20
William volvió a consultar su reloj con disimulo por enésima vez desde que se habían sentado en el palco. En otras condiciones suponía que estaría disfrutando de la representación, pero aquella noche la inquietud se había apoderado de él. Miró pensativamente el orgulloso perfil de la mujer que se sentaba ante él; tenía que acabar cuanto antes con aquello.
No era culpa de ella; el único que merecía algún reproche era él. La imagen del pequeño y tímido rostro de Sarah, pretendiendo demostrar valentía y confianza, y fallando miserablemente al hacerlo, volvió a aparecer ante él. Que Dios le ayudara.
Aquella tarde había acudido de visita a su casa sintiéndose culpable. Aunque evitaba pensarlo, en su interior sabía que desde que había comenzado su relación con Julia apenas había visitado a Sarah. Descubrir el estado de las finanzas de la propiedad había sido una sorpresa, pero descubrir hasta qué punto él quería mantener aquella propiedad lo había sido aún más. El matrimonio con Sarah aparecía lleno de ventajas; si su corazón hubiera estado ocupado, no habría sido posible, pero no lo estaba. Hacía años que no lo estaba.
Sarah no le reclamaba nada, ni le había reprochado su falta de atención. Le había recibido con alegría y le había contemplado con una tímida sonrisa. No solía dedicarle su plena atención, ya que ella parecía sentirse más cómoda en un segundo plano. Por eso era extraño que William hubiera llegado a captar el pequeño destello de dolor que entristeció sus ojos, al escucharle decir que aquella noche tenía un compromiso. Pero a pesar de su intento de sonar confiada, lo había captado. Y se sentía miserable.
Volvió sus ojos al escenario, donde Emilia intentaba tranquilizar a Desdémona sobre la carta sin nombres que había enviado a su amado. No es que William estuviera realmente interesado en la obra de ese tal Rossini —en realidad a él la ópera italiana le resultaba aburrida—, pero aquel dueto hizo que su corazón se estremeciera: el temor de Desdémona de que su padre hubiera interceptado la carta parecía burlarse de sus propios recuerdos. Se dio cuenta de lo desprotegidos que resultaban los sentimientos trasladados a un papel. ¿Quién podía garantizar que el destinatario lo hubiera recibido? ¿Y si un marido, y no un padre, encontrara aquella carta y la hiciera desaparecer?
Sacudió la cabeza, intentando alejar aquellas extrañas ideas. Era realmente inexplicable que en aquellos momentos pensara en la carta, en el marido celoso… Agradeció la oscuridad que rodeaba su asiento, cercano a la cortina carmesí. Pasó su mano por la nuca, intentando desvanecer la absurda sensación de que aquello tenía sentido. No lo tenía, se dijo. Hacía semanas que nada lo tenía. Pero había tomado la decisión de casarse con Sarah, y si bien no podía entregarle su amor, al menos sí podía respetarla. Eso era lo que le había dicho al ofrecerle matrimonio: que la respetaría y la cuidaría, y que ella no tendría motivos de queja. Le había dado su palabra, y los redondos ojos color avellana de Sarah le habían contemplado con confianza, seguros de que él cumpliría su palabra.
Su sentido del deber era demasiado acusado para tener dudas. Cumpliría lo prometido a Sarah. En cuanto a Julia… bien, no tenía sentido explicarle nada de todo aquello. Simplemente, reduciría sus visitas a Berkeley Square y en cuanto sus asuntos estuvieran resueltos, volvería a Norfolk. Dentro de un par de meses, estaría casado con Sarah, y dedicado en cuerpo y alma a Rosehill Abbey.
Sin embargo, aquella noche no lo abandonaba una insidiosa sensación de incomodidad. Como si tuviera algo delante de sus narices que no era capaz de ver. Contempló pensativo el escenario; Otelo acababa de entrar reclamando la mano de Desdémona, que delante de su padre y Rodrigo manifestaba su amor por él. La burlona ocurrencia de cuánto mejor hubiera sido para ella acatar los deseos de su padre y casarse con Rodrigo, en vez de seguir su corazón, pasó por su mente. Cuando el primer acto finalizó y se pusieron en pie para salir al pasillo, aquella idea le llenó de un extraño desconsuelo.
