15

Después de diez días siguiendo resignadamente todos los planes propuestos para su disfrute, Anna no se sentía feliz, pero tampoco podía decir que hubiera pasado los días arrastrándose como alma en pena. Había acudido a Covent Garden, había cabalgado por Hyde Park cuando la lluvia lo había permitido, había visitado Astley’s y había asistido a una velada musical en casa de una prima de lady Everley. Y, por supuesto, había acompañado a Lucy de compras varias veces. Pero por mucho que Anna pudiera disfrutar admirando telas y sombreros en las elegantes tiendas de Londres, aquella semana había acabado por ser demasiado para alguien acostumbrado a contemplar con precaución cada penique que gastaba.

La invitación para su primer baile formal, al que se dirigían en aquel momento, le produjo inicialmente más desasosiego que ilusión. Se sentía extraña en aquel elegante mundo de frivolidad al que un día perteneció, como si ya no encajara en él. Pero tampoco estaba segura de ser capaz de amoldarse de nuevo a su rutinaria vida. Le irritaba aquella sensación de estar dividida entre dos mundos sin encontrar acomodo en ninguno de ambos. Y para empeorar su ánimo, no había conseguido apenas limitar la cantidad de veces que se descubría pensando en la sonrisa deslumbrante de John o en su mirada sombría.

Su ánimo era extraño cuando el sábado por la noche el carruaje de lady Everley se detuvo ante la casa de lord y lady Winwood. Conteniendo la respiración, Anna observó la entrada brillantemente iluminada: hacía tanto tiempo que no acudía a un baile que temía haber olvidado comportarse. Habían acudido en dos carruajes desde la casa de lady Everley; Charles, el hijo mayor de su madrina, y su esposa Hazel habían cenado con ellos, y después todos juntos habían acudido al baile. Mientras el mayordomo comprobaba las invitaciones, Anna atisbó el interior de la casa. El resplandor de los centenares de velas que iluminaban el salón se reflejaba en el recibidor, y el rumor de multitud de conversaciones entremezcladas y risas llegó nítido y potente hasta ella.

Al cabo de unos momentos, el mayordomo inclinó brevemente la cabeza, franqueando el acceso al salón de baile. A pesar del calor que procedía de aquella estancia, Anna sintió un escalofrío al contemplar aquel amplio espacio tan lleno de vida y alegría.

Aunque no esperaba conocer a nadie, su mirada recorrió toda la sala. La orquesta tocaba desde un espacio elevado situado a su derecha, sostenido por columnas corintias y rodeado por una barandilla de mármol. Bajo él, y a lo largo de toda la pared, se habían colocado dos hileras de sillas doradas, con patas en forma de cabeza de pantera y tapizadas con terciopelo azul. Los espacios entre las altas ventanas estaban ocupados por mesas cubiertas por delicados manteles de hilo y encaje, sobre las que se hallaban poncheras, platillos de porcelana y copas de cristal que reflejaban en todas las direcciones las luces de las inmensas lámparas de cristal. Algo aturdida, pensó que hacía muchos años que no estaba en un lugar tan lujoso y elegante.

Lady Winwood les recibió a la entrada del salón, con distraída cortesía, animándoles a disfrutar del baile; antes de terminar ya se dirigía a los invitados a su espalda.

El grupo de Anna rodeó la zona reservada para el baile, donde se estaba formando una cuadrilla, y se dirigió al espacio situado bajo la orquesta. Allí tomaron asiento y, a pesar de su reserva, Anna tuvo que reconocer que era difícil sustraerse a la excitada emoción que todo baile parecía provocar en los asistentes. Desde que habían llegado, una inexplicable sensación de inquietud hacía que le cosquilleara la sangre en las venas.

