XI
Tres semanas parecen un tiempo bastante adecuado para olvidar una relación que solo duró cuatro meses y a la que puede que le quedara grande incluso la misma palabra «relación». Pero esta teoría se complica un poco cuando la persona a la que quieres olvidar trabaja codo con codo contigo durante más de diez horas cada día.
La rutina en el restaurante se me hace difícil de digerir. Luke y yo tenemos que coordinarnos para mil tareas, comentar menús, corregir al resto del personal… Trabajamos codo con codo, sí, pero esos codos no se tocan. Ni el resto de nuestros cuerpos, por descontado. Cada vez que coincidimos en algún pasillo estrecho, parece que pretendamos fundirnos con las paredes, del esfuerzo que hacemos para no rozarnos. El vestuario es lugar vedado por una especie de pacto tácito; desde el primer día, los dos hemos venido cambiados de casa y nos limitamos a ponernos las chaquetillas al llegar, pero sin dejar ver ni un trozo de piel.
Y es que, a mí, su piel me duele. Me duele ver sus brazos moviéndose entre los fogones. Me duele ver sus manos dando los últimos toques a los platos. Me duele porque esos brazos ya no me abrazan, esas manos ya no me tocan y él actúa como si entre nosotros nunca hubiera ocurrido nada.
Hasta hace tres semanas, mi día favorito era el domingo. Luke y yo libramos los lunes y la mañana de los martes, así que el domingo era el pistoletazo de salida para día y medio de momentos compartidos, momentos que estoy echando de menos mucho más de lo que había imaginado que haría. Sobre todo, echo de menos nuestras conversaciones, los ratos en que nos quedábamos charlando antes de dormir, los cigarrillos que compartíamos después del desayuno, mientras nos contábamos nuestros pasados y no nos atrevíamos a visualizarnos en el futuro.
Pero hoy es domingo, y yo ya sé que el próximo día y medio lo pasaré encerrado en mi cuarto leyendo, saliendo solo para pasar un rato con Lucy y para que Camden y Amanda no se pongan pesados.
Salvo que haga algo para impedirlo, claro.
Los pasos de Bob, el último cocinero en marcharse del restaurante, resuenan sobre las baldosas de la cocina. O, al menos, eso me parece a mí, que llevo haciendo tiempo desde que empezó a recoger sus cosas. Dejo de fingir que limpio la encimera y me giro para asegurarme de que Luke y yo nos hemos quedado solos.
Lo veo al fondo de la cocina, distraído en la elaboración de un inventario de productos que necesitaremos pedir antes del final de la semana. Estoy casi seguro de que no se ha dado cuenta de que estamos solos. Me acerco a él intentando reflejar mucha más seguridad de la que siento por dentro.
Luke levanta la cabeza cuando estoy a apenas dos pasos de él y se le refleja la sorpresa en los ojos. No nos hemos dirigido ni una palabra fuera de temas profesionales en demasiado tiempo, y algo me dice que él tiene tantas ganas como yo de que eso cambie.
—¿Se han marchado todos?
—Sip.
—¿Tú no has acabado aún? —me pregunta, bajando la mirada a sus papeles, como si mi presencia le resultara indiferente. No cuela.
—Con el trabajo sí.
—Pues márchate entonces, ¿no? —me dice, con algo de desdén.
—No, no me voy a marchar todavía. —Me doy un pequeño impulso para sentarme sobre la encimera.
—¿Qué quieres, Matt?
—Creo que lo mismo que tú —me atrevo a decirle, mientras le suelto la goma con la que se recoge el pelo y, con una pierna, lo acerco a mí.
—Matt… Por favor… Creí que ya estaba todo hablado.
—No he dicho que quiera hablar. No ahora, al menos.
Planto las dos manos sobre su culo y le doy el empujón definitivo hacia mí. Sé que quiere resistirse, y quizá no esté bien que lo presione, pero… joder, es que no puedo alejarme. Me pasa la mano por la mejilla y la enreda entre los pendientes de mi oreja izquierda.
—Matt… Para, por favor.
Nuestros labios se rozan y toda resistencia desaparece en el momento en que mi lengua roza su labio inferior. Nos besamos con furia, con ternura, con calor, con dureza y hasta con un poco de rencor. Sus manos se pierden bajo mi camiseta, y las mías se mantienen aferradas a su nuca, sujetándolo contra mí para que no se escape.
Pero no consiguen su objetivo. Luke se aparta después de unos minutos. Se seca los labios con el dorso de su mano y mantiene la vista en el suelo.
—Tenemos que parar —susurra.
—No, no tenemos. Podemos hacer lo que queramos —le suplico. Y hasta yo me doy cuenta de que parezco desesperado, pero es que ese beso ha despertado algo que había conseguido anestesiar durante tres semanas.
—Pues yo quiero parar. —Luke se aparta de mí, empujando un poco mi pecho con las manos.
—Está bien. Fingiré que me creo eso.
—No te comportes como un gilipollas conmigo, Matt. No tienes ni puta idea… ¡ni puta idea! de lo que han sido estas tres semanas trabajando contigo. No tenías ningún derecho a abordarme así hoy.
—No sé si tenía derecho o no. Sé que tenía ganas. Demasiadas.
—Pues yo lo único que puedo hacer es pedirte que te reprimas las ganas de ahora en adelante. Por favor.
—¿Por qué?
—Porque me gustas demasiado. Si tú quieres llevarme a la cama, lo vas a conseguir. —Su confesión me sorprende y mi cara lo refleja—. ¿Qué pasa? ¿Acaso no lo sabes? Si tú no paras esto, yo no voy a ser capaz. Hazlo por mí. No me jodas, Matt.
—Está bien. —Asiento—. No te joderé.
Con el doble sentido flotando entre nosotros, me doy la vuelta sobre mis talones y me dirijo a la puerta. Sé que lo he hecho mal, que ese beso no nos va a ayudar a ninguno de los dos. Que nos arrepentiremos. Que hemos dado unos cuantos pasos atrás en la superación de nuestra ruptura. Pero yo… yo no borraría ese beso por nada en el mundo. Ni siquiera quiero pensar en que me he sentido vivo por primera vez en muchos días.
—¡Matt! —Luke me llama, y no puedo evitar que la esperanza me anide en el pecho.
—Dime. —Me giro hacia él y veo que se muerde el aro del labio inferior, en un gesto que ya reconozco como una muestra de nervios.
—Lo de que “me gustas demasiado”… —Enfatiza su comentario haciendo el gesto de las comillas con los dedos—… es un eufemismo cojonudo de que me he enamorado de ti como un gilipollas.