Al salir tras su madrina y John al pasillo que conducía al vestíbulo, un escalofrío recorrió la columna de Anna. Supuso que alguna de las inevitables corrientes de aire de aquel vestíbulo la habría alcanzado. Su ligero vestido, de rico encaje blanco sobre un delicado interior de satén azul, debía ser la causa. Sin embargo, aunque eso fuera lógico, mucho temía que no fuera la verdad; era el mismo escalofrío que llevaba sintiendo toda la noche, desde que, sentada ante su tocador, mientras Jane abrochaba la delicada gargantilla de oro alrededor de su cuello, el elegante encanto de su propia imagen la había llenado de asombro.
Se contempló de nuevo al pasar frente al barroco espejo situado en la entrada de los palcos. Un ligero rubor cubrió su rostro al pensar lo increíble que resultaba que nadie se diera cuenta de lo que le sucedía. ¿Cómo era posible que nadie advirtiera su emoción al ver a John, la lujuria que la embargaba al sentir el tacto de su mano mientras la ayudaba a subir al carruaje? Una ráfaga de calor volvió a extenderse por su vientre al vislumbrar el perfil de John: respondió sonriente ante algo que dijo lady Everley, arrancando de su madrina una jovial risilla. Algo burlona, pensó que ni siquiera su madrina era inmune al deslumbrante encanto de aquel hombre.
Lucy la alcanzó y la tomó del brazo, sacándola de sus divagaciones. Su bonito rostro resplandecía con el mismo tipo de emoción que Anna notaba en sí. Sintiendo la fuerza con que casi se colgaba de ella, mientras miraba al frente, Anna sonrió para sus adentros. Estaba segura de que los problemas de los personajes de Rossini no habían ocupado la mente de la joven ni un segundo, después de que nada más sentarse hubieran divisado el palco en el que se encontraba Alvey. Sintió un afectuoso pero irresistible deseo de tomarle el pelo.
—Celebro decir que yo no he apreciado ninguno de los problemas vocales que achacaban al señor García. ¿Qué opinas tú de su representación, Lucy? —preguntó con tono burlón.
Los ojos de la muchacha la contemplaron un segundo con expresión de desconcierto, como si ni siquiera hubiera escuchado al tenor. En aquellos momentos divisaron al otro lado del pasillo la figura de lady Alverston, que caminaba apoyada en el brazo de su hijo. Anna escuchó el casi inaudible suspiro de Lucy, y en un instante Gertrude las alcanzó, y tomando a su hija del brazo, se encaminaron con disimulada determinación hacia el lugar donde lord Alvey y su madre se habían detenido. Sonriendo con comprensión, Anna se acercó a su madrina y John. Los ojos oscuros chispearon al encontrar los suyos. Involuntariamente, ella contestó con una cálida sonrisa, y una oleada de calor se extendió hasta las puntas de sus pies. Pensó que era imposible que alguien en aquel vestíbulo ignorara la atracción que existía entre ellos; ella juraría que había oído crujir el aire que los separaba.
Para su alivio, John pareció comprender sus sentimientos, y se ofreció a traerles un refresco. La mirada sagaz de su madrina lo contempló alejarse.
—Celebro decirte que en esta ocasión apruebo tu gusto.
—¿Mi… gusto? —balbuceó Anna, enrojeciendo como una chiquilla pillada en falta. Abrió su abanico para refrescarse y ganar tiempo, antes de decidir cómo responder. Pero su madrina no se dejó engañar por su vacilación.
—Que no te haya preguntado antes qué tal fue la cena del otro día no quiere decir que no comprenda cómo son las cosas. No seas niña, Anna —replicó ante el visible sobresalto de ella, dedicándole apenas un vistazo—. ¿Es que acaso creías que me escandalizaría?
Anna se sintió confundida; deseaba poder compartir con alguien la dicha y el asombro que las atenciones de John le provocaban, pero reconocer la intimidad de sus relaciones con él le hacía sentir insegura. Era evidente que su reticencia no era compartida por su madrina, que a todas luces parecía dispuesta a continuar la charla, pero su pretensión fue interrumpida por una voz fría y grave tras ellas.
—Buenas noches, señora Hurst —las interrumpió la recién llegada, acercándose por su espalda hasta colocarse junto a ellas—. Lady Everley.
Toda la esmerada educación de Anna no fue suficiente para disimular el desagrado que aquella conocida voz provocó en ella. La miró y saludó con una rígida inclinación de cabeza, manteniéndose en silencio.
