6

—¡Eres un estúpido! —bramó enfurecido el hombre sentado de espaldas junto a la chimenea encendida.

—¡El estúpido eres tú! Estás atrayendo la atención de la gente —siseó su acompañante, haciendo un gesto hacia las mesas situadas a lo largo de la pared de la taberna, donde algunas cabezas curiosas habían comenzado a volverse hacia ellos—. Baja la voz y tranquilízate. Todo salió como queríamos, así que ¿a qué viene esto?

Ambos hombres quedaron en silencio unos momentos. Los curiosos, viendo que aquella discusión no parecía que fuera a acabar en pelea, perdieron interés en ellos.

—Pero estuviste a punto de echarlo todo a perder por ese maldito anillo —exclamó algo más calmado—. Te dije que no te expusieras a ningún riesgo, y solo a alguien tan estúpido como tú se le habría ocurrido perder tiempo intentando robar un sello que no habría podido vender.

—Bueno, me pareció que un ladrón de verdad no habría dejado esa joya, y no es culpa mía que aquella arpía fuera armada —protestó molesto, echándose hacia atrás en la silla hasta tocar la pared—. Y además, al final no pasó nada.

Su acompañante no pareció aplacarse con aquella explicación. Al contrario, sus ojos adquirieron un brillo peligroso al hablar de nuevo.

—Oh, claro que no pasó nada, pero si llegas a caer del caballo o te hubiera acertado, a estas horas estaríamos cómodamente alojados en Horsemonger Lane, esperando nuestro turno para colgar al viento.

El hombre tragó saliva con dificultad.

—Pero no me dio y pude controlar al caballo. —Cruzó los brazos sobre el pecho, con terquedad—. Además, he estado estos días fuera de Hillbury como tú dijiste. Todo ha salido bien.

—Supongo que sí… —Dio un largo trago a su cerveza y se quedó contemplando el círculo de espuma que se cerraba de nuevo sobre la superficie—. Pero me da mala espina. ¿Sabías que los mocosos viven ahora en casa de la arpía?

—No. —Él también bajó la jarra que estaba apurando—. Pero a nosotros nos da igual lo que hagan, ¿no?

Su mirada interrogadora encontró el rostro pensativo de su acompañante.

—No lo sé, pero no me fío. Esperaba que pronto estuvieran lejos de aquí. Creo que tendrás que hacer otro trabajillo.

—¡Eh! —protestó el otro, molesto—. Dijiste que con el libro todo estaría resuelto.

—Quiero asegurarme de que no haya nada más. Tendrás que pasarte por la granja de esos mocosos una noche de estas. Y cuanto antes mejor —se levantó y arrojó un par de monedas sobre la mesa—. Toma otra cerveza si quieres, pero esta vez no me falles. Nada de improvisaciones sobre la marcha. Entra de noche, y llévate cualquier cosa que encuentres que tenga que ver con las obras. Te enviaré un mensaje en cuanto pueda reunirme de nuevo contigo.

Y se dirigió a la salida, mientras su acompañante rezongaba, enfadado.

—¡Que yo no falle! El plan era tuyo, ¿recuerdas?, fácil y sencillo, dijiste…

—No me importa si te gustan o no las coles, Andrew. Tienes que acabarlas.

Andrew no pareció muy impresionado por el tono imperioso de la voz de Bess, pensó Anna. Tamborileó con impaciencia en la mesa, mientras veía al niño llevarse una col a la boca con mueca de disgusto. A ese paso, no iba a acabar nunca. Estaba esperando que todos pasaran al salón tras la cena para contar a Eliza el ofrecimiento de lord Lisle. No había sido capaz de decírselo en todo el día, pero debía hacerlo.

Era la solución perfecta, mejor incluso de lo que ella había soñado. Pero desde que se había despertado aquella mañana, había ido retrasando una y otra vez el momento de decírselo. Era extraño. Debería haber estado ansiosa por compartir con ellos las buenas noticias, así que ¿por qué no lo había hecho?

Pero en realidad sí sabía por qué, reconoció con descarnada lucidez. No era lo que tenía que contar lo que le secaba la boca; era que tendría que explicar su encuentro con el vizconde, y no sabía si podría hacerlo sin que la voz le traicionara. Desde que había despertado, se había recreado una y otra vez en el momento en que él se había incorporado, tras besar su mano, y ella había deseado con todas sus fuerzas que la abrazara. Mientras desayunaba. Mientras paseaba por los prados circundantes. Mientras tomaba la aguja para recomponer una tapicería. Había atesorado su recuerdo en silencio, como si temiera que al compartirlo se desvaneciera la magia que le calentaba el alma.