Mientras Charles y Hazel, y Lucy y un joven rubio, alto y de aspecto tímido —que su madrina identificó como lord Alvey, hijo de lord Alverston—, se dirigían a la pista para un reel, lady Everley y su hija se dedicaron a explicar a Anna todo lo que conocían sobre las personas presentes. Anna les escuchaba algo distraída. Había acudido decidida a permanecer sentada junto a su madrina, y así lo había manifestado a pesar de las protestas de esta. Cierto era que su resolución había flaqueado un poco al contemplarse por primera vez en el espejo, con aquel viejo vestido de baile que las hermanas Wentworth habían arreglado de manera espectacular. Las mangas ahora eran más cortas y el escote más bajo, y sobre la seda azul habían añadido un delicado tul del mismo color, liso salvo en la zona del ruedo, donde se adornaba con hojas de serbal bordadas. La doncella de lady Everley había cepillado su cabello hasta hacerlo brillar de manera asombrosa, y había dispuesto la cascada de rizos en un sencillo recogido alto, sujeto por una diadema adornada por pequeñas turquesas que, para su sorpresa, le hacía parecer muy joven. Cuando lady Everley, al entregarle un paquete que contenía un par de guantes de satén, la había encontrado con la boca abierta ante su propio reflejo, se había echado a reír, pero solo le había dicho que ahora Anna podía ver lo que ella veía claramente hacía tiempo: que no era ninguna mujer de mediana edad que tuviera que quedarse sentada en un baile mientras el resto de la gente se divertía.

Pero, a pesar de ello, había acudido dispuesta a permanecer junto a su madrina. Sin embargo, los susurros de las zapatillas de baile sobre el brillante suelo de madera parecían ejercer sobre ella una fascinación irresistible. Aquello no le desconcertó demasiado; aunque hasta entonces lo había evitado casi con fiereza, desde que había recibido la invitación para acudir a Londres había pensado más de una vez cómo habría sido su vida si no hubiera vuelto con Phillip a Kent. Así que cuando Charles la invitó a bailar, no fue necesario el pequeño toque que su madrina le dio con el abanico para que saliera a la pista con una sonrisa agradecida.

Cuando el baile acabó y Charles le condujo de nuevo a su silla junto a lady Everley, el rostro de Anna resplandecía de satisfacción. Para su deleite, el hermano de Hazel le solicitó el siguiente baile y a partir de ese momento, no le faltaron las invitaciones para bailar.

—Siempre fuiste una excelente bailarina —le dijo lady Everley observándola con cálida aprobación, en una de las ocasiones en que Anna prefirió permanecer junto a ella.

Intentando recuperar el ritmo de la respiración después del esfuerzo, Anna rechazó aquel halago, pero el chispeante brillo de sus ojos delató su complacencia. A pesar de su inicial reticencia, se sentía alegre, y más viva de lo que se había sentido en muchos años. Y aunque dentro de ella subsistía la vocecilla que susurraba que no tenía derecho a sentirse así, el sonido de la música había conseguido silenciarla.

Hacia el final de la velada el calor del salón se había vuelto casi sofocante, pero el conocido miedo a las corrientes del anfitrión no permitía abrir las puertas de la terraza de par en par. Anna convenció a lady Everley para trasladarse a una de las sillas dispuestas en la galería abovedada que cerraba el extremo septentrional del salón, donde estaba segura de que el aire sería más fresco. Estaban tomando asiento cuando Lucy se les acercó, contemplando con un mohín de disgusto el ruedo de su vestido, descosido tras el pisotón de lo que describió como el bailarín más torpe con el que había tenido la desgracia de topar. Disimulando una sonrisa, pues realmente el estropicio causado al vestido era importante, Anna se ofreció a acompañarla al tocador para intentar reparar el daño, lo que fue recibido con agradecimiento por la joven.

A pesar de su destreza con los alfileres, el arreglo del ruedo llevó a Anna más tiempo del que había previsto, y cuando de nuevo pudieron bajar al salón la orquesta se estaba preparando para acometer el último vals de la noche. Tan pronto entraron en la sala lord Alvey se les acercó para recordarle que Lucy le había prometido este baile. Anna observó divertida el brillo de la mirada de la joven al aceptar la mano de su admirador, y supo a ciencia cierta que aquel recordatorio no era imprescindible. Meditando que un enlace entre Lucy y el heredero de lord Alverston sería una noticia muy bien recibida en casa de los Everley, aceptó una copa de champán de la bandeja ofrecida por un camarero, y se dirigió en busca de su madrina. A su muda interrogación, respondió con una inclinación de la cabeza, indicando el lugar donde Lucy y su pareja giraban con elegancia. No puedo evitar una sonrisa al ver la expresión de satisfacción de su madrina. Estaba elevando la copa de champán hacia sus labios cuando, a través de las figuras en movimiento, su atención fue atraída por la figura alta y atlética de un hombre vestido de negro, de espaldas en el otro extremo del atestado salón. Paralizada, detuvo el movimiento de la copa en el aire, y unas gotas de la bebida se derramaron sobre su falda. Las figuras sobre la pista continuaron sus giros, y la visión desapareció.

