EPÍLOGO

Tres meses después

LUKE

 

 

 

No voy a negar que la idea de irme a vivir con una familia ya formada, después de cinco años solo en San Francisco y otros tantos de vida alegre en Nueva Orleans, me daba un vértigo de cojones. Estaba acostumbrado a mis ritmos, a no dar explicaciones de nada, a vivir cómo me daba la gana. No tenía ni idea de tratar con niños, ni de qué podríamos y no podríamos hacer, conviviendo con una niña de siete años y un bebé. Tenía miedo de que la locura de mi amor por Matt me obnubilara la mente y de que, cuando pasara la emoción inicial, me viera abocado a algo que no era lo que esperaba.

Pero, entonces, me di cuenta de una cosa: yo había perdido a mi familia más de diez años atrás, cuando apenas había empezado a salir al mundo. Hace tantísimo tiempo de eso que ya no recuerdo lo que es tener una familia. Me acostumbré pronto a no recibir en mi cumpleaños más llamadas que las de un par de amigos fieles. Me acostumbré a cenar solo en Acción de Gracias y en Navidad. Me acostumbré… porque no me quedó más remedio. Y no es que Camden, Amanda, Lucy y el pequeño Jake fueran un sustituto, pero… sí han sido un nuevo comienzo.

La conexión fue perfecta desde el principio. Camden y yo somos casi de la misma edad y nos hicimos buenos amigos desde el momento en que abrimos la primera cerveza. Nos respetamos de esa forma en que se respetan dos personas que no son muy dadas a hablar de sus sentimientos en voz alta, pero que son muy conscientes de que quieren con toda su alma a la misma persona.

Amanda me miró con recelo durante unos días, con el miedo a que le hiciera daño a Matt dibujado en sus enormes ojos verdes. Sé que temía que yo me rindiera, que la aventura de aterrizar de golpe en una familia me pareciera divertida un rato, pero que acabara marchándome y haciéndole daño a la gente que más quiere. No es que sea muy intuitivo. Ella misma me lo dijo un día que, después de un par de miradas recelosas, le pregunté si había algo que quisiera comentarme. Acabamos compartiendo unas hamburguesas grasientas, mientras Amanda me contaba cómo conoció a Matt y sintió la necesidad de protegerlo desde el primer día, y yo le aseguraba que jamás le haría daño intencionadamente.

Y Lucy… Ay, Lucy. Ella fue la puerta de acceso a la familia Reed desde aquel día de cine y comida rápida que ahora me suena tan lejano. Matt sigue siendo el centro de su mundo, pero ha comprendido muchísimo mejor de lo que esperábamos que hay momentos en que necesitamos estar solos y que la puerta de la buhardilla cerrada suele significar eso.

La vida es fácil. El ático nos da toda la intimidad que necesitamos, y solo tenemos que abrir una puerta para tener a toda la familia ahí, para nosotros. Un concepto, el de familia, que tanto Matt como yo perdimos cuando éramos demasiado jóvenes para merecerlo, y que recuperamos porque la vida a veces reparte buenas cartas.

No sé qué nos deparará el futuro. Si algún día nos marcharemos o acabaremos viviendo como en una comuna cuando la familia vaya aumentando. Nos da igual. Ya habrá tiempo para pensarlo. Yo solo sé que hace un año conocí al hombre de mi vida. Ese hombre que, hace dos meses, hincó la rodilla en tierra para regalarme el sueño de ser una pareja estable para siempre.

No es que yo sea el más tradicional del mundo en lo que al matrimonio se refiere. Ni que lo considere sinónimo de amor, ni mucho menos. Mis padres han estado casados más de treinta años y creo que nunca los vi tener un gesto de amor sincero el uno con el otro. Y convivo a diario con Camden y Amanda, que se adoran como ninguna otra pareja que haya conocido en toda mi vida, sin necesidad de anillos o contratos de por medio. Aunque no voy a negar que me hizo ilusión que me pidiera que nos casáramos. Hace algunos años, la simple idea de que pudiéramos ser un matrimonio legal parecía ciencia ficción. Casi me parecía un deber cívico decirle que sí. Pero, vaya, que no creo que ni una sola persona pudiera decirle que no si lo viera, tan joven, tan rotundamente guapo, con una rodilla en la acera de una calle cualquiera de Nueva York, durante una escapada con la que nos desquitamos de aquel viaje fallido de meses atrás. Con su sonrisa de chulito pintada en la cara, pero con un brillo de inseguridad en los ojos. Como si hubiera alguna posibilidad de que le dijera que no.