El pescozón que Eliza propinó a su hermano no la inmutó. Aún escuchaba su nombre en sus labios. Anna… Suave como una caricia, un susurro que se deslizaba por sus sentidos haciéndola estremecer de placer. Andrew protestó al coger las últimas coles. Eliza se burló de él. Ella siguió pronunciando mentalmente: Lisle… John.

—Pero ¿qué te pasa hoy? —gruñó Bess, mirándola como si estuviera enferma.

—No me pasa nada. —Con un sentido suspiro, volvió a la realidad. Tendría que hacer un esfuerzo y separar las noticias de la ensoñación. Él la había hecho sentir viva en aspectos que creyó haber enterrado, pero su sentido común decía que hubiera sido mejor no haber despertado esos anhelos—. Simplemente, tengo mucho en qué pensar.

—Es por nosotros, ¿verdad? —preguntó Andrew, inquieto—. Porque le damos mucho trabajo.

Anna parpadeó sorprendida.

—¿Por vosotros? ¿Cómo se te ha ocurrido eso?

—No lo sé —contestó sin mirarla, removiendo con el dedo las migas caídas junto a su plato—. Porque desde que ayer me escapé está… rara.

—No es por vosotros… Es decir, tiene que ver con vosotros pero no es que vosotros tengáis que… ¡Oh! —Suspiró rindiéndose—. Sí, tengo algo que deciros, pero son buenas noticias.

Tres pares de ojos se la quedaron mirando fijamente.

—Ayer, al acabar la escuela, tuve una pequeña charla con lord Lisle.

Se preguntó si el calor que sentía en las mejillas sería visible para los demás.

—¿Sobre nosotros? —aventuró Eliza, rompiendo el silencio.

—Bueno, hablamos de la escuela, pero sí, también me habló de vosotros. Veréis, el vizconde ha sido puesto al corriente de vuestra situación, y ha decidido que paséis a tener una ocupación en su propiedad.

Bess, de pie tras Eliza y Andrew, levantó las cejas de forma ostensible.

—¿Ahora ha sido puesto al corriente?

—Eso parece —respondió escuetamente, evitando la mirada de la mujer—. El caso es que me dijo que desea que tú, Eliza, pases a formar parte del servicio de su casa, y tú también, Andrew, aunque quiere que de momento sigas acudiendo a la escuela.

Los ojos de Andrew brillaron de expectación.

—¿Y podré encargarme de ese bonito caballo que tiene lord Lisle?

—No lo sé. No me dijo en qué tipo de ocupación estaba pensando. Pero lo importante es que los dos podréis seguir juntos y no tendréis que iros a Manchester.

El niño palmoteó con satisfacción, dirigiéndose a su hermana.

—¿A que es fantástico, Eliza? El vizconde es un tipo estupendo, y sabe trepar a los árboles casi mejor que yo. Es muy fuerte. Y estoy seguro de que dejará que me ocupe de Thor, y… —Se interrumpió al ver las miradas asombradas de las mujeres.

—¿Qué es eso de que sabe trepar a los árboles, Andrew? —le interrogó Bess—. ¿Quién te ha dicho eso?

—Oh… —Miró hacia su plato, azorado—. Lo sé, eso es todo.

—Me parece —Anna frunció el ceño— que alguien no nos ha contado todo sobre su encuentro de ayer.

—Sí, yo estaba a punto de decir lo mismo —apuntó Bess. La ironía contenida en su voz hizo que Anna levantara la vista, para encontrar fija sobre ella una mirada inquisitiva. Tras un par de segundos, Bess se giró de nuevo hacia la pila de platos que estaba recogiendo.

«Genial», pensó enrojeciendo hasta la raíz del cabello.

Entonces se dio cuenta de que la muchacha no había dicho nada aún. No parecía particularmente feliz.

—Eliza, estás muy callada —se dirigió a ella, sobresaltándola—. Eso soluciona la situación, ¿no crees?

—¡Claro! —exclamó, levantando sorprendida la cabeza—. Sí, por supuesto. Estaba algo distraída, pero sí. Por supuesto.

Aquel era el por supuesto menos creíble que Anna hubiera escuchado nunca. Comprendió que algo no andaba bien, pero decidió esperar a que el niño se retirara para hablar del tema. Los hermanos salieron delante de ella hacia la sala, y Andrew pidió permiso para subir a su cuarto. Eliza meneó la cabeza.

