18

Anna dio un sorbo a la copa de champán que le había servido John, mientras observaba con curiosidad aquella pequeña habitación. Su llegada a la casa apenas parecía haber sorprendido al mayordomo, que se había limitado a hacerse a un lado mientras él la conducía escaleras arriba. John le había dicho, al abrir la puerta del despacho, que era un paradigma de discreción. Pero aquella explicación, hecha para tranquilizarla, le produjo un bufido de desdén: con una punzada de celos, Anna comprendió que aquella no era la primera vez que John conducía a una mujer a sus aposentos ante la vista del mayordomo. Eso también explicaba la velocidad a la que les había hecho llegar la botella de champán y un plato de langosta fría sin siquiera haber preguntado.

Volvió a dar un trago a la copa, removiéndose en la butaca, sabiendo que no tenía ningún derecho a sentirse molesta. Observó la espalda de John; se había quitado la chaqueta y se hallaba vuelto hacia el fuego, con el antebrazo izquierdo apoyado en la repisa de la chimenea y la mano derecha sosteniendo el atizador con que removía los troncos. Anna podía distinguir los poderosos músculos de sus hombros tensándose bajo la fina tela de batista. Cerró los ojos, intentando que la poderosa atracción que sentía por él no le hiciera olvidar para qué había venido, pero el tintineo metálico del atizador al ser colocado en su base le hizo abrirlos de nuevo.

—¿Cómo conociste a tu marido?

John se había colocado junto a ella, con la mano en el respaldo de la butaca contigua. Anna elevó la cabeza para poder observarlo. Su figura se recortaba, alta y poderosa, contra el resplandor del fuego. Había aflojado la corbata, y la camisa se entreabría dejando ver la clara franja de piel de su pecho, pero Anna no era capaz de discernir su mirada entre las sombras. Cruzó las manos sobre su regazo, y esperó hasta que él se hubo sentado para intentar desgranar sus recuerdos.

—Nos conocimos en Folkestone, en enero de 1809. Nos presentaron en una velada en casa de sir Joshua Ware. Yo me había criado en Alten, muy cerca de Hillbury, pero cuando mi padre falleció nos trasladamos a una casa que un primo de mi padre nos ofreció en Hythe. Estaba a solo tres millas de la ciudad y yo solía pasear hasta allí a menudo, para acudir a la librería o al boticario, y a menudo visitaba a la señora Ware. Phillip pertenecía al regimiento 95. Ya sabes, los rifles. Después de esa primera noche nos encontramos a menudo, en mis paseos a Folkestone o en muchas de las veladas que se organizaban para jugar un poco de whist. En una ocasión incluso acudió a mi casa para conocer a mi madre. Por entonces ella ya estaba enferma y apenas salía de casa; en realidad creo que nunca superó la muerte de mi padre y el traslado —añadió a modo de explicación, y luego intentó concentrarse de nuevo en el relato—. El caso es que nos veíamos a menudo y él era todo lo que una joven de veinte años con pocas ocasiones de conocer gente podía desear: un oficial apuesto y atractivo, de buena familia, divertido y educado. Al menos, eso creí entonces.

—Y os casasteis.

Anna negó con la cabeza, observando de reojo la manera en que la mirada de John la contemplaba fijamente. Sintió un escalofrío, y prosiguió.

—No entonces. En primavera su regimiento embarcó hacia Coruña y nos despedimos sin ninguna promesa. Además yo estaba muy ocupada con mi madre; su salud empeoraba por momentos, y me necesitaba a su lado. Cuando se fue no decaí ni me sentí desesperada; le echaba de menos, y rezaba porque volviera sano y salvo, pero sabía que podían pasar años hasta que volviéramos a vernos y que era muy probable que sus afectos encontraran otra destinataria. Sin embargo, para mi sorpresa, un día de noviembre apareció en la puerta de mi casa, sonriente y apuesto como si viniera de un baile. Le habían encargado reclutar soldados para las ocho compañías que quedaban en su batallón.

—¿Fue entonces cuando os prometisteis?

—Un mes más tarde —reconoció con un suspiro—. Él comenzó a cortejarme de manera decidida, y yo… bueno, no había pensado que él pudiera sentir nada serio por mí, pero no me resultaba indiferente. Por otra parte, mi madre estaba muy enferma, pero hizo todo lo posible porque nuestra relación avanzara. Le aterraba pensar que pudiera quedarme sola en el mundo, y creo que aquella le pareció su oportunidad de irse en paz. A veces me pregunto si en realidad acepté el ofrecimiento de Phillip solo para que pudiera morir tranquila.

