V

 

 

 

Entramos en su apartamento hechos un manojo de lenguas y manos. Cuando me he percatado del detalle de que el piso de Luke está a apenas dos portales del bar donde hemos estado bebiendo, se me ha pasado por la cabeza la idea de que quizá toda la noche de hoy ha sido una especie de juego de seducción y que yo he caído en la trampa como un gilipollas. Pero, vaya, si el castigo es tener a un tío de casi dos metros empujándome con brusquedad contra la pared del recibidor de su casa… vamos a darlo por bien empleado.

Nuestros pantalones vaqueros se funden sobre la alfombra gris del recibidor, junto a las cazadoras de cuero que han volado en cuanto se ha abierto la puerta. La lengua de Luke juega con la mía, su piercing se clava en mi labio y nuestras piernas se entrelazan hasta que las erecciones de ambos están tan juntas que un simple movimiento podría desencadenar el final. Pero no. No son esos los planes que tenemos para esta noche, al parecer.

Luke cae de rodillas delante de mí, y yo echo la cabeza hacia atrás hasta que toca la pared. Cierro los ojos y no puedo evitar que se me dibuje una sonrisa en el momento en que él empuja mis bóxer hacia abajo con fuerza. Me cruza el pensamiento la idea de que soy un cabrón con suerte. Claro que todo pensamiento se evapora cuando los labios de Luke se cierran sobre mi erección. Disfruto de sus movimientos una vez, dos, tres… hasta que no puedo aguantar más y abro los ojos. El espectáculo merece que le dedique todos los sentidos. Lo veo mirar hacia arriba con los ojos algo turbios; lo escucho jadear mientras se esfuerza en darme placer; enredo las manos en su pelo largo y me parece sentir también el placer en mis dedos; huelo el sexo en el ambiente y saboreo los besos de antes, pasándome la lengua por los labios.

La noche será larga y algo me dice que también intensa. Pero, ahora, en este preciso instante, lo único que puedo hacer es correrme en su boca con una fuerza que nos sorprende a los dos. Se me escapan unos gemidos largos, casi torturados, al tiempo que bombeo una vez, y otra, y otra más, hasta que las rodillas amenazan con fallarme y él me mira, aún desde el suelo, sentado sobre sus talones.

—¿Vamos a la cama?

Efectivamente, la noche no ha hecho más que empezar.