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Halston, 28 de febrero de 1823

La viuda Anna Hurst, residente en Halston, Surrey, suspiró al rechazar aquella oferta.

—Lady Everley, agradezco su generosidad, pero debo declinar su ofrecimiento.

La imponente mujer de mediana edad sentada frente a ella no se inmutó ante la negativa.

—¿Por qué?

Anna dudó apenas un segundo, antes de responder.

—Sabe que tengo responsabilidades aquí.

En realidad Anna no esperaba que su madrina claudicara fácilmente. Así pues, no le sorprendió observar cómo su mirada irónica se desplazaba por la habitación, vagando sobre los escasos y sencillos muebles —escrupulosamente limpios, pero dolorosamente faltos de brillo— y las gastadas cortinas que cubrían el único ventanal de la sala. Segura de haber demostrado su conocimiento de la situación, se volvió de nuevo hacia ella.

—Bien, Anna, en primer lugar sabes que detesto que me llames lady Everley, y en segundo, cuando hablas de responsabilidades, ¿no te referirás a esos campesinos a los que te empeñas en enseñar cosas, verdad?

—Esos campesinos, como los llama, son personas decentes que trabajan estas tierras, y a mí me importan, madrina —contestó con un suspiro de resignación.

—Pero Anna, ¿qué importancia puede tener que aprendan a leer si trabajan en los campos? —preguntó lady Everley, y en su tono había una sincera nota de perplejidad.

Anna dirigió su mirada hacia la ventana. Ya había vivido aquella discusión otras muchas veces, y no deseaba revivirla de nuevo. La explicación de su intervención en aquella escuela era mucho más simple y egoísta de lo que parecía: en realidad era ella quien necesitaba aquella escuela dominical que tanto le había costado sacar adelante, mucho más de lo que la podrían necesitar los hijos de sus arrendatarios. Aquella escuela que le hacía sentirse útil daba sentido a sus días y le permitía olvidar el vacío de sus noches.

La vista del jardín le hizo rememorar el momento en que vio por primera vez aquella casa. De eso hacía ya seis años, pensó; seis años desde que Phillip falleció, dejando tras de sí un reguero de deudas, y ella tuvo que reunir todo su coraje para hacer frente a la realidad de su situación económica. Aferrada a su orgullo, decidió plantar cara a su suerte, dispuesta a no aceptar más ayuda de su madrina o de su amiga Arabella Taylor que la de ayudarla a encontrar una casa en Surrey cuyo alquiler pudiera asumir con la pensión que le quedaba.

Por una afortunada casualidad, Arabella había encontrado al reverendo Edwards —quien había sido párroco de Alten, la localidad donde había transcurrido la infancia de ambas— en el Museo Británico, viendo las esculturas de Elgin. Él le había hablado de su nueva parroquia en Surrey, y una corazonada hizo que Arabella le explicara la situación en que había quedado Anna, y sus planes de mudarse. El rostro del reverendo se iluminó; por supuesto que recordaba a la pequeña Anna Cambers y ahora que lo mencionaba, había una pequeña casa en la propiedad donde se hallaba su parroquia que el administrador de lord Lisle trataba de alquilar. El reverendo se comprometió a recomendarla ante el propietario, y al poco tiempo llegó una carta de Hertwood Manor con las condiciones del alquiler, que Anna se apresuró a aceptar, y de esa forma había cerrado la puerta al pasado para comenzar su nueva vida.

El lejano tañido de las campanas de la iglesia de Halston la sacó de sus recuerdos. Apartó la vista de la ventana, muy consciente del dolor que le causaba evocar el pasado. A pesar de todo, ella estaba contenta con su situación —y al menos no había tenido que emplearse como ama de llaves, lo que en los primeros momentos tras el fallecimiento de Phillip se le antojó una posibilidad muy cercana—. Solo a veces, muy de tarde en tarde, la inmovilidad de su existencia le resultaba excesiva, y sentía la sangre golpear en su interior, ansiosa, expectante, diciendo que la vida debía ser otra cosa. Pero esas ocasiones eran escasas, y su disciplinada voluntad las despedía con rapidez. En cualquier caso, le parecía un precio pequeño a pagar, a cambio de la tranquilidad de espíritu que había logrado.

El crujido de la madera ante la puerta anunció la llegada de Bess. Anna agradeció la distracción; sabía que en cualquier momento lady Everley insistiría de nuevo en su propuesta.

Bess abrió la puerta y entró mostrando la amplia sonrisa que nunca parecía abandonarla. Anna le devolvió la sonrisa con afecto. Lo cierto era que no sabía qué habría hecho tras fallecer Phillip si no hubiera contado con el apoyo de aquella mujer. Bess había trabajado para su familia hasta la muerte de la madre de Anna. Tras aquello, se había trasladado a vivir con una hermana en Hillbury, pero siempre habían seguido en contacto. Cuando, tras fallecer Phillip, Anna le había escrito contándole sus planes de mudarse a Surrey, Bess le había contestado con entusiasmo que solo tenía que decirle dónde se trasladaba y cuándo, y allí estaría ella esperándola. A pesar de sus casi sesenta años, una juvenil sonrisa iluminaba a menudo su rostro sonrosado y redondo, mientras sus pequeños ojos azules brillaban de alegría acompañando a la risa franca y espontánea que se le escapaba a menudo. Era una persona que siempre parecía feliz, y contagiaba esa felicidad a su alrededor, cosa por la que Anna le estaba profundamente agradecida.

