Si realmente cree que es mejor que vuelva en otro momento…

Dejó la frase en el aire, y Anna se sintió dividida entre el resentimiento que le impulsaba a darle una lección y la inexplicable atracción que ejercía sobre ella. Tras unos segundos de duda, la tentación venció y, reprochándose ser tan estúpida, débil y ridícula, le invitó a seguirla hacia el jardín. Con una mano señaló la silla libre junto al velador, mientras tomaba de la otra los guantes y el delantal que habían caído sobre ella, y se sentó con la espalda muy recta. Aún sin levantar la vista del regazo, fue consciente de la mirada del vizconde fija sobre ella.

—Un rincón encantador —comentó con amabilidad, alzando la cabeza hacia la pequeña estructura metálica cubierta de pequeñas rosas trepadoras que les proporcionaba sombra—. ¿Es aficionada a la jardinería, señora Hurst?

—Sí, milord —respondió con rigidez. No supo qué añadir, y permaneció sentada rígidamente, con la espalda muy estirada.

Sin embargo, y a diferencia de ella, él parecía sentirse perfectamente a gusto, y de forma directa abordó el asunto que le había llevado allí.

—El otro día se fue sin que pudiéramos disculparnos y darle las gracias de forma adecuada. Gracias a usted he podido conservar una propiedad muy valiosa para mí. —Bajó la mirada hacia su propia mano un instante, y prosiguió—: Creo que nuestro comportamiento fue extremadamente rudo, grosero e impropio de caballeros. Espero que pueda aceptar mis disculpas.

Sorprendida, Anna elevó la vista hacia el vizconde con cierto recelo. Lo cierto era que no esperaba su aparición, y menos aún su tono conciliador. Su presencia le resultaba demasiado imponente y perturbadora para pensar con claridad, y se sentía en inferioridad de condiciones.

—Lo fue —replicó de manera escueta y algo cortante.

Aunque el vizconde mantuvo su expresión imperturbable, Anna creyó captar un atisbo de decepción en sus ojos. Sin embargo, el tono comprensivo y sereno de sus palabras le hizo suponer que lo había imaginado.

—Aunque no pretendo justificar ninguna de las palabras que tuvo que oír, le rogaría que tomara en consideración que su inesperada actuación nos tomó por sorpresa en un momento en que sentíamos una gran tensión que no nos dejó reaccionar de la forma que hubiera sido adecuada.

Apoyando la espalda en la silla, Anna le miró con cierta curiosidad. Su instinto de autodefensa le prevenía contra aquel tipo de hombre, y se resistía a abandonar su postura reticente, pero algo en aquella sonrisa le hacía olvidarse de sus propósitos.

—Sé bien que el miedo empuja a extraños comportamientos —contestó al fin, suavizada a su pesar—. Supongo que no tiene importancia.

El lento comienzo de una sonrisa irresistible atrajo la atención de Anna hacia su boca.

—Yo no he hablado de miedo sino de tensión. No pretenderá que dos hombres hechos y derechos puedan sentir miedo ante un bandolero cualquiera ¿O se refería más bien al miedo a una mujer armada apuntando sobre nuestras cabezas? —replicó, con un tono burlón que distendió el ambiente. La respuesta de Anna, correspondiendo a su pesar con otra sonrisa, le animó a continuar—. Entonces, dado lo extraño de la situación que vivimos, y apelando a su sentido del humor, ¿podría aceptar mis disculpas?

Los ojos de Anna escrutaron la imagen del vizconde. Quería sentirse ofendida e indignada; visualizó el momento en que ella se levantaría con dignidad y le despediría sin darle la oportunidad de ser perdonado, pero la imagen decayó ante el encanto de su sonrisa. Sabía que aquel hombre era exasperante, egoísta y arrogante, y que debería mostrarle la puerta sin dudar. Por otra parte, era evidente que era muy consciente de su atractivo, y Anna comprendió que no dudaría en utilizar su encanto para obtener lo que quisiera. Pero sus ojos la observaban con calidez y su sonrisa tenía algo que hacía que le costara apartar la mirada. Además, a pesar de su reticencia, le había hecho sonreír, y ella ya no sonreía a menudo. Eso acabó por decidirla.