—¿Anna?

Volvió la cabeza hacia el lugar del que la voz provenía. Lady Everley la miraba con asombro. Desconcertada, Anna descubrió que aún sostenía la copa en el aire, y bajó la mano. Entonces se dio cuenta que había estropeado la falda de su vestido.

—Anna, ¿estás bien?

A pesar de que ella se estaba preguntando lo mismo, consiguió recomponerse lo suficiente para responder con el tono más pragmático que pudo conseguir.

—Me he estropeado el vestido.

—Eso parece. ¿Te encuentras bien?

Asintió con la cabeza, abriendo el abanico que colgaba de su muñeca, agradecida por la excusa que le proporcionaba.

—Hace mucho calor en esta sala.

—Ciertamente —respondió su madrina sin apartar la mirada de su rostro—. Llevo diciéndolo toda la tarde.

Consciente de que aquella explicación no sería suficiente para su madrina, Anna intentó pensar en algo más que decir, pero se encontró lamentablemente falta de palabras. Al fin, con un suspiro resignado, bajó la vista de nuevo a su vestido.

—Creo que debería intentar solucionar esto cuanto antes. Será mejor que vaya al tocador.

—El baile está a punto de acabar, Anna —la interrumpió su madrina colocando la mano en su brazo—. Lucy terminará en apenas un par de minutos, y entonces todos nos retiraremos. Será mucho mejor que sea Bridges quien se ocupe de esa falda.

Anna aceptó la sugerencia con docilidad, y continuó sosteniendo ante sí el abanico. La visión había sido tan fugaz que ahora podía dudar si en realidad era John Sinclair quien había permanecido ante la puerta que conducía a la sala de naipes, o su imaginación la había traicionado. Había vislumbrado su figura apenas dos segundos, y cuando los remolinos que giraban en la pista le habían permitido ver de nuevo aquella puerta, él ya había desaparecido. Continuó sintiéndose alerta mientras Lucy volvía y todos juntos se dirigían a buscar sus capas, pero aunque ya en la puerta se volvió de nuevo hacia el gran salón, no volvió a tener atisbo de aquella figura. Dolorosamente consciente del ruidoso golpeteo del corazón en su pecho, no fue capaz de decidir si su agitación se debía al temor de encontrarlo o a la esperanza de hacerlo.

Al día siguiente, y para su alivio, Anna se había encontrado sola en la mesa del desayuno. Se había despertado temprano, inquieta y exasperada sin motivo, y a pesar del plomizo cielo que había ocultado los primeros rayos de sol del amanecer, había decidido salir a cabalgar por Hyde Park. El ejercicio había hecho bastante para aplacar su impaciencia, pero el hecho de que todas las habitantes de la casa continuaran en sus habitaciones cuando ella bajó a la salita de desayunos le provocó un suspiro de alivio.

Había permanecido algo abstraída frente a una taza de té caliente, jugueteando con las migas que habían quedado en el plato tras comer con desgana dos pedazos de brioche, y sin terminar su bebida había ido a la salita de mañana. La imagen de John la víspera en el baile de los Winwood había sido tan inesperada que le había dejado casi sin capacidad de reaccionar. Pero debería haber comprendido que, junto a Halston, Londres era el lugar del mundo donde más probable resultaría encontrarse. Sabía perfectamente que la sede de sus negocios estaba allí, y por tanto era más que seguro que acudiría habitualmente a la ciudad.