La observó con afecto, mientras servía el té. Lady Everley aceptó la taza ofrecida por la mujer, mirándola con el ceño fruncido.

—¿A qué causa perdida se ha apuntado ahora mi ahijada, Bess?

—¿Por qué cree que hay alguna causa perdida, lady Everley? —replicó la mujer sonriente, entregando otra taza a Anna.

—Porque siempre la hay, con ella. Además, acabo de pedirle que me ayude y se ha negado.

—Pedirme que vaya con ella a pasar la Temporada en Londres no es pedirme ayuda —negó Anna enfurruñada.

—Eso dirás tú. Pasar la Temporada en Londres con mi hija y mi nieta es un esfuerzo excesivo para mí; sé que los deberes de familia así lo reclaman, pero si he de hacerlo necesito una compañía que pueda soportar.

—No me parece, milady —insistió ella con mordacidad—, que sea una labor tan complicada encontrar una viuda venida a menos a la que poder contratar.

—¡No seas impertinente, Anna! —replicó lady Everley con fastidio—. Aunque así fuera, es una labor que no deseo hacer. Tu compañía me resulta más soportable que la de cualquier otra persona que conozco, incluyendo mi familia. —Alzó la cabeza para contemplar a la otra mujer—. Así que, Bess, ¿en qué lío se ha metido esta vez? Dice que es por la escuela, pero el reverendo Edwards puede ocuparse perfectamente de esas… clases… durante tres meses. Así que supongo que hay más.

La pregunta pareció divertir a Bess, que se lanzó a contestar sin vacilación.

—Esta semana está dedicada a conseguir que el señor Hubbard encuentre una ocupación en Hertwood Manor para unos hermanos huérfanos —contestó depositando un platillo de galletas en la mesita entre las butacas—. Hace una semana se empeñó en que el señor Hubbard volviera a revisar el drenaje de las tierras de los Smith porque decía que la obra no se había ejecutado bien. Y hace dos obligó a uno de los peones de la propiedad a subir al tejado de la escuela porque decía que la madre de los gorriones del alero no había vuelto.

—Piaban con desesperación —protestó Anna, molesta porque Bess se pusiera tan decididamente del lado de su madrina—. Y Hubbard tiene que dar empleo a los hermanos Alcott; se lo debe. Además, lady Lisle así lo quería…

Su voz decayó al mencionar a la mujer cuyo entierro estaba a punto de celebrarse.

—Pobre Isabella… —Lady Everley meneó la cabeza pesarosa, recordando a su lejana prima.

Anna se sintió aliviada por poder dejar de lado el tema de los Alcott. Estaba decidida a hablar con Hubbard en cuanto terminara el funeral, pero sabía que su madrina pondría el grito en el cielo. Sin embargo no estaba dispuesta a ceder: Hertwood Manor debía ocuparse de aquellos huérfanos.

Hacía un mes que el señor Alcott había fallecido al hundirse una viga del granero común a las granjas de la propiedad. Anna había perdido la cuenta de las veces en que los arrendatarios habían solicitado al administrador que mejorara el estado de algunas instalaciones. Y cuando finalmente se dignó aprobar la intervención, se limitó a parchear los problemas más inmediatos sin resolverlos saneando la estructura, como el accidente había demostrado.

Ahora aquellos niños se habían quedado huérfanos, y Anna no iba a permitir que tuvieran que irse. Cuando el administrador les comunicó que deberían abandonar la propiedad en cuanto encontrara otros arrendatarios, pensó que debía ser una equivocación. Eliza tenía catorce años y Andrew tan solo ocho; su madre había fallecido al dar a luz a un pequeño que tampoco sobrevivió, y ellos se criaron con su padre y su hermana mayor, que les había cuidado hasta que se casó y se marchó a Manchester. Ahora estaban solos, y hacía unos días el administrador les había avisado que solo tendrían un plazo de tres semanas para abandonar la granja, en cuanto encontrara nuevos inquilinos. La semana anterior Anna había propuesto a lady Lisle que empleara a los hermanos en el servicio doméstico, y ella se había mostrado de acuerdo, pero falleció de forma repentina antes de llevar a cabo su decisión. Ahora Anna tenía que intentar que aquella voluntad se cumpliera. Si el administrador no entraba en razones, tenía toda la intención de presentarse ante lord Lisle y averiguar si también era capaz de ignorar una de las últimas voluntades de su madre. Nada de cuanto sabía de su hijo invitaba al optimismo: era un propietario negligente, que no había visitado Hertwood Manor ni una sola vez en los seis años que ella llevaba allí. Los rumores que de vez en cuando llegaban de Londres hablaban de una vida dedicada a la indolencia, las grandes apuestas y las mujeres. Muchas mujeres.

Sin embargo, el reverendo Edwards le había dicho que tuviera fe. Bien, Anna estaba dispuesta a tenerla un tiempo, pero si el administrador no arreglaba la situación en un plazo razonable, pensaba plantarse ante el propietario hasta que hiciera las cosas como era debido. Ella había tenido la oportunidad de empezar de nuevo en Halston, y ahora su meta era que otros tuvieran también la oportunidad de sobrevivir.

—Deberían irse ya si no quieren llegar tarde —sugirió Bess antes de desaparecer por la puerta, sacándola de su distracción.

Anna asintió.

—Iré por mi sombrero.