—Buenas noches, lady Holbrook. —Fue lady Everley quien devolvió el saludo, alzando sin disimulo sus anteojos para examinar a la recién llegada de arriba hacia abajo. Conocía perfectamente la relación que la unía con Lisle y aún mejor su fama de mujer celosa y posesiva. Y no iba a permitir que aquella mujer estropeara lo que, a su juicio, era una relación muy conveniente para su ahijada—. Espero que su marido goce de buena salud.
—La misma de siempre, gracias —contestó con un punto de irritación. La grosería de lady Everley la exasperó, pero ella sabía bien que su batalla era otra—. Espero que estén disfrutando de la obra.
—Sí —replicó lady Everley con un brillo malicioso en los ojos—. Hasta ahora estábamos disfrutando mucho. Estas historias de dudas y celos son tan… reales, ¿no le parece?
Julia la observó con desdén y una sonrisilla. El dardo de lady Everley no parecía haberla alcanzado. Aquel gesto de suficiencia puso a Anna alerta; comprendió claramente que el hecho de que Julia estuviera allí no era pura casualidad. La inquietud hizo que sus dedos cosquillearan.
—Y a usted, Anna, ¿también le gustan las historias de celos y enredos?
Julia la contemplaba fijamente, sonriendo con petulancia. Un sexto sentido le avisó de que aquella mujer tramaba algo.
—Si me disculpa… —comenzó, pero Julia colocó una mano acerada sobre su brazo deteniendo su marcha.
—No se vaya aún, Anna. Hay una persona que deseo que conozca.
Julia se volvió hacia atrás para indicar a alguien que se acercara. Anna soltó su brazo, molesta, y miró a su madrina para decirle que se marchaban, pero entonces vio cómo la fría sonrisa de lady Everley decaía, reemplazada por una expresión de asombro y luego, de desolación. Estupefacta, Anna abrió la boca para preguntar qué sucedía, al tiempo que se daba la vuelta. Las burlonas palabras «Permítame que le presente a un amigo» flotaron en sus oídos, mientras sus ojos se abrían desorbitados al posarse en él.
Sintió que el aire no llegaba a sus pulmones.
Ninguna palabra salió de su boca, abierta por el asombro.
Luego… nada más.
John tomó dos copas de champán y se dispuso a volver junto a Anna y lady Everley. Sonrió con ternura y un punto de diversión; sentado tras Anna, durante el primer acto de la representación se había dedicado a contemplar su elegante perfil, sus hombros desnudos, el elaborado recogido de su oscuro cabello, la manera en que su redondeada cadera se insinuaba a través del diáfano vestido… Un sentimiento de posesivo orgullo henchía su corazón, y a duras penas era capaz de contener el deseo de posar los labios en la delicada piel de su nuca, y descender por su cuello, su clavícula, bajar la tela que cubría su pecho y…
Se obligó a detener su imaginación, mientras saludaba con la cabeza a algunos de sus conocidos. Dios, no era capaz de controlar sus pensamientos en ningún sitio.
No poder hacer públicas aún sus intenciones le hacía sentir impaciente. Le había dicho que podía esperar, pero cada día que pasaba tenía menos deseos de hacerlo. Además, tras su breve conversación con lady Everley estaba convencido que la sagaz madrina de Anna conocía y aprobaba su relación, y en ningún momento había tenido la impresión de que su matrimonio pudiera interferir en el futuro de Lucy.
Avanzó por el vestíbulo, magníficamente iluminado por nuevas y relucientes lámparas de gas, hacia el lugar donde las había dejado. Su diversión se transformó en sorda furia al ver a la mujer con quien estaban charlando.
Julia.
Aceleró el paso, dispuesto a evitar que aquella mujer pudiera decir cualquier cosa que molestara a Anna. Entonces vio cómo se giraba e indicaba a un hombre rubio, con un inconfundible aire militar, que se acercara al grupo; la expresión abatida del rostro de lady Everley le puso sobre alerta; comprendió que algo no iba bien, pero no fue capaz de llegar hasta ellas antes de que Anna girara, lo observara espantada, y tras unos instantes de inmovilidad, cayera sin sentido hacia delante.
Con una maldición, y el champán empapando sus manos y su chaqueta, John aceleró el paso, llegando hasta Anna a tiempo de oír el susurro horrorizado de lady Everley: «William…».
