Amanda me ayuda a colocarme la corbata en el dormitorio del ático. Lleva desde primera hora de la mañana lloriqueando, intentando ocultar sus lágrimas para que Camden, Matt y yo no nos riamos de ella. Hace días que Matt y yo tenemos bastante claro que su emoción no se debe tanto a nuestra boda como a otros motivos, pero he conseguido convencerlo para que se lo calle y espere a que sean ellos quienes nos lo cuenten. Está preciosa, con un vestido verde menta y todos sus rizos rubios recogidos en un moño alto.

Bajamos hacia su dormitorio, donde Camden y Matt se están vistiendo, acompañados por los niños. Cuando entramos, los encontramos abrazados y llorosos, ellos también, después de que Cam le haya dicho a Matt que está muy orgulloso de él. Creo que he llegado a conocerlo lo suficiente como para saber lo que significa para él escuchar esas palabras de boca de su hermano mayor, después de los años que pasó tan enfadado con él.

—¿Estamos seguros de que hoy aquí hay una boda, no un funeral? —pregunto con sarcasmo, mientras me acerco a darle un beso y a contemplar lo increíblemente guapo que está, con su esmoquin negro y su pajarita de terciopelo verde botella. Tan guapo que me dan ganas de saltarme toda la parafernalia, subirlo al ático y no dejarlo salir nunca más.

—Ahora sí que no aguanto más, Cam —confiesa Amanda, sentándose en la cama y arruinándose el maquillaje con unos lagrimones enormes. Lucy la mira con incomprensión, mientras Camden asiente para darle su aprobación—. Chicos, tenemos algo que deciros. Y quizá así entendáis mejor por qué no puedo dejar de llorar.

—¿Qué pasa, Amanda? —Lucy se acerca a ella, pero la intercepto y la cojo en brazos porque sé que está un poco asustada. Le hago cosquillas un momento hasta que consigo que se ría. Matt decide reponerse un poco de la imagen sensiblera que lleva dando desde que se levantó.

—Pasa que Amanda se va a poner como una vacaburra, Lucy.

—¡Matt, joder! —Camden le tira a la cara la manta de Jake, y creo que si no le da un puñetazo es porque se supone que dentro de veinte minutos habrá una boda en el jardín.

—Eres un gilipollas, Matthew —protesta Amanda, que debe de estar muy enfadada con él para que se le haya escapado una mala palabra delante de Lucy.

—Felicidades, chicos —les digo, impidiendo que se desate la guerra, y dándole unas palmadas de felicitación a Cam en la espalda—. En serio, es el mejor regalo de boda que podríais hacernos.

—¿Me has perdonado ya? —le dice Matt a Amanda, justo antes de que ella se lance a sus brazos y acabe llorando de nuevo.

—Esto es una mierda. Estoy sensible y ni siquiera sé por qué.

—Quizá podrías intentar dejar de hablar mal delante de los niños —le susurra Matt, pero lo suficientemente alto como para que lo escuche la propia Lucy, que se ríe sin parar. Luego, se pone serio—. Ojalá sea una niña y ojalá sea igualita a ti. Está claro que las chicas de esta familia son mucho mejores que nosotros.

—Deberíamos ir bajando —nos advierte Camden, mientras coge a Jake en brazos y recibe la felicitación de Matt.

—Sí, vamos. ¿Preparado? —me pregunta Matt, con un guiño en el ojo que me devuelve al Matt del que me enamoré, con toda esa seguridad en sí mismo y esa chulería que me gusta tanto.

Cojo a Lucy en brazos, porque Matt insistió en que sea ella quien me acompañe durante la boda. Me sorprendió su decisión, pero él tenía claro que, si alguien tenía que ser madrina en su boda, esa solo podría ser Amanda, la única que fue capaz de sacarlo de la oscuridad en la que se vio metido en la adolescencia.

Lucy está perfecta, con un vestido blanco con dibujos de margaritas amarillas, y un par de flores en el pelo. Camden le ha repetido como mil veces que hoy no es día para travesuras, así que lleva desde que se ha levantado portándose tan bien que está irreconocible.

Poco a poco van llegando a casa los escasos invitados a la ceremonia: nuestro equipo del restaurante, un par de amigos míos de Nueva Orleans, los compañeros de Matt de la escuela de cocina y el antiguo director de su instituto en Arkansas. No hay grandes discursos ni aspavientos exagerados. Solo un juez de paz, dos firmas y la constatación de que, aún sin saber que lo había estado buscando toda mi vida, al fin he encontrado mi felices para siempre.

Cuando los invitados empiezan a irse, los niños ya se han acostado y la música suena baja, Matt y yo compartimos un vaso de whisky en una de las tumbonas del jardín. Me mira con un brillo en sus ojos que nunca he visto y no puedo evitar ladear la cabeza y preguntarle en qué piensa.

—Gracias —se limita a contestarme.

—¿Gracias? ¿Por qué?

—Porque… yo nunca había tenido nada y, ahora…, ahora lo tengo todo.

Y sus palabras son las mías. Porque, al fin, tenemos una familia. Una casa preciosa. Un trabajo que nos encanta. Una vida entera por delante. Pero, sobre todo, nos tenemos el uno al otro. Y eso… eso sí es tenerlo todo.

 

FIN