Abandonó la sala y se dirigió a su habitación. Se sentó ante el tocador, colocando sobre sus cabellos la cofia que rara vez llevaba, y sobre ella un recatado y algo desgastado sombrero. Prescindir de la cofia era una de las pocas osadías que se había permitido en su nueva vida, aunque Bess dijera que en realidad nadie esperara que la llevara, a sus treinta y cuatro años. Aquella mujer, que hacía las veces de ama de llaves, acompañante y en ocasiones hasta de madre, solía insistir en que aún era demasiado joven para enterrarse en vida. Anna protestaba siempre que escuchaba aquello; ella no se había enterrado. Pero en ocasiones un extraño pesar la recorría por completo, haciéndola sentir anhelante, rabiosa… Anudó el lazo bajo su mentón, un poco ladeado, con la mirada fija en la imagen del espejo: una mujer aún hermosa pero con un rictus de excesiva seriedad. Pero ¿era seriedad o desilusión? Hacía ocho años se había dicho a sí misma que el privilegio del amor que había conocido le compensaría por las privaciones que iba a tener que afrontar a partir de entonces. Esa idea la había sostenido mucho tiempo, pero ahora, a veces, no estaba segura de seguir creyéndolo.

Pasó los dedos por su rostro con lentitud. Era un rostro bonito el que veía en el espejo. Su pelo todavía era oscuro y brillante. Su piel, si bien algo mate para su gusto, no mostraba aún arrugas, salvo unas muy pequeñitas que aparecían en las esquinas de los párpados al reír. Aunque eso, suspiró, era algo que ya no hacía tan a menudo. Sus ojos verdes, algo rasgados, seguían resultando expresivos y exóticos bajo unas pestañas abundantes. Y si consiguiera sonreír más, estaba segura de que aún podría presumir de la sonrisa traviesa que él juraba que le había embrujado.

Con un mudo gemido, Anna dejó caer la cabeza entre sus manos. Sintió las lágrimas asomando a sus ojos, pero no podía dejarse vencer por la melancolía. Hacía muchos años que todo había acabado. Ella había luchado por no olvidarle, había batallado por atesorar su recuerdo en el corazón, donde ni el tiempo ni el olvido pudieran alcanzarle. Pero había olvidado, tenía que reconocerlo. A veces buscaba en su memoria los momentos felices que habían compartido, y parecían irreales, como si una niebla los desdibujara. Como si nunca hubieran existido, y hubiera pagado un alto precio por nada.

Pasó el dorso de la mano por sus ojos, retirando con firmeza las lágrimas que amenazaban con desbordarse, mientras se dirigía de nuevo a la puerta para volver con su madrina. Definitivamente, los funerales no le sentaban bien.

De vuelta a la mansión, Anna se arrebujó en su capa y ofreció su paraguas a lady Everley. Las oscuras nubes arremolinadas junto a las montañas del camino de Hillbury habían acabado por descargar su contenido justo cuando el entierro estaba a punto de comenzar. Lady Everley se había resguardado en el carruaje y desde allí había seguido la ceremonia; Anna no, a pesar de las protestas de su madrina. En general no temía la lluvia, y mucho menos temía arruinar el viejo vestido de lana gris de medio luto que llevaba, severo y anticuado. Lady Everley vestía de riguroso negro, pero al fin y al cabo, ella era una prima lejana; Anna no era pariente ni tampoco pretendía ser amiga de la familia. Había visitado en muchas ocasiones a lady Lisle y había charlado con ella, y le estaba muy agradecida por el tácito apoyo recibido en su proyecto de escuela dominical. Pero más allá de eso, no podía pretender que su relación hubiera sido de mayor familiaridad o amistad. Lady Lisle había sido una mujer cortés, sí, pero también indolente y apática, y el aura de languidez y decaimiento que la rodeaba hacía que tras una hora en su compañía, Anna sintiera una opresión difícil de aliviar.

Ascendieron los escalones de piedra que comunicaban los jardines con la terraza para dirigirse al salón, donde se había dispuesto un refrigerio para los asistentes. Muchos de ellos ya se hallaban allí, acomodados en las múltiples sillas que se habían colocado, o de pie en pequeños corrillos, tomando canapés de las bandejas de plata que los criados transportaban. Anna sabía que en muchos de aquellos círculos el tema estrella sería la presencia del vizconde en Halston, después de tantos años. Ella misma sentía cierta curiosidad, a pesar de que pertenecía a la clase de hombre que detestaba: egoísta, ocioso, insensible…

La hermana de Bess lo había conocido de niño, porque había trabajado en Hertwood Manor antes de casarse, y solía decir que era un pequeño cariñoso e inteligente, pero demasiado solitario. Para su padre ninguna familia de los alrededores era digna de tratar con los Lisle. Se escapaba a menudo y se pasaba gran parte de su tiempo castigado. Anna era muy capaz de simpatizar con la imagen de un niño solo y triste, pero siempre contestaba que eso no podía exculpar sus actos de adulto.

A pesar de ello, o tal vez por eso mismo, había contemplado con curiosidad la imagen que, magníficamente vestida de riguroso negro y de espaldas a ella y al resto de la concurrencia, presidía el entierro. Entre la multitud de paraguas, Anna distinguió su figura alta y atlética. La chaqueta negra que moldeaba sus anchos hombros y ajustaba su cintura a la perfección proclamaba a gritos su procedencia de Saville Road; los pantalones negros enfundaban unas piernas musculosas, embutidos en unas brillantes botas Hessians. Había permanecido con la cabeza baja y las manos a la espalda toda la ceremonia, con las piernas ligeramente separadas y firmemente asentadas en la tierra, bajo el paraguas que uno de los criados de la casa había mantenido abierto sobre su cabeza. Sin saber bien por qué, la mirada de Anna había permanecido largo tiempo detenida en su nuca, donde algunos mechones de oscuro cabello casi rozaban la chaqueta; y aún seguía fija cuando todos los presentes comenzaron a volver a la mansión tras finalizar la ceremonia.