—Seguro que va a leer su libro sobre caballos. Está tan entusiasmado que nos provocará a todos dolor de cabeza, ya verá.

Ambas se sentaron junto a la chimenea. El fuego se reflejaba en el rostro grave de Eliza, suavizando sus pecas y haciéndola parecer mayor. Anna observó que retorcía sus dedos, inquieta.

—Eliza, quería hablar de lo que he dicho antes. No me ha parecido que te hiciera muy feliz la propuesta.

La joven bajó la cabeza.

—Creo que debemos irnos a Manchester —se limitó a decir.

—¿Por qué? —preguntó sorprendida.

—Porque me parece lo mejor.

—Pero Eliza, la propuesta del vizconde es lo que queríamos. ¿Por qué os iríais, ahora que por fin todo se resuelve?

—Yo nunca quise que viviéramos en Hertwood Manor.

Anna sopesó aquella respuesta en silencio. Aquello era extraño. Eliza era una chica sensata, que nunca se había negado a trabajar todo lo duro que fuera necesario, que sabía cuál era su lugar y su posición. No era posible que no apreciara la bondad de la oferta del vizconde.

—No lo entiendo. ¿Acaso no quieres trabajar en una casa? ¿De veras crees que preferirías el trabajo de las hilaturas?

—No. No me disgusta trabajar en una casa, ni prefiero una ciudad donde Andrew no podrá respirar bien si enferma de nuevo. No es eso.

—Pues entonces, por favor —se inclinó hacia ella para tomar su mano con cariño—, dime qué sucede. Verás, no te he explicado esto aún, pero el vizconde pretende mejorar la escuela y que los niños acudan toda la semana, y no solo el domingo. Aún no sé nada de cómo va a organizarlo, pero sí sé que quiere que Andrew acuda. Me parece un ofrecimiento muy generoso por su parte. Y una oportunidad muy buena para Andrew. Así que tendrás que explicarme algo más, si aún quieres irte a Manchester.

—¡Oh! —se sorprendió Eliza, con la indecisión reflejada en su expresión—. Oh, eso sería estupendo para Andrew. Eso lo cambia todo, supongo.

—¿Supones? —Se puso seria—. Eliza, sé que pasa algo que no me has contado. Y no puedo ayudarte si no me lo cuentas. Dime de una vez qué sucede.

Con expresión compungida, la muchacha sacó de su bolsillo un pañuelo y se sonó la nariz. Luego inspiró hondo, como si le costara hablar.

—Es por el accidente de mi padre. No sé muy bien qué hacía a esas horas de la noche en el granero, pero sé que estaba preocupado y algo no andaba bien.

El aparente cambio de tema sorprendió a Anna. La muchacha prosiguió.

—Unos días antes de que muriera, le oí discutir fuera de la casa con alguien. Mi padre decía que al final, todo se sabría, que todos conocerían lo que estaba haciendo. No oí la contestación del otro hombre, pero cuando salí, ya se había ido. Mi padre vino corriendo y me metió en la casa. Le pregunté qué sucedía, pero no quiso responderme. Solo me dijo que me alejara de Hertwood Manor. Y unos días después, murió.

La chica elevó hacia Anna unos ojos llenos de lágrimas.

—Así que, ya ve, puede que solo fuera una coincidencia, pero tengo miedo de que le pueda pasar algo malo a Andrew si vamos allí.

La sorpresa de Anna se reflejó en su semblante.

—Pero tu padre murió por un larguero desprendido, cariño. Solo fue un caso de mala suerte. Además, Hertwood Manor está lleno de gente, ¿qué podría pasarle a Andrew allí?

Eliza apretó los labios. No habló, pero introdujo la mano en el bolsillo de la bata y sacó un pequeño cuaderno cuyas tapas estaban muy desgastadas. Se lo entregó a Anna.

—Esta libreta estaba entre las cosas de mi padre. No comprendo bien lo que significan las anotaciones que contiene, pero verá que hay una hoja donde figura la palabra «granero» y luego hay muchos números.

Anna abrió la libreta. Efectivamente, contenía una lista de obras y ante cada anotación aparecían diferentes palabras y cifras. Drenaje, cerca, travesaños, carpinteros… Frunció el ceño.

—Parece que tu padre vigilaba de cerca las obras de Hertwood Manor. Quién sabe qué estaría buscando…

Observó a Eliza con detenimiento. La joven no había mostrado ninguna reacción ante las palabras de Anna, y esta sospechó que sabía más de lo que decía.

