IX

 

 

 

Es increíble lo que cinco días en Los Angeles pueden hacer para curar cualquier mal. Los días previos al viaje me los pasé con la inquietud alojada en el pecho, con la certeza de que había hecho las cosas mal con Luke y… vale, humillándome todo lo posible vía whatsapp para intentar que me perdonara. Más o menos lo conseguí, aunque sus palabras han seguido siendo más frías que de costumbre.

En Los Angeles, todo cambió. El sol instalado todo el día en el cielo, una escapada a la playa de Malibu, más diversión de la que esperaba en Disneyland, una visita inesperada a unos estudios de cine y miles de fotos con Lucy, a la que creo que nunca había visto disfrutar tanto.

Cuando regresamos a casa, solo quedan tres días para la reapertura del restaurante, y tengo muy claro a qué quiero dedicarlos. Quiero… No. Necesito arreglar las cosas con Luke, conseguir que se le pase el cabreo por lo del viaje y volver a ese estado anterior en el que disfrutábamos el uno del otro sin que ningún mal rollo nos rondara la cabeza.

Hace ya cuatro meses de aquella primera noche en que nos desnudamos, en cuerpo y alma. Cuatro meses de muchas horas robadas al reloj, de conversaciones en las que hemos llegado a conocernos a fondo, a entender los miedos, las esperanzas y los sueños del otro. Cuatro meses en los que me he dado cuenta de que Luke me gusta más de lo que estoy dispuesto a admitir.

Aterrizamos en San Francisco a mediodía y, después de entregarles a Cam, Amanda y el pequeño Jake los mil regalos que les hemos traído, me escabullo de la reunión familiar. A Camden y Amanda les espera una larga tarde de aguantar a Lucy hiperexcitada, contando por partida triple cada pequeña anécdota que hemos vivido en el viaje.

Llego a la velocidad de la luz al bloque de apartamentos de Luke y me recibe vestido solo con un pantalón vaquero gastadísimo que deja a la vista el hueso de su cadera y el inicio de su vello púbico. Se me hace la boca agua. Lleva el pelo suelto, un poco asilvestrado, y en su cara se lee un nerviosismo que no es habitual en él. Se muerde el labio inferior, dejando resbalar su piercing entre los dientes, en un intento de no reírse cuando, por todo saludo, le tiendo un sombrero con unas enormes orejas de Mickey Mouse que le he comprado en Los Angeles.

—¿Puedo pasar?

—Claro. —Deja mi regalo sobre la encimera de la cocina, y se da la vuelta, exhalando un pequeño suspiro, antes de hablarme entre susurros—. Te he echado de menos.

No le respondo con palabras, pero me lanzo sobre sus labios con un hambre de él que ni siquiera sabía que sentía. Se nos escapan murmullos, jadeos y gemidos. Me deshago de mi ropa como buenamente puedo y caemos los dos sobre su cama. Nuestras manos se mueven con rapidez, ávidas por tocar el cuerpo del otro. Las lenguas se entremezclan. Se puede percibir la electricidad en el ambiente.

Luke me agarra del pelo y me gira hasta que quedo boca abajo sobre la cama. A continuación, se tumba encima de mí y se retuerce hasta encontrar mi boca, hasta que nuestros labios vuelven a chocar, mientras siento su erección abrirse paso entre mis nalgas. Abro el cajón de su mesilla y le paso un condón, que no tarda ni un segundo en ponerse. Cuando me penetra, siento esa mezcla de dolor y placer que no cambiaría por nada, si es él quien me la provoca. Poco después, en medio de unos jadeos que han debido de despertar a medio vecindario, se corre dentro de mí.

Cuando me doy la vuelta, con la erección izada como una bandera, veo que algo va mal. Luke no hace amago de tocarme, como si esta función consistiera solo en que él acabara lo suyo.

—¿Me vas a dejar así? —le pregunto.

—Yo… —Veo que duda, y se me encienden un par de alarmas internas—. No, claro que no.

Me masturba con rapidez, mientras su boca se pasea por mis pezones, mi cuello, mis labios. No tardo demasiado en seguir su camino y, en cuanto me vacío, Luke sale del dormitorio y tarda unos minutos en regresar.

—¿Qué está pasando aquí? —Veo sus ojos algo enrojecidos y empiezo a preocuparme de verdad.

—Matt, tenemos que…

—¡No! No me digas esa frase, joder. No cuando aún me late la polla de correrme en tu mano.

—No me lo pongas más difícil. Esto… Joder, esto ya está siendo muy difícil para mí.

—¿Me estás dejando?

—No lo sé. Supongo… supongo que no. Pero quiero hablar contigo. ¿Puedo? —Señala su lado de la cama, que yo estoy ocupando por completo.

—Sí, por supuesto. Dime.

—Creo que en estos meses hemos hablado bastante. Mucho. No sé si escondes algún oscuro secreto, pero tengo la sensación de que no. De que nos lo hemos contado todo. —Asiento, y él continúa—. Sabes la historia que viví en Nueva Orleans. Fueron cinco años. Cinco. Todo ese tiempo me pasé esperando que mi pareja me diera algo que no podía o no quería darme. Y me destrozó.

—Pero, Luke, nosotros…

—No. Déjame terminar. Si algo aprendí de aquello, es que no valgo para las relaciones casuales. Me gustan los polvos de una noche sin saber siquiera el nombre del otro tío o las relaciones serias en las que estoy convencido de que hay futuro. Cualquier punto intermedio entre una cosa y otra… no es para mí.

—¿Qué me estás queriendo decir?

—Que no busco un polvo a largo plazo. Alguien con quien follar, pero con el que nunca voy a ninguna parte, ni conozco a su familia o a sus amigos, ni… nada. No quiero eso. Y eso es lo que tengo contigo.

—O sea… —Me pienso muy bien las palabras que voy a elegir porque, o mucho me equivoco, o eso que acaba de pasar sobre la cama en la que estoy ahora sentado ha sido un polvo de despedida—. Me estás diciendo que es un todo o nada, ¿no?

—Sí. O vamos en serio o yo… prefiero que no sigamos viéndonos.

—Tengo veintiún años, Luke.

—¿Y? No sé dónde está escrito a qué edad se puede empezar a tener una relación seria.

—No sé si eso es lo que quiero —reconozco.

—No. No es lo que quieres. Ya lo sé. Por eso estoy tan jodido. Yo no quiero empujarte a una relación que en realidad no quieres. Porque, si la quisieras, te habrías matado a buscar un viaje para estos días que hemos tenido libres. O quedarías conmigo alguna vez para algo que no implicara la polla de uno en el culo del otro. Pero… ya sé que no.

—No es eso, es que…

—No, Matt. Ya me engañé una vez. Tengo veintiocho años y sé bien lo que quiero. No pienso seguir jugando a esto contigo con la esperanza de que algún día llegue a más.

—¿Es el final, entonces? —Me sale la voz estrangulada y empiezo a darme cuenta de que sí, se ha acabado.

—Lo siento.

—No… —Me levanto, me pongo rápidamente mi ropa y salgo de su habitación. Ya en la puerta, siento que me queda algo por decir—. Soy yo quien lo siente, Luke. Siento no poder darte lo que mereces. Lo siento de veras.