«William».
Un aire frío recorrió la piel de Anna, mientras la confusión le impedía comprender qué sucedía. Un molesto olor a amoníaco inundó sus fosas nasales. A medida que iba recuperando la consciencia, el zumbido de los oídos iba siendo reemplazado por los preocupados murmullos que la rodeaban. Poco a poco abrió los ojos; alguien agitaba ante su cara un abanico, mientras otra mano sostenía bajo sus narices un pequeño frasco de cristal. Las sombras se fueron iluminando, aclarando. Anna vio el rostro de su madrina, sentada ante ella. Sorprendida, se dio cuenta de que se hallaba reclinada en un recargado diván de terciopelo granate. Intentó incorporarse, algo mareada, pero la mano firme de lady Everley la retuvo.
—Ha sido el calor —oyó que enunciaba, dirigiéndose hacia alguien situado por encima de su cabeza, y volviendo hacia ella con inmediatez una mirada de advertencia.
Anna permaneció en silencio, obediente, aunque no sabía qué le estaba advirtiendo. Entonces su madrina se retiró, y al hacerlo la visión de Julia Dunn, sonriendo como una gata ante un cuenco de leche, apareció ante ella. De repente, con un vuelco del corazón, su mente se aclaró por completo.
—Estoy bien —pronunció con voz rasposa, pero casi firme, apartando la mano que sostenía el frasquito de sales bajo su nariz. Acababa de recordar con claridad la causa de su sobresalto. Apretó los labios para ocultar el dolor que la embargaba, y colocó los pies en el suelo con firmeza. Entonces, con una honda inspiración, alzó la vista, deseando y temiendo a la vez lo que apareció ante sus ojos. Su mente no le había jugado una mala pasada; de pie ante ella, con rostro compungido y algo demudado, pero con la misma mirada sólida y confortadora que recordaba, estaba William.
Sus ojos se encontraron por un breve espacio de tiempo que a ella, sin embargo, le resultó eterno. Su mente giraba como un torbellino, intentando encontrar la clave de aquella realidad tan extraordinaria e inesperada. Era él, y una incrédula sonrisa fue reemplazando la confusión de su rostro a medida que asimilaba aquel hecho. Él la miraba con el ceño fruncido, aparentemente tan confuso como ella.
Se escuchó el aviso de que iba a comenzar el segundo acto. El vestíbulo comenzó a despejarse. Muchos de los presentes se fueron, dedicándole una última mirada de curiosidad.
—Ha dicho que está bien. Pueden irse —lanzó una voz enérgica a sus espaldas—. Tú la primera, Julia.
Anna elevó la vista hacia John. A pesar de no haberle visto hasta ahora, había sentido su fortaleza tras ella. Estaba de pie, con las piernas ligeramente separadas, y colocó una mano sobre su hombro en gesto protector.
William pareció dudar. Fue Julia quien intervino, abriendo los ojos con expresión de inocencia.
—Parece que a la señora Hurst le ha sorprendido mucho encontrar aquí al mayor Moore. Yo más bien diría que tal vez los que sobramos somos los demás, John; por su expresión, diría que tienen muchas cosas de las que hablar.
John apretó la mandíbula con gesto crispado. Dio un paso adelante, y sus ojos se endurecieron al dirigirse a ella en un susurro.
—No sé a qué estás jugando ni qué pretendes, Julia, pero te advierto que nada de lo que hagas va a cambiar las cosas entre nosotros.
—Además de grosero eres un engreído, John —siseó molesta—. Por si no te has dado cuenta, yo ya he fijado mi interés en otra parte.
Y diciendo esto, apoyó la mano en el brazo de William, conminándolo a acompañarla. Él dudó, pero no tuvo más remedio que ir con ella. Anna les siguió con la mirada mientras ambos se retiraban. El vestíbulo resultaba ahora curiosamente vacío.
—Creí que estaba muerto —observó John desapasionadamente.
Gertrude y Lucy intercambiaron una significativa mirada, y se alejaron para acudir a su palco. Lady Everley también se levantó, y entonces Anna la imitó.