—Me estaba preguntando si en realidad tu padre no te contó algo más sobre las obras de Hertwood Manor. ¿Crees que se refería a esto cuando dijo que os alejarais de la gente de la propiedad?

Eliza se encogió de hombros y guardó el pañuelo.

—Es lo que he pensado.

—No acabo de comprender si tu padre pretendía tener pruebas de que lord Lisle no se ocupaba de mantener la propiedad en el estado adecuado, o de que las obras encargadas no se realizaban conforme a lo convenido. En el primer caso, no veo qué propósito podía tener enfrentarse con su patrono. Si fuera lo segundo, en cambio, parece más lógico que quisiera reunir pruebas. Aunque lo cierto es que a mí estas cifras no me dicen nada.

Se levantó y comenzó a pasear, reflexiva, delante de la butaca.

—Creo que lo único que podemos hacer es llevar esta libreta al vizconde. Si tiene algún sentido, solo él puede comprenderlo.

Eliza la observó con escepticismo.

—Si se fía de él…

—Bueno, lo que no parece probable es que tu padre os previniera contra lord Lisle, cuando ni siquiera vivía en Hertwood Manor. Pero si te hace sentir más tranquila, podemos solicitarle que de momento os permita dormir aquí. Tendríais que levantaros todos los días muy temprano, porque no os costará menos de media hora acudir andando, pero si le explicamos las circunstancias, tal vez lo permita.

—Pero él no tiene por qué hacer algo así —apunto dudosa, pero más tranquila.

—No —concedió Anna—. Pero no perdemos nada por intentarlo.

Eliza emitió un hondo suspiro, y sonrió con timidez a Anna.

—Bueno, tal vez no sea necesario. Puede que usted tenga razón, y haya hecho una montaña de un grano de arena. Si el vizconde quiere que trabajemos para él, supongo que debería estar agradecida.

—Lo que pasa es que la muerte de tu padre ha sido un golpe muy duro, y es lógico que estés tan sensible. —Apretó su mano para infundirle ánimos—. Has sido muy valiente enfrentándote a la realidad por Andrew. Puede que trabajar en las hilaturas no esté tan mal, pero Susan ni siquiera pudo acudir al funeral de su padre. Eso me hace pensar cómo ha de ser la vida allí. Lamento tanto que cada vez más jóvenes deban irse a esas ciudades… Pero la vida es así, supongo. —Se levantó para avivar el fuego con el atizador—. Sin embargo, vosotros tenéis la posibilidad de continuar en vuestro pueblo, con vuestra gente. Eso me hace sentir muy feliz.

—A mí también. Pero protegería a Andrew con mi vida, si hiciera falta —afirmó con vehemencia.

Anna rio.

—Gracias al cielo que no va a hacer falta. Nadie va a hacer daño a Andrew, te lo prometo.

—Pase.

El administrador entró en la biblioteca de Hertwood Manor, dirigiéndose con decisión a la mesa situada ante los ventanales. Ya se había acostumbrado a ver allí al nuevo vizconde y despachar teniendo ante su vista los jardines de la casa.

—Buenos días, milord. ¿Deseaba verme?

—Buenos días, Hubbard. En efecto. He estado repasando las anotaciones que me entregó y todo parece en orden.

—Sabe que después del atraco no puedo garantizar la misma exactitud…

—Sí, sí —le interrumpió con impaciencia—. Pero me gustaría hablar con el señor… el contratista, ¿cómo dijo que se llamaba?

—El señor Jenkins, milord.

—Muy bien. Dígale que esté aquí el viernes.

—Con todos los respetos, milord —interrumpió incómodo—, ¿puedo preguntarle por qué quiere verle?

John enarcó la ceja ante la impertinencia de la pregunta, pero contuvo la acerada réplica que acudió a sus labios.

—Simplemente quiero saber cómo es posible que nadie se percatara de que la madera estaba en mal estado.

—En realidad la carcoma no se ve a simple vista —se apresuró a explicar su administrador—. Por eso es tan complicado saber en qué estado se encuentran las vigas. Cuando se instalaron…

John le cortó con impaciencia.

—El viernes, Hubbard.

—Sí, milord, pero como ya le he explicado…

—Hubbard, no insista en el asunto. Creo que he sido muy claro en mis deseos. Ahora deseo hablarle de otros dos temas.

El administrador apretó los dientes con fuerza mientras John Sinclair cerraba el cuaderno que tenía ante él.