Hasta que su madrina no la llamó un par de veces desde el carruaje, sacándola de su ensimismamiento, no fue consciente de que ellos dos eran los últimos asistentes que permanecían de pie sobre el terreno. Había subido al carruaje para recorrer los escasos doscientos metros que los separaban del edificio principal, y al doblar el recodo del camino de grava había vuelto la cabeza para contemplarlo, solo aún ante la tumba, con la misma postura inmóvil que había mantenido toda la ceremonia. Solo, se dijo; como el niño que, según la hermana de Bess, había sido. E inmediatamente se reprochó aquel acceso de lástima por un niño que a todas luces había desaparecido hacía ya muchos años, diluido en el cuerpo fuerte y poderoso del hombre en que se había convertido.

Ahora estaban en el salón de la mansión, y Anna seguía contemplando las puertas vidrieras por las que habían accedido a él; no había ni rastro del vizconde, constató con cierta decepción. Su mirada fija no pasó desapercibida para su madrina, ni tampoco la sombra de desencanto que cruzó su semblante cuando fue el administrador quien entró al salón y cerró tras él las puertas.

—No creo que sea buen momento para abordarle con tus temas —dijo lady Everley confundiendo su inquietud.

Anna rehuyó su mirada, temiendo haber enrojecido.

—Ni siquiera sabemos cuánto va a permanecer lord Lisle en la propiedad, y si Hubbard no me atiende, tendré que acudir directamente al vizconde.

—Pero, Anna, cariño, si no logras convencer a Hubbard, ¿cómo crees que lo conseguirás con Lisle? No es que mantenga mucho trato con él, pero le veo a menudo en actos sociales en Londres, y francamente, estoy convencida de que de ninguna manera te dará su aprobación si eso le supone la más mínima molestia.

—Él solo debe ocuparse de que su administrador emplee a los hermanos —insistió con terquedad—. Eso no es molestia.

—¡Oh! Pensé que hablabas de la escuela.

—No, yo… —Se detuvo, y entornó los ojos—. ¿La escuela? ¿Por qué cree que él no daría su aprobación para la escuela? Su madre pensaba establecer un legado…

—Pues, querida —replicó encogiéndose de hombros—, porque enseñas lectura, aritmética, botánica, historia, filosofía y no sé cuántas cosas más a las hijas de sus arrendatarios, y sabes perfectamente que muchos habitantes de esta sociedad lo consideran un tipo de educación absolutamente inadecuada. Sin ir más lejos, la señora Jones ha dicho antes del funeral que estás poniendo extrañas ideas en las cabezas de las chicas, y que les haces un flaco favor animándolas a aspirar a algo más de aquello para lo que han nacido. Imagino que ahora que está aquí, todas las matronas de la zona aprovecharán para exponerle este punto de vista, y conociendo a Lisle, les dará cuanto antes lo que quieren para que le dejen en paz.

—¿Ah, sí? —Sus ojos se encendieron con un brillo peligroso—. Entonces encontrará que se ha equivocado de táctica, porque puedo ser más molesta aún que ellas.

Su madrina sonrió cínicamente.

—Y más interesante, supongo. —Anna estaba a punto de preguntar qué había querido decir con aquel extraño comentario cuando su madrina cambió de tema—. Por ahí viene la mujer de mi primo, lady Pembroke. Me temo que no me libraré de su compañía.

A pesar de su desánimo, Anna tuvo que disimular una sonrisa cuando su madrina tendió ambas manos hacia la recién llegada, ofreciendo la mejilla y murmurando «queridísima Sophie» como si su deleite fuera real. Aprovechó la ocasión para retirarse y buscar al señor Hubbard.

Lo encontró en la sala de música, junto al reverendo Edwards, sentados junto al fuego. Saludó a ambos con una deferencia que en el caso del administrador estaba lejos de sentir.

—Buenas tardes, señor Hubbard. Reverendo Edwards, su sermón ha sido muy hermoso. Melancólico, pero hermoso.

El reverendo se movió en el sofá para que tomara asiento, satisfecho por el comentario.

—¿De veras lo crees? Pensaba haber hablado un poco más, pero esta lluvia…

Meneó la cabeza con pesar, y Anna le devolvió una sonrisa afectuosa. El reverendo era un hombre anciano al que cada día costaba más moverse, pero con una mente aún lúcida y una palabra amable siempre dispuesta. Compartían inquietudes, y también el entusiasmo por hacer que las cosas mejoraran, a pesar de que la determinación y terquedad de Anna le resultaban en muchas ocasiones alarmantes. Pero, en general, ambos sentían aprecio y cariño por el otro.

Sin embargo, las cosas eran muy diferentes con el señor Hubbard. Desde el principio el antagonismo entre ellos había sido patente; él había dejado muy claro que no aceptaba ninguna sugerencia en lo relativo a la propiedad, y ella había encontrado enervantes su prepotencia y desidia. Sus constantes discusiones eran una de las principales preocupaciones del reverendo.

Decidió no perder el tiempo e ir directa al grano.

—Señor Hubbard, quería preguntarle si recibió mi nota sobre la situación en que quedan los hermanos Alcott.

Un remedo de sonrisa se dibujó en los labios del administrador, pero sus ojos la contemplaron con frialdad.