—Tú no —se limitó a decir John, deteniéndola—. Discúlpenos, lady Everley, pero Anna necesita aire fresco. Por supuesto, estaremos aquí para recogerles cuando la representación acabe. Si nos disculpa ahora…
Incrédula, Anna observó que su madrina sonreía con gesto comprensivo y se alejaba hacia el palco, sin una sola consideración sobre lo escandaloso que era que saliera de allí con John.
—No necesito aire fresco, y no podemos irnos de esta manera —protestó.
—Acabas de desmayarte por el calor, ¿recuerdas? —contestó él con indiferencia, agarrando su mano y tirando de ella hacia el guardarropa—. Recogeremos tu capa y saldremos, y no me importa lo que digas, Anna: necesito hablar contigo ahora.
A pesar de los deseos de oponerse a su arrogante determinación, Anna comprendió que lo último que podía hacer en aquellos momentos era llamar la atención aún más. Observó de reojo el vestíbulo, brillante bajo el enorme candelero de gas: estaba desierto, y muy a su pesar, tuvo que reconocer que agradecía salir sin tener que soportar más miradas curiosas.
Así que con mayor docilidad de la que ella hubiera creído posible ante su autoritaria decisión, Anna permitió que John colocara sobre sus hombros la capa de tafetán verde, y salió ante él al fresco aire primaveral de la noche.
—Dijiste que falleció en Bélgica.
Anna apartó la cortinilla de la ventana un instante, observando a lo lejos el reflejo de la plateada luz de la luna en las oscuras aguas del Támesis. Dejaron atrás el edificio del Parlamento. No sabía dónde se dirigían.
—Era lo que creía —contestó con serenidad.
Soltó la cortinilla; supuso que John había solicitado al cochero que simplemente mantuviera el coche en marcha, hasta que tuvieran que regresar al King’s Theatre. Volvió su atención al interior del coche. John se hallaba recostado en la esquina opuesta a ella, con el brazo izquierdo ociosamente descansando sobre el borde del respaldo. Las sombras inundaban el interior y ocultaban su rostro. Anna tan solo podía distinguir una mano enguantada, reposando con descuido sobre su muslo. Una incongruente sombra blanca en el impecable atuendo negro que le hacía fundirse con el entorno.
—Es lo que me dijo Phillip —aclaró dirigiéndose al negro vacío que se extendía ante ella.
—¿Y nunca se te ocurrió preguntar por él en Whitehall?
Anna negó con la cabeza. El pequeño rayo de luna que se filtraba por la cortina mal cerrada junto a ella iluminó su mentón y su boca. John observó aquellos labios abiertos, plateados en la penumbra. Sabía que ella le miraba sin verle. El rayo desplazó su camino sobre el cuerpo de Anna; el blanco encaje del escote pareció refulgir antes de ocultarse de nuevo. John esperó que ella continuara.
—No creí que pudiera estar vivo. Phillip me explicó detalladamente cómo había bajado el arma cuando el francés se había acercado con la bayoneta a William, y cómo le había visto hundirla en su cuerpo una y otra vez. No pensé que nadie pudiera sobrevivir a eso.
Una risa desprovista de humor surgió de la oscuridad.
—Pues o fue un milagro o tu marido no te dijo toda la verdad, evidentemente —respondió John con sequedad.
Anna entornó los ojos, intentando atisbar su expresión entre las sombras. Su voz estaba llena de incertidumbre al preguntar:
—¿Y por qué iba a hacer eso?
—Volviste para cuidarle, ¿no es cierto? —contestó John con ironía, esperando que ella pudiera captar el resto del asunto.
Anna tragó saliva, impresionada.
—Y todos estos años ha estado vivo… —murmuró sorprendida, meneando la cabeza con incredulidad—. Todo este tiempo…
Un aguijonazo de celos golpeó a John muy a su pesar.
—No quiero que vuelvas a verle.
—¿Qué? —preguntó ella con sorpresa, levantando la cabeza de golpe.
—Me has escuchado perfectamente.
—¿Has dicho que no quieres que vuelva a verle? —intentó corroborar, presa de la incredulidad.
John inclinó el cuerpo hacia delante, saliendo de las sombras. Apoyó los codos sobre las rodillas. El calor que desprendía su piel llegó hasta Anna a la vez que su voz.
—Eso es.
Permanecieron en silencio. Anna escuchó el apagado traqueteo de las ruedas del carruaje y el rítmico sonido de los cascos. Se dio cuenta de que ya no circulaban por las calles adoquinadas del centro de Londres.