—En primer lugar, quiero contratar a Eliza y Andrew Alcott en mi casa. No sé de qué se ocupan las muchachas de su edad, pero encárguese de comentarlo a la señora Pratt; ella sabrá qué es lo más oportuno. En cuanto a Andrew, hay que buscarle una ocupación que le permita disponer de algunas horas libres para acudir a la escuela. Supongo que él preferiría echar una mano en los establos, por supuesto, pero lo dejo a su criterio. Y eso me lleva al siguiente tema. Quiero intervenir en la escuela de Halston y hacer algunos cambios…

El administrador mantuvo un incómodo silencio. Comprendió que estaba presenciando el nacimiento de cambios que no le iban a gustar nada, y que le obligarían a tomar alguna decisión más pronto que tarde.

Anna tomó una de las botellas de la estantería situada a su izquierda, y con cuidado la colocó bajo la espita del tonel de roble, abriéndola y vertiendo el líquido de color pajizo en la misma. Cuando terminó, la depositó en la estantería de la derecha, y continuó con la siguiente. Ya solo le quedarían unas diez, calculó. Aquel día hacía un calor inusual para marzo, y había decidido bajar al pequeño espacio soterrado que se utilizaba como bodega. Ahora que el buen tiempo se había asentado, era el momento de embotellar su sidra cuanto antes.

Habiendo calculado a la perfección, diez botellas después había terminado, y solo le quedaba taponarlas. Todo debía hacerse con movimientos suaves, delicados, sin ninguna manipulación brusca.

Oyó en la escalera, a su izquierda, los conocidos pasos de Bess. Su voz llegó a ella desde los escalones superiores.

—Anna, tienes visita.

Anna detuvo un momento el movimiento que estaba a punto de hacer, sorprendida. Bess sabía que para ella el embotellamiento de la sidra era un momento especial, casi litúrgico, que procuraba hacer a solas y en silencio. Esa noche había cuarto menguante, y era el momento adecuado. Y no podía dejarlo hasta acabar.

—Ahora no, Bess —negó casi en un susurro—. Aún no he acabado.

Pero aquella razón no pareció convencer a Bess.

—Preferiría no dejar al vizconde solo en la sala.

La mano de Anna se crispó sobre el tapón que estaba a punto de colocar.

—Y yo no puedo dejar las botellas sin taponar. Tendrá que esperar —dijo con toda la decisión que pudo, a pesar de que su corazón había comenzado a latir como loco. Él otra vez. Echó un rápido vistazo a la estantería. Acababa de empezar a taponar, y le quedaban casi cuarenta botellas. Unos ocho minutos con suerte.

Oyó los pasos alejándose, y se obligó a prestar toda su atención a la siguiente botella. Agarró el corcho, notando que sus manos temblaban ligeramente. «Concéntrate en lo que estás haciendo —se dijo—. No pienses en él y acaba».

Al cabo de unos segundos, oyó de nuevo las pisadas, pero esta vez no se detuvieron en la entrada. Estaba recriminándose no haber cerrado la trampilla cuando notó la diferente cadencia de las pisadas. En el mismo instante en que comprendió que no era Bess quien bajaba, la conocida voz profunda que erizaba sus nervios dijo a sus espaldas:

—En ese caso, creo que lo mejor será que la ayude a terminar.

Todas las terminaciones nerviosas de Anna se pusieron alerta. Notó que le faltaba el aire, como si la imponente presencia de aquel hombre en el pequeño espacio lo hubiera agotado.

—Silencio —reprendió antes de que él se moviera, sin atreverse a volverse, y continuó con la siguiente botella.

Él la observó sin hablar, ligeramente divertido. Cuando ella terminó y depositó la botella ya cerrada junto a las demás, se colocó tras su espalda, rozándola ligeramente, y tomó una de las botellas abiertas para imitarla.

Anna estuvo a punto de dejar caer el vidrio, pero consiguió aguantar. Al cabo de pocos minutos, todas las botellas reposaban en la estantería de la derecha. Anna suspiró aliviada cuando pudo dirigirse a las escaleras para salir. Los movimientos de aquel cuerpo a su espalda, su respiración audible en el silencio de la bodega, el calor que irradiaba, habían hecho que todo su cuerpo temblara de pies a cabeza. La había pillado por sorpresa, sin poder preparar una defensa ante él. Y sentirse tan vulnerable la irritaba.

Cuando ambos salieron y estuvieron junto a la trampilla, situada en el pasillo que conducía a la antigua despensa, la cerró de golpe y se encaró con él, mientras se quitaba el delantal.

—Su conducta ha sido muy poco apropiada, milord —espetó con indignación—. No sé qué habrá pensado Bess.