—Está bien, acepto sus disculpas.

Por encima de la mesa y con lentitud, la mirada de gratitud del vizconde se encontró con la suya en lo que su corazón percibió, asombrado, como una aterciopelada caricia. Por un loco momento, Anna sintió como si él quisiera besarla, y sus miembros se inundaron de una especie de calor líquido que los dejó lánguidos y relajados. Tras lo que le pareció una eternidad suspendida en el tiempo, parpadeó aturdida, y el momento pasó. Horrorizada por su falta de control, y sintiéndose expuesta, se levantó con brusquedad para poner distancia.

—Prepararé un poco de limonada —explicó con rapidez antes de que él pudiera decir nada—. Me temo que es lo único que puedo ofrecerle, ya que no suelo recibir visitas que beban otra cosa.

Se giró con los dientes apretados. Se hubiera dado cabezazos al pensar lo palurda que debía estar sonando, y entró en la cocina casi a trompicones, sintiéndose acalorada. Se demoró todo lo que pudo en hacerlo mientras intentaba que su respiración recuperara la normalidad. No creía que pudiera sentirse más avergonzada, pero ese parecía su estado natural ante el vizconde. Le mortificaba pensar en la condescendencia con que un hombre atractivo y poderoso como aquel recibiría la admiración de una ridícula viuda cuya juventud había quedado muy atrás. Había llegado a imaginar un matiz apreciativo en la mirada que había posado sobre ella. Era lo que faltaba. No entendía qué le pasaba con aquel hombre, pero sí sabía que no podía continuar poniéndose en evidencia de esa manera, se reprendió mientras colocaba la jarra y los vasos sobre la bandeja. Salió de nuevo al exterior, procurando que sus pasos parecieran firmes, y depositó la bandeja sobre el velador. Tras sentarse, tomó los vasos y los llenó de limonada, ofreciendo uno al vizconde con aparente seguridad.

—Espero que sea de su agrado. Los limones son de mi propio jardín y tienen un sabor bastante ácido, pero con un poco de azúcar resulta bastante agradable.

John Sinclair dio un trago al vaso y miró su contenido con gesto apreciativo.

—Sí, está bastante bien esta bebida. Reconozco que no suelo tomarla —confesó ante la mirada irónica de Anna—, pero resulta refrescante. ¿Cómo es que cultiva limones aquí, tiene un invernadero?

—Ojalá, pero no hay espacio —contestó divertida ante aquella idea—. Lo que tengo es una gran despensa orientada al sur y demasiado cálida para su función. Mandé abrir en ella un ventanal, y coloqué algunas macetas donde cultivo aquellas plantas demasiado sensibles al frío para sobrevivir en el jardín.

—Como limoneros —tanteó John Sinclair sonriente.

—Como limoneros, lavanda… —confirmó Anna risueña, mientras unas hebras de sol se colaban por la pérgola, arrancando destellos rojizos de su oscuro cabello y proyectando luz sobre su rostro, haciéndola parpadear.

—¡Tiene usted los ojos verdes! —La voz sorprendida de John Sinclair hizo que Anna se sonrojara.

—Bueno, sí, aunque es un verde bastante oscuro —murmuró con incomodidad—. En realidad, solo se aprecia ante una luz intensa.

—Disculpe una observación tan personal, pero es que en verdad me sorprendió. Resulta fascinante creer que una persona tiene los ojos oscuros y observar un cambio así.

Todos los sentidos de Anna se pusieron en guardia ante la nota de flirteo y, sobre todo, ante el placer que experimentó al oír aquello, y el decoro le obligó a teñir su voz de frialdad al contestar.

—Como usted dijo, es una observación ciertamente personal.