Sin embargo, ni siquiera estaba segura de haberle visto. Podía tratarse de una mala jugada de su imaginación. No sería tan extraño, teniendo en cuenta que más o menos cada cinco minutos pensaba en él. Con un suspiro de cansancio, tomó un libro de la estantería y se acomodó con él en la butaca más cercana a la ventana, dispuesta a dejar de pensar en John. Pero tras volver una y otra vez sobre el mismo párrafo sin conseguir concentrarse en la lectura, finalmente se rindió y bajó el brazo, depositando el libro abierto sobre sus rodillas, intentando comprender qué le sucedía. Había abandonado Halston porque no se había sentido capaz de enfrentarse a la vergüenza de que él hubiera comprendido demasiado sobre su vida. Y, al hacerlo, había cerrado la puerta a lo que quiera que pudiera haber sucedido entre ellos, estuviera él en Londres, en Halston o en las Indias. Punto final.

El hecho de que no hubiera dudado, hacía apenas una hora, en cambiar su traje de amazona por el vestido de paseo más favorecedor de todos los que poseía, en vez de tomar uno de sus más habituales sobrios vestidos de muselina, era algo cuyo significado no iba a plantearse.

La aparición de su madrina hizo que se volviera hacia la puerta sobresaltada.

—¿Vas a salir? —se sorprendió lady Everley dedicándole una breve mirada mientras se dirigía al escritorio situado junto a la ventana.

Anna la contempló fugazmente, sintiéndose pillada en falta.

—No.

—Gertrude y Lucy van a salir de compras. Pensé que tal vez ibas a acompañarlas.

—Pensé en salir, pero he cambiado de idea.

—Bien, pues me alegro de que me hagas compañía. Tenía ganas de comentar contigo lo que sucedió en el baile.

Aunque sabía que antes o después iba a tener que ofrecer una explicación a su madrina, Anna no pudo evitar que una sensación de desfallecimiento se apoderara de ella.

—Lo que sucedió en el baile… —repitió mientras intentaba ganar tiempo para pensar en qué pretexto podía darle.

—Claro. No es que quiera vanagloriarme de mi perspicacia, pero reconozco que desde que vi a ese joven supe lo adecuado que sería.

—¿Ese joven? —volvió a repetir, mirándola con perplejidad.

—Por Dios, Anna, deja de repetir lo que digo como un loro. Me refiero al hijo de Alverston, por supuesto. Ayer fue muy particular en sus atenciones hacia Lucy, y yo diría que a ella no le es indiferente. ¿A qué pensabas que me refería? —preguntó con atención, al observar el alivio que traslució el rostro de Anna.

—A nada, de veras. Un joven muy agradable, Alvey.

Lady Everley asintió a medias, pero continuó contemplándola con curiosidad. Tomó unos sobres que se hallaban en la mesa y los sopesó meditativamente, antes de dejarlos de nuevo donde estaban y volverse hacia ella sin disimulos.

—¿Qué pasa entre tú y Lisle?

Una exclamación ahogada escapó de la boca de Anna antes de poder evitarlo. Estupefacta, se quedó mirando a su madrina presa de la más absoluta sorpresa.

—¿Qué le hace pensar que pasa algo? —preguntó al fin, con un ligero temblor en la voz que delató su incomodidad.

Pero su madrina se limitó a encogerse de hombros.

—Tengo mis motivos para sospechar que habéis discutido. Había decidido esperar a que me dijeras algo, pero ya sabes que no tengo paciencia para estas cosas.

Acto seguido, se levantó y se dirigió hacia el sofá, desde donde hizo una señal a Anna para que tomara asiento junto a ella, pero esta no se movió de su butaca.

—¿Qué motivos podríamos tener para discutir? —preguntó en un tono que pretendía ser despreocupado.

—No lo sé, esperaba que tú me lo dijeras. Supongo que podría tratarse de la escuela. Aunque tenía entendido que ahora estabais colaborando en ella…

Anna elevó hacia ella una rápida mirada de alivio, y se aferró a aquella excusa.

—Bueno, comenzamos a colaborar, pero las ideas que él y yo tenemos son muy diferentes.

—No me digas que ha hecho caso a su administrador y te impide dar clase a las muchachas.