—Yo tampoco, pero fue ella quien me condujo hasta aquí —replicó con tal calma que Anna sintió deseos de gritar, cosa que tal vez hubiera hecho de no haberse quedado sin palabras.

«Traidora», fue su único pensamiento coherente.

—Además, necesitaba que acabara cuanto antes, y me pareció que ayudarla era la única opción de que eso sucediera.

—Si hubiera querido ayuda, se la habría solicitado a Bess.

—Pero Bess me dijo que ella nunca le ayuda con esa labor. Parece que usted prefiere hacerlo sola.

—Exactamente. Sola. No yo sola con alguien a mis espaldas. ¿Lo comprende ahora?

Una sonrisa iluminó su rostro de una forma que Anna comenzaba a encontrar demasiado familiar.

—¿Sabe? Es usted una mujer realmente sorprendente. El otro día limonada, ahora sidra… —murmuró con expresión pensativa.

Apretando los dientes, Anna se dirigió a la sala, donde Bess estaba colocando dos vasos y una jarra de limonada, y la fulminó con la mirada, pero ella no pareció sentirse intimidada. Se sentó en la butaca, y lord Lisle en una silla frente a ella. Cuando ambos se quedaron a solas, fue él quien comenzó a hablar.

—Discúlpeme, pero creí que habíamos acordado ser amigos.

Otra vez esa palabra, pensó Anna con fastidio.

—Estoy segura de que, si reflexiona sobre ello, el hecho de bajar a una bodega sin haber sido invitado no le parecerá una conducta propia de amigos.

—¿No? —preguntó enarcando las cejas divertido—. Yo acudo a las bodegas de mis amigos con bastante libertad, e incluso les ayudo a vaciarlas, pero si es así, le presento mis disculpas. Bess me dijo que no había inconveniente. Sin embargo tal vez haya sido una libertad excesiva por mi parte. Por favor, perdóneme.

La mirada profunda que posó en ella hizo que Anna se estremeciera. Su sentido común le gritaba que se apartara, que aquel hombre solo buscaba entretenerse de algún modo hasta que decidiera volverse a Londres. Y, sin embargo, la tentación de arriesgarse a comprobarlo era muy grande. Sobresaltada, se dio cuenta de que el esquivo atisbo que había creído obtener del interior de su alma jugaba contra ella; podía negar durante días, tal vez semanas, la profunda fascinación que sentía, pero al final acabaría por caer. Su única posibilidad era que él se aburriera del juego antes de que ella resultara herida. Tal vez, si resistía lo suficiente, consiguiera que fuera así.

—¿Está usted bien… Anna?

Escuchar su nombre en sus labios la sobresaltó. No era la primera vez, pero seguía resultando turbador. El corazón le palpitaba demasiado, pensó confundida. Tal vez él era capaz de verlo. Pero se recordó que era experta en encubrir sus emociones; eso era algo que había hecho durante muchos años. Si conseguía estar alerta, él no podría saber lo alterada que se sentía. Todo era cuestión de controlar sus palabras.

—Sí, milord, estoy bien. Simplemente, me ha sorprendido usted. Mucho.

Los ojos de él brillaron con picardía.

—Pero las sorpresas son la sal de la vida, ¿verdad? A mí, por ejemplo, me sorprende que usted no me llame por mi nombre, tal y como acordamos.

Había pedido perdón, pero no estaba arrepentido de nada, se dio cuenta Anna sorprendida por su descaro.

Decidió cambiar de tema.

—Ha dicho que necesitaba que acabara pronto. ¿Puedo preguntar por qué?

—Claro. Porque he traído mi carruaje, y quería que me acompañara a visitar un sitio.

Entonces Anna fue consciente del sonido de unos cascos sobre la grava. Fueron necesarios algunos segundos para que asimilara lo que había escuchado.

—¿Quiere… quiere llevarme de paseo?

—En realidad quiero que me acompañe a visitar el granero donde falleció el señor Alcott.

«Ah». Bueno, eso tenía sentido, decidió con sensatez, sin querer prestar atención a la sensación de decepción que acababa de sentir. Aquello demostraba que comenzaba a interesarse por la propiedad, y eso solo podía ser bueno para todos.

—Considero que sería más útil para usted que le acompañara el señor Hubbard —objetó, más para ganar tiempo que por convencimiento.

—Tal vez. Pero hoy mi administrador ha tenido que ir a Hillbury, y reconozco que no estoy muy seguro de dónde se halla el granero comunal. Le agradecería que usted pudiera indicármelo.