—¿Es que no le querías? —preguntó John con suavidad.

Anna contempló sus manos con expresión pensativa.

—Ya no lo sé. Supongo que sí, o al menos supongo que entonces lo creía. Era muy atractivo, encantador y galante. Tampoco había conocido a muchos más hombres para poder comparar, pero me pareció que era todo lo que un caballero ha de ser. Me halagaba y me trataba con deferencia. Dijo que cuidaría siempre de mí, que no tendría que preocuparme por nada. Cuando hizo su oferta, la acepté sin pensar demasiado; tampoco era probable que recibiera muchas más…

—Tenías veinte años, entonces. Habrías recibido muchas más —cortó John con algo de dureza.

—Veintiuno —le corrigió con un suspiro—, y no, no lo creo. El caso es que acepté. Nos casamos a principios de año, y nos trasladamos a una casa a las afueras de Folkestone, muy cerca de Shorncliffe, donde estaba la sede del regimiento. Él pasaba la mayor parte del día allí; era una buena situación, porque de esa manera yo podía dedicarme a mi madre. No nos veíamos a menudo, porque pasaba casi todo su tiempo con el regimiento. Esa primavera de nuevo embarcaron, esta vez hacia Cádiz. Llevábamos casados apenas dos meses, y en ese tiempo nos habíamos tratado poco. Tal vez el matrimonio no estaba siendo lo que yo esperaba, pero en conjunto estaba conforme. Recuerdo que el día que partió pensé que la despedida no había sido muy afectuosa, pero supuse que tal vez era la mejor manera de partir cuando uno va a una guerra.

»Entonces la salud de mi madre empeoró tanto que reclamaba todo mi tiempo. Yo seguía las noticias de la Península, pero mi vida transcurría igual que siempre, y había veces en que mi matrimonio me parecía irreal. Finalmente, ella falleció poco antes de Navidad, y él solicitó permiso para acudir. Supongo que entonces comenzó todo, aunque aún yo no fuera capaz de darme cuenta —murmuró con un visible escalofrío.

Viéndola temblar, John se levantó y atizó de nuevo el fuego. Una oleada de calor llegó hasta Anna mientras él tomaba la botella de champán, llenando su copa de nuevo. Luego volvió a sentarse en silencio. Anna sonrió en señal de agradecimiento, y continuó hablando.

—Después del entierro, le sugerí que Bess podía quedarse con nosotros. Había estado con mi familia desde que yo recordaba, y me había cuidado siempre. Además yo no quería quedarme sola cuando él se fuera de nuevo. Él no quería, pero insistí. Entonces su reacción me dejó consternada: montó en cólera y gritó que yo no era quién para tomar decisiones en su casa. Intenté explicarle que yo no estaba tomando decisiones, pero golpeó con el puño la puerta gritando que me callara. Luego tomó una figura de una estantería y la arrojó contra el suelo, rompiéndola en añicos. Me asusté terriblemente; nunca había imaginado que pudiera perder así los estribos, y ni siquiera comprendía qué podía haber desatado su furia de esa manera. Se fue de casa, y cuando aquella noche volvió olía a whisky; se arrodilló delante de mí, pidiéndome perdón y besando mis manos. Yo no era capaz de decir nada; había pasado todo el día en un estado de profundo estupor, y estaba demasiado conmocionada para pensar racionalmente, pero insistió tanto que le perdoné. Sin embargo, no consintió cambiar su decisión, y Bess se tuvo que ir a vivir con una hermana. Después de aquello, cuando de nuevo embarcó respiré aliviada. Ya no le vi hasta que pasaron más de dos años. Entonces volvió; le habían herido en un hombro, en Tarbes. Nada muy grave, pero en aquellas condiciones tuvo que volver. Entonces se desató mi infierno.

»Al principio casi no me daba cuenta; se encerraba a beber en la sala durante toda la mañana, y después se iba de casa. Cuando volvía, podía arrojar un plato al suelo porque la comida no estaba suficientemente caliente, o lo estaba demasiado, o lanzar un objeto contra la puerta si no le atendía con rapidez. Siempre había algún motivo para su descontento. Al poco llegaron los insultos, y antes de darme cuenta de lo que sucedía, me encontré una noche en el suelo de un golpe, sangrando por la nariz. Aquella noche él se horrorizó; me pidió disculpas una y otra vez, llorando como un niño; me juró que me amaba, dijo que yo le había provocado, que no se volvería a repetir… Pero se repitió. Muchas veces —terminó con sencillez, respirando hondo como si se hubiera quedado sin aire. Luego alargó una mano temblorosa hacia la copa, y la bebió de un trago.