—La recibí.

—¿Y bien?

—Discúlpeme, señora, no creo que ese asunto sea de su incumbencia.

—Ya, pero ese asunto son dos niños indefensos —espetó con vehemencia, y un brillo decidido en los ojos—. ¿Qué pretende que hagan ahora?

—Señora —replicó con creciente fastidio—, no administro una institución de beneficencia, sino una hacienda que debe mantenerse en buen estado. Los hijos de Alcott no tienen edad suficiente para hacerse cargo de la granja, y mi deber es encontrar quien sí pueda hacerlo. Es algo que cualquier persona sensata comprendería. Lo que le pasó a su padre fue un lamentable accidente, y tienen todas mis simpatías, pero no está en mis manos hacer más.

—¿Y es usted quien habla de una hacienda en buen estado? —exclamó intentando contener su furia—. Ese accidente ha sido motivado por el descuido en el que se ha sumido la propiedad durante años. Lord Lisle ha demostrado ser un propietario negligente, demasiado atareado con sus aventuras en Londres para ocuparse de sus responsabilidades. No ha pisado ni una sola vez Hertwood Manor en seis años, ni siquiera para visitar a su madre. Si eso no es ser un propietario irresponsable…

Anna iba a continuar dando libremente su opinión sobre la gestión de la propiedad cuando un extraño brillo asomó a los ojos del administrador, que se puso en pie de un salto, mirando con deleite algo tras ella. Anna calló y parpadeó sorprendida, y antes de poder pensar siquiera qué sucedía, una voz glacial surgió desde su espalda.

—Hubbard, haga el favor de reunirse conmigo en la biblioteca.

Anna se giró; la puerta situada tras el diván, que por lo visto comunicaba la sala donde se hallaban con la biblioteca, estaba abierta, y una silueta alta y poderosa vestida con ropas negras se perdía en el interior de la estancia. El señor Hubbard, que sonreía como si le acabaran de contar la mejor broma de su vida, le siguió y la puerta se cerró bruscamente tras ellos.

—¿Ese… ese era el vizconde? —preguntó con un hilo de voz, cuando por fin pudo hablar—. Tal vez no me haya escuchado…

El reverendo se limitó a mirarla con expresión compungida, y Anna dejó caer la cabeza entre las manos, dudando si reír o llorar. Genial. Simplemente genial.

Cuando aquella noche el coche de su madrina la condujo hasta su casa, su atolondramiento era tal aún que cuando lady Everley insistió en que aceptara la invitación a Londres, en vez de excusarse de nuevo —como estaba segura que quería hacer—, tan solo dijo: «lo pensaré».

Quince días más tarde, sentado en aquella biblioteca que siempre había odiado, John Sinclair llegó a la tremenda conclusión de que se había vuelto loco.

Esa era la única explicación posible para el hecho de que se hallara en aquella sala que le recordaba demasiado a su padre, sentado —o más bien tirado— en la butaca colocada a la cabecera del escritorio.

Solo así se entendía que hubiera adoptado la costumbre de encerrarse todos los días en la sala después de desayunar, para tomar unas copas a horas tan tempranas, y permanecer allí con la mirada perdida en el vacío y sin hacer nada durante horas.

Lo peor no era que hiciera eso a diario, sino que ya llevaba allí casi una quincena, y aún no había sido capaz de ordenar que hicieran sus maletas y volverse a Londres. Ni siquiera podía decir que hubiera temas que solucionar. De los asuntos legales se había encargado su secretario, pero este había vuelto a Londres hacía ocho días, y él sin embargo seguía allí. Su administrador se presentaba a menudo por si quería revisar las cuentas, o tomar decisiones sobre asuntos pendientes. Pero eran temas de los que no sabía nada, y que además no le importaban en absoluto. Comprendía que debería intentar interesarse por ellos, y algunos días incluso se levantaba con la intención de hacerlo, pero los buenos propósitos se desvanecían poco a poco según avanzaba la jornada, y prefería delegar en Hubbard las decisiones. Por ello, no conseguía comprender en absoluto qué seguía haciendo allí, solo y aburrido, ni por qué no deseaba volver a Londres.

Porque eso era lo extraño, reconoció. Podía pasar horas tumbado, o sentado a la mesa de la biblioteca sin leer nada de lo que tuviera delante, o paseando por la zona del jardín que había sido el lugar preferido de su madre, pensando que estar allí era una pérdida de tiempo. Pero no quería volver a Londres. Allí en Hertwood Manor no había nada que le importara o le atara, pero la situación era exactamente la misma en Londres. Su vida consistía en jugar a las cartas, beber con conocidos, entretenerse con Julia y flirtear con otras damas casadas dispuestas a ser amables durante un tiempo. Nada de eso le importaba realmente. Cuando al finalizar una velada pedía a Julia que le acompañara a su casa, lo hacía más por inercia que porque deseara su compañía. Era hermosa, lista, dispuesta… También era egoísta, vanidosa y superficial. Tal vez se merecían el uno al otro, pero esa idea no le ocasionaba ninguna satisfacción. Se sentía aburrido, hastiado y vacío estuviera donde estuviese.

Sí, era como si algo le faltara, pero no tenía ni idea de qué. Alguna noche el loco pensamiento de que estaba allí intentando reunir las fuerzas para perdonar a sus padres se le había pasado por la mente, pero aquello le resultaba absurdo; y sin embargo, nada era más absurdo que su falta de decisión para volver. Parecía hallarse perdido, dividido entre mundos que no le interesaban en absoluto, como si de golpe sus objetivos en la vida hubieran desaparecido. Como si la tierra los hubiera engullido junto al cuerpo de su madre.