Bien, pues eso lo explicaba todo. Salvo su desilusión, pensó burlándose de ella misma. Se levantó con rapidez para avisar a Bess de que iba a salir pero él continuó hablando.

—Además, también quería pedirle que me haga el honor de cenar hoy en Hertwood Manor. Cuando terminemos, mi carruaje la traerá de vuelta a casa. Tengo algunas ideas sobre la escuela que quisiera discutir con usted.

Anna, que se hallaba cerca de la puerta, giró sobre sus talones con tal ímpetu que estuvo a punto de perder el equilibrio.

—¿Cenar en Hertwood Manor? ¿Hoy, con usted? —La sorpresa tiñó su voz de incredulidad.

—Si usted me hace el honor de aceptar. Lo he pensado mucho, y creo que le gustarán las propuestas que tengo para la escuela.

Anna sintió la sangre agolpándose en los oídos, indecisa. Su sentido común sabía que aquello no era buena idea, que ellos no eran amigos ni podrían serlo, pero la extraña atracción que sentía por él acallaba esas palabras. Y por primera vez desde que había conocido a John Sinclair se dio cuenta de que estaba asustada. Durante los seis años que habían transcurrido desde la muerte de Phillip su vida se había mantenido dentro de los correctos límites que la sociedad prescribía para una viuda de buena educación, pocos medios y cierta edad. La única pasión a la que había sucumbido era su implicación con la escuela. Todo había sido predecible, pero seguro y resguardado. Sin embargo, desde que él había aparecido, una vaga sensación de ahogo ensombrecía su hasta entonces apacible vida.

Contempló el radiante día a través de la ventana, y pensó en su ordenada vida como era ahora, y también como seguiría siendo cuando aquel hombre decidiera seguir su camino: la escuela donde todos los años acogería nuevos alumnos y despediría a otros, el cuidado de su jardín, las ocasionales veladas con las Wentworth, tal vez algún baile en Hillbury… La sidra en otoño, los inviernos aislada, los cuidados de su jardín en primavera, los largos paseos en verano por los campos circundantes… Así año tras año. Todo lo que había conseguido que fuera su vida. Todos los resultados de sus esfuerzos. Desde sus treinta y cuatro años actuales hasta que Dios la llamara.

Se decidió.

—Avisaré a Bess de que hoy cenaré fuera.

—¿Cómo es que prepara usted su propia sidra?

Anna orientó la sombrilla sobre su hombro, de forma que el sol no le diera en el rostro. Por fortuna llevaba su vestido de paseo más ligero. A pesar de estar a finales de marzo, el aire soplaba caliente y bochornoso, como si fuera verano, y oscuras nubes comenzaban a crecer hacia el este.

—El anterior arrendatario era muy aficionado a ella. Fue él quien plantó manzanos de diferentes variedades. Encontré en el sótano unos barriles y botellas, y pensé en utilizarlos. Yo no sabía nada del proceso, pero Bess me habló del molino de sidra que un primo suyo tenía cerca de Hillbury, y acudí a hablar con él. Harry fue quien me explicó cuáles eran las mejores manzanas para la sidra y en qué proporción debía mezclarlas, cuándo hay que recolectarlas, cómo debo mantener el barril…

—Y decidió que usted también haría su sidra.

—Decidí intentarlo. —Se encogió de hombros—. Ahora voy mejorando.

—Pero no he visto espacio suficiente en su bodega para esa labor.

—No lo hay, y tampoco tengo los medios necesarios. Cuando tengo la mezcla de manzanas que creo adecuada, acudo con ellas y los barriles al molino de Harry. Él me ayuda con la prensa, y luego trasladamos los barriles a mi bodega.

La mirada de John Sinclair se apartó un instante del camino para observar el perfil de Anna.

—Muy interesante —se limitó a decir con un tono ambiguo, que sugería que no se refería al proceso de la sidra.

Anna fue consciente de su escrutinio, y se obligó a mantener la mirada al frente en un intento de contener el escalofrío que subió por su espalda. Continuaron en silencio un trecho.

El tílburi sorteó con destreza un bache, bamboleándose un instante, y Anna se agarró con precaución al asiento. No pudo evitar observar las elegantes manos del vizconde. Eran unas manos grandes, de dedos largos, que sostenían las riendas con la mezcla de firmeza y delicadeza que ella había visto en los mejores oficiales del ejército. Suspiró. El vizconde también parecía dotado para la conducción.

—¿Por qué se preocupa tanto por la gente de Halston?