Ambos permanecieron unos momentos en silencio, mientras Anna, aparentemente concentrada en su bebida, era consciente del escrutinio al que John Sinclair la estaba sometiendo. Cuando por fin él rompió la quietud, sentía sus nervios a punto de explotar.

—Es inusual encontrar una mujer que dispare como usted.

Anna levantó la vista de golpe hacia él. Su expresión era neutra, sin atisbo de reproche o desagrado, pero no pudo evitar ponerse a la defensiva.

—En general es inusual encontrarse en una situación que obligue a disparar.

—No para un hombre al que le guste la caza o para un soldado, pero sí lo es para una mujer. Usted dio donde quería dar, ¿no es cierto?

Dividida entre el recelo y el orgullo de ser una excelente tiradora, respondió con reticencia:

—Sí.

—Bueno, fue bastante evidente. ¿Puedo preguntarle quién le enseñó a disparar así?

—He practicado mucho —contestó de forma evasiva.

—Pero alguien le enseñaría, al menos al principio, ¿no es así? —insistió posando sobre ella una mirada escrutadora.

Anna sostuvo la mirada con firmeza. Por mucho que la sonrisa de aquel hombre resultara magnética, ella no iba a permitir interrogatorios indiscretos.

—Mi marido era oficial del ejército de Su Majestad —dijo con sequedad, esperando que el vizconde captara que aquella conversación había llegado a su fin.

Pero no fue así, para enojo de Anna.

—Entonces, ¿debo suponer que él la enseñó a disparar?

—Suponga lo que quiera —espetó con irritación.

Esperaba que él se ofendiera por la cortante respuesta, pero para su sorpresa en su rostro apareció de nuevo la deslumbrante sonrisa que le cortaba la respiración.

—Tiene razón, no es de mi incumbencia.

—Yo no he dicho…

—Pero lo pensaba. —La interrumpió con una breve carcajada—. Porque es la verdad.

La calidez de la mirada que le dirigió desconcertó a Anna por completo. Azorada, decidió cambiar el rumbo de la conversación.

—Supuse que usted venía por la carta que le entregué.

—La carta… —murmuró, y la sonrisa se desvaneció poco a poco—. No, no he venido por eso en realidad.

Anna no pudo evitar que un ramalazo de decepción la recorriera, aunque no fue capaz de distinguir si se debía a que el vizconde no hubiera venido a cumplir la voluntad de su madre o a que su mirada la contemplara de nuevo con distanciamiento.

—La carta es importante. —Habló despacio, con toda la dignidad que pudo—. La habrá leído, al menos.

—Por encima, señora Hurst. Muy por encima.

Anna parpadeó. La reacción de arrogancia del vizconde le recordó a la de alguno de sus alumnos cuando se ponían a la defensiva. Pero este pensamiento no evitó que una ingenua desilusión le helara el alma. Comprendió que el encanto de aquel hombre le había hecho bajar sus defensas más rápido de lo aconsejable, y se obligó a recomponerse con rapidez. Adoptó su tono más práctico al hablar.

—Su madre quería que la escuela siguiera adelante, lord Lisle.

La sonrisa que esta vez acudió a su rostro no fue deslumbrante sino cínica, meditó Anna desencantada.

—Muy bien, señora Hurst, pues que siga. No veo el problema.

—El problema es, milord —inspiró hondo para armarse de paciencia. Aquel tono inconmovible del vizconde le resultaba irritante—, que sin su ayuda eso no será posible.

—Ya —contestó con aspereza, recostándose con descuido en la silla—. Así que me está pidiendo mi dinero.

—Le estoy pidiendo su ayuda —repitió Anna con firmeza.

—Dinero —insistió con terquedad, mirando fijamente a Anna a los ojos, retándola a contradecirle—. Dinero y posición. Eso es algo que gusta mucho a las mujeres.