John se levantó y se colocó tras ella, poniéndole las manos sobre los hombros con delicadeza.

—Si no deseas hablar de ello…

—Ya no me duele —Se encogió de hombros sin atreverse a mirarle—. Al menos no demasiado. Resulta extraño lo rápido que aprendes a vivir con miedo. Nunca sabía cómo iba a resultar el día, y me descubrí conteniendo la respiración en muchas ocasiones. A veces era cariñoso y tierno; juraba que me quería y quitaba importancia a lo que había sucedido. Siempre tenía alguna explicación; yo le había irritado con una pregunta, o le había descuidado al no atender a tiempo su petición, o le había contestado con impertinencia… No sé, siempre había razones para recibir un golpe. Aprendí a distinguir su humor por el sonido de sus pasos cuando volvía de la taberna o de algún garito de juego; si había ganado a las cartas podía venir eufórico, dispuesto a comerse el mundo. Si no… bien, era seguro que acabaría encontrando algo que no fuera de su gusto.

John se descubrió apretando la mandíbula con rabia. Presionó ligeramente los hombros de Anna, en un gesto que pretendía reconfortarla.

—¿No había nadie para ayudarte?

Anna se volvió hacia él, con una sonrisa escéptica.

—No se puede ayudar a una mujer cuando está casada. Es propiedad del marido.

—Eso no es así.

—A efectos prácticos lo es. Una mujer casada no posee nada, no puede decidir nada; si a su marido se le antoja, ni siquiera tiene derecho a ver a sus hijos. Nadie puede hacer nada si decide corregirla con el cinturón o el puño.

—Eso no es cierto del todo. Sabes que hay cosas que la Corona habría perseguido…

—¿Que me matara? Sí, supongo que eso habría sido un crimen. Pero cuando solo se trata de un ojo morado o un labio roto, ¿quién se interpondría? Muchos creerían que la culpa era mía… yo misma lo creí mucho tiempo. Demasiado. Con el tiempo, me he dado cuenta de que el hecho de que no tuviera familiares cercanos que pudieran intervenir era parte de mi atractivo, por así decirlo. Una vez que falleció mi madre y que echó a Bess, le fue muy fácil aislarme. Intenté llevar la situación con toda la dignidad que me fue posible, y al principio incluso intentaba razonar con él. Pero poco a poco aquello me fue minando, y acabé por no salir de casa para no tener que enfrentarme a la mirada de los vecinos.

John asintió y volvió a su asiento, contemplándola pensativo.

—¿Qué pasó luego?

—La situación se fue deteriorando. Entonces la chica que contratamos como criada debió sentir compasión de mí; me avisó que había escuchado rumores en el pueblo… rumores de deudas de juego, cada vez más fuertes, incluso con los compañeros de regimiento. Me sugirió que hablara con un abogado, pero entonces comprendí hasta qué punto estaba atrapada por mi vida: no habíamos firmado ningún contrato matrimonial, y no había ningún dinero que yo pudiera mantener para mí. Estaba totalmente sola y perdida, y por fin entendí por qué se había empeñado en casarse conmigo. No es que mis padres me hubieran dejado mucho dinero, pero era más que suficiente para haber vivido con comodidad; y él lo había derrochado todo en un par de años. Aquello fue para mí una especie de punto final; intenté hablar con él, razonar, incluso gritar, pero lo negó todo, me insultó y finalmente me golpeó… Era su forma de arreglar las cosas. Me sentía tan impotente, tan humillada… Es difícil explicar la sensación de estar atrapado por un problema en el que sabes que no hay solución, y en el que te hundes cada día un poco más. La falta de esperanza es algo terrible; me limitaba a languidecer día a día. Entonces, cuando más desesperada y abatida me hallaba, apareció William.

Anna clavó la mirada en John, esperando encontrar algún tipo de reacción. Pero un ligero parpadeo fue la única señal de que aquel nombre tenía algún significado para él.

—Continúa —le apremió con gesto impertérrito.