Se levantó y se dirigió a la ventana, desde donde se observaba el camino que llevaba al pueblo. Una fina llovizna empañaba el horizonte. Necesitaba matar el aburrimiento.

Entonces recordó que una vieja conocida de Londres había abierto un establecimiento para caballeros por la zona. No tenía idea de dónde podría hallarse aquel local, pero seguramente en alguna de las tabernas de Halston le podrían dar la referencia de dónde encontrar a Henrietta. Si tenía que sentirse aburrido, al menos que fuera un aburrimiento satisfecho. Tan solo esperaba, pensó mientras se dirigía hacia la puerta para ordenar su abrigo, que no fueran sórdidos tugurios que le hicieran sentir más deprimido de lo que ya estaba.

Aquel domingo había amanecido lluvioso y frío. Anna estaba sentada en la iglesia de Halston, atendiendo solo a medias el sermón del reverendo. Sus preocupaciones y el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el suelo de losas de piedra, al otro lado de la puerta de madera, contribuían a su distracción. Había buscado un banco al final de la nave, junto a la entrada; no quería que el administrador se pudiera ir sin que ella le abordara.

La víspera Anna había acudido a la rectoría para preparar las lecciones del domingo, como solía hacer, y había encontrado allí a Eliza. La joven, preocupada, explicaba algo al reverendo. Anna se interesó por el motivo de su inquietud, y ella le tendió una nota. Anna la leyó en silencio; solo cinco líneas para comunicarles que el señor Hubbard había encontrado una nueva familia de arrendatarios, y que debían dejar la propiedad para el treinta de marzo. Cinco líneas para arrojar a aquellos hermanos al mundo sin ningún miramiento.

En los quince días que habían transcurrido desde el entierro de lady Lisle, Anna había llegado a creer que tal vez el administrador reconsideraría su decisión, pero aquella nota demostraba lo equivocada que había estado. Pues bien, ella no iba a permitir que aquello sucediera. Se lo había prometido a Eliza, y pensaba cumplir aquella promesa.

Así que aquella mañana había esperado ante la parroquia la llegada del señor Hubbard, y nada más divisarlo se había abalanzado sobre él para mencionarle el asunto. Sin embargo, la conversación mantenida no había sido satisfactoria en absoluto; en tono gélido, el señor Hubbard le había recordado que lord Lisle había tomado su decisión, y que nada más había de decirse. Anna habría seguido insistiendo, pero entonces las campanas que anunciaban el comienzo del oficio habían comenzado a tañer, y no le había quedado más remedio que dejar que el administrador entrara en la capilla.

Su mirada se paseó de forma distraída sobre la concurrencia. Se dio cuenta de que lord Lisle no había acudido. Para su asombro, aquella constatación le hizo sentir cierta decepción. No encontraba mucho sentido a aquel desencanto, y supuso que tal vez había esperado conocer el aspecto de aquel a quien se tendría que enfrentar, en caso de que el señor Hubbard no quisiera solucionar el asunto él mismo.

Cuando el movimiento de los cuerpos ante ella le indicó que el oficio había acabado, se levantó sintiendo cierta culpabilidad porque su mente había estado muy lejos de la prédica del reverendo Edwards. La anciana señora Pratt salió con dificultad al pasillo lateral, ayudada por su hija. Ambas avanzaron muy lentamente, formando un tapón de feligreses tras ellas. Los que optaron por salir hacia el pasillo izquierdo bordearon la zona de bancos donde se encontraba Anna, que pronto se vio rodeada de vecinos y conocidos que charlaban e intercambiaban saludos. Comprendió que la lluvia tampoco iba a ayudar; el estrecho dintel sobre la puerta no servía para guarecerse, y la mayoría de los asistentes se amontonaban ante ella, antes de salir con rapidez hacia sus carruajes. Se alzó sobre las puntas de los pies, intentando ver la posición del señor Hubbard. En ese momento, las hermanas Wentworth se dirigieron a ella, saludándola. Anna les respondió algo distraída, mientras intentaba no perder de vista al administrador; avanzaba por el pasillo derecho charlando con el señor Jenkins, el capataz de la finca, y se hallaba ya muy cerca de la salida.

—¿No le parece, señora Hurst?

Anna parpadeó desconcertada y bajó la vista hacia la mujer que había hablado. Suspiró involuntariamente; en algún momento, la viuda James se les había unido, y ella no tenía ni idea de qué le estaba preguntando, pero el administrador estaba a punto de salir, y ella debía hablar con él. Se volvió hacia el grupo de forma un tanto abrupta.

—Discúlpenme. Debo tratar un asunto con el señor Hubbard.

Se dirigió velozmente hacia la puerta, pensando mortificada que aquella apresurada salida daría a la viuda James un buen material para cotillear. Aún tuvo que sortear a algunas personas en su camino, y al salir al exterior vio al administrador tomando las riendas de su caballo. Las gotas de lluvia, que apenas había notado al salir, comenzaban a deslizarse por su rostro. Con un profundo suspiro, apretó el paso todo lo que pudo mientras mantenía la cabeza baja. El administrador estaba a punto de soltar el nudo que aseguraba el caballo a la cerca.

—¡Señor Hubbard! ¡Señor Hubbard, espere un momento!