—¡Y a los hombres, milord! —exclamó enojada, con una vehemencia que sorprendió por un momento al vizconde—. Puedo garantizarle que gusta mucho a los hombres.

Ambos se contemplaron en silencio. Desasosegada, Anna sintió que la cabeza le daba vueltas. ¿Cómo había cambiado tanto el tono de su conversación? ¿Qué estaban haciendo? Hacía apenas unos instantes él sonreía con calidez y ella estaba dispuesta a revisar su opinión sobre él, y ahora la tensión podía cortarse. Él seguía contemplándola fijamente, casi con fiereza, y ella no era capaz de apartar la mirada. Había algo en él, una especie de atracción animal a la que ella era susceptible, por mucho que tratara de evitarlo. Pero era más que eso lo que hacía que no pudiera despegar la atención de él, se dio cuenta sorprendida. Por debajo de su displicencia, de su arrogancia, ella había captado algo más. Una emoción velada, profunda, enmascarada por la costumbre de mucho tiempo, pero Anna supo que estaba allí. Tal vez porque a ella le había sucedido algo similar, supo que en el fondo de ese desafecto, de ese aparente desinterés por los demás, se escondía una gran vulnerabilidad. No podía decir a qué se debía; pero fuera cual fuese la causa, esa súbita revelación suavizó su enfado, dejándola asombrada.

Su mirada al posarse de nuevo en él debió traslucirlo, puesto que John Sinclair frunció el ceño, y su rostro se llenó de recelo.

—¿Qué está pensando? —La interrogó con brusquedad, y su tono recordó a Anna el de sus alumnos más pequeños cuando eran pillados en falta.

—¿Por qué ha venido, milord? —preguntó a su vez con calma, aún sorprendida por el atisbo de su alma que había obtenido.

—Para disculparme, como le he dicho al llegar.

—Sí, ya sé el para qué, pero ¿por qué ha venido, milord? —repitió, clavando su mirada en las profundidades de aquellos ojos oscuros, donde había comprendido que habitaba un desconocido pero familiar dolor.

—Me temo que no la entiendo, señora Hurst —contestó retador, devolviéndole la mirada con la misma intensidad. Luego la fue deslizando con lentitud hacia abajo, hacia la boca entreabierta de Anna, hacia su cuello, y luego hacia el discreto escote del vestido que insinuaba el comienzo de su pecho, donde se detuvo.

Anna dio un respingo, intensamente consciente de la indecente caricia que aquellos ojos habían trazado sobre su piel desnuda. Sintió que su respiración se entrecortaba mientras una especie de descarga eléctrica recorría su espalda. Aquello no lo había imaginado, pero había sido tan descarado y provocador que comprendió al instante que tan solo pretendía descolocarla. Entonces supo con certeza que no se había equivocado en su intuición, y que el alma de aquel hombre era tan vulnerable como la suya propia. Y no estaba dispuesta a perder la ventaja que su descubrimiento le proporcionaba.

—Si no piensa contestarme, y le advierto que esa mirada no la considero una respuesta —dijo con valentía provocando un gesto adusto en el vizconde—, entonces quisiera pedirle un favor, ya que podría decirse que está en deuda conmigo.

—«¿Podría decirse?» —bufó con ironía—. La consideración de hallarme en deuda con usted debería haber partido de mí, ¿no cree que eso sería lo correcto?

Anna se encogió de hombros.

—Ya habrá comprobado usted que no siempre me comporto de una manera, digamos… convencional.

—Es una forma de describirlo, sí.

—Ha sido usted quien ha dicho que gracias a mí conserva una posesión valiosa, milord, y que quería darme las gracias de forma adecuada. Pues bien, habría una forma de agradecérmelo que resultaría muy adecuada.

Una sonrisa irónica y peligrosa apareció en el rostro del vizconde.

—Yo no la hubiera descrito como adecuada, precisamente.