—Fue una tarde de julio. Phillip se había ido a beber, como siempre, y yo estaba sola en la casa. William apareció mientras yo me hallaba en el jardín. Era uno de los compañeros de Phillip; recordé que le había conocido brevemente cuando ambos volvieron de Coruña. Acababa de llegar de Francia, y quería saber qué tal se encontraba Phillip de su herida. Al parecer, lo poco que le habían explicado en Shorncliffe le había dejado preocupado. Charlamos un poco, aunque me temo que yo no fui muy amable con él; sentía el brazo dolorido porque la víspera Phillip me lo había lastimado. Tenía unas marcas moradas muy feas por encima de la muñeca y no deseaba que nadie las viera. No le invité a esperarle ni le animé a volver, pero al día siguiente apareció muy temprano, y encontró a Phillip en casa. Estuvieron charlando y bebiendo, y creo que entonces se dio cuenta de que algo no iba bien, porque su presencia comenzó a ser frecuente. Lo curioso es que aquellas visitas parecían hacer bien a Phillip; seguía saliendo temprano y volviendo tarde por la noche, pero me pareció que bebía menos. Yo no podía sino sentirme agradecida por ello, pero es que además, cuando él estaba, tenía la sensación de que Phillip no se atrevía a lastimarme.

»Comencé a salir más a menudo al pueblo, y no era infrecuente que coincidiera con él en mis paseos. Supongo que entonces empecé a preocuparme más por mi aspecto, aunque yo no era consciente de estar haciéndolo por ningún motivo. Cuando encontraba a William no podía evitar sonreír, pero me decía que era porque le agradecía su influencia sobre Phillip. El caso es que durante ese verano coincidimos en varias ocasiones; Phillip seguía pasando la mayoría de su tiempo fuera de casa, pero su brazo se iba recuperando con rapidez y estaba más animado. Y de alguna manera, parecía que William me estuviera protegiendo. Era el hombre más amable y considerado que yo había conocido; siempre encontrábamos temas de los que charlar, y me escuchaba como si lo que yo decía le interesara realmente. Solo una vez me preguntó si Phillip me pegaba, pero no quise contestar y no insistió. Pero después del verano le comunicaron que debía partir hacia Amberes y unirse al estado mayor del Príncipe de Orange. Yo sabía que aquello era normal, pero una parte de mi corazón sintió que se desgarraba. Cuando se fue, los ataques de Phillip se recrudecieron, como si hubiera sido la presencia de William la que los había impedido. Todos los días encontraba una excusa para golpearme, y ahora además los insultos eran continuos. Me acusaba de haberle engañado con William, me llamaba zorra… Entonces, un día en que me golpeó contra la pared cometí un tremendo error: le dije que estaba embarazada. Aquello pareció desatar todos sus demonios: me llamó puta, me acusó de haberme acostado con William, me dijo que no tendría aquel bastardo… Nada era cierto, pero yo estaba aterrorizada y deseaba ser madre, así que intenté huir de la casa para poner a salvo mi bebé. Pero entonces él lanzó un puñetazo que me alcanzó en la sien, y ya no supe qué sucedió. Cuando volví en mí, estaba tirada al pie de las escaleras, con Phillip encima de mí sollozando. Supongo que creyó que me había matado, porque tenía la falda empapada de sangre. Después de suplicarle mucho tiempo, conseguí que avisara al médico, pero ya no había solución; me había roto un brazo y había perdido a mi hijo. Entonces todo mi mundo se hundió; me metí en la cama decidida a no volver a salir de ella. El médico dijo que había enfermado de melancolía, y de no haber sido por una vecina que se empeñó en traerme comida, creo que podría haber muerto de inanición.

»De repente, un día apareció mi madrina. Nunca me ha dicho cómo lo averiguó, pero vino a buscarme y a llevarme con ella. Phillip discutió e intentó impedirlo, pero ella debió amenazarlo de alguna manera, porque lo cierto es que aquella misma noche dormí en Londres, y a la semana siguiente embarcamos hacia Bruselas. El resto, lo puedes imaginar; William y yo coincidimos en una velada en casa de lady Vidal y creo que entonces me enamoré de él. Había salido de Inglaterra casi doblegada por el maltrato de Phillip, pero en Bruselas comprendí que aún me quedaba algo de espíritu. Allí todo parecía distinto, como si aquello fuera otra vida, o yo otra persona. Había cacerías, fiestas al fresco, bailes y alegría de vivir. William y yo nos reíamos juntos, disfrutábamos charlando; me hacía sentir una mujer atractiva e interesante, y de repente volví a sentir pasión por la vida. Creo que fueron los mejores meses de mi vida. Ni siquiera cuando Phillip apareció en Bruselas pensé en alejarme de William.

Anna elevó la vista hacia John avergonzada. Esperó como un reo que espera su veredicto, con ansiosa esperanza de ser absuelto y un intenso temor de ser condenado. Los ojos de John se clavaron en los suyos con férrea determinación, pero ella no podía discernir si la despreciaba o la compadecía.