—No, no es eso —admitió con reticencia, consciente de que el tono pretendidamente inocente de su madrina no lo era tanto—. En realidad, ha propuesto organizar una escuela durante toda la semana.

—Vaya. ¿Y eso a ti no te gusta porque…?

—No se trata de que no me guste. Es… una gran idea, y muy generoso por su parte. Está haciendo por la escuela mucho más de lo que yo podría haber hecho.

—Entonces tendrás que darme alguna otra pista para entender qué tipo de discusión habéis mantenido.

—Lo cierto es que es él quien ha tomado las riendas de la escuela, y no hay mucho que yo pueda hacer allí ahora —contestó con cierta precipitación, insistiendo en la excusa.

Lady Everley escudriñó su rostro en silencio. Anna temió estar enrojeciendo, y se puso en pie para pasear por la habitación.

—Si se tratara de otra persona, pensaría que los celos por sentirse apartada de su obra serían suficiente motivo para la discusión. Pero a ti te conozco, Anna, y sé que eres mucho más generosa que eso. No, no acabo de creer que sus decisiones sobre la escuela puedan provocar en ti otra cosa que agradecimiento. Tendrás que darme otro motivo.

Con impotencia, Anna detuvo su deambular ante la ventana y se quedó contemplando unos instantes la vista del jardín.

—No hemos discutido —se limitó a contestar, al fin.

—Entonces, el hecho de que decidieras venir de manera tan precipitada, ¿no tiene nada que ver con él?

Anna se giró. Los inteligentes ojos grises de su madrina la contemplaban con tranquilidad, pero creyó percibir en ellos un destello de ansiedad. No tenía ni idea de cómo podría haberlo averiguado, pero sabía bien que no iba a conseguir librarse de su curiosidad tan fácilmente. Con un suspiro, se dirigió al sofá y se sentó junto a ella.

—Tal vez tenga un poco que ver —reconoció, sorprendiéndose a ella misma al admitirlo en voz alta.

—Así que se trata de eso… —murmuró su madrina, con un tono pensativo no exento de satisfacción—. Verás, Anna, supongo que piensas que soy una vieja entrometida y cotilla, pero he de decirte que una amistad entre tú y John me parece de lo más recomendable.

—¿Y en base a qué resultaría recomendable? —preguntó frunciendo el ceño, algo molesta porque su madrina la conociera tan bien—. No estoy segura de que tengamos nada en común.

—Aunque así fuera, cosa que me permitirás dudar, estoy segura de que esa amistad os haría bien a los dos. No deseo ver de nuevo cómo te encierras en ese pueblo, y en cuanto a él… bien, a él le vendría bien encontrar alguien en quien poder confiar de nuevo. Estoy segura de que es una amistad altamente recomendable para ambos.

Contemplando sus manos con aparente interés, Anna tragó saliva con dificultad.

—No creo que él comparta ese punto de vista.

—Oh, los hombres a veces son algo lentos comprendiendo ciertos asuntos —respondió su madrina con un gesto de la mano que pretendía restar seriedad al tema—. Pero estoy segura de que acabaría por entenderlo así. En cuanto a ti, reconozco que no estoy segura de qué piensas sobre él, pero me inclino a pensar que no te es completamente indiferente. ¿Me equivoco?

El fulminante sofoco que sintió convenció a Anna de que aquella vez había enrojecido hasta la raíz del cabello.

—Verás —continuó su madrina sin dar muestras de que ella sintiera la más mínima turbación al abordar aquel asunto—, me da la impresión de que, por motivos que desconozco, has llegado a la errónea conclusión de que aquí podrías esconderte de lo que quiera que haya motivado tu huida de Halston.

—Yo no he huido de Halston —protestó con calor, demasiado pasmada para intentar hacer nada más que no fuera defenderse de aquella injusta suposición.

—No, tienes razón —admitió su madrina con falsa mansedumbre y un burlón brillo en los ojos—. En realidad has huido de John Sinclair, ¿no es verdad?

—¡Oh! —bufó Anna poniéndose en pie de un salto, y comenzando a dar vueltas por la habitación, mientras su mirada echaba chispas—. ¿Se puede saber de dónde ha sacado esa conclusión tan… peregrina?