Anna dio un respingo y elevó la vista hacia su rostro. Se había distraído observando sus manos, y temió que él aprovechara aquello para tomarle el pelo, pero la pregunta sonó directa y franca, sin rastro de burla.

—¿Le parece mal que me preocupe por los demás? —Le devolvió la pregunta para ganar tiempo, intentando decidir si él se lo reprochaba o sentía curiosidad.

—Me parece extraño. —Dio un suave tirón a las riendas, y el caballo aceleró el paso.

Anna frunció el ceño, algo recelosa.

—No sé qué tipo de sermones está acostumbrado a oír los domingos, pero le aseguro que si escuchara al reverendo Edwards no vería nada raro en ofrecer su ayuda a los demás.

—Me parece extraño que usted se preocupe. No me malinterprete —cortó la evidente protesta que ella estaba a punto de emitir—, solo quiero decir que las mujeres como usted suelen estar tan ocupadas con invitaciones a veladas, fiestas y bailes que no tienen tiempo de dedicarse a ayudar en la iglesia.

—No sé si ha pretendido ofenderme o halagarme, pero le aseguro que las mujeres como yo tenemos muchas más preocupaciones que las fiestas.

—No es lo que yo conozco.

—Cualquiera diría que las mujeres que usted conoce solo se ocupan de vestidos y bailes.

—Y así es, se lo puedo asegurar. Esas son las preocupaciones de las mujeres que conozco —afirmó con rotundidad, y su rostro se ensombreció—. No quisiera preocuparla, pero aquellas nubes oscuras a nuestra derecha están creciendo a gran velocidad.

Anna observó de reojo el cielo. Efectivamente, empezaban a parecer amenazantes. Pero decidió volver al tema.

—No estoy en absoluto de acuerdo con usted. Todas las mujeres se preocupan de muchas más cosas que esas frivolidades. Las mujeres cosen, bordan, leen, llevan un hogar, cuidan hijos… Y muchas además se dedican a labores caritativas.

—No dudo que habrá mujeres así, pero no son las que yo frecuento —explicó con repentina severidad, mientras sus ojos se ensombrecían—. En mi mundo, Anna, las mujeres hablan de la última moda de París y del último escándalo de la sociedad, encargan el cuidado de sus hijos a institutrices y tutores, y prefieren el brillo de los cientos de velas de un baile al calor de la chimenea de la casa familiar. Y puede que den dinero para caridad, sobre todo si pueden hacer que otros lo sepan, pero lo que no dan es su tiempo.

Allí estaba otra vez aquella extraña amargura, pensó Anna estremecida. El vizconde sonriente, que bromeaba con ligereza y galanteaba casi de continuo, se transformaba a veces en un ser severo, que hablaba con cinismo y rebatía con aspereza. Era una transformación de lo más desconcertante.

Observó de reojo su mandíbula apretada, y la tensión que blanqueaba sus nudillos. Súbitamente, comprendió que todo en él le atraía, sin que su dureza y su cinismo rebajaran un ápice aquella atracción, y se sintió dolorosamente frágil. Con la vista fija en su perfil, se dirigió a él con un hilo de voz.

—¿Por qué ha venido a buscarme, lord Lisle?

Él continuó mirando al frente, sin volverse hacia ella, cuando se oyó el primer trueno.

No pretendió fingir que no la había entendido.

—Me gusta su compañía, Anna.

—¿Tanto le aburre Halston, milord? —La incertidumbre hizo que su voz sonara indecisa.

—Halston me aburre, sí. Y Londres también —reconoció con desgana, sorprendido de haber admitido en voz alta algo que guardaba dentro de sí—. Pero aunque la encuentro amena, esa no es la razón de que me guste estar con usted.

Entonces tiró de las riendas, y el carruaje se detuvo. Se giró hacia Anna. Sus ojos parecían reflejar la angustiosa oscuridad del cielo, y contenían una emoción que ella no supo identificar. Con lentitud, elevó una mano hacia la mejilla de Anna, deslizando sus nudillos en una suave caricia que le quitó el aliento.

Unas gotas de lluvia comenzaron a caer. Sabía que debía decirle que se detuviera. Sabía que no estaba bien disfrutar aquella caricia. Con voz trémula, mientras John bajaba la mano y el camino trazado sobre su mejilla parecía arder, Anna preguntó sin aliento:

—¿Cuál es la razón?

John sonrió sin ganas, con algo parecido al arrepentimiento en sus ojos.

—Su pasión, Anna. Su extraordinaria pasión.