—Tu marido era un bastardo —dijo al fin con dureza—. Desearía que estuviera vivo para poder matarlo yo mismo.

Se levantó y le tendió la mano, y con un suspiro de alivio Anna la tomó. Luego la obligó a ponerse en pie y la acercó a su cuerpo. El calor de la piel de John traspasaba la tela de su chaleco y la seda del vestido de Anna, irradiándose sobre su cuerpo y calando hasta sus huesos. John bajó la cabeza en busca de su boca, reclamándola con una insistencia que hizo que ella cerrara los ojos y se rindiera a las sensaciones que el roce de su lengua, de sus dientes, de sus labios desataba en su cuerpo.

Sus labios se separaron un centímetro y Anna dio una bocanada para respirar. El olor de la piel de John inundó sus sentidos y le provocó un desmayado jadeo. Entonces él dio un brusco paso hacia atrás, tomando su cara entre las manos, clavando su mirada oscurecida en la de ella. Se contemplaron unos instantes en silencio. Anna comprendió la muda interrogación de aquella mirada; ella estaba decidida.

Segura de lo que deseaba, le sonrió con decisión. Entonces, con un extraño gemido que tanto podía ser de triunfo como de derrota, John tiró de ella hacia la puerta que comunicaba el despacho con su dormitorio. El contraste entre el pequeño despacho, gratamente alumbrado por velas, y aquella habitación apenas iluminada por un tibio fuego, hizo que Anna parpadeara. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra; con la boca seca, contempló el reflejo de las llamas en la pulida madera de los postes de una enorme cama. Anna sintió que su corazón se saltaba un latido.

Escuchó la puerta cerrarse tras ellos, y sintió la presencia de John a su espalda. Con todos sus sentidos a flor de piel notó un ligero roce en la nuca cuando sus manos se posaron sobre los botones del vestido. A medida que sus dedos desataban una a una las diminutas cuentas de nácar, Anna fue sintiendo cómo la presión de la tela era reemplazada por una creciente tensión en su estómago. El aliento de John acarició su nuca, produciéndole un estremecimiento de anticipación. Mientras el vestido se aflojaba, su tensión se incrementaba y su respiración se volvía más agitada. Los hábiles dedos de John llegaron a la altura de su cintura, y comenzaron a soltar el cordón que anudaba su corsé. El susurro de la sedosa cinta al deslizarse por los ojales hizo que los sentidos de Anna se erizaran. Bajó la vista, y contempló fascinada cómo su vestido se deslizaba de sus hombros; sus pechos, tan solo cubiertos por la camisola, escaparon de la opresión del corpiño. Se sentía ebria de deseo. El aliento de John sobre su nuca se hizo más cálido, más cercano y apremiante, y cuando sus labios se posaron sobre la descubierta piel del cuello, una placentera descarga hizo que su espalda se arqueara contra él, y el vestido resbaló por completo de su cuerpo, formando una arrugada montaña de seda a sus pies.

John jadeó entrecortadamente tras la espalda de Anna al verla casi desnuda ante él. El zumbido de su propia sangre, tumultuoso y descontrolado, azotaba sus oídos como el rugido del mar en un día de tormenta. Entonces posó sus manos sobre los hombros desnudos, y empujó con delicadeza la suave tela de muselina de su camisola. Anna bajó la vista hacia su propio pecho, jadeando. La ligera tela se fue deslizando, dejando al descubierto el redondeado contorno de sus senos y trabándose apenas un segundo sobre sus pezones endurecidos, antes de caer por completo.

Anna sintió que las piernas no podrían sostenerla. Intentó volverse, pero John detuvo sus movimientos colocando las manos sobre su cintura desnuda. Entonces, con un movimiento ágil y certero, pasó un brazo bajo sus rodillas, elevándola como una pluma y depositándola con suavidad en la cama.

Respirando entrecortadamente, Anna se incorporó ligeramente sobre los antebrazos para intentar verle. Una ráfaga de aire la alcanzó cuando John comenzó a cerrar las cortinas del dosel, haciendo que su cuerpo se estremeciera. Su piel se fue tiñendo de un resplandor carmesí a medida que el terciopelo granate se cerraba a su alrededor. Anna observó su propio cuerpo desnudo, recostado en la penumbra, tan solo cubierto por las medias de ligero algodón; el contraste entre la blanca desnudez de su propia piel y la rojiza penumbra generó en ella un sensual anhelo. Entonces recordó la opulenta figura de la mujer de los establos, y la felina voluptuosidad de Julia, y una punzada de inseguridad la recorrió. Ella no tenía aquellas formas rotundas y su experiencia, después de sus iniciales y despreciados intentos de complacer a Phillip, se había limitado a yacer tendida sobre una cama contemplando el techo, intentando disipar una frustración que no era capaz de poner en palabras.