El administrador no dio muestras de haberla oído, pero Anna hubiera jurado que, por una fracción de segundo, sus manos se habían detenido en el aire. Fue un momento tan breve que dudó si lo había imaginado. Lo intentó de nuevo.

—¡Por favor, señor Hubbard! ¡Solo será un momento!

Pero el administrador montó en su caballo con agilidad, y partió hacia la propiedad. Anna se quedó allí parada, con la lluvia resbalando por su abrigo y su sombrero, rumiando su decepción. No había más que pudiera hacer por el momento, salvo echar a correr tras él. Y aún no estaba tan loca.

Se giró de nuevo hacia la iglesia con una lamentable sensación de abatimiento. Aún quedaban algunos feligreses charlando con el reverendo, pero varios de sus alumnos se dirigían ya hacia la escuela. Anna irguió la cabeza cuanto pudo para pasar frente a la viuda James, pero todo su ánimo decayó cuando, al volver la esquina, vio a Andrew de la mano de Eliza, que lo llevaba casi a rastras.

—¡No quiero! —protestaba el pequeño—. Si tenemos que irnos, ¿qué más da que vayamos a la escuela?

—Iremos porque era lo que padre quería —le respondió su hermana tirando de la mano.

—¡No quiero! —repitió mientras intentaba clavar los talones en la gravilla—. ¡No necesito aprender a leer! En Manchester voy a ir contigo y con Susan a la hilatura y allá no habrá escuela. Voy a tener un trabajo y no necesito… —El sonido de su voz se perdió dentro de la escuela.

Anna se detuvo en seco, como si un puñetazo la hubiera alcanzado. Les había dicho que iba a ayudarles y estaba fracasando. Les había asegurado que ella se encargaría de todo, pero no había conseguido nada. Se sentía impotente y desmoralizada, y odiaba aquella sensación. Pero poco a poco su desaliento comenzó a transformarse en indignación. Se apartó con furia el pelo mojado que le caía sobre los ojos. No, ella no pensaba rendirse solo porque el señor Hubbard no la hubiera atendido hoy. Quizá no la había oído, pero ella había percibido por un instante una vacilación, y su instinto le decía que el administrador la había dejado bajo la lluvia a propósito, lo que la irritaba profundamente. Tal vez no había sido así, pero entonces no tendría inconveniente en atenderle, ¿verdad? Y por otra parte, si la había escuchado y no había querido pararse, entonces sí se merecía que ella fuera a decirle unas cuantas verdades.

Volvió sobre sus pasos con decisión. Al fin y al cabo, Andrew no tenía siquiera la edad legal para trabajar en las hilaturas, aunque solo le quedara medio año; y aunque su hermana Susan les había ofrecido alojamiento, ¿qué iba a hacer aquel niño en una ciudad extraña, solo en casa mientras sus hermanas trabajaban de sol a sol? El recuerdo de cómo le costaba respirar al crío tras el último resfriado solo acrecentó su decisión; el médico había dicho que no descartaba que sus pulmones se hubieran visto afectados, y ella sabía que el aire de las hilaturas, saturado de fibras, sería pernicioso para él.

El reverendo estaba cerrando la puerta de la iglesia cuando ella llegó a su lado. Se giró y la miró a la cara, y la determinación que leyó en ella le arrancó un suspiro involuntario.

—Veo que has decidido hablar hoy con Hubbard como sea, ¿me equivoco?

—No.

—Y supongo que me pedirás que me encargue yo de los chicos.

—Eso es.

—¿Sería inútil pedirte prudencia?

—Solo si por prudencia entiende no hacer nada. —Sonrió con gesto de disculpa, pero sin rastro de duda de lo que debía hacer—. Seré respetuosa, y si no consigo convencerle, pienso hablar con el mismísimo vizconde, y nada me lo va a impedir. Sabe que la opinión que tengo de él no es la mejor, pero estoy dispuesta incluso a rogarle que asuma sus responsabilidades.

El reverendo no pudo evitar dar un respingo al escuchar el tono belicoso de Anna, pero solo dijo:

—Al menos llevarás el coche, ¿verdad? Andando por estos caminos tan embarrados tardarías más de media hora.

—Ahora iba a pedírselo.

El reverendo se encogió de hombros, más resignado que enfadado por no poder hacer nada para que ella cambiara de opinión. Anna le vio desaparecer tras la esquina, murmurando en voz baja algo sobre cabezonería y paciencia, y se percató de que sentía cierta aprensión al pensar en acudir a la propiedad. Pero apretó los dientes y enfiló el sendero que unía la iglesia con la rectoría, a cuya derecha se hallaba el pequeño establo. Sabía que iba a llegar empapada y absolutamente desaliñada, pero la vanidad no cabía ante aquella misión. Además, la casa del administrador estaba en el camino de acceso a la propiedad, a unos doscientos metros antes de llegar a la mansión principal, así que era improbable que lord Lisle la viera. Y si las cosas no salían bien hoy, ya tendría oportunidad de presentarse ante su señoría con la mejor imagen posible.

Al verla, el señor Dibbles abrió con mucho esfuerzo el portón, y enganchó el coche al viejo Ned. Anna subió y agarró las riendas con seguridad, arrebujándose en el asiento. El viejo abrigo de lana le pesaba y olía a humedad, pero aún le protegía de la lluvia. Supo que su sombrero, en cambio, ofrecería un aspecto lamentable. Se despidió de Dibbles, que rezongaba algo sobre mujeres que no deberían conducir carros ni aventurarse bajo la lluvia, pero no le prestó atención. Los nervios hacían que el estómago le hormigueara, y la sangre le golpeaba en los oídos marcando el ritmo de su corazón. No tenía motivos para sentirse así, intentó convencerse. El recuerdo de la angustia en la voz de Eliza le hizo armarse de valor. Era por ellos por lo que iba a abordar a un hombre que no la esperaba y al que no le caía simpática. Aquel convencimiento resultó reconfortante; dio una experta sacudida a las riendas, y Ned enfiló el camino de Hertwood Manor con su familiar paso tranquilo.