Anna tardó un momento en comprender la insinuación, pero cuando lo hizo el corazón le dio un vuelco. Sin embargo, era demasiado sensata como para que aquella especie de halago le hiciera perder la cabeza. De forma instintiva, comprendió que aquel hombre se sentía incómodo y aquella era su manera de distraerla y recuperar la iniciativa. Decidió no perder más el tiempo.

—Su sentido del humor es más extravagante que el mío, milord —contestó incisiva—. Pero creo que ya sabe a qué me refiero.

—Sí, me lo ha dicho antes —confirmó con una frialdad que no ocultó su fastidio—. Quiere dinero para la escuela.

—Pues no, milord, y lamento que tenga tal imagen de mí. Lo que quiero es muy diferente. Me sentiré honrada si visita la escuela este domingo.

Las cejas del vizconde se elevaron con expresión de incredulidad.

—¿Quiere que visite la escuela?

—Eso he dicho —respondió Anna con cierta suficiencia.

—¿Y no quiere dinero?

—Necesito dinero —aclaró con sencillez—, porque la escuela no podrá seguir adelante sin él. Pero no se lo estoy pidiendo.

—Ya. No me lo pide. —El vizconde la observó con escepticismo.

—No —aseveró con determinación.

John Sinclair dirigió su mirada al jardín, pensativo. El sol se había ocultado tras la casa y la zona en la que se encontraban había quedado en la sombra. Comprendió que aquella visita debía llegar a su fin y él tenía que irse. Pero aún quería algunas respuestas antes de dar su brazo a torcer.

—¿Por qué desea que acuda a la escuela?

Anna había comenzado a colocar los vasos en la bandeja, y respondió sin levantar la vista.

—Porque creo que usted es un hombre justo.

Se puso en pie, y John Sinclair la imitó, algo desconcertado.

—¿Por qué ha dicho eso? Yo no soy un hombre justo. Usted no me conoce.

—Me arriesgaré, entonces —dijo Anna con seguridad—. Será mi juicio contra el suyo. Pero, por favor, venga a ver la escuela.

Tomó la bandeja y la llevó al interior de la casa. Cuando volvió a salir, lord Lisle ya estaba junto a su montura, desatando las riendas. Anna se acercó para despedirse.

—¿Vendrá, entonces? Por favor.

John Sinclair la miró sin decir nada. De repente se inclinó ligeramente hacia ella y, tomando su mano, la giró con rapidez y depositó en la suave piel del interior de su muñeca un beso. Atónita, Anna la retiró con brusquedad y la cubrió con la otra mano, como si aquel beso la hubiera quemado. Pensó, aturdida, que de nuevo él había jugado con ella, recuperando terreno, pero al incorporarse no había en su semblante ni rastro de la burla que ella esperaba, sino más bien una gravedad que impactó en Anna. Supo que tenía la boca abierta porque él se la quedó mirando largamente, hasta que la cerró de golpe. Entonces, por fin, él comenzó una sonrisa, pero la esperada burla no apareció en su expresión. Solo había contento, y tal vez algo más, algo cercano a la calidez, algo que de tratarse de otra persona Anna habría interpretado como ternura. Pero en el vizconde Lisle aquello no tenía sentido, y prefería no intentar entender. Era lo mejor para ella, se dijo mientras veía cómo él montaba en su caballo con agilidad y elegancia. Sentía el latido del pulso en la zona que él había besado, aún cubierta por su otra mano, y se sentía tan aturdida que le extrañaba que las piernas le sostuvieran. Él se despidió con un toque en el sombrero, y puso su caballo a andar. Pero cuando se alejaba de la vista de Anna, aún se volvió un momento hacia ella.

—Antes no respondí a su pregunta. En realidad vine para comprobar que usted no era aburrida. Y estaba en lo cierto —dijo antes de poner su montura al galope, dejando a Anna de pie ante la puerta sintiéndose más confundida de lo que se había sentido en años. Confundida, extrañada y algo perdida. Pero también y para su desgracia, pensó consternada, más viva de lo que jamás había pensado que volvería a sentirse.