—¿Dónde vamos? —inquirió para ganar tiempo, intentando discernir sus propios sentimientos ante aquel aspecto de la personalidad de John.
Pero él no contestó. Anna le miró sin comprender. Descubrir que amaba a John la había hecho sentir sorprendida, agradecida y temerosa. Pero aquel hombre —tal vez como todos los hombres, en su experiencia— podía ser muy arrogante, y Anna había trazado muy claros los límites que no volvería a sobrepasar en su vida. Esta exigencia de John, la desconfianza, el total dominio de todos los aspectos de la relación caían fuera de esos límites. No podía acatar sus imposiciones; si incluso antes de estar casados, él pretendía doblegar su voluntad, Anna tendría que cambiar de idea.
Aunque le amara.
O tal vez, sobre todo, porque le amaba.
—No puedo —expresó con el corazón latiendo, temeroso de su respuesta.
—No puedes, ¿qué? —repitió él, frunciendo el ceño.
—Que no puedo atender tu exigencia.
John volvió a recostarse, sumergiéndose en la oscuridad. Anna se sintió expuesta, sabiendo que ella no disfrutaba de aquella protección.
—¿Qué exigencia, Anna? —interrogó con tranquilidad.
—La de que no vea a William.
—¿Vas a ver a William? —volvió a preguntar, aún con mayor tranquilidad.
Anna se impacientó. Sentía demasiada inquietud en aquel instante para enredarse en juegos de ingenio con él.
—No tengo ni idea de qué haré. Pero no quiero que tú me prohíbas que lo haga.
—Pero yo no he hecho tal cosa, Anna —repuso con suavidad.
Anna contuvo la respiración, alerta. Acababa de captar una levísima nota de dolor en su voz cuando el carruaje se detuvo.
—Me has dicho que no quieres que le vea —dijo con inseguridad, al verle descender del coche.
—Exactamente —confirmó, tendiéndole la mano para ayudarle a bajar—. No quiero que le veas, pero no te he prohibido que lo hagas.
Anna aceptó la mano, presa de la confusión. John la tomó por la cintura y la elevó como si no pesara, depositándola ante él. Sus manos no se movieron de aquel lugar; Anna notó el calor de su piel traspasando el fino satén. Sintió que su pecho se hinchaba, y una súbita contracción alcanzó su vientre.
—¿Dónde estamos? —preguntó con voz temblorosa, algo avergonzada de que él pudiera captar el desconcertante efecto que tenía sobre ella.
—A las afueras de Londres. En Tothill Fields.
Anna profirió una exclamación de sorpresa. Se giró para contemplar el oscuro terreno que se extendía ante ellos. Algunas luces vacilantes en el horizonte revelaban la existencia de casas. Avanzó unos pasos, y John la siguió. La luna se había ocultado y apenas era capaz de distinguir algunas cercas y vallados. Se detuvo junto al torcido tronco de un roble, y lo miró por encima del hombro, sintiendo el frío en el lugar que habían ocupado sus manos.
—¿Por qué?
—Malsana complacencia, supongo. Ahora está cambiado. —John indicó el camino que avanzaba entre propiedades cercadas—. Entonces todo estaba más abierto. Pero aquí fue donde comprendí que no soportaría de nuevo mentiras ni engaños. No quiero volver a odiar como odié a Caroline el día que la encontré aquí.
—Pero yo no soy ella —murmuró, sin saber bien qué pretendía John.
—Por supuesto que no. Por eso estamos aquí. Yo espero que tú sí me digas la verdad, y este lugar es tan bueno como cualquier otro. Yo he sido sincero: no deseo que vuelvas a verle. Ahora dime tú qué va a suceder, Anna.
La densa oscuridad se fue llenando de reflejos plateados a medida que las nubes fueron descubriendo la luna. Anna contempló el horizonte, pensativa. La protección de su capa se le antojaba insuficiente para el frío que había calado hasta sus huesos.
—Necesito verle.
A pesar de la firmeza con que había hablado, Anna se volvió hacia John con gesto vacilante. Permanecía muy quieto, con las manos cruzadas a la espalda y las piernas firmemente asentadas en el suelo. Tenía los ojos entrecerrados y el mentón ligeramente alzado, como si la desafiara a probar que aquello le importaba, pensó Anna dudosa.