Se incorporó más, colocándose de rodillas. Su corazón latía desacompasadamente, y por primera vez desde que había acudido aquella tarde a John sintió que su determinación flaqueaba. Recordó las íntimas confidencias de su amiga Arabella, que le habían hecho comprender que el acto sexual podía ser algo más placentero y agradable de lo que ella había experimentado. Hacía mucho que había renunciado a la idea de conocer algo así, pero milagrosamente ahora tenía la posibilidad de averiguar si aquello podía ser real, y no estaba segura de cómo comportarse. No podía saber si su cuerpo era capaz de proporcionar a un hombre el placer que este esperaba obtener. Solo sabía que todo su ser vibraba con un ansia indefinible que le hacía sentir desvergonzada, insolente, atrevida.

Esperó con el corazón en la boca. Entonces John apartó ligeramente la cortina, y clavó en ella una mirada oscurecida y turbulenta. Instintivamente, Anna intentó apartarse hacia atrás, pero los cojines y almohadones situados tras ella le impidieron retroceder.

—No temas, Anna —susurró John con gravedad, mientras subía a la cama y se colocaba frente a ella.

La penumbra se volvió a ceñir sobre ellos, mientras ella se sentía incapaz de apartar su mirada de los ojos de John. Incluso en la semioscuridad que los rodeaba, pudo advertir que sus pupilas brillaban dilatadas, y respiraba pesadamente. Estaban cerca, muy cerca, pensó hipnotizada. Nada se interponía entre ellos. Entonces, antes de ser incluso consciente de lo que estaba haciendo, alargó la mano y la colocó sobre su pecho.

—Quiero tocarte.

Aquellas dos sencillas palabras, pronunciadas con cierta vergüenza, arrancaron un ronco gemido de la garganta de John. Fascinada, Anna comprendió que, a pesar de su experiencia y su aparente seguridad, él no estaba tranquilo en absoluto. Sintiendo un perverso ramalazo de poder, agarró la corbata que yacía suelta sobre el pecho de John y tiró de ella hasta retirarla. Luego comenzó a soltar los botones del chaleco uno a uno, tal y como él había hecho. John permaneció inmóvil, con las manos sobre sus muslos y los ojos fijos en ella. Su pecho subía y bajaba agitadamente, mientras Anna se inclinaba hacia él para deslizar la prenda por sus brazos. Al hacerlo, sus senos rozaron la tela de la camisa, y sus pezones se erizaron al contacto. John sintió que se encendía más allá de lo imaginable; cogió la camisa sin miramientos y se la sacó por la cabeza.

Una suave exclamación de placer brotó de los labios de Anna; inclinó la cabeza, maravillada ante la contemplación del torso desnudo de John. Colocó de nuevo la mano sobre su pecho, y deslizó tentativamente los dedos siguiendo la línea de los músculos de su torso, extasiada por la mezcla de firmeza y suavidad que iban descubriendo. John echó la cabeza ligeramente hacia atrás, con los ojos entrecerrados; aquellas tentativas caricias amenazaban con quebrar su autocontrol demasiado pronto. Anna continuó su exploración, bajando su mano por el abdomen, rodeando el ombligo, siguiendo la oscura línea de vello que descendía desapareciendo en el interior de sus pantalones. Entonces John agarró su muñeca, deteniéndola, con una interrogación reflejada en su mirada empañada, dándole a Anna una última oportunidad de arrepentirse; por toda respuesta, ella comenzó a soltar los botones del pantalón con su mano libre.

—Quiero verte —susurró con voz áspera.

Algo parecido a un gemido alcanzó los oídos de Anna mientras John se tendía junto a ella para despojarse de los pantalones. Anna le ayudó, sorprendida por su propia desfachatez, por la forma en que su deseo le había liberado de cualquier inhibición. Siguió con la vista el rápido movimiento de las manos de John, la manera en que se liberó de la tela que le cubría, y su mirada se detuvo, cautivada, en el erecto miembro que apuntaba hacia arriba. Tragó saliva, comprendiendo por fin el comentario que aquella mujer había hecho al salir de los establos.

John la contempló con ternura, acomodándose en los almohadones. Luego colocó su mano derecha en la cadera desnuda de Anna, y la empujó hacia él.