Al cabo de un cuarto de hora estaba llamando a la puerta del administrador sin obtener respuesta. Esperó un minuto, pero dentro de la casa no se oía ningún ruido ni había ninguna luz encendida. Se sintió desalentada; no había contado con no encontrarle. Estaba a punto de irse cuando vio a uno de los empleados de la mansión bajando por el camino. Inquirió por el administrador, y él le explicó que acababa de verlo entrar en los establos. Anna le dio las gracias con sinceridad y de nuevo puso en marcha a Ned. Era muy extraño, pero se sentía algo acobardada. Intentó darse ánimos: solo debía recordar por qué estaba allí. Eso era todo lo que importaba.

Avanzó por el camino de acceso a la gran mansión. Apenas unos cincuenta metros antes de los cuidados jardines que enmarcaban su imponente fachada de piedra roja, los establos ocupaban un alargado edificio de madera en forma de ele, a la derecha del camino. El ala principal se abría frente al mismo, con espacio suficiente para albergar al menos una veintena de caballos. Unida a ella por su vértice este, el ala trasera alojaba las habitaciones de los mozos de cuadra. Se acercó a la barandilla situada a la derecha de la entrada y bajó, atando las riendas con cuidado. Nerviosa, se asomó al interior con una mezcla de precaución y altivez. Pero estaba vacío, y la sorpresa acentuó su inquietud. Aquello no estaba resultando como ella pensaba.

—¿Señor Hubbard? —preguntó desde la puerta en voz alta. Ninguna respuesta.

Estaba a punto de irse cuando oyó un ruido, como un golpe seco en la madera, al fondo del establo, en la zona utilizada como herrería. Avanzó por el espacio libre frente a las caballerizas, iluminado por la plomiza luz que se filtraba desde las ventanas. Solo tres de ellas estaban ocupadas, y en la más cercana al fondo reconoció al caballo del administrador. Se sintió algo más animada al verlo. Así pues, él estaba allí. Al acercarse descubrió que la herrería estaba a oscuras, pero junto a ella, tras la pared de la última caballeriza, había otro espacio, orientado hacia el ala trasera, donde vio luz a través de la puerta entreabierta. Una especie de despacho para el encargado de los establos, supuso. Se detuvo frente a ella, intentando que su voz sonara convincente y serena.

—Tengo que hablar con usted.

Tras cinco segundos de espera, la puerta se cerró en sus narices.

La indignación dejó a Anna sin habla un largo instante. Así pues, su intuición había resultado ser cierta y el señor Hubbard la había ignorado ante la iglesia de la manera más grosera. Sintió que todos sus propósitos de comportarse de forma respetuosa con él la abandonaban. Golpeó la puerta con los nudillos.

—¡Le advierto que no pienso irme hasta que me atienda, así que no le servirá de nada esconderse tras la puerta!

Esperó unos segundos. No estaba segura, pero le pareció escuchar una risita en el interior. Aquella situación empezaba a hacerle sentir ridícula y eso la enfureció aún más. Elevó la voz todo lo que pudo sin llegar a gritar. No le daría la satisfacción de parecer una histérica, pero desde luego que iba a escucharla.

—¡Muy bien, si lo que quiere es que hablemos de esta manera tan poco civilizada, de acuerdo! Pero esos niños necesitan una solución. Usted no puede esconderse más tras la desidia de su patrón. Lord Lisle ha descuidado sus responsabilidades durante años, pero ha llegado el momento de afrontarlas. Y no aceptaré que esos niños se vayan de cualquier manera, como si fueran una vergüenza que hubiera que esconder. —Se detuvo para tomar aliento—. Si lady Lisle estuviera viva nada de esto estaría sucediendo, y lo sabe. Ella no habría permitido nunca que ellos pagaran por la irresponsabilidad de su hijo. Les habría llevado a su casa y se habría ocupado de buscarles una forma de ganarse la vida, en vez de… de… ¡arrojarles al arroyo de este modo! Lady Lisle jamás habría permitido que esos niños quedaran absolutamente desprotegidos y en una total…

Antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, la puerta se abrió con violencia, acompañada de un fuerte golpe y un juramento. Para su gran consternación, frente a ella apareció un torso masculino desnudo, y mientras sus ojos sorprendidos se apartaban de aquellos bien dibujados músculos, para alzarse hasta la furiosa y oscura mirada que caía sobre ella, fue vagamente consciente de haber cometido un error. Un enorme error, se corrigió muerta de vergüenza al escuchar el claro desprecio con que le respondió aquel hombre al que, a pesar de no haber visto nunca de frente, reconoció como lord Lisle. La postura de su cuerpo ocupando el hueco de la puerta, con el brazo en tensión manteniéndola abierta, destilaba agresividad. Las palabras fueron escupidas sobre ella como piedras, duras y cortantes, mientras como una tonta, no podía apartar la vista de aquellos ojos que arrojaban veneno.

—¡Maldita entrometida chismosa! ¿Quién se ha creído que es para venir a insultarme a mi casa?