Su madrina la siguió con la mirada mientras deambulaba por la habitación como una fiera enjaulada, y se encogió de hombros al responder:

—Pues de lo que él me explicó ayer, por supuesto.

—¿Ayer? —El giro de Anna fue tan brusco que tropezó con la alfombra y estuvo a punto de caer.

—Ayer en el baile —confirmó su madrina con expresión inocente—, cuando vino a saludarnos. En aquel momento te habías ido con Lucy al tocador, pero estaba segura de que luego lo viste. ¿Acaso no sabías que había estado en el baile?

El latido del pulso en sus oídos era tan escandaloso que Anna supuso que se podría escuchar desde la calle. Apretó los labios con terquedad, incapaz de encontrar una respuesta coherente.

—Claro que no bailó, estando aún de luto. —Lady Everley dio unos golpecitos con su abanico en el brazo del sofá, mientras parecía pensar en ello—. Es curioso, hubiera jurado que le habías visto, pero ya sabes, los viejos a veces confundimos las cosas…

Anna apoyó los brazos en el respaldo de la butaca que había ocupado, como si al colocarse tras ella pudiera protegerse de aquella noticia que le había pillado tan desprevenida.

Creí verle un instante —rectificó entre dientes—, pero luego desapareció. Supuse que le había confundido con alguien.

—Pues no, ya lo ves, era él —respondió con una nota de triunfo en su voz que hizo que Anna entornara levemente los ojos—. Ha vuelto a Londres.

Pasaron varios segundos antes de que Anna pudiera digerir aquella información.

—Seguramente habrá venido a ocuparse de sus negocios.

—Seguramente. O tal vez haya decidido que ya es hora de casarse de nuevo, y qué mejor lugar y momento para encontrar prometida que la Temporada —replicó impertérrita ante la inflexión irónica de la voz de Anna—. Sería bastante lógico. ¿No estás de acuerdo?

La falta de respuesta no desanimó a lady Everley, que mantuvo su mirada fija en el rostro de Anna. Al cabo de unos segundos, riendo con suavidad, le indicó de nuevo el asiento libre a su lado. Presa de emociones contrapuestas, Anna atendió su indicación de manera mecánica.

—Sabes que te conozco, y estoy convencida de que algo ha sucedido que no me quieres contar. —Su madrina le tomó de la mano, dándole un pequeño apretón que pretendía infundirle confianza—. También estoy segura de que podría ayudarte, pero si no quieres confiar en mí…

—¿Qué le dijo ayer? —cortó con torpeza; no creía poder describir lo que bullía en su interior.

Una llamada en la puerta hizo que lady Everley interrumpiera la explicación que iba a comenzar. Se quedó escuchando el sonido de la puerta al abrirse, mirando a Anna con cierta indecisión. Entonces el sonido de pasos en las escaleras pareció decidirla.

—Verás, Anna, te debo una disculpa —se apresuró a explicar mientras los pasos se acercaban—. Cuando ayer Lisle vino a saludarnos, y le dije que habías acudido con nosotros, comentó que era probable que no desearas verle. —Se inclinó hacia ella sosteniendo aún su mano—. Supuse que tendría algo que ver con la escuela, y no le di más importancia. Pero hoy después de hablar contigo dudo si en realidad… —se interrumpió con una expresión de ansiosa preocupación en el rostro—, Anna, ¿ha sucedido algo entre vosotros que hace que sea inconveniente que os encontréis? ¿Tal vez él ha…?

—No —negó con rapidez—. No, no ha sucedido nada de lo que está imaginando.

—Entonces, si nos encontráramos con él, ¿no supondría eso un problema?

—En absoluto —mintió con un nudo en la garganta.

Entonces lady Everley se reclinó en el asiento mientras murmuraba:

—Gracias a Dios.

A pesar del desconcierto, Anna captó lo extraño del comportamiento de su madrina. Se volvió hacia ella y preguntó: «¿Por qué?», al tiempo que la puerta se abría y justo cuando el mayordomo anunció al visitante, le oyó decir con acento culpable:

—Porque le animé a venir a saludarte.