—Colócate sobre mí.

Ella dudó un segundo, al comprender lo que John solicitaba de ella, pero a pesar de que un rubor cubrió su cuerpo, obedeció y se colocó a horcajadas sobre él.

—Eres tan hermosa… —murmuró mientras colocaba sus manos sobre ambas caderas, como si quisiera mantenerla muy pegada a sí.

La presión del miembro de John contra sus nalgas resultó para Anna una sensación sorprendente. Miró hacia abajo; la cabeza del glande asomaba bajo ella. Sintió un latido bajo el estómago, y luego otro, y otro… Era una emoción electrizante, sentir aquel cuerpo poderoso desnudo bajo sus manos.

—Quítate las horquillas —le pidió John, subiendo las manos hasta colocarlas bajo sus senos. Una gota de sudor bajó por su sien, mientras su cuerpo comenzaba a temblar ligeramente ante el deseo que lo inundaba.

Anna elevó los brazos para obedecerle, y al hacerlo sintió cómo sus senos se elevaban y se movían. Las manos de John sopesaron sus pechos. Anna captó cómo aquel movimiento hechizaba la mirada de John, y notó de nuevo aquella presión contra sus nalgas. Lentamente fue retirando las horquillas que sujetaban su recogido, depositándolas en el extremo de la almohada. Cuando hubo acabado bajó los brazos, apoyándose sobre el estómago de John, e inclinó su cabeza hacia delante para liberar su cabello. Su recogido se soltó y cayó sobre el pecho de John como una brillante cascada de oscura seda. Él tomó su rostro y lo acercó hacia su boca. Anna se inclinó, rozando con las puntas de sus senos el sólido pecho de John. Él capturó sus labios con avidez, y ella se apoyó contra él, sintiendo que se disolvía en aquel beso exigente, posesivo, que envió por todo su cuerpo una sacudida electrizante.

Entonces John soltó su rostro, y sus manos se dirigieron de nuevo a sus pechos. Anna sintió un placentero latigazo en su vientre cuando los dedos de John resbalaron perezosamente sobre sus pezones, estirando con suavidad la piel que los rodeaba. Cautivada, bajó la vista para observar cómo aquellas oscuras aureolas parecían aumentar de tamaño mientras se escurrían por los dedos entreabiertos que jugueteaban con ellas. La boca de John se posó sobre una de ellas; su lengua la rodeó, se entretuvo en la endurecida cima hasta que un gemido de placer escapó de la boca de Anna. Sentía que la excitación arqueaba su espalda, enviando por todos sus miembros un placentero dolor, y provocándole una sorda, hambrienta necesidad de llenar su vacío. Luego John pasó al otro pecho, y Anna enredó los dedos en su cabello, acercándolo aún más a su boca, jadeando y gimiendo.

De repente, con un rugido atormentado, John la hizo rodar sobre el colchón, colocándose sobre ella, entre sus piernas abiertas. Tomó sus manos y las elevó por encima de su cabeza, manteniéndolas allí mientras su boca descendía nuevamente sobre sus pezones, succionando y lamiendo alternativamente, mientras Anna se agitaba bajo él, elevando sus caderas, solicitando una liberación que jamás había soñado necesitar. John clavó una mirada enfebrecida en sus ojos. Anna le devolvió una hambrienta mirada oscurecida por la pasión que la devoraba. Volvió a elevar las caderas hacia él, demandando que acabara con su necesidad.

Pero John sintió que aún era demasiado pronto; soltó sus manos aprisionadas y, agarrando una de sus piernas, colocó el pie contra su hombro. Desabrochó la liga y colocó las palmas extendidas sobre la suave piel del muslo de Anna. Poco a poco fue deslizándolas, arrastrando la media consigo hasta la rodilla, hasta el tobillo, hasta que con sumo cuidado pudo retirarla por completo, acariciando el empeine y dejándola caer al suelo. El entrecortado suspiro de Anna, que permanecía con los ojos cerrados, tensó aún más su erección. Bajó el pie y repitió la operación con la otra pierna. Entonces, cuando Anna yacía completamente desnuda ante él, abandonada y vulnerable, su carne tibia y suave agitándose estremecida por las caricias recibidas, tomó ambos muslos y los separó con firmeza, y su cabeza se perdió entre ellos.

Aquello pareció sacar a Anna de su estado febril. Intentó liberarse, apoyándose en los antebrazos, pero las manos de John agarraron con mayor firmeza sus caderas y la obligaron a tumbarse de nuevo.