Pero jamás reconocería que su respuesta le había dolido, supuso.
El silencio que se había instalado entre ellos fue quebrado por un relincho. Anna se dio cuenta que había olvidado la presencia del carruaje.
—John, necesito que lo entiendas —se apresuró a explicar tomando su mano. Comprobó con alivio que él, a pesar de seguir observándola con desconfianza, no la retiraba—. Han sido muchos años de sentirme culpable por su muerte, y ahora, de repente, descubro que todo fue una gran mentira. Y no es suficiente, John; necesito saber qué le sucedió, cómo logró sobrevivir, qué ha sido de él estos años. No puedo hacer como que nada ha pasado. Solo saberlo, John, nada más que eso.
—¿Nada más? Eso es algo que no puedes jurarme.
—¿A qué te refieres?
—Es obvio, ¿no? Si tu marido no te hubiera mentido, estarías ahora con él. No me negarás que donde hubo fuego quedan brasas.
—No lo sé. Dímelo tú. Si te encuentras en una fiesta con Julia, ¿tendría que preocuparme por las brasas?
—Eso es diferente.
—No veo por qué.
—Pues porque yo nunca he amado a Julia, pero tú sí amabas a William, Anna. Porque has sido fiel a su recuerdo durante ocho años. Y porque tal vez aún le ames.
Cerró la boca con fuerza. A pesar de la aparente serenidad de su semblante, Anna fue capaz de comprender la muda pregunta que yacía en el fondo de aquellos ojos oscuros. Su anhelo. Su inseguridad. Su miedo. Respiró hondo, y elevó hacia él una mirada transparente y decidida.
—Pero nunca le amé como te amo a ti.
Las palabras resonaron en la noche, y John las sintió rebotar contra su propio pecho, contra los muros que alzaba, contra sus miedos. Ella continuó:
—Después de creerlo muerto, nunca cuestioné mis propios sentimientos. Es cierto que yo quería a William, y el paso del tiempo cubrió su recuerdo de virtudes que seguramente nunca poseyó. Ya te he explicado lo agradecida que le estaba, el bien que su presencia me causaba. Supongo que podría haber creído que aún le amaba, de no haber sido por las cosas que ahora he descubierto.
—¿Qué cosas? —preguntó John con voz enronquecida.
Anna se acercó a él para susurrar a su oído.
—Cosas como que jamás experimenté las ardientes sensaciones que he vivido contigo. Que jamás deseé tocar su piel hasta un punto en que mis dedos duelen, ni deseé sentir su boca sobre la mía, sobre mis senos, mi estómago… como deseo la tuya.
Los ojos de John se agrandaron apenas un segundo, y una emoción indefinible cruzó su semblante. Anna le observó; habría dicho que algo a medio camino entre el alivio y el agradecimiento se reflejaba en sus ojos, pero su voz al hablar tuvo el mismo tono pacientemente resignado de antes.
—El deseo no es amor, Anna.
—Eso he oído —aceptó con sencillez, acercándose más a él—. Y sin embargo yo no sé separarlo, John. Si deseo acariciar tu piel hasta que me duele es porque deseo poseer tu alma como no he deseado nada jamás. Porque te amo de una manera que me roba el aliento y la voluntad. Porque mi corazón solo quiere latir si estás conmigo. No me valen medias tintas; tal vez por eso yo también siento temor. Te amo más de lo que jamás creí posible. Pero necesito comprender la historia de William, y cerrarla adecuadamente. Solo eso, John.
Ambos se miraron unos instantes en silencio. Una corriente de tensión y anhelo cruzó entre ellos. John frunció el ceño, como intentando decidir qué podía creer. Anna se acercó aún más, y le susurró: «te amo». Entonces con un rugido ahogado John bajó la cabeza y sus labios se posaron bruscamente en los de ella, devorándolos con ansiedad. Anna acercó aún más su cuerpo, con los brazos alrededor de su cuello, hasta que fue capaz de notar cada músculo del cuerpo de John presionando los suyos. La posesividad de su abrazo, de la boca que la reclamaba con fiereza, le hizo comprender cuánto le costaba a John confiar. Pero iba a hacerlo; iba a confiar en ella. Conmovida, se rindió a su furia con docilidad, y cuando al cabo de un rato volvieron al carruaje, supo sin lugar a dudas que había colocado su destino en sus manos.