—Déjame saborear tu sexo, Anna —dijo de manera apenas audible, mientras su aliento se deslizaba sobre ella—. Tu excitación es un regalo para mí. He soñado tanto con este momento…

Anna sintió la húmeda caricia de su lengua separando los pliegues de su sexo, y comprendió que aquello la haría despeñarse por un precipicio. Jadeó mientras sus caderas se elevaban hacia aquella boca que la invadía como si no pudiera evitarlo. Sus pies, sus muslos, sus pantorrillas se tensaban bajo aquella caricia cada vez más húmeda, cada vez más profunda. Luego la lengua se demoró en su clítoris, lamiéndolo una y otra vez, mordisqueándolo mientras primero un dedo, luego otro y otro, penetraban en su interior con enloquecedora cadencia.

Su corazón golpeaba contra su pecho. Comenzó a jadear más rápido, a elevar sus caderas con más ímpetu, mientras era incapaz de distinguir qué camino trazaba aquella lengua sobre su palpitante sexo ni cuántos dedos entraban y salían arrancándole gemidos de placer. Se oyó a sí misma suplicar de manera incoherente, y entonces, en un rápido movimiento, John se incorporó y colocó su grueso pene en la entrada de su vagina, presionándola con movimientos cortos, precisos, controlados, hasta que con una profunda y rápida embestida se adentró en ella, llenándola y haciéndola gritar de sorpresa, de pasión, de un terrible deseo de moverse al unísono con él, de sentirse saciada de aquella manera, colmada, rendida a él, repleta de él.

John adelantaba sus caderas una y otra vez contra la pelvis de Anna, arremetiendo con largos y lentos movimientos, que de repente se volvían intensos, breves, para de nuevo ser pausados y profundos. Anna sintió que enloquecía; sus pechos estaban tensos, hinchados, necesitados de sus labios y sus dientes. Los tomó con las manos, juntándolos y elevándolos hacia él, ofreciéndolos a aquella boca que hacía que su vientre se contrajera de deseo.

Con un profundo gruñido de satisfacción, John pasó una mano bajo la cintura de Anna, elevando sus caderas para penetrarla más profundamente, y se inclinó de nuevo sobre sus senos, lamiéndolos y mordisqueando los pezones. Hacía ya un tiempo que había dejado de controlar lo que sentía, la velocidad a la que movía sus caderas, y se guiaba solo por su instinto, por el ritmo de la respuesta de Anna ante sus embestidas, que acogía con sibilantes sonidos de satisfacción, con los ojos cerrados y las piernas enlazadas con firmeza alrededor de su cintura, impidiéndole salir o bajar el ritmo, poseyéndole a él tanto como él hacía con ella.

Anna no sabía si un cuerpo podía inflamarse, pero ella se sentía peligrosamente cerca del abismo. Cada caricia de la lengua de John sobre sus pezones arrancaba una violenta palpitación en su vientre. Sentía su sexo latiendo con desesperación, sentía la presión del grueso miembro de John deslizándose con cadencia enloquecedora dentro y fuera de ella. Todo parecía haberse acelerado, las embestidas de John, la palpitación de su sexo. Su espalda se arqueó contra su voluntad, sus piernas y sus muslos se tensaron con rigidez; su vagina se contrajo sobre el rígido miembro de John, apretándolo y comprimiéndolo, y entonces todo pareció estallar a su alrededor, como si un rayo la hubiera alcanzado y su cuerpo hubiera estallado en pedazos hacia el cielo.

Aún sentía los violentos latidos de su vagina cuando notó la súbita tensión del cuerpo de John, de los músculos de su pecho y sus brazos; entrecerró los ojos mientras apretaba casi con violencia el abrazo que los envolvía, hasta que con el rostro crispado se derrumbó junto a ella, respirando violentamente.

El corazón de Anna retumbaba en su pecho, incrédulo y maravillado.

John se apoyó en el antebrazo para observar su rostro acalorado. Anna volvió la cabeza hacia él, aturdida; estaba intentando asimilar que Arabella no le había dicho toda la verdad sobre el acto sexual. Y debería haberlo hecho, debería haberle advertido que podía ser algo tan profundo y hermoso, tan insoportablemente tierno, tan desgarradoramente íntimo.

John sonrió; tomó su mano y se la llevó a los labios, besando cada uno de sus dedos con lentitud y ternura.

Anna lo miró abrumada. Una solitaria lágrima rodó por su mejilla hasta sus labios abiertos.

Que Dios la ayudara, estaba perdida.

Acababa de entregarle su alma.